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viernes, 8 de septiembre de 2023

«El proceso sinodal: Una caja de Pandora», José Antonio Ureta y Julio Loredo de Izcue




Por Javier Navascués


José Antonio Ureta

José Antonio Ureta. Español, nacido en Chile, con estudios incompletos de Derecho en la Pontificia Universidad Católica de Santiago, militante de la TFP en varios países (Chile, Brasil, Canadá, África del Sur y Francia), presidente de la asociación francesa Avenir de la Culture, columnista de la revista Catolicismo (Brasil), animador de programas radiales semanales y de un canal de YouTube de la iniciativa “Credo Chile” y autor de "El cambio de paradigma del Papa Francisco: ¿Continuidad o ruptura en la misión de la Iglesia?" (AQUÍ).


Julio Loredo de Izcue

Junto con Julio Loredo de Izcue ha escrito el libro "El proceso sinodal: Una caja de Pandora". Un libro cuyo prefacio ha sido escrito por S. E. el cardenal Raymond Leo Burke. En esta entrevista analiza algunos de los aspectos fundamentales del libro.[ES] El proceso sinodal – Una caja de Pandora.pdf (synod2023.info) (AQUÍ).

¿Qué es un sínodo y qué importancia tiene en la Iglesia?

Durante varios siglos, el término “sínodo” ha designado las reuniones del clero de una diócesis para tratar asuntos eclesiales relacionados con el bien espiritual de la comunidad diocesana (Código de Derecho Canónico 1917, c. 356; Código de 1983, c. 460). También designaba las reuniones de los obispos de una región o de un país, que en el código actual son llamadas Concilios particulares (c. 439-446), para diferenciarlas de los concilios ecuménicos que reúnen los obispos del mundo entero.

Esas reuniones eran tradicionalmente esporádicas. Pero el Papa Paulo VI introdujo después del Concilio Vaticano II una novedad: con el motu proprio Apostolica Sollicitudo, estableció el Sínodo de Obispos como un órgano eclesiástico central (aunque externo a la Curia romana), representativo de todo el episcopado católico y de carácter permanente, pero cuya función se ejerce de manera ocasional (en general, las asambleas ordinarias son cada tres o cuatro años).

Otra novedad consistió en que Paulo VI amplió los objetivos de esas reuniones episcopales de carácter consultivo. Hasta entonces, los objetivos de los sínodos diocesanos o regionales eran apenas pastorales y disciplinarios, por lo que las cuestiones de fe y las cuestiones disciplinarias que sobrepasaban el nivel diocesano o regional estaban fuera de su competencia. Pero, Apostolica sollicitudo incluyó como uno de los objetivos del Sínodo de los Obispos “facilitar la concordia de opiniones, por lo menos en cuanto a los puntos fundamentales de la doctrina y en cuanto a al modo de proceder en la vida de la Iglesia”.

La importancia de los sínodos se desprende de lo dicho por el gran canonista y posteriormente papa Benedicto XIV, en su obra magistral De Synodo diocesana, quien resume en estas sencillas palabras sus objetivos: depravata corrigantur; ignorantes instrumentales; regulae morum formentur; sínodo provincial decreta publicentur, es decir, “corregir los abusos, educar a los ignorantes, promover las buenas costumbres y poner en práctica las decisiones de los concilios generales o provinciales”.


¿Por qué éste trata precisamente sobre la sinodalidad?

Porque el papa Francisco, por medio de la Constitución Apostólica Episcopalis communio, alteró el Sínodo de los Obispos para involucrar a todos los fieles, articulándolo en tres etapas: una fase de consultación al Pueblo de Dios; una fase celebrativa, o sea la reunión de los obispos en asamblea; y una fase de implementación, en la que las conclusiones de la Asamblea, aprobadas por el Papa, deben ser acogidas por toda la Iglesia. Se trata, según el Pontífice, de “caminar juntos, laicos, pastores, Obispo de Roma”, superando el “clericalismo” y la imagen de una Iglesia “rígidamente dividida entre dirigentes y subalternos, entre los que enseñan y los que tienen que aprender”.

Etimológicamente, syn-hodos significa caminar juntos y, para Francisco, esa es una dimensión constitutiva de la Iglesia. O, como escribió la Comisión Teológica Internacional, un nuevo modus vivendi et operandi de la Iglesia, en el cual se toman las decisiones basándolas en la voz viva del Pueblo de Dios para coger lo que el Espíritu quiere decir a la Iglesia hoy. La premisa de la sinodalidad, siempre según el Papa, es que, por el sentido sobrenatural de la fe (sensus fidei), todo el Pueblo de Dios no puede equivocarse, ya que es infalible in credendo y que, además, tiene “olfato” para encontrar los caminos que el Señor abre a su Iglesia. O sea, vox populi, vox Dei…

¿Por qué no interesa realmente a la gente este sínodo?

Es verdad que casi nadie está realmente interesado. Las razones las dio el propio Papa Francisco, el sábado pasado, en un encuentro con un grupo de periodistas que fue a entregarle un premio, a los que les pidió ayuda: “Soy muy consciente de que hablar de un ‘Sínodo sobre la sinodalidad’ puede parecer algo abstruso, autorreferencial, excesivamente técnico y de poco interés para el gran público”.

