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jueves, 1 de abril de 2021

A propósito de la escandalosa prohibición de rezar misas privadas en la basílica de San Pedro



El pasado 12 de marzo, mediante una orden sin firma, número protocolario ni destinatario, la Primera Sección de la Secretaría de Estado prohibió la celebración de misas privadas en la basílica vaticana de San Pedro a partir del Domingo de Pasión. En los días sucesivos, los cardenales Raymond L. Burke, Gerhard L. Müller, Walter Brandmüller, Robert Sarah y Giusseppe Zen manifestaron su lógico desconcierto por semejante decisión, que por lo irregular de su redacción deja intuir una orden explícita de Jorge Mario Bergoglio.

La doctrina católica nos enseña el valor de la Santa Misa, como la gloria que tributa a la Santísima Trinidad, o la eficacia del Santo Sacrificio tanto para vivos como para difuntos. Sabemos también que el valor y eficacia de la Santa Misa no dependen de la cantidad de fieles que asistan ni de la dignidad del celebrante, sino de la reiteración incruenta del mismo Sacrificio de la Cruz por obra del sacerdote que celebra, el cual actúa in persona Christi y en nombre de toda la Santa Iglesia: suscipiat Dominus sacrificium de manibus tuis, ad laudem et gloriam nominis sui; ad utilitatem quoque nostram totiusque Ecclesiae suae sanctae.

La escandalosa decisión de un funcionario anónimo de la Secretaría de Estado, fácilmente identificable con el innombrable monseñor Edgar Peña Parra, representa desgraciadamente una explicitación de la praxis de las diócesis de todo el mundo: desde hace sesenta años las desviaciones doctrinales introducidas por el Concilio insinúan que la Misa sin pueblo carece de valor, o que no vale tanto como una concelebración o una Misa a la que asisten fieles. Las normas litúrgicas postconciliares prohíben la erección de altares en una misma iglesia y prescriben que durante la celebración de una Misa en el altar mayor no deben celebrarse otras en los altares laterales. El propio Misal Romano montiniano prevé además un rito concreto para la Missa sine populo, en la cual se omiten los saludos –por ejemplo, el Dominus vobiscum o el Orate, fratres– como si, además de los presentes, no asistiese también al sacrificio eucarístico la corte celestial y las almas purgantes. Cuando un sacerdote se presenta en una sacristía cualquiera del mundo y pide permiso para celebrar Misa –no digo ya según el Rito Tridentino, sino incluso en el reformado–, invariablemente se le responde que puede sumarse a la concelebración ya prevista. Y en todo caso lo miran con suspicacia si pide permiso para celebrar sin que haya algunos fieles presentes. De nada sirve objetar que todo sacerdote tiene derecho a rezar misas privadas; la mentalidad conciliar es capaz de ir más allá de la letra de la ley para aplicar con terca coherencia el espíritu del Concilio manifestando su verdadera naturaleza.

Por otra parte, la Misa reformada ha sido alterada para que atenúe, calle o niegue explícitamente los dogmas católicos que suponen un obstáculo para el diálogo ecuménico: se considera escandaloso hablar de los cuatro fines de la Misa, porque es una doctrina que perturba a cuantos niegan el valor latréutico, propiciatorio, impetratorio y de acción de gracias que tiene el Santo Sacrificio, tal como lo definió el Concilio de Trento.

Nada hay más detestable para un modernista que la celebración simultánea de varias misas, e igual de intolerable es la celebración coram Santissimo (o sea, ante el tabernáculo colocado sobre el altar). Para ellos, la Santa Misa es una cena, un banquete, y no un sacrificio; por eso el altar se ha sustituido por una mesa y el sagrario ya no está presente sobre el altar: se ha desplazado a «un lugar más adecuado para la oración y el recogimiento». Por eso el celebrante mira al pueblo en vez de a Dios.

Aparte la descortesía para con los canónigos de la basílica y del hipócrita escamoteamiento de la firma y el protocolo, la orden de la Secretaría de Estado es la última confirmación de un algo evidente a lo que no quieren enfrentarse ni reconocer todos aquellos que, incluso con buena intención, se obstinan en no querer encuadrar los actos individuales en el contexto más amplio del llamado postconcilio, a la luz del cual hasta las novedades más insignificantes adquieren una inquietante coherencia y demuestran la capacidad subversiva del Concilio Vaticano II. Lo cual, indudablemente, corrobora el valor de la Misa privada –como recordó el cardenal Burke en su reciente intervención–; en la práctica la ha reducido al privilegio de algunos nostálgicos en vías de extinción o a grupos de fieles excéntricos. La suficiencia con que pontifican sobre estos temas los liturgistas es demostrativa de una intolerancia hacia todo lo que queda de católico en el martirizado cuerpo de la Iglesia. En plena coherencia con esta impostazione , Bergoglio es capaz de negar impunemente a María Santísima los títulos de Mediadora y Corredentora, sólo para contentar a los luteranos, según cuales los papistas idolatran a una mujer y niegan que Jesús sea el único mediador.

