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lunes, 16 de abril de 2018

El día de la ira [Por Luis Segura, el 12 enero de 2016]



El mundo ha entrado en el Año de la Misericordia [Año 2016] . Y como consecuencia, la Iglesia se ha apresurado a refrescar la memoria de los cristianos hablándoles de las obras corporales y espirituales que podemos hacer a favor del prójimo. Lo cual es algo irreprochable. Sin embargo, cabe la posibilidad de que el mundo haga suya esta buena idea y entienda, yéndose al extremo que más le interesa —según los criterios del mundo, claro—, que el Dios del que habla esta Iglesia es pura Misericordia y nada más que Misericordia.
El Papa Francisco ha dicho, por ejemplo, que Dios perdona siempre y lo perdona todo [1]. Pero el Papa también ha dicho que Dios no perdona la hipocresía [2]. Y también,  por lo visto, el Papa dijo a los cardenales que Dios los perdonara por haberlo elegido [3]. 

Además, y aunque es cierto que Dios perdona a quien verdaderamente está arrepentido, la Sagrada Escritura nos habla de un pecado —¡terrible y misterioso pecado!— que resulta imperdonable: El pecado contra el Espíritu Santo (Mateo 12, 31).
Pero más allá de este pecado, que no es el asunto que aquí nos ocupa, decía que cabe la posibilidad de que el mundo se forje una idea de Dios totalmente desvirtuada y que le lleve a la ruina

Las palabras del libro del Eclesiástico son esclarecedoras: 

«Del pecado perdonado no quieras estar sin temor; ni añadas pecados a pecados. No digas: “¡Oh, la misericordia del Señor es grande! El me perdonará la multitud de mis pecados”. Porque tan pronto como ejerce su misericordia, ejerce su indignación, y tiene fijos sus ojos sobre el pecador. No tardes en convertirte al Señor, ni lo difieras de un día para otro; porque de repente sobreviene su ira, y en el día de la venganza acabará contigo. No tengas ansia de adquirir riquezas injustas porque de nada te aprovecharán en el día de la oscuridad y de la venganza» (Eclesiástico 5, 5-10).
Según lo anterior, hay un día también para la ira. Un día de la venganza. En el capítulo 16 del mismo libro, sin ir más lejos, leemos: «Porque la misericordia y la ira están con el Señor; puede aplacarse, y puede descargar su enojo. Así como usa de misericordia, así también castiga; Él juzga al hombre según sus obras» (Eclesiástico 16, 12,13).
Por eso ha dicho siempre la Iglesia que el principio de la sabiduría es el temor de Dios (Eclesiástico 1, 16). Y «los que temen al Señor no dejarán de creer en su palabra; y los que le aman seguirán su camino. Los que temen al Señor inquirirán lo que le es agradable; y aquellos que le aman estarán penetrados de su ley. Los que temen al Señor prepararán sus corazones; y en la presencia de El santificarán sus almas. Los que temen al Señor guardan sus mandamientos; y tendrán paciencia hasta el día que los visite» (Eclesiástico 2, 18-21).
Me temo, por tanto, que amar a Dios no es una cuestión de sentimientos. El amor a Dios, en última instancia, «tiene que probarse del único modo con que el amor a Dios puede ser probado: por la libre y voluntaria sumisión de la voluntad creada a Dios, por lo que llamamos comúnmente un “acto de obediencia” o un “acto de lealtad”» (Del libro de Leo J. Trese: "La fe explicada". Rialp, 2015, 28 edición, p. 48).

¿Podremos, pues, merecer el amor de Dios si desobedecemos y, confiando en su infinita misericordia, vivimos al margen de Él sin convertirnos realmente?
Aunque parezca mentira, después de todo, de tantos sermones y teologías, el primer mensaje de Jesús al comienzo de su predicación es claro: «Convertíos, porque el reino de Dios está cerca» (Mateo 4, 17).

¿Será realmente necesaria entonces la conversión personal, si Dios es pura Misericordia y nada más que Misericordia? ¿O habremos de temer también la ira de Dios? 

Que discierna cada cual según sus luces.
Luis Segura