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martes, 4 de septiembre de 2018

Francisco, en Gaudete et Exsultate: “No es sano amar el silencio y rehuir el encuentro con el otro” (Carlos Esteban)



Ha dicho el Papa en una reciente homilía en Santa Marta que la respuesta ante los ataques debe ser el silencio, ese mismo silencio que en Gaudate et Exsultate consideraba “insano”.

El silencio, ¿es bueno o malo, conveniente o no? De acuerdo con Su Santidad, la respuesta debería ser ‘a la gallega’: depende. En la homilia de su primera misa en Santa Marta desde el estallido del escándalo del Informe Viganò, el Santo Padre nos enseña que “con las personas que buscan solamente el escándalo, que buscan solamente la división”, el único camino a seguir es el del “silencio” y la “oración”, lo que contrasta con lo que nos dice en el punto 26 de Gaudete et exsultate (“No es sano amar el silencio y rehuir el encuentro con el otro”), o con el 152 (“Pero ruego que no entendamos el silencio orante como una evasión que niega el mundo que nos rodea”).

Por supuesto, no es absolutamente incompatible que algo sea bueno en una circunstancia y malo en otra, pero siembra cierta perplejidad los momentos que elige Francisco para elogiar el silencio, casi tanto como su crítica aparentemente general en Gaudete.

La oportunidad de la defensa de una silencio que se presenta indisimuladamente como ‘crístico’ nos plantea ciertas dificultades.

El Santo Padre elogia exactamente el camino por el que él mismo optó en el avión de vuelta de Irlanda, como respuesta a la pregunta de una periodista sobre el informe recién hecho público del arzobispo Carlo María Viganò, hoy en paradero desconocido; y parece limitarlo, en la ocasión, como reacción ante las acusaciones de “las personas que buscan solamente el escándalo, que buscan solamente la división”.

Creo que advertirán inmediatamente el problema: ¿quién soy yo para juzgar si la persona que me acusa “busca solo el escándalo y la división”? Esa misma persona podría pensar lo mismo de mí; podría, si se dejase arrastrar por el espíritu del juicio y comportarse como un pepinillo avinagrado, achacarme un espíritu de división o incluso el deseo de escapar a mis responsabilidades.
Jesús, en efecto, eligió el silencio ante sus acusadores porque, siendo Dios, podía leer los corazones y saber -no suponer- que su intención era torcida. Doy por hecho que Su Santidad no se arroga esa misma facultad.
Una dificultad añadida a ésta de la imposibilidad de juzgar las intenciones del acusador -siguiendo el principio ‘De internis, neque ecclesia’, ni la iglesia puede entrar en el alma de los seres humanos-, es que la actitud elegida se parece demasiado a la estrategia procesal que cualquier jurista avezado reconoce en casos similares. Los americanos lo llaman “acogerse a la Quinta Enmienda”, y es común entre los detenidos este silencio.

De hecho, los precedentes no son demasiado halagüeños si centramos el caso en acusaciones contra clérigos en relación con los escándalos de abuso en la historia reciente. Que recuerde, el último en compararse con Cristo guardando silencio ante las acusaciones fue Marcial Maciel, el diabólico fundador de los Legionarios de Cristo. Cuando Maciel recibió la notificación de la Santa Sede destituyéndole ante las acusaciones, la Legión emitió una nota de prensa cuyo segundo punto reza así: “Frente a las acusaciones levantadas con él, declaró su inocencia y, siguiendo el ejemplo de Jesucristo, decidió no defenderse en modo alguno”.

No es un precedente tranquilizador. Como quizá tampoco lo sea que Su Santidad aproveche una homilía para elogiar la postura que ha elegido seguir.

Por lo demás, el Santo Padre puede estar acertado al recomendar el silencio ante las acusaciones -sin juicio de intenciones- como una mortificación añadida para perfeccionamiento del alma. Pero tenemos dos razones, creemos que de peso, para pensar que el consejo no es aplicable a este caso.

En primero lugar, el fiel que se niega responder a las acusaciones que se hacen contra él tiene que tener como límite el escándalo: no hay virtud en dejar que otros piensen que hechos escandalosos son ciertos si no lo son. No sólo porque la verdad nos hace libres y hay que confesarla a tiempo y a destiempo, sino porque esa obligación es especialmente grave cuando la falsedad puede llevar al desánimo y al escándalo del prójimo.

En segundo lugar, no estamos ante una acusación privada, algo que afecte exclusivamente al alma de Jorge Bergoglio, sino ante una denuncia que daña a la Iglesia misma. El Papa puede decidir que no responder a la humillación de un falso testimonio levantado contra él purifica su alma, pero aquí no se trata de él, sino de más de mil millones de fieles católicos que quieren conocer la verdad y que, en su abrumadora mayoría, están más que dispuesto a creer al Santo Padre.

Por el honor de la Iglesia, por la edificación de los fieles, para que brille la verdad, Su Santidad podría acabar con la insoportable zozobra de tantos y disipar las acusaciones con la sencilla orden de que se muestren los documentos que prueban su inocencia. Eso le imploramos.
Carlos Esteban