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sábado, 1 de diciembre de 2018

Éxito y fracaso del 68 (Roberto de Mattei)



Mientras concluye 2018, hay que decir una última palabra sobre la revolución cultural del 68. Una revolución cuyo éxito y cuyo fracaso podemos evaluar cincuenta años después.
El 68 se conoce también como el Mayo Francés, porque fue una revuelta estudiantil que alcanzó su cenit en la parisina universidad de La Sorbona. Pero sus raíces culturales estaban en las universidades estadounidenses de Harvard, Berkeley y San diego, donde en los años sesenta enseñaban algunos de los más destacados exponentes de la Escuela de Francfort, como Herbert Marcuse, en cuyo pensamiento confluían lo peor de Marx y de Freud. No hay que olvidar tampoco la influencia que tuvo el Concilio Vaticano II en la revolución del 68. En Italia, la primera universidad ocupada por estudiantes fue la Católica de Milán, y el principal centro difusor del movimiento contestatario fue la Facultad de Sociología de la Universidad de Trento, que era un hervidero de alumnos católicos. Mario Capanna, dirigente del movimiento contestatario por aquellos años, recuerda: «Nos pasábamos noches enteras estudiando y comentando a teólogos considerados entonces de vanguardia: Rahner, Schillebeeckx, Bultmann (…) junto a los documentos del Concilio». Renato Curcio, fundador de las Brigadas Rojas, era también un católico de vanguardia que había estudiado en la Universidad de Trento, rebosante de católicos progresistas.
El 68 no fue una revolución política, sino una revolución en las costumbres que tenía por objeto liberar al hombre de todo vínculo con la moral tradicional para construir una civilización no represora en la que la energía vital pudiese expresarse espontáneamente en una nueva creatividad social. Había que superar el marxismo porque reducía su ofensiva revolucionaria al aspecto estrictamente político sin influir en lo más propiamente familiar o personal. Era necesario trasladar la revolución a la vida diaria a fin de alterar la esencia misma del hombre sin limitarse a la apariencia externa y superficial a la que parecía condenada la perspectiva clásica marxista. El lema prohibido prohibir era expresión del rechazo a toda autoridad y toda ley en nombre de la liberación de los instintos, necesidades y deseos. La libertad sexual y la droga fueron dos ingredientes con que afirmar la nueva filosofía vital.
A lo largo de los cincuenta años que nos separan del 68 se ha ido realizando en Occidente el programa de esta revolución. El 68 ha tenido éxito porque ha transformado la mentalidad y la forma de vida del hombre occidental y porque sus artífices han ocupado puestos clave en la política, los medios de difusión y la cultura. Pero la revolución del 68 estaba condenada al fracaso a causa de la dinámica interna que caracteriza a todas las revoluciones.
La esencia del proceso revolucionario no está en lo que afirma, sino en lo que niega; no en lo que crea, sino en lo que destruye. La Revolución siempre propone un mundo nuevo que sustituya al antiguo. Así, la revolución protestante se presenta como una reforma religiosa; la Revolución Francesa, como una radical transformación política; y la del 68, como una revolución moral en la vida diaria. Siempre hay una novedad histórica por la que desenfundar las espadas. La Revolución es tensión hacia un futuro mejor.
La tensión saca fuerzas de ese carácter mesiánico y utópico de la Revolución. Se cree que es posible establecer un paraíso en la Tierra, que está al alcance de la mano. En cierto modo, se trata de una negación radical del pecado original aunque la idea subyacente a la Revolución sea propiamente otra: es la idea, típica de las doctrinas gnósticas, de que un dios malo ha privado injustamente al hombre del paraíso terrenal que por derecho le correspondía. Así pues, con la ayuda del dios bueno, la serpiente, el hombre debe vengarse, reconquistar el paraíso terrenal. En este sentido, la Revolución es reiteración de la antigua mentira de seréis como dioses. Todas las revoluciones, ya sean la protestante, la francesa, la comunista o la sesentayochista, son revoluciones fallidas. O, como dicen los revolucionarios, revoluciones incompletas, revoluciones traicionadas.
¿Qué ha sucedido en realidad? Que la familia ha sido trastornada por la oleada pansexualista y el Occidente secularizado está inmerso en el hedonismo relativista. Ahora bien, cuando el relativismo y el hedonismo alcanzan su plenitud pierden tensión hacia el futuro, todo deseo de construir un mundo nuevo: la sociedad es prisionera de sus propios vicios y se vuelve incapaz de pensar nada que trascienda el bienestar egoísta en que está sumida.
La revolución del 68 ha fracasado porque nació como una protesta contra la sociedad unidimensional, la sociedad burguesa del bienestar, pero la sociedad que ha producido el 68 –la sociedad contemporánea– es la sociedad por excelencia del consumo y el hedonismo. Es la sociedad relativista que apaga la llama de todo ideal. La filosofía de la praxis se ha llevado a la práctica en Occidente mediante una secularización absoluta de la vida social. Y cuando la filosofía de la praxis se realiza políticamente deja de ser filosofía y se convierte en pura praxis: el ámbito de los intereses egoístas y materialistas, espacio de las puras relaciones de fuerzas en una sociedad desprovista de todo ideal porque se le han extirpado sus raíces cristianas. Pero en esta sociedad consagrada a la fragmentación y la disgregación social no queda lugar para el mito revolucionario del mundo nuevo, ya que la idea de revolución pierde sentido. Hoy se entiende la realidad como una dinámica, sobre todo de  fuerzas económicas, no de valores. La fuerza, una fuerza sin verdad, es el único valor de nuestro tiempo. El filósofo Augusto del Noce ha señalado que todos los valores están destinados a englobarse en la categoría de la vitalidad. Pero una sociedad que no conozca otro principio que la pura expansión está condenada a disolverse. El resultado es el nihilismo, que no es otra cosa que la autodestrucción de la sociedad.
En Italia hemos sufrido esa inversión de la Revolución con la llegada al poder de los sesentayochistas. La utopía sesentayochista ha dado una vuelta de campana cayendo en la praxis relativista, hedonista, cínica y conformista de la izquierda, a la que no le interesa otra cosa que mantener las posiciones de poder que ha conquistado.
La revolución del 68 ha fallado porque su lema era prohibido prohibir, pero la sociedad contemporánea es una dictadura sin precedentes en la historia: la dictadura del relativismo, una dictadura psicológica y moral que no destruye los cuerpos sino que aísla, discrimina y mata el alma de quien le hace frente. Sin embargo, actualmente se está dando una resistencia. Los profetas del 68 anunciaban la muerte de la familia, y hoy en día la familia está en crisis, pero no han conseguido extirpar el deseo natural que hay en el corazón del hombre de formar una familia que dure para siempre, que se caracterice por la permanencia y la fecundidad. Hoy en día surgen en Italia y por todo el mundo movimientos de defensa de la vida y de la familia.
Los profetas del 68 anunciaban la muerte del Estado y el Estado está en crisis, pero no han conseguido terminar con el deseo, innato en el hombre, de identidad nacional, de una identidad cultural arraigada en una nación y un Estado. Hoy en día empiezan a destacar en Italia y otros países de Europa partidos políticos que defienden la identidad y la soberanía de los estados nacionales.
Los profetas del 68 anunciaban la muerte de la religión, pero Dios no ha muerto, ha regresado. Mejor dicho, jamás se fue; somos nosotros los que estamos volviendo a Él. Y actualmente la cultura progresista está en crisis y los jóvenes encuentran su futuro en la Tradición perenne de la Iglesia.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)
Roberto de Mattei