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martes, 30 de junio de 2020

«¡Te obligo a que seas libre!» La «libertad» de la Revolución Francesa (padre Javier Olivera Ravasi)




La Revolución Francesa y sus ideas (I): La liberté

Pero como todos intuimos, ni ésta ni ninguna revolución ha surgido jamás de un zapallo. Se nos ha hablado hasta el cansancio del “Siglo de las Luces”, de las “ideas” de la Revolución, de la “tolerancia”, la “igualdad”, la “fraternidad”, etc. Las revueltas no nacen solas, sino que han tenido padre y madre con nombre y apellido.

Fue el gran influjo de la Masonería­[1], esa secta impía y condenada por los Papas, la que desde 1717 tenía en mente la destrucción del orden establecido y la batalla final contra la Iglesia y los valores de la tradición; de allí, varios de sus integrantes obrarían como verdaderos conjurados en un fin específico: “destruir a la Infame”, es decir, a la Iglesia.

Fue el ya citado Voltaire uno de los más grandes ideólogos de la Revolución; éste, aunque no llegó a verla en la práctica, dejó sentados los cimientos prácticos de la conjuración: “es necesario obrar como conjurados (…). Que los filósofos verdaderos hagan una cofradía como los francmasones (…). Golpeen y oculten su mano”[2].

Como vimos, un grupo selecto de intelectuales fue quien llevó adelante los ideales con gran paciencia y laboriosidad; sus gritos de “libertad”, “igualdad” y “fraternidad” quedarían esculpidos hasta el día de hoy en cuanto edificio público existiese en Francia; pero ¿qué significaban para ellos, sus mentores, estas palabras?[3]

1. La Libertad

Si alguien con seriedad intelectual se dispusiese a estudiar las teorías de los ideólogos de la revolución quedaría pasmado al ver lo difícil que es encontrar en ellos algún razonamiento favorable al hombre. Así por ejemplo, el famoso barón D’Holbach, principal sostén financiero de la gran Enciclopedia[4], afirmaba que los errores del hombre son “errores de física” y que no existe la intelección hablando estrictamente pues nuestros pensamientos “se producen sin que lo sepamos en todas nuestras acciones” (una especie de determinismo mecanicista, así como el girasol se mueve sin que lo quiera).

Diderot, por su parte decía en su “Correspondencia”: “mirad de cerca, y veréis que la palabra libertad es una palabra vacía de sentido, que no hay y no puede haber seres libres; que no somos sino lo que conviene al orden general, a la organización, a la educación y, a la cadena de acontecimientos. He aquí lo que dispone de nosotros invenciblemente”[5].

¿Pero entonces? ¿Cuál es la libertad de la que nos hablan? Quizás sea la libertad sindical…: “Uno de logros mayores de la obra revolucionaria fue la liberación económica, especialmente con la ley Le Chapelier (1791), que, después de la muerte de las corporaciones, rige las relaciones de trabajo, prohibiendo tanto la huelga como el sindicalismo obrero, como que amenazan la libertad del contrato de trabajo, es decir, la libertad del patrón. Trátase de una lógica muy particular de la libertad, hay que reconocerlo, la misma de 1789, la que hace que se prohíba la huelga y los sindicatos. Será esta misma lógica la que, durante la mayor parte del siglo XIX, favorecerá consiguientemente la cruel proletarización obrera”[6].

Más divertido y hasta más franco resultaba de nuevo Voltaire al declarar que “el bien de la sociedad exige que el hombre se crea libre”[7] (sin serlo, obvio). Somos, en su concepción, una simple máquina “que tiene, no sé cómo, la facultad de estornudar por la nariz y pensar por el cerebro” y un grupo de “autómatas pensantes donde la libertad es apenas una bella quimera”[8]. Siguiendo al gran estudioso del pensamiento revolucionario, el profesor Xavier Martin, podríamos decir que tanto Voltaire como el resto de los que prepararon la Revolución “llegan a practicar, sobre los otros y no menos sobre él mismo, un resuelto desprecio por la humanidad, cuya obsesión y agudeza toca a veces lo alucinante, y sobre lo cual no es muy raro que los conocedores arrojen el manto de Noé, lo que muestra una encantadora piedad intelectual, pero perjudica nuestra curiosidad”[9].

