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lunes, 27 de julio de 2020

Ángeles y demonios en la guerra espiritual moderna (Cristina de Magistris)




La mayor astucia del demonio consiste en inducir a creer que no existe: ese es el mayor triunfo de su habilidad. De hecho sabemos, a través de las Sagradas Escrituras, que el demonio – además de ser homicida – es mentiroso (cfr. Jn. 8,44). Por ese motivo, sería un error muy pernicioso imaginar la actuación del demonio como algo espectacular y, en consecuencia, fácilmente reconocible. Ello va en sentido opuesto a su objetivo. Por el contrario, su actuación es en general sutil y engañosa, y por ello tiene las características de la más refinada perversidad. Su fin último es el de impedir a las almas unirse a Dios y salvarse. Y con esta finalidad socava el fundamento de la vida espiritual que es la Fe.

Esta virtud teologal nos pone en contacto directo con Dios, incluso en la obscuridad. Es el fundamento de la vida sobrenatural y nos une muy íntimamente a Dios. El Concilio de Trento afirma que la fe «es el principio, fundamento y raíz de toda justificación y por tanto de la santificación». A través de la Fe, afirma Mons. J. C., «la luz de Dios se convierte en nuestra luz, Su sabiduría en nuestra sabiduría, Su ciencia en nuestra ciencia, Su mente en nuestra mente, su Vida en nuestra vida». El demonio no puede entrar en este dominio reservado solo a Dios y el alma que vive de la fe está fuera del alcance de su poder. La fe es como una armadura que defiende al alma de sus ataques y por eso el demonio utiliza todos sus artificios para inducirla a abandonarla, deslumbrándola con la amplia gama de maravillas que él puede realizar: todo ello para llevar al alma a depender de algo distinto de la fe pura.

En nuestros días este es el mayor peligro de la salvaje proliferación de apariciones y revelaciones las cuales, siendo una imitación de lo sobrenatural, son fuertemente sospechosas de intervención diabólica. San Juan de la Cruz afirma que la fe – y no las revelaciones – es el medio para alcanzar nuestro fin, que es Dios: «la exclusiva y pura fe infunde en las almas más amor de Dios que todas las visiones». La fe es el único medio proporcionado para la unión con Dios y, a tal fin, el alma debe apoyarse en la doctrina de la Iglesia y no en las revelaciones. «El demonio – continúa el gran Carmelita – es habilísimo en insinuar mentiras, de las cuales solo es posible liberarse dejando de lado todas las revelaciones, visiones y locuciones sobrenaturales».

La “gula por lo maravilloso y por lo extraordinario” siempre ha sido una tentación casi irresistible para el hombre que, con el pecado, ha perdido la visión de Dios. Pero la redención del pecado está precisamente en la vida de fe. Es en la fe teológica, y no en las revelaciones, aunque maravillosas, que se fundamenta la vida del cristiano.

No es necesario desmentir que el demonio siempre nos ofrece moneda falsa. Es verdad que no es fácil para el hombre peregrino, decaído y rescatado, seguir siempre el camino recto y mantener constante su mirada fija en la verdad. Y es igualmente verdadero que Satanás intenta obscurecer el sentido de la existencia de Dios, deformar su visión, manipular todas las cosas, con la ilusión y la desilusión: el combate con su inteligencia angélica es desigual para nuestras fuerzas limitadas de criaturas. Tenemos entonces necesidad de los ángeles que nos enseñan a caminar como verdaderos hijos de la luz. A sus contemporáneos, Bossuet recordaba esta verdad de fe: «Ustedes creen que están tratando solo con hombres, como si los ángeles no los cuidaran. Cristianos, no se dejen engañar: hay seres invisibles – los Ángeles – que están unidos a vosotros por medio de la caridad». Así exhortaba San Bernardo a sus monjes: «Hermanos en Cristo, amen tiernamente a los Ángeles de Dios, como nuestros coherederos en el futuro, pero en el medio tiempo como abogados y guías, dados a nosotros por el Padre».

San Juan de la Cruz exhortaba a las personas espirituales a imitar la serenidad de los Ángeles frente al mal, especialmente frente a los pecados del prójimo, en lugar de abandonarse a un celo incontrolado o a lamentos estériles. Cuanto más el alma avanza en la vida espiritual, más cambia su actitud con relación a los pecados y los errores del prójimo. «El alma se comporta como los Ángeles: ellos se dan perfectamente cuenta de todo cuanto causa dolor, sin sentir nunca dolor; practican las obras de misericordia, sin sentir el sentimiento de la compasión. Así es con las almas elevadas a esta transformación de amor».

Todas las fuerzas diabólicas que nos persiguen y nos preocupan, sea en nuestra vida personal como en la vida de la Iglesia y del mundo, están siempre e invariablemente bajo el control de la Divina Providencia, la cual utiliza las fuerzas del mal como instrumentos privilegiados para purificar a los elegidos. Jamás, en ningún momento de la historia, Dios pierde el control de los acontecimientos. También en los períodos más borrascosos y peligrosos, cuando todo parece desmoronarse, los Ángeles buenos simplemente gobiernan a los ángeles rebeldes. El último de los Ángeles buenos gobierna al mismo Lucifer y obtiene su obediencia, dice Santo Tomás. Esta supremacía se fundamenta sobre el hecho de que la voluntad de los Ángeles buenos se ajusta perfectamente a los planes de Dios, planes que se realizan siempre y en todo lugar. «Todo hombre o ángel, si unido a Dios, se convierte en un solo espíritu con Él y es por ello superior a toda otra criatura». En ello reside toda nuestra esperanza y también nuestra fuerza.

La presencia invisible de los Ángeles es una verdad de fe que infunde una fuerza extraordinaria de acción y de contemplación. Nuestros compañeros invisibles son los primeros protagonistas de la acción contra-revolucionaria que debe continuar en la Iglesia y en el mundo. Ellos conocen aquello que nosotros ignoramos y ven en el Verbo aquello que para nosotros es totalmente obscuro. Pero como para ver la belleza de las estrellas es necesario que sea de noche, así también para gozar de la presencia de los Espíritus bienaventurados, es necesario entrar en la oscuridad de la fe, que es noche para los sentidos, pero luz resplandeciente para el alma.

Cristina de Magistris