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domingo, 23 de noviembre de 2025

De Maria nunquam satis




Vivimos en un mundo pusilánime, donde la exaltación de cualquier privilegio recibido por herencia o por gracia de Dios, aparece siempre como un insulto a la igualdad en la mediocridad de todos los hombres.

Siempre los mejores son los menos, la santidad es algo extraordinario, pero la sociedad cristiana supo tenerlos como referencias y la Iglesia como regla de conducta, por eso canonizaba sólo a los mejores, a los que habían llegado más alto, no para halagar la mediocridad del común de los cristianos ni desalentarlos, sino por el simple hecho de que las luces que guían las naves se ponen en alto, y cuánto más alto, mayor es el número de quienes pueden verlas. Es decir, que los espíritus más elevados servirán de guía a mayor número de almas.

A esto se suma el hecho de que los bienes espirituales son comunes, y mientras mejor es un miembro, mejor es la sociedad, todos gozamos del bien espiritual del prójimo, y mientras más son los que participan, mayor es el bien.

Materialistas, egoístas y resentidos como somos, creemos que todo bien del prójimo es algo que yo no tengo, y que todo lo que no se obtuvo con el sudor de la propia frente es robo. Pero como lo que se obtiene por propio esfuerzo es bien poco, creemos estar justificados para descansar en nuestra mediocridad y poder canonizar a aquellos que hicieron “lo que pudieron”, pero que no fueron tan imprudentes como para ponerse por encima de los demás y tratar de guiarlos, porque el colmo de la caridad parece hoy consistir en no herir la profunda pusilanimidad de los hombres y dejarlos arrastrarse por el barro sin decirles que se están ensuciando.

El concilio Vaticano II, al justificar el liberalismo cristiano, significó la canonización de la tibieza cristiana. Ya no más privilegios, todos somos iguales delante de Dios. Si se puede reconocer, sin entusiasmo, algún tipo de privilegio, sólo puede ser de un grupo, y mientras más se diluya mejor. Habrá santos, pero muchos, porque es algo común, cualquiera puede serlo, sin necesidad de hacer mucho.

Los privilegios personales atentan contra la dignidad de los hombres iguales en mediocridad. Y ¡qué decir de privilegios únicos e irrepetibles!

En este mes de diciembre celebramos de un modo particular a la Virgen María, y se concentran en ella las gracias y privilegios más grandes que Dios pueda haber concedido a criatura alguna.

Ella es Inmaculada desde su concepción. Apartada del resto del mundo pecador, fue preservada por un privilegio singular, único e irrepetible, de la ley de condena que pesaba sobre todo el género humano. Nunca, en ningún instante de su vida, su alma fue ensombrecida por la más mínima mancha de pecado. Por el contrario, su alma llena de gracia, fue siempre purísima.

¿Y a qué se debe tan singular privilegio? Dios había decidido desde toda la eternidad, que su Hijo Unigénito, el Verbo Eterno, al hacerse carne nacería de esta Virgen purísima, de esta Madre santísima que sería preparada por la Trinidad con el mayor cuidado, para ser digna de la gran obra de la creación: la encarnación de Nuestro Señor Jesucristo y la redención del género humano.

Puesto que sería la Madre de Dios, convenía que fuese adornada de los privilegios más excelsos que el cielo puedira participarle, de los cuales, el haber sido preservada del pecado original es sólo el primero y el comienzo de todas las maravillas que Nuestro Señor obraría en su alma. No contento con haberla llenado de gracia en su concepción, esta misma plenitud iría aumentando con el tiempo. Si fue el mismo Dios quien nos mandó honrar padre y madre, ¿acaso no cumpliría Él con este deber del mejor modo posible? La Virgen María fue, sin duda alguna, la criatura más honrada por Dios, pues ¿qué mayor honra que ser su madre?

Pero Dios va a pedirle a María su consentimiento en esta obra, su Fiat. ¿Por qué? ¿acaso podría negarse a tanto honor?

“Honor onus”, decían los latinos con su acostumbrada concisión, el honor es una carga, y la Virgen María lo supo bien, se le concedía un honor enorme y al mismo tiempo una carga igualmente grande. Se le pedía ser Madre de Dios, para que por la encarnación, el Hijo Unigénito pudiera obrar la redención de los hombres. Se le otorgaba el bien más grande que la creación pudo contener y se le pedía la entrega más grande que la creación pudo admirar. Y no se le pedía que acepte esta entrega con resignación, sino con amor, voluntariamente. Su Fiat significaba la aceptación de todo el plan de la redención.

Todo ese honor, todos esos privilegios y gracias tomaban de repente una nueva dimensión, ser Madre de Dios no significaba solamente dar a luz al Salvador, sino quedar unida a Él de un modo tan estrecho que le permitiera quedar asociada a la obra de la Redención, mereciendo de congruo lo que Nuestro Señor mereció de condigno, siendo verdaderamente Corredentora con Nuestro Señor Jesucristo Redentor.

Dios da siempre más de lo que pide, pero a Nuestra Señora le pidió que entregara a su Hijo, ¿acaso hay algo más grande que Él? Casi nos atreveríamos a decir que, en esta tierra, Dios quedó en cierta manera en deuda con su Madre, le pidió demasiado y ella lo dio sin esperar recompensa, ¿acaso algo podía recompensar la pérdida de su Hijo Dios?

Su único consuelo era el cielo, la otra vida y a la verdad que debe ser algo enorme, porque Dios no iba a quedar en deuda con su Madre, pero sólo allí, en esa otra vida, pudo encontrar el modo de recompensarla. ¡Tanto escapa la grandeza de la vida Eterna a nuestros espíritus apocados!

Todo buen hijo sabe que de su madre se puede abusar con toda confianza. Nuestro Señor, en el momento mismo en que terminaba de ser inmolado frente a los ojos de su madre, viendo todo su dolor y su amor de madre, le pidó que adoptara como hijos a aquellos por los que había sido entregado…

Hasta aquí aguanta nuestro corazón, querríamos pensarlo como un momento feliz, y lo es para nosotros, pero, al decir de San Bernardo, ¡vaya cambio para nuestra Madre!

Aquí entendemos por qué no somos santos. Dios nos ofrece todo, pone a disposición sus gracias, sus sacramentos, sus luces, sus ayudas y nos colma de privilegios… ¿qué falta? Falta nuestro fiat.

Entre mediocres y cobardes hemos calculado que si pedimos y obtenemos poco, también se nos pedirá poco, y tratamos de acomodarnos en una posición media que nos mantenga bastante alejados del infierno, pero no demasiado cerca de la Cruz. El hombre moderno entendió que los honores son cargas, y decidió abandonar aquellos para no tener estas. Decidió no pedir nada a Dios para que Dios no le pida nada. Y con la excusa de librar a todos los hombres de sus cargas a todos los deshonró. El santo del mundo moderno es ese hombre sin honor y sin gloria, capaz de no generar rechazo ni admiración, la situación más cercana a la nada, que es lo único que nos queda si no tenemos en cuenta a Dios.

La Virgen María fue siempre el rayo de luz que irrumpe en esas almas vacías, para recordarles que la santidad es posible, que todas las entregas y sufrimientos valdrían por el sólo hecho de ser amados de Dios, que siempre hay tiempo para salvarse.

Y es por eso que contra ella se revuelve el demonio y encuentra su mejor aliado en la tibieza del cristiano, que no quiere el pecado pero tampoco la grandeza y los privilegios, porque es amor que exige amor y es por eso que Nuestro Señor dijo de ellos “He aquí que estoy por vomitarlos de mi boca”

RP José Antonio Calderón