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viernes, 11 de agosto de 2017

BREVE HISTORIA DE LA GRAN APOSTASÍA (FÁTIMA)



A nuestros contemporáneos, devorados hasta el meollo por un subjetivismo tan ramplón como el que destilan a toda hora los órganos de propaganda, máximas como la de que contra hechos no valen argumentos los tienen sin el menor cuidado, felices de anteponer siempre las vaguedades factibles del «percipi» a las fácticas definiciones del «esse», los argumentos -y aun los rodeos, los circunloquios- a las evidencias de primer orden.

Éste fue sin dudas el mayor y más lato triunfo que se reportó la Revolución, mayor que la caída de los viejos regímenes políticos: el de la extensión orbital de una conciencia caótica que toma a la indeterminación como principio, capaz de mirar sin ver y oír sin entender, roto el vínculo natural entre los sentidos y la inteligencia. No se requiere clarividencia para advertir que esta disposición, hecha habitual, es la que explica la inestabilidad de las instituciones primarias, de los compromisos, de los propósitos mismos del hombre.

Tan lejos se llega en este extravío que incluso los profesionales cuya incumbencia sería la de escuchar la ajena exposición de hechos que se aspira a conocer, oponen con frecuencia de muletilla a la mera presentación objetiva de esos hechos reparos del tenor de «ésta es su interpretación, ¿no?». No se soporta el habla asertiva, no se admite la posibilidad de la nuda descripción de cosas ocurridas: todo debe adscribirse a una hermenéutica al fin de cuentas intransferible, ya que si no hay lugar para afirmaciones elementales y comunes, no la habrá sino para la opacidad insalvable de lo real.

Y lo más desasosegante es el olvido de que toda hermenéutica, así como remite a Hermes, así supone, por lo mismo, la alusión a un mensaje que irrumpe -que no a humo o gas. Más aún: exige la primacía del mensaje sobre sus glosas, por muy obligadas que éstas pudieran ser cuando aquél no fuera del todo unívoco u ofreciera dificultades para su comprensión. Cosa mucha más cierta cuando el mensaje recibe el apoyo de signos, como ocurrió en los inicios de la predicación evangélica.

Los milagros de Nuestro Señor y, luego, los de los Apóstoles, fueron a título de auxilios concedidos por la misericordia divina para que la enseñanza, de más que obligado primer orden, no se escurriera por oídos fácilmente proclives a la distracción, como lo son los oídos humanos. Y como una enseñanza tan prioritaria fue acompañada de señales tan inauditas como el devolver la vista a ciegonatos, la marcha a paralíticos y la vida a muertos, así en Fátima plugo a Dios infundir el más admirable de los heroísmos en tres niños que no pasaban los diez años y hacer bailar al sol en el firmamento, de modo que la importancia del mensaje a transmitir resultara rotundamente manifiesta.

A ello alude quien fuera el archivero oficial de Fátima, el padre Joaquín María Alonso, al referirse a la historia de la salvación, tal como resulta jalonada en los extraordinarios eventos transcritos en las Sagradas Escrituras:
 «Se trata de hechos históricos que conllevan una intención divina, porque están movidos por el mismo Dios que dirige la historia de la humanidad [...] Para nosotros, tales hechos, hasta en su realización misma histórica, son auténticos gesta Dei. Están cargados de intención teológica. Hay, sí, en ellos sin duda una doctrina clara; hay un logos, una palabra dicha que se dirige a la inteligencia, suprema facultad del hombre; pero esta palabra está corroborada por los hechos, y éstos superan su contextura puramente natural»
De ahí que, por la relevancia del mensaje y de sus hechos concomitantes, la conclusión no se haga esperar: «Fátima posee hechos que se presentan en un contexto religioso de historia de la salvación. Los pequeños videntes dan al mundo mensajes que no pertenecen a la vida terrenal, sino que orientan al hombre hacia su destino supremo en Dios». Los desgraciados hechos contemporáneos adquieren entonces «un sentido teológico profundo cuando, en Fátima, son presentados como efectos de los crímenes de los hombres; y cuando el Cielo propone la poderosa intercesión de Nuestra Señora como único remedio» (Fátima, escuela de oración, Editorial Sol de Fátima, Madrid, 1980). 
En Fátima se nos advierte acerca de la proyección eterna de nuestros actos y de la irrevocabilidad de la voluntad en el momento de la muerte; se nos recuerda el carácter a la vez dramático y épico de nuestra vida y de la historia, y se nos ofrece el auxilio más eficaz para alcanzar la victoria: nada que no constara en la conciencia habitual de los cristianos de todos los siglos, pero que estaba a punto de ser archivado en el arcón de los añosos objetos perdidos.

Cien años son casi como una edad geológica para medir los cambios operados en las conciencias, cumplido al fin el exponencial despliegue de la Revolución. En Fátima, en el tiempo de las Apariciones, todavía prevalecía un sentido realista de la existencia, y los escépticos y curiosos que se concitaron para saludar con burlas la última aparición, la del 13 de octubre (entre éstos no faltaban redactores de periódicos adscritos a la masonería), supieron rendirse a la evidencia del milagro cósmico.

