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lunes, 13 de junio de 2016

DISIDENCIA FRENTE AL PENSAMIENTO ÚNICO (1 de 2) (Pedro Luis Llera, en Infocatólica)



Un artículo de Pedro Luis Llera, en el blog Santiago de Gobiendes, escrito el 2 de agosto de 2015 y con el que me he encontrado, por casualidad, pero que refleja muy bien la realidad actual, que ha cambiado muy poco en diez meses (y si lo ha hecho ha sido para ir a peor). Lo reproduzco aquí íntegramente y lo rubrico, si fuera necesario. Este artículo estará incluido también en la entrada titulada artículos de interés (actualizados) en VARIOS. Al ser algo largo lo divido en dos entradas


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Vivimos en los albores de una nueva etapa negra de la Historia. Si Dios no lo remedia, se nos avecina una nueva era marcada por el totalitarismo, las dictaduras y la represión; solo que esta vez la dictadura será a escala global. El llamado Nuevo Orden Mundial pretende imponernos un nuevo modelo de sociedad, dominada por un pensamiento único. Parece como si las distopías de Orwell o de Robert Hugh Benson se nos vinieran encima de repente. Quieren transformar la sociedad y dominarla. Y ello pasa por la destrucción de la familia.

Pero, ¿por qué quieren acabar con la familia? ¿Por qué esa obsesión? Pues porque la familia es la célula básica de la sociedad. La familia establece unos lazos, unos vínculos; la familia transmite unos valores que el pensamiento único detesta. La persona, sin familia, sin referencias, sin ningún tipo de anclaje, sin un paraguas que la ampare cuando llegan las crisis o las dificultades; la persona, desvinculada, queda a merced del Estado. De esta manera, una vez tomado el poder, los políticos de turno (todos piensan lo mismo y lo único que se puede pensar) adquieren un poder omnímodo y el Estado se convierten en un nuevo dios, dueño y señor del destino de cada individuo. El Estado se convierte en un ídolo al que hay que adorar para que solucione todos los problemas de la gente: la educación, la sanidad, las pensiones, las prestaciones por desempleo… El hombre queda a merced del Dios Estado Providente que me hará feliz y garantizará mi bienestar a cambio de que sea sumiso y obediente. Con eso, se consigue aplastar a la sociedad civil y a cualquier institución intermedia entre el Estado todopoderoso y la persona. 

Se acaba así con la libertad y con la democracia y se instaura un nuevo tipo de totalitarismo – con apariencias de democracia – que condenará a cualquiera que se atreva a ir en contra del pensamiento único políticamente correcto.

Marx afirmaba que toda la historia es una lucha de clases, de opresores contra oprimidos, en una batalla que sólo se resolverá cuando los oprimidos se alcen en revolución e impongan una dictadura de los oprimidos. Entonces, la sociedad será totalmente reconstruida y emergerá la sociedad sin clases, libre de conflictos, que asegurará la paz y prosperidad utópicas para todos. Los marxistas clásicos creían que el sistema de clases desaparecería una vez que se eliminara la propiedad privada, se facilitara el divorcio, se forzara la entrada de la mujer al mercado laboral, se colocara a los niños en institutos de cuidado diario y se eliminara la religión. Sin embargo, para los nuevos progresistas, los comunistas fracasaron por concentrarse en soluciones económicas sin atacar directamente a la familia, que es el verdadero origen de la lucha de clases.

En los años 70, tras la Revolución del mayo del 68, los movimientos de izquierda – comunistas, anarquistas, hippies – empezaron a atacar a la familia considerándola como una institución reaccionaria. Entonces se decía que el matrimonio mataba el amor; que cuando se ama a otra persona, no hacían falta contratos ni firmas ni ceremonias. Defendían entonces el “amor libre” y las “parejas de hecho”. Lo ideal era que las parejas vivieran juntas, sin ataduras ni compromisos ni vínculos matrimoniales. Y así, cuando el amor “se acabara”, cada uno se iba por su lado y aquí paz y después gloria. El problema surgía cuando había hijos de por medio y quedaban desamparados tras las separaciones. Así que hubo que regular legalmente las parejas de hecho para que tuvieran los mismos derechos y obligaciones que los matrimonios. Y así se hizo. 

