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miércoles, 28 de julio de 2021

El odio contra la Misa de siempre y la cuestión de la obediencia. Un artículo del blog de Aldo María Valli

MARCHANDO RELIGIÓN


Queridos amigos de Duc in altum, Massimo Viglione ha escrito este artículo tras la publicación de Traditionis custodes. Es uno de los análisis más completos y lúcidos que hemos leído comentando el documento papal contra la Misa de siempre. Además de su análisis global de la cuestión (en el que el problema litúrgico se relaciona con la imposición del Nuevo orden mundial), llamo vuestra atención sobre la reflexión en torno al problema de la obediencia.


Traducido por Miguel Toledano para Marchando Religión

*La imagen pertenece al artículo original. MR declina toda responsabilidad

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“Os expulsarán de las sinagogas” (Jn 16,2)

La hermenéutica de la envidia de Caín contra Abel

Por Massimo Viglione

Son muchas las publicaciones que están apareciendo estos días a resultas de la declaración oficial de guerra, hecha por Francisco en persona, en representación de los jerarcas eclesiásticos contra la Santa Misa de siempre. Y en varios comentarios se destaca el nada oculto desprecio y al mismo tiempo la absoluta claridad continuista y formal que caracterizan al motu proprio Traditionis custodes, escrito con modos y formas políticas, más que teológicas o espirituales.

Se trata, a todos los efectos, de una declaración de guerra. Es notable la diferencia formal y de tono que se aprecia en comparación con los distintos documentos de 1964 en adelante mediante los cuales Pablo VI anunció, programó y ejecutó su Reforma litúrgica, definitivamente promulgada a través de la Constitución apostólica Missale Romanum de 3 de abril de 1969, con la cual se sustituyó de hecho el Rito romano antiguo (término más oportuno tanto desde el punto de vista de las intenciones como de los hechos) por el nuevo Rito vulgar. En los documentos montinianos todavia se aprecian, de forma repetida, un profundo aunque hipócrita dolor, arrepentimiento y lamentación, al proclamarse paradójicamente la belleza y la sacralidad del Rito antiguo.

Es como si, en síntesis, hubiese exclamado Montini: “Querido Rito de siempre, te echo pero… ¡hay que ver lo bello que eras!”

Por el contrario, del documento bergogliano se desprenden, como muchos han señalado, ironía y odio hacia dicho rito. Un odio tal que no puede contenerse.

Naturalmente que Francisco no es el iniciador de esta guerra, comenzada con el movimiento litúrgico modernista (o, si se quiere, con el Protestantismo), o más bien, por lo que se refiere al nivel oficial y operativo, por el propio Pablo VI. Bergoglio se ha limitado – si se nos permite la severa metáfora popular – “a liarse a tiros”, intentando acabar de una vez por todas con un herido de muerte que en el curso de las décadas postconciliares no sólo no ha fallecido, sino que ha recobrado una nueva vida, atrayendo tras de sí, con crecimiento exponencial en los últimos catorce años, a un número incalculable de fieles en todo el mundo.

Y ése es el núcleo de la cuestión. El clero progresista y más decididamente modernista tuvo que aguantar de mala gana el motu proprio de Benedicto XVI, pero sin dejar al mismo tiempo de obrar constantemente contra la Misa de siempre a través de una resistencia hostil por parte de la inmensa mayoría del episcopado mundial, que siempre desobedeció abiertamente todo lo establecido por Summorum Pontificum hasta los últimos momentos mismos del pontificado de Ratzinger y, con mayor razón después de su renuncia, hasta el día de hoy.

La hostilidad de los obispos obligó a que, en realidad, la efectividad del motu proprio dependiese a menudo del valor de algunos sacerdotes para celebrarlo incluso sin permiso del obispo (que precisamente no era necesario). A partir de ahora, esos obispos, constante e impertérritamente desobedientes al Sumo Pontífice de la Iglesia católica y a su motu proprio, podrán, en nombre de la obediencia al Sumo Pontífice de la Iglesia católica y a su motu proprio, no sólo continuar, sino también intensificar su labor de censura, su guerra ya no oculta sino abierta, como de hecho ya está ocurriendo.

Pero Francisco no se ha limitado a “disparar” contra la víctima inmortal. Ha querido dar un paso más, a modo de rápido, furtivo y monstruoso “enterramiento en vida”, al afirmar que el nuevo rito es la Lex orandi de la Iglesia católica. De lo que se deduce que la Misa de siempre ya no seguirá siendo la Lex orandi.