Pero sin embargo hay mucho en juego, pues usted y Loredo han descrito este proceso sinodal como una caja de Pandora…

Sí, porque esa “escucha” de toda la comunidad implica, de un lado, en una reformulación de la autoridad dentro de la Iglesia y, de otro lado, en un cuestionamiento de muchas enseñanzas tradicionales e inclusive de algunos dogmas.

¿Por qué dice usted que la sinodalidad acarrearía una reformulación de la autoridad en la Iglesia?

Según el Documento de Trabajo del Sínodo, habría que cambiar las estructuras de la Iglesia en tres planos: en su estilo ordinario de vivir y de actuar, en el plano de las estructuras y de los procesos eclesiales y en el plano de los procesos y eventos sinodales. Esa reforma sería necesaria porque en la estructura jerárquica actual hacen falta procesos comunitarios de escucha y de discernimiento que reconozcan la corresponsabilidad de todos los bautizados. En el futuro, las conferencias episcopales deberían incluir en sus reuniones representantes del clero y del laicado y los consejos diocesanos y parroquiales deberían tener un rol deliberativo y no apenas consultivo. Como justificación, la Comisión Teológica Internacional afirma que es necesario distinguir entre la elaboración de una decisión (decisión-making), que debería ser comunitaria, y la toma de decisiones (decisión-taking) que correspondería a la autoridad. Pero, según el Cardenal Coccopalmerio, ni siquiera el papa debería decidir algo contra la opinión mayoritaria, hasta que no se alcance un consenso.

¿Qué peligro tendría una democratización de la Iglesia?

Sería crear una nueva secta protestante que dejaría de ser la Iglesia de Cristo, cuya estructura visible es jerárquica y se basa en el sacramento del Orden sagrado, el cual confiere a los que lo reciben no sólo el poder de santificar, a través de la administración de los sacramentos, sino también un poder jurisdiccional de enseñar y de gobernar. Sobre todo los Obispos, como pastores, poseen sobre su rebaño un poder ordinario, propio e inmediato, incluido el poder legislativo, que deben ejercer de manera personal y exclusiva sin que se les sea permitido legislar junto con otras personas, organismos o asambleas diocesanas.

¿Qué es el Synodaler Weg alemán y qué influencia puede tener en el Sínodo?

El Camino sinodal alemán fue una impostura. El Episcopado y la Federación de Laicos alemanes inventaron la fórmula del “camino” para no someterse a las reglas estrictas que el Código de Derecho Canónico establece para los concilios regionales, asociando en pie de igualdad a la Conferencia de Obispos de Alemania y al Comité Central de los Católicos Alemanes (ZdK), que obtuvo la corresponsabilidad en el desarrollo y resultado del proceso sinodal. La asamblea sinodal, que era el órgano supremo que tomó todas las decisiones, estaba compuesta, por una mayoría de 122 laicos (entre ellos una mayoría de 70 mujeres), frente a sólo 105 clérigos (de los cuales 69 obispos, 32 sacerdotes y 4 diáconos). Además, dos tercios de los laicos del ZdK son delegados de asociaciones católicas y constituyen una especie de nomenklatura de apparatchiks de organizaciones activistas de orientación progresista que no representan para nada a los católicos comunes “de misa de domingo”.

Con ese formato impostor, el Synodaler Weg tomó (con el apoyo mayoritario de los obispos presentes) varias decisiones aberrantes y que se oponen diametralmente a la doctrina católica, como son la futura creación de consejos sinodales permanentes a todos los niveles, la bendición de uniones homosexuales y de divorciados vueltos a casar, la ordenación de personas transexuales, la predicación por laicos y el reexamen del celibato obligatorio y del diaconado femenino.

Realmente sería muy peligroso abrir las puertas a la ordenación sacerdotal de mujeres…

Con la carta apostólica Ordinatio sacerdotalis, S.S. Juan Pablo II declaró de modo solemne que la Iglesia no tiene la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres y que esta doctrina debe ser considerada como definitiva por todos los fieles. La nota de acompañamiento especifica que dicha materia no es meramente disciplinar ni es libremente disputable, sino que exige siempre el asentimiento pleno e incondicional de los fieles.

Admitir mujeres al diaconado implicaría en un golpe mortal a la doctrina sacramental católica, porque Pío XII reiteró, en la carta apostólica Sacramentum Ordinis que “el sacramento del Orden … es uno y el mismo para toda la Iglesia”, comportando tres grados (diaconado, sacerdocio y episcopado). Por eso, la materia del sacramento, que es la imposición de las manos, es la misma para cada grado, cambiando solamente la forma, o sea las palabras proferidas por el ministro, que especifican la gracia ministerial conferida. En consecuencia, si se admitiesen mujeres al diaconado, se debería imperativamente admitirlas también al sacerdocio y al episcopado, como hicieron los anglicanos.

