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miércoles, 5 de junio de 2019

El Papa predica contra “el odio” en Rumanía y no menciona el comunismo (Carlos Esteban)



¿Qué problema tiene el Papa para condenar el comunismo por su nombre? La ‘Ostpolitik’ vaticana del siglo pasado ya no tiene ningún sentido tras la caída del muro, pero ni siquiera en la beatificación de siete mártires del comunismo es capaz de referirse, citándola, a esta ideología criminal.

Desde Blaj, en la Transilvania rumana, Su Santidad nos pedía, como recogían todos los diarios, que no cediéramos «a una cultura del odio”. Y no deja de ser desconcertante que, tratándose de la beatificación de siete obispos grecocatólicos martirizados por la atroz tiranía comunista que vivió el país desde 1945 hasta 1989, no tuviera nada que decir específicamente de esta ideología repetidamente condenada por la Iglesia. No solo eso, sino que aprovechó para establecer una comparación que quizá los muertos podrían encontrar abusiva, al cargar contra “Una cultura individualista que, quizá ya no ideológica como en los tiempos de la persecución atea, pero no obstante más seductora y no menos materialista”.

Por lo demás, nadie que siga con alguna atención los discursos del Santo Padre puede ignorar a qué suele referirse con esa expresión genérica de “cultura del odio”, porque es su obsesivo ‘ritornello’ y volvió a ello en la rueda de prensa en el vuelo de vuelta, al referirse a las “ideologías” que están poniendo en peligro la marcha de la Unión Europea, un proceso político por el que nos ha pedido que recemos.

Sí, para el Papa la “cultura del odio” es la que representan Matteo Salvini con su política de cierre de puertos a las ONG de transporte de inmigrantes ilegales y, en general, a todos los que tienen algún reparo a abrir de par en par las fronteras a la inmigración procedente de África.

La postura del Papa en este punto es, faltaría más, perfectamente respetable, e incluso defendida por una mayoría de la élite mundial, como hizo evidente el financiero George Soros con un reciente mensaje de apoyo en Twitter, y aunque se distancie de lo que han sostenido Papas anteriores, como Benedicto XVI, sobre el derecho de los Estados a controlar sus fronteras.

Pero, en cualquier caso, si una actitud restrictiva con respecto a la inmigración ilegal es ‘cultura del odio’, habría que inventar un nuevo nombre para lo que significó el comunismo en Europa del Este, e incluso en su versión aguada en la China de hoy. Él mismo llamó a los campamentos de refugiados “campos de concentración”, en una prueba, como mínimo, de falta de tacto y consideración a quienes han tenido que sufrir una estancia en uno verdadero. Como, por ejemplo, muchos fieles que se negaron a apostatar en esa China en la que, en su opinión expresa, todo va estupendamente gracias a los pactos recientemente alcanzados con el gobierno comunista.

En Rumanía saben de “cultura del odio”. Todo comunismo es miseria, opresión, represión y mentiras, pero la modalidad rumana destacó por su insólita crueldad, incluso en tan poco aconsejable compañía, y muy especialmente por ensañarse contra los creyentes. En un país de apenas 20 millones, tres millones pasaron por sus infernales prisiones, de los que 800.000 murieron en ellas. A las torturas físicas propias de toda tiranía, los sátrapas comunistas rumanos añadieron otras de aplicación exclusiva para sacerdotes y seminaristas, como ser diariamente totalmente sumergidos en pilas de orina y restos fecales o asistir a misas negras y escuchar las peores blasfemias.

En la posguerra y, sobre todo, durante y después del Concilio Vaticano II, la Iglesia aplicó una política consistente en no condenar explícitamente el comunismo -ya previamente condenado- ni insistir en las prédicas contra este mal que tenía esclavizado a medio planeta para no agravar la suerte de los católicos al otro lado del Telón de Acero y porque, en previsión de que el comunismo hubiera llegado para quedarse, poder negociar con el nuevo poder. De ahí que no hubiera condena específica del marxismo, aunque fue la petición más repetida por los padres conciliares previa a la apertura, en una omisión por la que nadie ha criticado al Vaticano, contrariamente a lo que se ha hecho con su postura contra el nazismo, que no fue lo bastante tajante como hubieran querido.

Pero ya no tiene sentido. El muro ha caído, los países del Pacto de Varsovia son democracias respetables y no hay en ellas persecución religiosa. ¿Por qué, entonces, elude el Papa condenar específicamente el comunismo, con todas las letras?
El Papa ha dejado clara desde el principio su preferencia por los regímenes de izquierdas. Llegó en su día a hablar de los comunistas como de una especie de ‘cristianos inconscientes’, y sus diatribas políticas van siempre dirigidas contra las ideologías opuestas a la izquierda internacional. Ha sido tan expresivo contra Trump como sonriente y cariñoso con Castro; Bolsonaro no, Lula sí, y un largo etcétera de todos conocidos.
No es que pensemos por un segundo que Su Santidad sea comunista, algo que no puede ser ningún católico; pero sí aceptamos su palabra en el sentido de que es de izquierdas, y probablemente piense que una crítica directa y cerrada al comunismo favorecería posturas políticas que ha demostrado aborrecer.

Realmente este dilema podría tener una solución muy simple: no hablar de política, no meterse tanto en política, menos aún en contra de posturas legítimas que sostienen quizá una mayoría de católicos practicantes, como parece vislumbrarse en el escenario italiano. Y, por contra, centrarse en la función que Cristo confió a su predecesor, San Pedro: confirmar en la fe a sus hermanos.
Carlos Esteban