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martes, 1 de enero de 2019

El problema de la comunicación vaticana es que hay demasiada (Carlos Esteban)



“Mi novia y yo rompimos por un problema de comunicación: teníamos demasiada”. He recordado el viejo chiste viendo la escabechina que el Vaticano está llevando a cabo en su comunicación. Mi no solicitado consejo: menos comunicación propia, por favor, y menos intentos de controlar la ajena.

Uno no cambia de caballo en mitad de la corriente ni, según reza el más reciente adagio, entra a saco en su equipo de comunicación en medio de un desastre de imagen. Y, sin embargo, es lo que acaba de hacer el Vaticano al deshacerse de Greg Burke y su equipo, culminación -hasta ahora- de una remodelación que ha puesto a Andrea Tornielli al frente del ‘contenido editorial’, pasando así de voz oficiosa a voz oficial, y que también ha afectado al venerable Osservatore Romano.

Desde el primer día de su pontificado se advirtió que Francisco iba a dar una importancia desusada a la comunicación, creando un dicasterio específico y modernizando los añosos medios tecnológicos de la Santa Sede. Y, desde luego, no cabe duda de que es un Papa mediático, incluso locuaz, que ha hecho pasar el papado de ser un institución más bien reservada y reticente a convertirse en una fuente casi inagotable de titulares. Basta recordar que Vittorio Messori ganó notoriedad al lograr arrancar la primera entrevista a un Papa, Juan Pablo II, y repetir la hazaña con su sucesor, mientras que solo Eugenio Scalfari, fundador de La Repubblica, puede presumir de haber publicado unas cuantas con Francisco.

Y, sin embargo, es un desastre. De Roma parece llegar más ruido que luz, y la imagen de la cúpula eclesiástica es -en estos momentos- tirando a mala para el mundo exterior, y una cacofonía preocupante para los propios fieles. Y no, el asunto no nos parece que se solucione poniendo a Tornielli al frente o deshaciéndose de Burke, como tampoco pareció la mejor idea del mundo, en su día, poner al frente a Monseñor Edoardo Viganò con su bochornoso intento de ‘fake news’ a costa de una carta de Benedicto XVI.

Este último caso sirve bien para ilustrar nuestros temores sobre los esfuerzos de comunicación de la Santa Sede: que, en estos momentos, parecen más dirigidos a convertirla en un arma de propaganda y ‘photo-ops’ que de fluido canal de información fiable.

Lo peor que puede intentar el Vaticano en la segunda década del siglo XXI es controlar la información, que es lo que parece pretender. Desde luego, desde el estallido de la crisis de encubrimiento de abusos sexuales clericales -Segunda Parte- de este verano, el equipo vaticano está, comprensiblemente, en modo de control de daños. Pero en general el esfuerzo se me antoja diseñado por una persona que aún ve la comunicación como si siguiéramos en los años ochenta, un puñado de grandes grupos decidiera qué sabemos y qué no, e Internet fuera un juguetito marginal que, en el peor de los casos, se puede neutralizar.

Incluso si no pesara la consideración moral básica, el evangélico “la verdad os hará libres”, todo intento de acallar, ocultar o maquillar las verdades va a traducirse en un remedio mil veces peor que la enfermedad

‘Transparencia’ es una palabra que se repite tanto como se deja de practicar, pero se va a convertir en el único medio de que la jerarquía no quede doblemente comprometida con cada mala noticia.

Pero las revelaciones escandalosas, al menos para los fieles, son una parte no por espantosa más importante, sobre todo a largo plazo, que la confusión doctrinal. Y en esto no ha pecado Su Santidad por falta de comunicación, sino más bien por exceso. No se puede pedir a nadie que hable constantemente en las circunstancias más dispares y mida siempre sus palabras como si estuviera dictando una encíclica, pero tampoco puede pretender el sucesor de San Pedro que sus palabras tengan el mismo eco que el de cualquier otro, por mucho que se nos advierta de que no habla ‘ex cathedra’.

Se nos habla continuamente de descentralización, pero en una época de comunicaciones constantes, en todas partes y en tiempo real, ha sido inevitable que el centro del catolicismo, el Solio Pontificio, haya adquirido un peso inconcebible en cualquier otra época. Y eso es no solo insólito, sino insano, especialmente cuando no se apaga nunca el micrófono.
Carlos Esteban