Es bien sabido que no tiene conocimientos de teología (que es tanto como decir que un médico no los tiene de medicina o un herrero no sabe utilizar el fuego o el yunque). En efecto, la Lex orandi de la Iglesia no es una “ley” de derecho positivo aprobada por un parlamento o promulgada por un soberano, que en cualquier momento puede derogarse, cambiarse, sustituirse, mejorarse o empeorarse. La Lex orandi de la Iglesia, además, no es “algo” específico determinado en el tiempo y en el espacio, sino el conjunto de normas teológicas y espirituales y usos litúrgicos y pastorales de toda la historia de la Iglesia, desde los tiempos evangélicos – particularmente desde Pentecostés – hasta hoy. Aunque vivamos evidentemente en el momento presente, se halla enraizada por completo en el pasado de la Iglesia. Por tanto, no estamos hablando de algo humano – únicamente humano – que cualquier cacique puede cambiar como le parezca. La Lex orandi comprende íntegros los veinte siglos de historia de la Iglesia y no hay hombre ni asamblea de hombres en el mundo que puedan cambiar este depósito veinte veces secular. No existe papa, concilio ni episcopado que pueda alterar el Evangelio, el Depositum Fidei, el Magisterio universal de la Iglesia. Y menos la Liturgia de siempre. Y si es cierto que el Rito antiguo contaba con un núcleo esencial apostólico que luego se acrecentó armónicamente a lo largo de los siglos, con cambios progresivos (que llegan hasta Pío XII y Juan XXIII), también es verdad que dichos cambios – unas veces más oportunos que otras, a veces quizás nada – estuvieron siempre estructurados armónicamente en un continuum de Fe, Sacralidad, Tradición y Belleza.

La reforma montiniana rompió todo esto, inventando en una mesa de café un rito nuevo adaptado a las exigencias del mundo moderno y transformando en antropocéntrico el geocentrismo de la sagrada liturgia católica. Del Santo Sacrificio de la Cruz reiterado incruentamente a través de la acción del sacerdos se pasó a la asamblea de fieles dirigida por su “presidente”. Del instrumento salvífico e incluso exorcizante, a la reunión horizontal populista, susceptible de continuos cambios y adaptaciones autónomas y relativistas más o menos festivas, cuyo “valor” dependería del logro del consenso por parte de la masa, como si se tratase de un instrumento político dirigido a la audiencia, que por otra parte se está reduciendo gradualmente a cero.

Es inútil seguir por esta vía: los mismos resultados de esa subversión litúrgica hablan a las mentes y corazones que no mienten. Sin embargo, es importante explicar la razón de ese paso desde la hipocresía montiniana a la sinceridad de Bergoglio.

¿Qué ha cambiado? Pues lo que ha cambiado es el clima general, que se ha dado literalmente la vuelta. Montini pensaba que en unos pocos años nadie se acordaría de la Misa de siempre. Ya Juan Pablo II, ante el hecho evidente de que el enemigo no moría en absoluto, se vio obligado – también él de mala gana – a conceder un “indulto” (como si la sagrada Liturgia católica de siempre necesitase ser perdonada por algo, con el fin de poder seguir existiendo), el cual (esto nadie lo dice jamás) era incluso más restrictivo que este último documento bergogliano, aunque exento del odio que caracteriza a éste. Pero, ante todo, el desencadenante de este odio ha sido el incontenible éxito entre el pueblo – y particularmente entre los jóvenes – que la Misa de siempre experimentó tras el motu proprio de Benedicto XVI.

La “Misa nueva” ha perdido ante la historia y ante la evidencia de los hechos. Las iglesias están vacías, cada vez más vacías; las órdenes religiosas – incluso, y quizás especialmente, las más antiguas y gloriosas – están desapareciendo; monasterios y conventos quedan casi desiertos, habitados sólo por religiosos muy avanzados en años, cuya muerte se espera para poder cerrar definitivamente las puertas; las vocaciones se han reducido a la nada; hasta la contribución fiscal a la iglesia se ha desplomado, a pesar de la obsesiva, empalagosa y patética publicidad del tercer mundo; las vocaciones sacerdotales escasean, por todas partes vemos párrocos con tres, cuatro y a veces cinco parroquias que atender; la aritmética del Concilio y de la “Misa nueva” es de lo más despiadado que cabe.