Este último no fue ofrecido a la retina de nuestros estrictos contemporáneos, como tampoco a las de los contemporáneos de los tres pastorcitos residentes en latitudes ajenas a las de éstos, pero la noticia de setenta mil testigos simultáneos del milagro, con añadidura de testimonios gráficos, tendría que ser asaz convincente para una generación siempre pagada de cifras y llena de fiducial apego al juicio de la prensa. Vale para ella la terrible conclusión de aquella parábola: si no atienden a Moisés y los profetas, ni aunque resucitara un muerto creerían. (Lc 16, 31)

Luego, a la zaga de estas clamorosas apariciones de la Virgen, muy pronto reconocidas por la Iglesia, acudirían nuevos asombrosos hechos para compulsar, siendo el móvil de todos ellos la común resistencia a Dios: la Segunda Guerra Mundial, profetizada en Fátima como paga a la prevaricación universal, lo demuestra con creces.

Pero lo que más horroriza es la negligencia de los sucesivos pontífices en atender un pedido celestial tan notorio, ora prefiriendo sujetarse a la Ostpolitik que contentar a a la Madre de Dios con la consagración de Rusia a su Inmaculado Corazón, ora echando el texto del zarandeado Tercer Secreto «en uno de esos archivos que son como un profundo pozo negro, negro, al fondo del cual los papeles caen sin que se pueda ver más nada», según lo precisó en su momento el cardenal Ottaviani a propósito del escritorio de Juan XXIII, qué fue de aquel manuscrito de sor Lucía que debía de ser dado a conocer «a lo más en 1960, porque entonces se vería más claro».

Ya lo dijo la propia sor Lucía: desdeñar la voluntad expresa de la Virgen supone pecar contra el Espíritu Santo. Resulta cuanto menos una paradoja colosal que quienes se avengan a vestir este sayo sean precisamente los mismos papas que anunciaron el advenimiento de un «nuevo Pentecostés».

Los años siguieron transcurriendo y, al paso que los pontífices omitían revelar aquel mensaje que les fuera confiado al oído para que lo repitieran desde las azoteas, la Iglesia iba dejando caer en el olvido el contenido eminente de las Apariciones, aquello que la Virgen había venido a recordar previendo su inminente preterición: los novísimos del hombre y de la historia, la urgencia de la conversión y la penitencia, la reparación por los pecados propios y ajenos.

Esta coincidencia en la omisión de un mandato tan primario, al mismo tiempo que ilustra una como causalidad recíproca (el silencio de los papas en estricta coincidencia con el de la Iglesia toda, informándolo y fundiéndose con éste), permite atisbar el más que presumible contenido del secreto escamoteado, que no sería otro que el de la apostasía «empezando desde el vértice». ¿Qué otra cosa revela el naturalismo en crudo vigor entre bautizados, sino la desidia culpable de los pastores en comunicar la fe y sus contenidos?

Ya conocemos el tobogán de despropósitos que se fueron prorrumpiendo desde Roma en torno a esta auténtica piedra de tropiezo para el credo modernista, desde la implícita alusión a los videntes (¿y a la Virgen misma?) como a «profetas de desgracias» en el mismísimo discurso de apertura del último concilio, hasta la presentación tardía del presunto tercer secreto por Juan Pablo II en el año 2000, asfixiado el texto (si real o fraguado, queda sin saber) por una hermenéutica desopilante a todas luces.

El centenario no podía dejar de ser sazón para avanzar un poco más en la espiral del fraude, y Francisco hizo lo previsible para neutralizar el hecho: lo reinterpretó en su clave más dilecta. Así, la sociología tomó el lugar de la teología moral y el optimismo más estulto sustituyó el contenido profético. Fátima ya no trata de los pecadores como de los seres más urgidos de misericordia, sino más bien de los excluidos, de los jubilados, de los que no pueden pagarse los medicamentos. Y más, siempre más, hasta que Dios disponga el fin de tan insultante banalidad: «el mensaje de Fátima fue llevado a la humanidad por tres grandes comunicadores que tenían menos de 13 años. Lo cual es interesante. ¿Qué puede esperar el mundo? Paz. ¿Y de qué voy a hablar yo de aquí en adelante con quien sea? De la paz».

Resulta consolador, en todo caso, oír a un rabino que dice lo que toda la Jerarquía junta no osa hoy decir, y que a los bergoglismos de rigor opone verdades como estocadas.

  • «Es muy importante para la humanidad que la Iglesia se tome en serio los hechos de Fátima». 
  • «El fracaso de la consagración de Rusia simboliza una Iglesia impotente que no quiere hacer la guerra, que no quiere enseñar a una humanidad que ha desertado de Dios. Se trata de una Iglesia cobarde». 
  • «Creo que Fátima se ofrece como un escándalo para la Iglesia conciliar porque asume muy seriamente la fe y la moral».
  •  «Si se tomaran aquellos errores reseñados en los varios syllabi de Pío Nono y Pío Décimo, quizás la Iglesia contemporánea y sus jefes creerían en muchos de ellos».
  •  «La consagración de Rusia es parte del simbolismo del mensaje de Fátima, por lo que creo que la Iglesia conciliar, infestada como está de relativismo, subjetivismo y pluralismo religioso, querría sacarse a Fátima de encima y esconderla, o bien ignorarla y decir que su mensaje ya tuvo cumplimiento»
In expectatione