Rousseau, otro adalid y puntero intelectual, se las tomaba contra la libertad del ciudadano común y declaraba que “el ciudadano pasivo, estandarizado, mecánicamente dócil, es el más apropiado para satisfacer los imperativos de un ‘programa’ tan bien intencionado en su imprecisión, “porque el cristianismo –decía– enerva la fuerza del resorte político y complica los movimientos de la máquina”[10]. Y no conviene que nadie piense y menos un católico porque “el estado de reflexión es un estado contra-natura y el hombre que medita, un animal depravado”[11]. La libertad, la verdadera libertad, como dirá Rousseau, estará en obedecer al que suplanta al rey y no en seguir la monarquía: “eso es ser verdaderamente libre”[12].

Todo era permitido para quien estuviera con la Revolución y en contra del Rey y de la Iglesia, como decía Voltaire, incluso mentir:

Hay que criticar a los autores que no piensan como nosotros –escribía sin empacho–, hay que envenenar hábilmente su conducta (…), hay que presentar sus acciones bajo una luz odiosa (…). Si los hechos nos faltan, hay que exponerlos, fingiendo callar una parte de sus faltas. Todo está permitido contra ellos (…). Mostrémoslos ante el gobierno como enemigos de la religión y de la autoridad; impulsemos a los magistrados a castigarlos. Golpeen y escondan la mano –les decía a sus adictos (…). A la menor crítica, a la menor respuesta, aun la más moderada y cortés, hay que gritar ‘calumnia, injuria, sátira atroz’, tratando a los adversarios de bribones, fugitivos de la cárcel, hipócritas, locos”[13].

La hipocresía no tenía límites. Una verdadera libertad habría exigido la abolición de todo tipo de “totalitarismo”, incluido el de la esclavitud. Pues bien, no hubo nada de esto. Recién cinco años después, cuando la Francia revolucionaria había perdido el control de sus tierras en ultramar, comenzó a promover la “libertad” para los esclavos; es decir, cuando no tenía más la posibilidad de conseguir nuevos esclavos, decretaba la libertad… Sin embargo, “el innoble tráfico fue discretamente retomado desde el Directorio y, para acabar, esta detestable institución fue oficialmente restablecida en 1802, sin oposición, por una clase política poblada de ex-revolucionarios”[14].

(continuará…)

[1] La Masonería proclama como principio básico la independencia absoluta de la razón humana frente a cualquier autoridad o enseñanza. El naturalismo y el racionalismo son su punto de partida. Consecuencia de esta radical decisión es la negación de la mayor parte de deberes con Dios y el indiferentismo Todas las enseñanzas de la Iglesia no son más que mitos de los que el hombre moderno y culto debe librarse. En la recepción de los grados supremos es obligatoria la apostasía, en el caso de ser cristiano, mediante la realización de acciones sacrílegas. Su gran enemiga es la Iglesia Católica, por lo que no es de extrañar que una de las metas más codiciadas de la secta haya sido la de “suprimir la sagrada potestad del Romano Pontífice y destruir por entero el Pontificado, instituido por derecho divino”, como enseñaba el Papa León XIII (Encíclica Humanum genus).

[2] Alfredo Sáenz, La Nave y las tempestades. La revolución francesa (primera parte), Gladius, Buenos Aires 2007, 117. Todo este libro del P. Sáenz y las fuentes que cita puede servir para ampliar la preparación de la Revolución Francesa.

[3] Para lo que sigue resumimos aquí lo mejor del estudioso francés Xavier Martin, Nature humaine et révolution française, DDM, Dominique Martin Morin, Bouère, Francia 1994, 277 pp.

[4] La “Enciclopedia” fue una publicación de varios tomos redactada por los pensadores revolucionarios por medio de la cual se intentó dar un nuevo significado a un sinfín de términos acuñados durante siglos de cristianismo.

[5] Ídem.

[6] Xavier Martin, “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, en Gladius 44 (1999), 90.

[7] Voltaire, Correspondance, Pléiade, Paris 1977-1993, t. 9, 873.

[8] Ibídem, 347.

[9] Xavier Martin, Nature humaine et révolution française, 39.

[10] Ibídem, 65.

[11] Ibídem, 54.

[12] Cfr. Jean-Jacques Chevallier, Los grandes textos políticos, Aguilar, Madrid 1954, 135.

[13] Citado por Alfredo Sáenz, La nave y las tempestades. La Revolución Francesa (La revolución cultural), 291-292.

[14] Xavier Martin, “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, op. cit., 89-90.