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jueves, 5 de marzo de 2020

Una escena vintage

 
 
De China nos han llegado en los últimos tiempos no solamente las acostumbradas baratijas sino también el coronavirus y los pactos con el Vaticano. Y sobre este tema quiero decir dos palabras, esperando que algún lector que sepa más que yo sobre el tema pueda completar la reflexión.

Es innegable que el tratado secreto firmado entre el gobierno chino y la Santa Sede significó la entrega de la iglesia católica china al partido comunista y la puesta en ridículo de cientos de miles de fieles católicos que, durante décadas, resistieron en la clandestinidad. En pocas palabras, una traición, como bien lo ha afirmado el cardenal Zen, que se está convirtiendo en una de las nuevas caras de la resistencia al Papa Francisco.
Aclarado el punto anterior —los pactos constituyen una traición a los católicos chinos—, vale la pena tener en cuenta lo siguiente a fin de no caer en un fanatismo inútil que desdibuje la realidad:
 
1. Las conversaciones para llegar a estos acuerdos comenzaron con Juan Pablo II, continuaron con Benedicto XVI y terminaron con Francisco. Difícil es decir qué tenían en mente los dos previos sumos pontífices, pero lo cierto es que fue voluntad también de ellos llegar a una solución de la cuestión china. Quien conozca mínimamente los secretos de la sinología, sabrá que cualquier arreglo con los chinos lleva años y mucha paciencia. Las conversaciones se extendieron durante dos décadas. Por tanto, no me parece justo achacar la completa responsabilidad de la traición al actual pontífice. Tal responsabilidad es compartida, al menos en parte, por los anteriores.
 
2. Resulta curioso que los medios que se escandalizan con razón, de la firma del tratado no recuerden que algo muy parecido sucedió en los ’60 y en los ’70 con varios países que se encontraban tras la Cortina de Hierro. Los artículos de Stefan Glejdura, que pueden conseguirse fácilmente en la web (aquí pueden bajar uno), son un testimonio muy interesante a tener en cuenta acerca de lo que fue la Ostpolitik vaticana, inaugurada por Pablo VI y comandada por el cardenal Agostino Casaroli, Secretario de Estado de Juan Pablo II durante once años. Esa política hacia los estados comunistas significó sacrificar en menor o mayor medida, a los fieles, sacerdotes y obispos perseguidos a fin de conseguir algunas simpatías en los regímenes de izquierda y, por cierto, para cumplir con el mandato de apertura al mundo del Concilio Vaticano II, como el mismo Casaroli no dejaba de afirmar.
 
Podemos recordar aquí la traición a la iglesia checoslovaca, pero quizás el símbolo más claro fue la ignominiosa conducta vaticana con respecto al cardenal Mindszenty, arzobispo de Budapest, el cual fue desposeído de su sede por Pablo VI, obligado a dejar Hungría y amordazado a fin de que no criticara al régimen comunista de su país. Él, que se había constituido en la defensa más importante e internacionalmente relevante de los fieles católicos húngaros, fue desautorizado y humillado por el mismísimo Vaticano. Y de esto hace más de cuarenta años.
 
El actual caso de China no es más que una escena vintage: ospolitik 2.0, realizada por aficionados, como son Francisco y Parolín y con resultados muy similares a los conseguidos en los ’70. 

Los pactos chinos no son un invento de Francisco. Francisco es un invento del Vaticano II. Y no es justo cargar las tintas en la manzana podrida y olvidarnos de quienes pudrieron el manzanar. 
 
The Wanderer