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viernes, 20 de octubre de 2017

La Corrección filial y la Laudatio al papa Francisco (Roberto de Mattei)




Tres semanas después de la Corrección filial ha aparecido la primera respuesta organizada: una Laudatio publicada en internet y firmada por un grupo de sacerdotes e intelectuales en su mayor parte de Austria y Alemania.

¿Quiénes firman la Laudatio? 


- Uno de ellos, el alemán monseñor Fritz Lobinger, obispo emérito de Aliwal (Sudáfrica), es el padre de la expresión presbíteros de feligresía, que explica en el libro Teams of Elders. Moving beyond Viri probati (2007), en el que propone que en la Iglesia se establezcan dos clases de sacerdotes: los diocesanos y los de feligresía. Los primeros serían célibes y de plena dedicación, y los segundos casados y con hijos, a disposición de la parroquia en la que viven y trabajan.

- Otro signatario, el padre Paul Zulehner, discípulo de Karl Rahner, es conocido a su vez por una fantasiosa «futurología pastoral» (Pastorale Futurologie, 1990). En 2011 apoyó el llamado a la desobediencia de 329 sacerdotes austriacos favorables al matrimonio de los presbíteros, la ordenación sacerdotal de mujeres y el derecho de los protestantes y los divorciados que se han vuelto a casar a recibir la comunión, y de los laicos a predicar y dirigir parroquias.

- Martin Lintner es un religioso servita de Bolzano, docente en Bressanone y presidente de la INSECT (International Network of Societies for Catholic Theology). Es conocido por su libro La riscoperta dell’eros. Chiesa, sessualità e relazioni umane (2015), en el que manifiesta una actitud de apertura hacia la homosexualidad y las relaciones extraconyugales, así como por su entusiasta acogida de Amoris laetitia, que a su juicio marca un antes y un después en la Iglesia. Llega a afirmar: «Ya no podemos afirmar que hoy se excluya categóricamente la recepción de los sacramentos de la Eucaristía y la reconciliación a quienes no se abstengan de relaciones sexuales en su nueva unión. No hay la menor duda al respecto, precisamente basándose en propio texto de Amoris Laetitia» (www.settimananews.it, 5 de diciembre de 2016).

A estas alturas se hace patente que la profunda brecha que divide la Iglesia no es entre los detractores y los admiradores del papa Francisco.

La línea de fractura separa a quienes son fieles al Magisterio inmutable de los papas y quienes se adhieren a Bergoglio persiguiendo el sueño de una nueva iglesia, distinta de la fundada por Nuestro Señor Jesucristo

No hace falta ser historiador para darse cuenta de que vivimos un episodio totalmente inédito de la vida de la Iglesia. No estamos en el fin del mundo, pero se pueden aplicar a nuestra época las palabras de Nuestro Señor, que dijo con tristeza de su regreso al final de los tiempos: «Cuando vuelva, ¿hallaré por ventura fe sobre la Tierra?» (Lc 18,8).

La pérdida de la fe, incluso por parte de hombres de la Iglesia, es ya palpable. El 27 de enero de 2012, hablando ante la asamblea plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Benedicto XVI afirmó: 
«Estamos ante una profunda crisis de fe, ante una pérdida del sentido religioso que constituye el mayor desafío para la Iglesia de hoy. Por lo tanto, la renovación de la fe debe ser la prioridad en el compromiso de toda la Iglesia en nuestros días». 
Esta pérdida actual de la fe tiene todas las características de una apostasía general.

Durante una intervención en un encuentro de las conferencias episcopales europeas celebrado en Trieste el 4 de noviembre de 2013, el cardenal Robert Sarah declaró: 
«Hasta entre los bautizados y los discípulos de Cristo se da actualmente una especie de apostasía silenciosa, un rechazo de Dios y de la fe cristiana en la política, en la economía, en los ámbitos ético y moral y en la cultura postmoderna occidental».
Por su parte, el cardenal Raymond Leo Burke, en una homilía pronunciada el 13 de octubre de 2017 en la abadía de Buckfast, recordó que el mensaje de Fátima 
«habla de las fuerzas diabólicas desencadenadas en nuestro tiempo en el mundo, que se introducen en la vida de la propia Iglesia alejando a las almas de las verdades de la fe y, por lo tanto, del amor divino que mana del glorioso Corazón traspasado de Jesús».
Las almas se pierden porque el lenguaje es oscuro y engañoso y se difunden a diario herejías entre el pueblo fiel. El pontificado de Francisco significa la consecuencia y culminación de un proceso de autodemolición de la Iglesia que tiene orígenes remotos pero ha adquirido actualmente una velocidad vertiginosa.