Pero, sobre todo, el fracaso es cualitativo, desde el punto de vista teológico, espiritual y moral. Incluso ese clero que todavía existe y subsiste es en gran parte abiertamente herético o si acaso tolerante con la herejía y el error en la misma medida en que es intolerante con la Tradición, no reconociendo ya ningún valor objetivo al Magisterio de la Iglesia (salvo en lo que le interesa) sino viviendo de la improvisación tanto teológica y dogmática como litúrgica y pastoral, todo ello fundado sobre un relativismo doctrinal y moral, acompañado de una inmensa caterva de charlatanería y eslóganes vacíos e insulsos; por no hablar tampoco de la devastadora, cuando no monstruosa, situación moral de buena parte de ese clero.

Es cierto que algunos “movimientos”, como se les denomina, salvan un poco la situación. Pero la salvan, una vez más, a costa del relativismo doctrinal, litúrgico (guitarras, panderetas, diversión, “participación”), moral (el único pecado es ir contra los dictámenes de nuestra sociedad: actualmente contra la vacuna; todo lo demás se permite más o menos). ¿Y estos movimientos siguen siendo católicos? ¿Y en qué medida y grado? Si nos pusiésemos a analizar con precisión teológica y doctrinal su fidelidad, ¿cuántos aprobarían el examen?
“Lex orandi, lex credendi”, enseña la Iglesia. Y, en efecto, la Lex orandi de los diecinueve siglos anteriores al Concilio Vaticano II y a la reforma litúrgica montiniana produjeron un tipo de fe, y los cincuenta años siguientes otro tipo de fe. Y otro tipo de católico.
«Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,16), enseñaba el Fundador de la Iglesia. Pues eso. Los frutos han sido el fracaso total del modernismo (o, si se quiere, para los más atentos e inteligentes, el triunfo de los verdaderos objetivos del modernismo), del Concilio Vaticano II, del post-concilio. La misma hermenéutica de la continuidad, ¿dónde naufragó? Junto con la misericordina, en la Hermenéutica del odio.

La Misa de siempre, por el contrario, es exactamente la antítesis de todo esto. Es altamente eficaz en su propagación, a pesar de una constante hostilidad y censura episcopal; es santificante en su perfección; es fascinante precisamente por ser expresión del Dios eterno e inmutable, de la Iglesia de siempre, de la teología y de la espiritualidad de siempre, de la liturgia de siempre, de la moral de siempre. Se la ama por ser divina, sagrada y ordenadamente jerárquica, no humana, “democrática” ni liberal-igualitaria. Divina y humana a la vez, como su Fundador el día de la Última Cena.

Y la aman sobre todo los jóvenes, ya sea los laicos que la frecuentan, ya aquéllos que se acercan al sacerdocio: mientras los seminarios del nuevo rito (la Lex orandi de Bergoglio) son nidos de herejía, apostasía (y mejor nos callamos de qué más…), los seminarios del mundo tradicional rebosan de vocaciones, tanto de hombres como de mujeres, con continuidad imparable.

La explicación de este hecho incontrovertible se encuentra en la única Lex orandi de la Iglesia católica. Que es la querida por Dios mismo y a la cual ningún rebelde puede escapar.

Ésa es la raíz del odio. Lo que debería morir es el consenso mundial y plurigeneracional con el enemigo. Ante el fracaso de lo que debería haber traído vida nueva y sin embargo está muriendo disecado.

Pues le falta la linfa vital de la Gracia.

Es el odio hacia las chicas arrodilladas con velo blanco o las señoras con velo negro y muchos hijos; hacia los hombres genuflexos en oración y recogimiento, posiblemente con un rosario en sus manos; hacia los sacerdotes con sotana, fieles a la doctrina y a la espiritualidad de siempre; hacia las familias numerosas y serenas a pesar de sus dificultades en esta sociedad; hacia la fidelidad, hacia la seriedad, hacia el anhelo de lo sagrado.

Es el odio hacia todo un mundo, cada vez más numeroso, que no ha caído – o que ya no caerá – en la trampa humanista y mundialista de la “Nueva Pentecostés”.

En el fondo, ese liarse a tiros no es más que un nuevo homicidio de Caín por envidia hacia Abel. Y efectivamente, en el Rito nuevo se ofrecen a Dios “los frutos de la tierra y del trabajo del hombre” (Caín), mientras en el de siempre es “hanc immaculatam Ostiam” (el Cordero primogénito de Abel: Gén, 4, 2-4).