Y también preocupa la inclusión de los homosexuales, pues no se les invita precisamente a vivir la castidad…

El Instrumentum laboris del próximo Sínodo convida a una “inclusión radical” de los que hoy se encuentran “marginalizados” y cita en particular los divorciados vueltos a casar por el civil, los polígamos y los que se definen por la etiqueta LGBTQ+. La idea de fondo es que la exclusión hace sufrir y como Dios es amor sólo puede querer que todos sean incluidos. “Todos, todos, todos”, como insistió Francisco en Lisboa.

Según el Cardenal McElroy esa inclusión radical debe abrir el acceso a la Sagrada Comunión no sólo a los divorciados vueltos a casar (como ya fue autorizado en el capítulo VIII de Amoris laetitia) sino también a las personas homosexuales, porque la Iglesia no puede discriminar entre aquellos que viven castamente y los que están unidos civilmente y practican regularmente actos sexuales contra la naturaleza. Para el obispo de San Diego hacer esa distinción introduciría una división en la comunidad homosexual, lo que aparentemente sería el mal supremo…

Una tal “inclusión radical” sin necesidad de arrepentimiento y propósito de enmienda, en relación a una situación objetiva y permanente de pecado, tornaría superfluo el sacramento de la reconciliación y equivaldría a negar la omnipotencia de la gracia divina para redimir al pecador y santificarlo. Sería como decirle al pecador que para él no hay remedio.

Lo más grave sería autorizar ceremonias de bendición de uniones extra-matrimoniales, aunque no fueran asimilables a una ceremonia de casamiento, porque correspondería a “decir bien” del pecado y atraer la ira de Dios, que no es relativista y dice en la profecía de Sofonías (1, 12) que castigará “a los hombres que se sientan en sus heces y dicen: ‘El Señor no hace nada, ni bien ni mal’”.

¿En qué medida pueden abrirse las puertas a la destrucción de la familia?

Como bien dicen las “Consideraciones acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas homosexuales”, firmada por el Cardenal Ratzinger cuando todavía era Prefecto de la entonces Congregación para la Doctrina de la fe, ninguna ideología puede cancelar del espíritu humano la certeza de que el matrimonio en realidad existe únicamente entre dos personas de sexo opuesto, prioritariamente para colaborar con Dios en la generación y educación de nuevas vidas. Por eso, mientras el matrimonio es santo, las relaciones homosexuales, irremisiblemente estériles, están condenadas en las Sagradas Escrituras como “graves depravaciones”.

De allí se deduce que la conciencia moral debe desenmascarar el uso ideológico que se hace hoy de la tolerancia de las relaciones homosexuales y recordar a la sociedad que no se debe exponer “a las nuevas generaciones a una concepción errónea de la sexualidad y del matrimonio, que las dejaría indefensas y contribuiría, además, a la difusión del fenómeno mismo”. Si la legalización de las uniones homosexuales tiende a desvalorizar la institución matrimonial, ¡cuánto más destructor sería que tales uniones fuesen sacrílegamente benditas por ministros de Dios!

¿Cuáles son las principales perplejidades a las que nos vamos a ver sometidos?

La mayor perplejidad acaba de ser expuesta por Mons. Strickland, obispo de Tyler (Texas) en una carta pública a su rebaño. Consiste en el riesgo de que pasemos a ser considerados “cismáticos” los que nos oponemos a que sean puestas en jaque verdades básicas de nuestra fe, como son que la Iglesia Católica es la única verdadera, que es un sacrilegio recibir indignamente la Eucaristía, que toda actividad sexual fuera del casamiento es un pecado grave, que el matrimonio es entre un hombre y una mujer, que rechazar la identidad biológica implica negar que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios y que es falso y peligroso decir o insinuar que todos se salvan independientemente de la vida que llevaron. En realidad, añadió Mons. Strickland, “aquellos que proponen cambios a lo que no se puede cambiar buscan apoderarse de la Iglesia de Cristo y, de hecho, son los verdaderos cismáticos”.

¿Cómo se puede reaccionar contra el Synodaler Weg alemán y contra el rumbo que puede tomar el Sínodo sobre la sinodalidad?

Primero, hay que informarse de lo que está pasando y acompañar al Cuerpo de Cristo en esta repetición de su Pasión, cargando su cruz como nuevos Cireneos. En segundo lugar, hay que conocer más profundamente la fe para poder reconocer la voz del divino Pastor y no seguir el vocerío de los ladrones y salteadores extraños que no entran en el redil por la puerta. Finalmente, hay que resistir cualquier intento de cambiar la doctrina de la Iglesia o la disciplina multisecular que se desprende de ella. Aunque, por algún tiempo, nos convirtamos en “forasteros en la casa de nuestra madre”, como lamenta el Salmista, en cuyo caso debemos permanecer dentro, resistiendo a las tentaciones de apostasía, de sedevacantismo o de indiferencia. Como dice El proceso sinodal: Una caja de Pandora en su conclusión, “es precisamente ahora cuando la Santa Iglesia necesita hijos amorosos e intrépidos que la defiendan de sus enemigos, externos e internos. ¡Dios nos pedirá cuentas!”.