En la noche en que están inmersas las almas, la Corrección filial del 24 de septiembre pasado ha sido como un rayo de luz que ha deshecho la oscuridad. La denuncia de las herejías sostenidas y propagadas por el papa Francisco ha resonado de un extremo a otro de la Tierra, haciendo eco en los medios de difusión y constituyendo el tema dominante de las conversaciones privadas de numerosos católicos. En dichas conversaciones, pocos son los que niegan la verdad de los hechos denunciados en la Corrección.

Las divergencias son ante todo en cuanto a cómo se puede afrontar una situación que no tiene precedentes en la historia. Hay quienes llegan a practicar una doble verdad: critican en privado y rinden pleitesía en público a quien lleva a la Iglesia al desastre. Esta actitud la definió Calvino como nicodemita, refiriéndose a los protestantes que disimulaban su doctrina honrando públicamente la fe y los ritos católicos. Pero la Iglesia católica siempre ha condenado el disimulo, proponiendo como modelo de vida la confesión pública de la fe, llegando incluso al martirio.

Confesar la fe significa denunciar los errores que se oponen a esta, aunque los proponga un prelado o incluso un papa, como sucedió con Honorio I (625-638). Saber si Honorio fue hereje o se limitó a favorecer la herejía es lo de menos. Que fuera solemnemente condenado en el VI Concilio de Constantinopla (681), presidido por el papa León II, y que su condena fuera confirmada por dos concilios ecuménicos posteriores, demuestra que la posibilidad de que un pontífice incurra en herejía, admitida por todos los canonistas medievales, es real, con independencia que esté o no históricamente verificada.

Ahora bien, ¿quién tiene autoridad para resistir y corregir a un papa? Ante todo, es un deber que corresponde a los cardenales, que con los consejeros del Papa en su gobierno de la Iglesia; después, a los obispos, que en unión con el Sumo Pontífice integran la Iglesia; y por último, a los simples fieles, sacerdotes, religiosos y hasta laicos que en razón de haber recibido el bautismo tienen el segurísimo sensus fidei que les permite discernir la verdadera fe de la herejía.

Antes de ser creado obispo de Dorilea, Eusebio era un abogado de Constantinopla cuando en el año 429 interrumpió públicamente una homilía del sacerdote Nestorio en la que éste ponía en duda la divina Maternidad de María. Eusebio habría hecho lo mismo si aquel día hubiera hablado el Patriarca o el propio Papa.

Su espíritu católico no toleraba que la Bienaventurada Virgen María fuese insultada ante el pueblo fiel. Hoy en día la Iglesia no tiene necesidad de nicodemitas, sino de confesores de la fe con el temple de un Eusebio o un Máximo el Confesor, que fue un simple monje que no vaciló en enfrentarse al patriarca de Costantinopla y a los emperadores bizantinos. A quienes querían obligarlo a la comunión con los herejes monotelitas, les respondió: «Aunque el universo entero comulgue con vosotros y me quede solo, no lo haré».

Con ochenta años de edad y después de sufrir tres procesos por su fidelidad, fue condenado a la mutilación de la lengua y de la mano derecha, los dos miembros con los que mediante la palabra hablada y la escrita había combatido los errores y las herejías.
Habría podido hacer suyas las palabras de San Pablo: «En mi primera defensa nadie estuvo de mi parte, sino que me abandonaron todos. No se les cargue en cuenta. Mas el Señor me asistió y me fortaleció para que por mí quedase completo el mensaje y lo oyesen todos los gentiles. Y así fui librado de la boca del león» (2ª Timoteo 4,16-17).

La Divina Providencia permite que sean pocos, perseguidos e incomprendidos los testigos de la fe para aumentar su mérito y hacer que su conducta no sea sólo justa y obligada, sino también santa y heroica. 

¿Qué es el ejercicio heroico de la virtud sino cumplir con el deber en circunstancias excepcionales, no contando con las propias fuerzas sino con la ayuda de Dios?


Roberto de Mattei
(Traducido por J.E.F)