La victoria de Caín a través de la violencia es siempre momentánea, mas luego sufre infaliblemente el castigo por su odio y su envidia. Abel muere momentáneamente, para después vivir eternamente en sequela Christi.

¿Y qué pasará ahora?

Ésta es una cuestión más interesante e inevitable de lo que pueda pensarse, y ello en varios planos. Sin poder anticipar el futuro, plantéemosnos por el momento algunas preguntas fundamentales.

¿Obedecerán todos los obispos?

No parece. Más allá de la gran mayoría de ellos, que lo harán con mucho gusto o porque participan del odio de su jefe (casi todos) o porque temen por su futuro personal, pensamos que no serán tan pocos los que pudieran llegar a oponerse a la “metralleta” bergogliana, como parece que ya está pasando en varios casos en los EEUU y en Francia (poca esperanza albergamos por los italianos, los más temerosos y grises siempre), ya sea porque no son hostiles en principio, o por amistad con ciertas órdenes vinculadas a la misa de siempre, o quizás -¿es vana esperanza? – por un arrebato de orgullo ante la humillación, incluso grotesca, recibida mediante este documento, que primero dice que la decisión sobre la concesión del permiso es suya, y luego no sólo restringe toda libertad de acción al condicionar la más mínima posibilidad de elección, sino que cae en la más flagrante contradicción al afirmar que ¡deben remitirse en todo caso a la Santa Sede! ¿Realmente todos obedecerán ciegamente, o alguna grieta comenzará a sacudir el sistema del odio?

¿Y qué pasará en el mundo llamado “tradicionalista”?

“Nos vamos a entretener”, podría decirse familiarmente… Sin excluir giros históricos. Unos caerán, otros sobrevivirán, algunos quizás sacarán provecho (¡pero cuidado con las manzanas envenenadas de los siervos del Príncipe de la Mentira!). En cambio, confiemos en la Gracia divina para que los fieles no sólo permanezcan fieles, sino que aumenten.

Todo esto se confirmará principalmente por un elemento que nadie ha destacado hasta ahora: el verdadero propósito de esta guerra de décadas contra la sagrada liturgia católica, que es el verdadero propósito de la creación ex nihilo (mejor dicho en la mesa de café de algún antro) del Nuevo Rito, es la disolución de la propia liturgia católica, de toda forma de Santo Sacrificio, de la propia doctrina y de la misma Iglesia en la gran corriente mundialista de la religión universal del Nuevo Orden Mundial. Conceptos como la Santísima Trinidad, la Cruz, el pecado original, el Bien y el mal entendidos en sentido cristiano y tradicional, la Encarnación, la Resurrección, y por tanto la Redención, los privilegios marianos y la propia figura de la Madre de Dios Inmaculada Concepción, la Eucaristía y los sacramentos, la moral cristiana con sus Diez Mandamientos y la Doctrina del Magisterio universal (la defensa de la vida, de la familia, de la recta sexualidad en todas sus formas, con todas las correspondientes condenas a las locuras de hoy en día), todo esto debe desaparecer en el culto universal y monista del futuro.

Y, desde este punto de vista, la Misa de siempre es el primer elemento que debe desaparecer, siendo el baluarte absoluto de todo lo que precisamente se quiere hacer desaparecer; pues constituye el primer obstáculo a cualquier forma de ecumenismo. Esto conducirá inevitablemente, con el paso del tiempo, al acercamiento gradual a la sagrada Liturgia de siempre por parte de la masa de fieles que siguen asistiendo al Rito nuevo y que posiblemente tratan de acudir a aquellos sacerdotes que lo celebran dignamente. Porque, tarde o temprano, incluso estos últimos terminarán por verse en la encrucijada entre la obediencia al mal y la desobediencia para permanecer fieles al Bien. El arado de la Revolución, en la sociedad como en la Iglesia, no falla: más tarde o más temprano queda todo separado de un lado y otro. Y esto implicará, por parte de los buenos que aún están inmersos en la confusión, la búsqueda de la Verdad y la Gracia.

O sea, de la Misa de siempre.

