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domingo, 17 de septiembre de 2023

¿Más sabio que Santo Tomás? (Bruno Moreno)



Hace tiempo, escribí un artículo titulado “Mejores que Jesucristo”, sobre la plaga de eclesiásticos que, claramente, consideran que son más misericordiosos, inteligentes y avanzados que el mismo Hijo de Dios encarnado. Generalmente, como es lógico, no se atreven a decirlo con esas palabras, pero sí lo hacen con los hechos cuando defienden que habría que cambiar el Evangelio o la fe y la moral reveladas por Cristo, que es lo mismo que defender que ellos saben mejor que nuestro Señor lo que debe hacer el ser humano, o cuando pretenden que permitir el divorcio y demás inmoralidades es mucho más misericordioso que ser fieles a lo que Jesucristo enseñó.

En ese contexto, no es extraño que también hayamos terminado por tener a un Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe que da por hecho que es más sabio que Santo Tomás. Era inevitable que sucediera antes o después. Lo digo con todo el respeto debido a su dignidad episcopal y reconociendo que, por supuesto, Mons. Fernández no lo expresa así, ni será consciente de que piensa así, pero los hechos son los hechos y lo cierto es que propone exactamente lo contrario que Santo Tomás y espera que le creamos a él en lugar de al santo y Doctor de la Iglesia, algo que solo se explicaría si fuese más sabio que él.

En efecto, Mons. Fernández nos asegura que los obispos no deben pretender corregir nunca al Papa en materia de fe, porque “si me dicen que algunos obispos tienen un don especial del Espíritu Santo para juzgar la doctrina del Santo Padre, entraremos en un círculo vicioso (en el que cualquiera puede pretender tener la verdadera doctrina) y eso sería herejía y cisma”.

¿Es eso cierto? ¿Los obispos deben quedarse calladitos y no criticar nunca algo que ha dicho el Papa, porque hacerlo sería caer en la herejía y el cisma? 

Veamos qué decía Santo Tomás sobre el tema (al igual que toda la Iglesia anterior y posterior): “en el caso de que amenazare un peligro para la fe, los superiores deberían ser reprendidos incluso públicamente por sus súbditos” (S. Th., II-II, 33, 4). El inferior no solo puede, sino que debe reprender públicamente a un superior si habla contra la fe católica. Y esto es un principio universal en la Iglesia, de manera que no solo los obispos, sino también los simples sacerdotes o incluso los fieles pueden y deben rechazar cualquier error de fe, lo defienda quien lo defienda, aunque sea un papa. Pero está claro que Mons. Fernández debe de ser más sabio que Santo Tomás y habrá que hacerle caso a él y no al Doctor de la Iglesia.

¿Y qué dijo San Pablo? “Pero si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciara otro evangelio contrario al que os hemos anunciado, sea anatema” (Gal 1,8). Parece que está muy claro: si alguien dice algo contra la fe, aunque sea un ángel o un Apóstol o, presumiblemente, un Papa, no hay que hacerle el más mínimo caso. San Pablo no dijo, “bueno, si lo digo yo que soy Apóstol, entonces sí vale”. Nadie, sea quien sea, puede afirmar nada contra la fe en la Iglesia y, si lo hace, hay que rechazarlo.

Pero, si nos queda alguna duda, preguntémonos: ¿qué hizo San Pablo? Exactamente lo que había dicho que debía hacerse. Cuando el primer Papa llevaba a error a los fieles al volver a las prácticas del judaísmo, San Pablo reprendió en público a San Pedro: “dije a Cefas en presencia de todos…” (Gal 2,14). ¿Por qué públicamente? Porque su conducta había sido públicamente escandalosa y estaba extraviando a los fieles. Y no solo reprendió públicamente al Papa, sino que contó que lo había hecho en la Carta a los Gálatas, que es Palabra de Dios. Santo Tomás explicó este hecho diciendo que así San Pedro dio humildemente ejemplo a los superiores para que aceptaran la corrección de sus inferiores si se habían apartado del buen camino. O quizá debamos concluir que Mons. Fernández es más obediente que el Apóstol San Pablo y más humilde que San Pedro, además de saber más sobre la Iglesia que la propia Palabra de Dios.

¿Y qué han dicho los concilios? El III Concilio de Constantinopla, por ejemplo, condenó al Papa Honorio por haber coqueteado con las ideas de los herejes monotelitas, condena que fue confirmada por el Papa San León y por los Concilios II de Nicea y IV de Constantinopla. ¿Será que no sabían que no se puede corregir a un Papa en materia de fe? El Concilio Vaticano I como es sabido, definió las circunstancias en que el magisterio del Santo Padre es infalible. No hace falta pensar mucho para darse cuenta de que eso implica que hay otro magisterio papal que no es infalible y, por lo tanto, puede estar equivocado si se aparta de la Tradición y la Escritura. Y, si está equivocado, ¿no habrá que rechazarlo como nos recordaba San Pablo en el párrafo anterior? Bueno, supongo que Mons. Fernández sabrá más que cuatro Concilios ecuménicos.

