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martes, 4 de septiembre de 2018

Carta abierta a nuestros detractores de buena fe (Carlos Esteban)



¿Es impensable que el Informe Viganò sea cierto? ¿Por qué? ¿Es impecable Su Santidad? Si es falso, ¿no tiene más sentido desmentirlo? Si es cierto, ¿hizo mal Viganò en denunciarlo, aunque sea lo que ha pedido el propio Papa?

De los ‘renovadores’ no hablaré mucho, porque sé lo que quieren, y en su honor hay que decir que no disimulan demasiado: quieren otra Iglesia. Quieren lo que anunció alborozado el Padre Rosica, una “nueva fase”, una ruptura con lo anterior, un modo distinto de concebir la Iglesia Católica, que quedaría tan ‘aggiornata’ con las modas ideológicas imperantes en el mundo que apenas resultaría distinguible de él.

Estos, para ser sinceros, no me interesan gran cosa. Llevan décadas anhelando ese cambio y, desde que les leo, me han parecido siempre más interesados en la ideología a cuyo servicio quieren poner a la Iglesia que en la Iglesia misma, por no hablar de sus pretensiones sobrenaturales, en las que parecen, por lo común, poco o nada interesados.

Me interesan más los otros, aquellos que nos atacan con furia, no porque deseen una ‘nueva Iglesia’, no porque aspiren, como los anteriores, a cambiar la doctrina, sino porque de buena fe piensan que nuestras críticas están erradas y son perjudiciales y contribuyen al descrédito de la Iglesia.

Conozco personalmente a muchos de ellos, y puedo atestiguar su buena fe. A esos me dirijo, justo ahora que el ‘affaire Viganò’ les ha hecho redoblar los ataques contra esta publicación o contra cualquiera que ose otorgar crédito alguno a las acusaciones del arzobispo.

La primera pregunta que les dirijo es muy sencilla: ¿qué hubieran hecho ellos?

Es decir, imaginen el caso. Supongan que llevan media vida trabajando en la Curia y observan todo tipo de porquerías. ¿Cuál es el curso de acción más moral en este caso? ¿Denunciarlo discreta, incluso secretamente al Papa? Eso es exactamente lo que hizo Viganò, primero como número dos de la Gobernación del Estado Vaticano, referido principalmente a corrupción económica, y luego como nuncio en Estados Unidos, en relación al escandaloso comportamiento del ex cardenal McCarrick.

No estoy dando por bueno el informe; pregunto solo qué harían ellos, los críticos de Viganò, si efectivamente hubiese sido así.

Imaginen que descubren en Estados Unidos que un poderoso e influyente cardenal, disciplinado por el Papa anterior para que lleve una vida retirada de oración y penitencia, no solo hace caso omiso a la prohibición y se le ve celebrando y discurseando y participando en todo tipo de actos sino que es favorecido por el nuevo pontífice como asesor de confianza y representante suyo en delicadas misiones. ¿Qué harían?

Comunicárselo al Papa, naturalmente, que es lo que hizo Viganò. Y si al cabo ven que el Papa mantiene su favor hacia el prelado escandaloso y, cuando al fin estalla el escándalo, Su Santidad se hace de nuevas y muestra una sorprendida indignación y habla de ‘dolor’ y de ‘vergüenza’, sabiendo usted perfectamente que conocía la situación, ¿qué hacer?

¿Seguir callado? Bien, es una opción. Es exactamente la opción que han adoptado casi todos, la misma que nos ha traído a esta crisis. Es exactamente la confianza en el silencio de los buenos lo que ha hecho que la peor clase de abusador campe a sus anchas durante décadas hasta que, finalmente, sus abusos no pueden seguir ocultándose y los desvela la prensa o la justicia seculares.

¿Es eso lo correcto? Si la respuesta es “sí”, ¿por qué tanto el propio Papa como todas las conferencias episcopales del mundo dicen lo contrario? Porque no creo tener que recordar que Francisco ha insistido en que se debe denunciar siempre, en cualquier caso, sin miedo a represalias. Que quienes denuncian tienen, al menos, el beneficio de la duda, y que ‘atacar al mensajero’ como primera providencia no es solo injusto, sino que es exactamente la causa de que las víctimas o los testigos no se atrevan a denunciar.
Naturalmente, Viganò puede estar lisa y llanamente mintiendo. Por supuesto, sus alegaciones deben demostrarse. Pero si hay que dar a Su Santidad el beneficio de la duda, también Viganò tiene derecho a no ser atacado por su denuncia mientras se ignore si es o no cierta.
No es que haya visto algo impropio y haya llamado inmediatamente a la prensa. En todo momento, hasta el último, ha seguido fielmente los trámites reglamentarios y las normas obvias de discreción. Hasta llegar al Papa. ¿Está el Papa por encima de toda crítica, es moralmente erróneo criticarle o denunciar un abuso por su parte?

No es lo que nos ha dicho el propio Francisco, que, por si ni fuera evidente, hizo explícito en los primeros años de su pontificado que no hay nada malo, al revés, en criticar al Pontífice.

Así que, en la hipótesis de que lo que cuenta Viganò fuera real, ¿qué hubieran hecho los que ahora le atacan? ¿Callar? ¿Dejar que triunfe la mentira, hasta que sea un enemigo de la Iglesia quien la denuncie o hasta que acabe pudriendo aún más nuestra jerarquía? ¿Es eso lo correcto?
Y aunque insisto en que lo que cuenta Viganò pueda ser completamente falso, no es en absoluto inverosímil. El hecho de que lo denuncie quien por su posición tenía acceso a la información que desgrana lo hace, al menos, creíble, en absoluto disparatado. No es algo que repugne a la razón, algo que suene absurdo o de todo punto improbable. Salvo, naturalmente, para quienes quieran sumar al dogma de la infalibilidad del Papa uno nuevo sobre su impecabilidad. Pero ese segundo sería harto difícil de compatibilizar con lo que nos enseña la Historia de la Iglesia.
Por razón de su cargo, Monseñor Viganò tenía pleno acceso a la información que publica, y su denuncia es concreta y detallada. Tan concreta, de hecho, que de ser falsa solo sería necesario un desmentido y la apertura de algunos archivos para que la Iglesia universal pudiera dejar atrás, aliviada, este sucio asunto. ¿Quién podría no desear eso?

Carlos Esteban