Quien aún hoy se despreocupa por estas “cuestiones” y sigue a dichos obispos y párrocos, debe saber que tiene los días contados… si quiere seguir siendo católico de verdad y beneficiarse verdaderamente del Cuerpo y la Sangre del Redentor. Pronto habrá de elegir.
Llegamos así al problema central de toda esta situación: ¿cómo comportarse ante una jerarquía que odia la Verdad, el Bien, la Belleza y la Tradición, que combate la única y verdadera Lex orandi para imponer otra que no agrada a Dios sino al príncipe de este mundo y a sus siervos “inspectores” (en cierto modo, sus “obispos”)?
Éste es el problema clave de la obediencia, en el que incluso en el mundo de la Tradición se utiliza a menudo un juego sucio, a menudo impulsado no por una búsqueda sincera de lo mejor y de lo verdadero, sino por guerras personales, que hoy se han agudizado ante las rupturas provocadas por el totalitarismo sanitario en tiempos de vacunación.

La obediencia -y hay que decir que ése es un error también muy arraigado en la Iglesia del período preconciliar- no es un fin. Es un medio de santificación. Por tanto, no es un valor absoluto, sino instrumental. Es un valor positivo, muy positivo, si se dirige a Dios. Pero si uno obedece a Satanás, a sus siervos, al error, a la apostasía, ya no es algo bueno, sino una participación deliberada en el mal.

Exactamente igual que la paz. La paz -deidad de la subversión de hoy en día- no es un fin, sino un instrumento del Bien y de la Justicia si se dirige a crear una sociedad buena y justa. Si su objetivo es crear o fomentar una sociedad satánica, maligna, errada y subversiva, entonces la “paz” se convierte en un instrumento del infierno.

No debemos “agradar a los hombres, sino a Dios, que prueba nuestros corazones” (1 Tes 2,4). ¡Exacto! Por tanto, quien obedece a los hombres a sabiendas de que están facilitando el mal y obstaculizando el Bien, sean quienes sean, incluidas las jerarquías eclesiásticas, incluido el Papa, se hace en realidad cómplice del mal, de la mentira y del error.

Quien obedece en estas condiciones desobedece a Dios. “Porque el siervo no es más que su señor” (Mt 10,24). También Judas era miembro del colegio apostólico.

O bien cae en la hipocresía. Como si -por poner un ejemplo de laboratorio- un católico tradicionalista, erigiéndose en dispensador y juez de la seriedad de los demás, criticara abiertamente al actual pontífice por Amoris laetitiae o por este último documento, pero luego, en cambio, respecto a la sumisión -¡incluso obligatoria!- a la vacunación sin excepción alguna y con la aceptación del uso de líneas celulares humanas derivadas de fetos víctimas de abortos voluntarios, declarase, para defenderse ante una justa y evidente indignación general, que obedece a lo que diga el “Soberano Pontífice” al respecto.

La condición sine qua non para toda aproximación seria no radica tanto en el “tono” utilizado (también es éste un aspecto importante, pero en absoluto fundamental porque resulta esencialmente subjetivo), sino ante todo en la coherencia doctrinal, ideal e intelectiva, con el Bien y la Verdad en su integridad, en todo aspecto y circunstancia. En otras palabras, debemos analizar si los que dirigen la Iglesia hoy quieren ser fieles servidores de Dios o fieles servidores del príncipe de este mundo. En la primera hipótesis, se les debe obediencia y la obediencia es instrumento de santificación. En el segundo caso, hay que deducir las consecuencias. Evidentemente, con respeto a las normas codificadas por la Iglesia, como hijos de la misma y también con la debida educación y tono sereno. Pero hay que sacar siempre las consecuencias: la primera preocupación siempre debe ser seguir y defender la Verdad, no un empalagoso servilismo y besuqueo oficioso, fruto podrido de un tridentinismo mal entendido. Tampoco se puede utilizar al Papa y a la jerarquía como referente de verdad a la carta según los respectivos objetivos particulares.

Nos encontramos en los días más decisivos de la historia de la humanidad y también de la historia de la Iglesia. Todos los autores que han intervenido en estos días llaman a la oración y a la esperanza. Evidentemente, también nosotros lo haremos, con la plena convicción de que todo lo que está ocurriendo en estos días y, en general, desde febrero de 2020, es una señal inequívoca de que se acerca el momento en que Dios intervendrá para salvar su Cuerpo Místico y la humanidad, así como el orden que Él mismo ha dado a la creación y a la convivencia humana, en la medida, modo y momento que Él quiera elegir.

Recemos, esperemos, observemos y tomemos el lado correcto. El enemigo nos ayuda en nuestra elección: de hecho, siempre es el mismo en todas partes.

Massimo Viglione