El Concilio Vaticano I, por cierto, refuta otra teoría de Mons. Fernández expresada en la misma entrevista, en la que nos asegura que: “Cuando hablamos de obediencia al magisterio, esto se entiende al menos en dos sentidos, que son inseparables e igualmente importantes. Uno es el sentido más estático, de un «depósito de la fe» que debemos custodiar y preservar incólume. Pero, por otro lado, existe un carisma particular para esta salvaguardia, un carisma único, que el Señor ha dado sólo a Pedro y a sus sucesores. En este caso no se trata de un depósito, sino de un don vivo y activo, que actúa en la persona del Santo Padre. Yo no tengo este carisma, ni usted, ni el cardenal Burke. Hoy sólo lo tiene el Papa Francisco.”

Este doble carisma es algo completamente ajeno a lo definido por el Concilio Vaticano I, que además lo negó expresamente: “Así el Espíritu Santo fue prometido a los sucesores de Pedro, no de manera que ellos pudieran, por revelación suya, dar a conocer alguna nueva doctrina, sino que, por asistencia suya, ellos pudieran guardar santamente y exponer fielmente la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe” (Concilio Vaticano I, Constitución dogmática Pastor Aeternus, 18 de julio de 1870). 

¿Cuál es, por tanto, el carisma de Pedro? El de guardar santamente y exponer fielmente el depósito de la fe. Ese otro carisma del que habla Mons. Fernández, que “no se trata de un depósito” y que “actúa en la persona del Santo Padre” parece ser, pues, una invención, es decir una de esas nuevas doctrinas que el Concilio rechazó expresamente.

¿Y qué nos dice la historia de la Iglesia? Cuando el Papa Juan XXII afirmó que las almas de los justos solo verían a Dios después del Juicio Final, es decir, una herejía, los teólogos de París, sus propios cardenales y varios príncipes católicos se volvieron contra él e incluso le amenazaron con la hoguera hasta que el Papa se retractó de sus errores antes de morir. Su sucesor, Benedicto XII, definió como dogma de fe la doctrina que había negado su predecesor, para que no hubiera ninguna duda. ¿Será que no sabían que no se puede corregir a un Papa? El Papa Adriano VI enseñó que un Papa podía errar en materia de fe e incluso enseñar una herejía. Inocencio III dijo que la fe es algo tan importante que, como Papa, solo podría ser juzgado si se apartara de ella. ¿Les haremos caso? Claro que no, habrá que creer más bien que Mons. Fernández sabe más de historia de la Iglesia que la propia Iglesia y más teología que el Papa Benedicto XII o Adriano VI.

¿Y qué han hecho y dicho los santos? Hay multitud de ejemplos. Santa Catalina de Siena, con mucho cariño, echaba unas broncas terribles al Papa de la época. San Roberto Belarmino, Doctor de la Iglesia, en De Romano Pontifice, habló de la posibilidad de que un Papa cayera en la herejía (citando el caso de Juan XXII como herejía material) y consideró la opinión contraria como una mera “creencia piadosa”. San Alfonso María de Ligorio dijo que, si el Papa incurriera en herejía, por eso mismo quedaría privado del pontificado. ¿Y los teólogos? Multitud de los mejores teólogos han enseñado que el Papa podía caer en herejía, como mínimo material, pero también en muchos casos formal. Por ejemplo, el Cardenal Cayetano, Melchor Cano, Francisco Suárez, Domingo Báñez, Billuart, Juan de Torquemada, Billot, Ballerini o Juan de Santo Tomás, por citar solo unos pocos. Sus opiniones sobre cómo podía solucionarse ese problema fueron muy diversas, pero el reconocimiento de que el problema de hecho podía darse es habitual entre los teólogos y todos defendían que la herejía también debía combatirse si era afirmada por un Papa, porque eso es lo que siempre ha enseñado la Iglesia sobre el tema. El Decreto de Graciano, en el siglo XII, afirmaba que el papa no es juzgado por nadie, “a no ser que se desvíe de la fe”. En fin, supongo que ya podemos tirar los escritos de santos y teólogos a la papelera, ahora que Mons. Fernández nos ha explicado las cosas mucho mejor.

Todo esto (y otros muchos ejemplos más que podrían darse), por supuesto, no decide el tema de si conviene corregir a un Papa en concreto o no, que es una cuestión prudencial y en la que conviene ser muy humildes y cautelosos, pero muestra sin lugar a dudas que la idea de que los obispos no deben corregir nunca al Papa en materia de fe es completamente ajena a la enseñanza de la Iglesia a lo largo de los siglos.

Sería injusto centrarnos demasiado en el pobre Mons. Fernández, que simplemente es hijo de una época en que la mala formación es habitual y se encuentra en un cargo que le supera, porque el problema, como decíamos está mucho más extendido. Tiendo a pensar que los católicos del futuro se maravillarán al pensar en nosotros y dirán que vivimos en una época asombrosa, en la que no solo tenemos clérigos que son más misericordiosos que el mismo Jesucristo, sino también son más sabios que Santo Tomás, más obedientes que San Pablo y más santos que San Roberto Belarmino o San Alfonso María de Ligorio y conocen mejor la fe que los Concilios Ecuménicos que la definieron o que la propia Palabra de Dios. Todo un portento.

¿Qué debemos hacer en una época así? Lo que siempre han hecho los católicos: amar a la Iglesia, rezar mucho por el Papa y los obispos, ser fieles a la Tradición recibida y a la fe de la Iglesia, rechazar humildemente pero con firmeza todo lo que sea contrario a ellas y confiar en Cristo, que es el único Señor de la Historia.