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viernes, 11 de agosto de 2017

Quien rechaza la enseñanza de la Iglesia, está rechazando a Cristo (Bruno Moreno)



Quaestio Quodlibetalis XXXIII. Un lector me pidió hace tiempo que comentara una de esas recopilaciones de consejos del Papa que últimamente surgen como setas. En particular, estaba interesado en una de las frases de “Siete lecciones del Papa Francisco para comunicar la fe”, un artículo de Juan Manuel Mora, Vicerrector de Comunicación de la Universidad de Navarra, aparecido en la página Iglesia en directo.


No tenemos tiempo ni espacio para comentar todas las “lecciones” que ofrece Juan Manuel Mora como inspiradas en el pensamiento del Papa en su artículo (que, para mi gusto, resulta además excesivamente pasteloso y adulador). Por lo tanto, nos centraremos en la frase que le causaba al lector cierta incomodidad:
“VOLVER A LO ESENCIAL DEL MENSAJE. Los católicos no siguen una doctrina, ni una moral, sino a Jesucristo, que les redime, les libera y les hace felices".
Lo cierto es que no me extrañó la incomodidad del lector con la frase, porque a mí me produjo la misma sensación.

Lo primero que hay que decir, a mi juicio, es que este tipo de “lecciones” breves (que no son propiamente del Papa, sino interpretaciones de Juan Manuel Mora de lo que dice el Papa) siempre hay que tomarlas con cierta prevención, porque de algún modo intentan reducir temas muy amplios y complejos a breves eslóganes de una sola frase, que resultan mucho más llamativos. El formato, sin embargo, tiene el defecto crucial de carecer completamente de contexto. ¿A qué se refiere cada frase? ¿Es lo único que piensa el autor sobre el tema? ¿Con qué finalidad está escrita? ¿En qué tradición o sistema de pensamiento se inscribe? ¿Hay que tener en cuenta otras cosas para entenderla?

Esto es muy del gusto del hombre moderno, que tiene alergia al pensamiento profundo y parece necesitar que le den la información a bocaditos que puedan tragarse sin necesidad de masticarlos mucho. Además, al carecer de contexto, estas frasecitas cortas permiten que el interesado añada el contexto que más le guste y las manipule a su antojo, de modo que se evite lo que más teme el hombre postcristiano: tener que convertirse y salir de algún modo de la cómoda vida que se ha fabricado a su propia medida.

Este defecto está claramente presente en la frase que produjo incomodidad al lector. Al estar completamente aislada, da la impresión de que contrapone la doctrina y la moral al seguimiento de Cristo, como si seguir a Cristo redimiera, liberase e hiciese feliz al hombre y la doctrina y la moral lograsen lo contrario o, en el mejor de los casos, fuesen algo meramente accesorio. 

Es de esperar que el autor del artículo no piense así (y mucho menos, por supuesto, el Papa), pero es la impresión que produce la frase en la recopilación, especialmente si tenemos en cuenta que quizá la mayor tentación del mundo actual es precisamente esa: separar a Cristo de la fe y la moral de la Iglesia, para liberarse de las segundas y pretender quedarse solamente con el primero.

Frente a eso, no podemos dejar de recordar que es un gran error oponer doctrina de la Iglesia y seguimiento de Jesucristo, como si fueran cosas separadas o, peor aún, enfrentadas o contradictorias. A lo sumo, son racionalmente distinguibles, pero no separables. No es casualidad que, entre los católicos, siempre se haya llamado fe a ambas cosas: la fe es creer en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, pero también es el conjunto de la enseñanza de la Iglesia que transmite la Revelación de Dios en su Hijo amado.


No se puede creer como católico sin creer la fe de la Iglesia. No es posible creer en Jesucristo sin creer lo que Cristo enseñó y que está plasmado en la Escritura y se transmite en la Tradición de la Iglesia. Si esas cosas se separan, se destruye la fe. Si Cristo Jesús, Hijo de Dios encarnado, no es el centro de nuestra vida cristiana, en lugar de fe lo que tenemos es una ideología meramente humana, más o menos acertada pero que no puede salvar. Si pretendemos creer en Cristo sin aceptar la fe de la Iglesia, no estaremos siguiendo al verdadero Cristo, sino a una figura irreal que hemos creado a nuestra imagen y semejanza.

Veamos una comparación muy sencilla. Es evidente que, cuando uno se casa, se casa con una persona. Yo estoy casado con mi esposa y no con verdades sobre ella. Sin embargo, sería absurdo contraponer mi amor por ella o mi entrega a ella como esposo con lo que yo conozco sobre ella.