Pero como hombres y mujeres seguían empeñados en casarse y el plan de acabar con la familia por ese camino había fracasado – o se mostraba claramente insuficiente – , los ideólogos “progresistas” tuvieron que ir más allá: si no podemos destruir a la familia convenciendo a la gente para que no se case, vamos a acabar con la familia procurando que legalmente cualquier cosa sea una familia. Y entonces, se acabó con el discurso del amor libre y decidieron reformular el concepto de matrimonio y propugnar “nuevos modelos de familia”: familias monoparentales, homosexuales… Y todos los que hasta hace un minuto despreciaban el matrimonio y atacaban la institución familiar, se pusieron a reivindicar su derecho a casarse. Y así se ha llegado a la legalización del matrimonio homosexual. Pero créanme: a quienes promueven el matrimonio homosexual, el matrimonio en sí les importa un bledo. Lo que quieren es acabar con la familia tradicional: si cualquier cosa es un matrimonio y una familia, el matrimonio y la familia acaban convirtiéndose en nada. Su objetivo sigue siendo el mismo que cuando predicaban el amor libre. Ni más ni menos.

Hoy en día, las ideologías tradicionales han muerto y los partidos políticos apena se diferencian. Liberales y conservadores han asumido que los principios progresistas son superiores. La derecha ha renunciado a sus propios valores y ha aceptado la superioridad moral de la izquierda. De este modo, al final, todos piensan igual y solo se distinguen unos de otros por alguna que otra receta técnica de carácter fundamentalmente económico. En lo demás, son esencialmente idénticos: cuando los partidos de derecha llegan al poder, lo que hacen es consolidar cada uno de los “avances” que la izquierda ha ido consiguiendo. Lo que ha pasado en España con la legislación sobre el aborto o el matrimonio homosexual resulta sumamente ilustrativo

Hay una serie de ideas de fondo en las que todos están de acuerdo. Se ha llegado a una especie de consenso ideológico transversal. Se mantiene la ficción del pluralismo ideológico y la democracia: puedes votar a distintas opciones. El problema es que todos los partidos son en realidad el mismo partido. Sólo se puede pensar de una manera y quienes se apartan de esa manera de pensar son automáticamente estigmatizados y señalados como peligrosos integristas radicales, lo que supone su muerte social. Predican la libertad y la tolerancia pero, a la hora de la verdad, practican lo contrario.

El instrumento de transformación social que el Pensamiento Único ha asumido como innegociable y que han asumido como propio todos los partidos políticos del arco parlamentario – no sólo las formaciones políticas de izquierda, sino también la derecha liberal pagana y anticristiana – se llama Ideología de Género. Esta ideología considera que los roles del hombre y la mujer no son resultado de la naturaleza, sino de la historia y la cultura; es la sociedad la que inventó los papeles de hombre y mujer

Según este planteamiento, para conseguir la igualdad definitiva entre hombre y mujer sería necesario:

(a) Cambiar los roles masculinos y femeninos existentes: hay que deconstruir (destruir) los roles del hombre y la mujer. En realidad, el ser humano nace sexualmente neutral. Más tarde, es socializado en hombre o en mujer. Esta socialización afecta de manera negativa a la mujer. Por ello las feministas proponen depurar la educación y los medios de comunicación de todo estereotipo de género.

Los ideólogos del Pensamiento Único saben muy bien que la educación, los medios de comunicación y los productos culturales (series de televisión, películas, teatro, literatura…) son instrumentos que deben dominar y controlar para transmitir su ideología. Por eso en todas las series de televisión hay su cuota de homosexuales, con el fin de normalizar y visibilizar la realidad que ellos quieren imponer. Por eso, en esas mismas series de televisión, los católicos siempre aparecemos como personajes patéticos, reaccionarios, ridículos, deleznables e hipócritas.

(Continúa y acaba)