Prohibir hoy en día las misas privadas en San Pedro legitima los abusos cometidos en las otras basílicas e iglesias del mundo, en las cuales ya estaba en vigencia dicha prohibición aunque nunca se había formulado de forma explícita. Es todavía más significativo que este abuso se haya impuesto mediante un acto aparentemente oficial por el que la autoridad de la Secretaría de Estado bastaría para reducir al silencio por temor reverencial a cuantos quieran seguir siendo católicos a pesar de los esfuerzos en sentido contrario de la jerarquía actual. Eso sí, ya antes de Benedicto XVI, quien quería celebrar la Santa Misa en San Pedro no lo tenía fácil y era expulsado del templo, poco menos que excomulgado vitandus, con que solamente osara celebrar el Novus Ordo en latín, no digamos ya según el Rito Tridentino.

Es indudable que para los neomodernistas las misas privadas se pueden prohibir, y que tratarán de abrogar el motu proprio Summorum Pontificum porque, como reconoció hace poco Max Beans, uno de los ardorosos aduladores de Santa Marta, la liturgia tridentina presupone una doctrina intrínsecamente contraria a la teología conciliar. Pero si hemos llegado al escándalo de la prohibición de las misas privadas en San Pedro, lo debemos también al modus operandi de los novadores, los cuales avanzan gradualmente aplicando en los terrenos litúrgico, doctrinal y moral los principios de la ventana de Overton. Reconozcámoslo: estos indecentes guiños a herejes y cismáticos responden a una estrategia dirigida a las sectas acatólicas que culmina en una estrategia más amplia, enfocada en las religiones no cristianas y en las ideologías neopaganas imperantes. Sólo así se comprende esa deliberada voluntad de complacer a los enemigos de Cristo para agradar al mundo y a su príncipe.

Es desde esta perspectiva desde la que hay que interpretar las proyecciones de imágenes de animales sobre la fachada de la basílica del Vaticano, la entrada procesional del ídolo de la Pachamama portado en andas por obispos y clérigos, la ofrenda a la Madre Tierra colocada sobre el Altar de la Confesión durante una Misa presidida por Bergoglio, el abandono del altar pontificio por parte de ese que rechaza el título de Vicario de Cristo, la supresión de las celebraciones so pretexto de la pandemia para sustituirlas por ceremonias que recuerdan al culto a la personalidad de los regímenes comunistas o la Plaza de San Pedro inmersa en tinieblas para ajustarse a los nuevos ritos del ecologismo globalista. Este moderno becerro de oro aguarda el regreso de un Moisés que descienda del Sinaí y restablezca en la verdadera Fe a los católicos una vez expulsados los nuevos idólatras, secuaces del Aarón de Santa Marta. Y nadie se atreva a hablar de misericordia o de amor; nada hay más contrario a la caridad que la actitud de quien, representando la autoridad de Dios en la Tierra, abusa de ella para confirmar en el error a las almas que Cristo le ha confiado con la orden de apacentarlas. El pastor que deja abierto el redil e incita a las ovejas a salir de él mandándolas a las fauces mismas de los lobos rapaces es un mercenario y un aliado del Maligno, y habrá de rendir cuentas al Pastor Supremo.

Ante este enésimo escándalo, podemos verificar con consternación el silencio cobarde y cómplice de los prelados: ¿dónde están los demás cardenales, dónde está el arcipreste emérito de la basílica, dónde el cardenal Re, que como yo celebró cada día durante años Misa privada en San Pedro? ¿Por qué callan ahora ante semejante abuso?

Al igual que sucede en el ámbito civil con motivo de la pandemia y de la violación de los derechos naturales por parte de las autoridades temporales, también en el terreno eclesiástico tiene la dictadura necesidad de súbditos faltos de vigor y de ideales para imponerse. En otros tiempos, la basílica vaticana habría sido asaltada por los sacerdotes, principales víctimas de esta odiosa tiranía, que tiene el descaro de jactarse de democrática y sinodal. No quiera Dios que el infierno que va instaurándose en la Tierra en nombre del mundialismo no sea otra cosa que la consecuencia de la indolencia y la cobardía, así como de la traición de tantos, de demasiados clérigos y laicos.

La Iglesia, Cuerpo Místico de Cristo, se acerca a su propia pasión, a fin de cumplir en sus propios miembros los padecimientos de su Jefe. Que estos días que faltan para la Resurrección de nuestro Redentor nos estimulen a la oración, la penitencia y el sacrificio, para que podamos adherirnos a la bendita Pasión de Nuestro Señor con espíritu de expiación y reparación, según la doctrina de la Comunión de los Santos, que en el vínculo de la verdadera caridad nos permite hacer el bien a nuestros enemigos e implorar a Dios la conversión de los pecadores. También de aquéllos a los que la Providencia nos ha puesto como superiores temporales y eclesiásticos.

+Carlo Maria Viganò, arzobispo

31 de marzo de 2021

Feria Quarta Hebdomadae Sanctae

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)