No estoy casado con su nombre sino con ella, pero si no conociera su nombre, ¿qué tipo de esposo sería yo? De hecho, incluso desde el punto de vista legal, si en el matrimonio se hubiera usado un nombre falso, ese matrimonio sería nulo. Si yo no fuera capaz de distinguirla de su hermana o de la vecina de enfrente, si pensara que es morena en vez de rubia, si no conociera nada de su historia, si no supiera decir si tenemos hijos o no, si dijera que estoy “casado” con ella pero también con otras tres o cuatro más, si odiara todo lo que ella ama y amara todo lo que ella odia o, por llevarlo al extremo, si pensara que es una cebra o un puente en vez de un ser humano, ¿quién se creería que nuestro matrimonio es verdadero? ¿Acaso no me consideraría cualquiera un impostor que solo finge ser su esposo? Los mismos jueces utilizan esos criterios para determinar si se trata de un “matrimonio blanco”, es decir, un matrimonio falso contraido únicamente para obtener ventajas jurídicas.

No se puede separar mi amor por mi esposa de mi conocimiento real de ella. Ese conocimiento me permite amarla y entregarme a ella y, a la vez, el amor por ella hace que quiera y pueda conocerla de forma más profunda. El amor está basado en la verdad y sin la verdad es imposible el amor. Contraponer ambas cosas es no saber ni una palabra ni del amor ni de la verdad.

De modo similar, no tiene sentido contraponer nuestra fe en Cristo con nuestra fe sobre Cristo y sus enseñanzas. Son inseparables. Esa fe en Cristo no puede existir en el vacío, al margen de nuestro conocimiento sobre Él, sus obras y su doctrina. En particular, la fe en Cristo no puede subsistir en presencia del rechazo de la verdad sobre Cristo y sus enseñanzas. Lo mismo se puede decir de la moral de la Iglesia, que es la moral de Cristo. Si odio lo que Cristo ama y amo lo que Cristo aborrece, ¿en qué sentido se puede decir que creo en Él? Quien rechaza la enseñanza de la Iglesia, está rechazando a Cristo.

Como decía el lector, 
“por los evangelios sabemos que en su vida pública Jesús se dedicó a enseñar con palabras y obras, a hablar de Él, de su Padre y del Espíritu Santo, a predicar a los apóstoles, a sus discípulos y a millares de personas. Lo llamamos Maestro. Todo lo que sale de Jesús y del Padre y del Espíritu es santísimo. Pues la doctrina cristiana es también santísima, y es la única que nos puede dar la luz para seguir a Jesús y guardar su Palabra. La doctrina la sigue impartiendo la Iglesia que fundó para que anunciemos el Evangelio, celebremos la liturgia y hagamos uso de los sacramentos con los que nos redimió del pecado por su pasión, muerte y resurrección. También seguimos una moral porque Jesús no se cansa de decir que si lo amamos, guardaremos sus mandamientos. Moral santísima que nos permite buscar ser santos, con la gracia de Dios, como el Señor es santo”.
Contraponer a Cristo con la fe y la moral de la Iglesia nos condena a una fe que es pura subjetividad, es decir, a una fe que, en realidad, solo es fe en uno mismo, porque no es capaz de dar el salto más allá de los propios prejuicios, razonamientos limitados y errores. Por eso respondemos a la profesión de fe con estas palabras: Esta es nuestra fe, esta es la fe de la Iglesia, que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús

Así lo dijo el beato John Henry Newman con gran fuerza: “Desde que tenía quince años, el dogma ha sido el principio fundamental de mi religión: no conozco otra religión; no puedo concebir la idea de otro tipo de religión; la religión como sentimiento, para mí, es una burla y una parodia“. Repitámoslo: si rechazas la fe y la moral de la Iglesia no conoces a Cristo.

Esto es especialmente cierto porque Cristo es la Verdad. En ese sentido, el intento de separar la fe en Él de las verdades que transmite la Tradición de la Iglesia está condenado al fracaso. Negando las verdades que enseña la Iglesia, negamos también a ese Cristo en el que decimos creer. Como dijo el mismo Señor: Quien es de la verdad, escucha mi voz. Los mártires han sabido comprender esto perfectamente y muchos han muerto por no estar dispuestos a negar la más pequeña verdad de fe, porque eran conscientes de que renunciar a ella era lo mismo que renunciar a Cristo

A Santo Tomás Moro y a San Juan Fisher nadie les quería obligar a renunciar a Cristo directamente, pero sí a las verdades de fe sobre el matrimonio y la Iglesia, y prefirieron morir antes que hacerlo. Lo mismo podemos decir de los otros 250 mártires católicos de la reforma en Inglaterra, de San Hermenegildo, San Josafat, San Juan de Colonia, San Pedro de Verona y muchos otros. Como San Pablo Apóstol, todo lo estimaron pérdida en comparación con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo.

Cuando alguien nos dice que cree en Jesucristo pero rechaza la fe o la moral de la Iglesia, nuestra respuesta solo puede ser: “¡Ja! Ni siquiera sabes cómo se llama tu mujer y vienes a darme lecciones sobre el matrimonio”.

La fe católica es nuestra herencia. La hemos recibido de los apóstoles y de nuestros padres. Si renunciamos a ella, aunque sea la más pequeña de sus verdades, o permitimos que se deforme de cualquier modo seremos los más desgraciados de todos los hombres, porque habremos perdido lo más valioso que teníamos y, al renunciar a ella, habremos renunciado al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, a quienes corresponde todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos.

Bruno Moreno