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sábado, 8 de agosto de 2020

Del mega-empujón de Monseñor Viganò a la mega-trampa de Roncalli y Ratzinger (Enrico Maria Radielli)



Con el presente artículo damos la bienvenida como autor en Adelante la Fe al profesor Enrico Maria Radielli, descollante teólogo italiano, que se ha integrado al debate sobre el Concilio y apoya enérgicamente la crítica del arzobispo Viganò sobre las ambigüedades y manipulaciones del Concilio Vaticano II. Citando al P. Schillebeeckx y al cardenal Suenens, el profesor demuestra cómo personajes clave incluyeron expresiones ambiguas y hablaron de concilio pastoral con la intención de relajar la doctrina de la Iglesia. Y nos advierte: «Si se elimina el dogma, se da rienda suelta al Anticristo».

Enrico Maria Radaelli es profesor de Filosofía de la Estética y director del departamento de Estética de la asociación internacional Sensus Communis (Roma), es desde hace tres años catedrático adjunto de Filosofía del Conocimiento (dep. Conocimiento Estético) en la Pontificia Universidad Lateranense y editor oficial de las obras completas de Romano Amerio para la editorial Lindau de Turín. Entre sus libros, todos publicados por Aurea Domus, figuran: La Chiesa ribaltata (2018), Street Theology (2019) y Al cuore di Ratzinger, al cuore del mondo (2017)

El profesor Radaelli es un filósofo y teólogo católico, discípulo del intelectual suizo Romano Amerio (1905-1997), el cual según Sandro Magister, fue «uno de los más grandes pensadores católicos tradicionalistas del siglo XX. Como tal, es un severo crítico del Concilio Vaticano II y de los papas postconciliares y sus intentos de hacer caso omiso de las innovaciones doctrinales introducidas por el Concilio. En 2003, el respetado vaticanista Sandro Magister promocionó uno de sus libros, en el que censuró el ecumenismo y no escatimó críticas a los pontífices que lo promovieron. Magister lo consideró «importante porque enriquece la serie de volúmenes de crítica teológica al catolicismo de hoy escritos por autores tradicionalistas de gran talla intelectual». Autores tan eminentes y eruditos como el recientemente fallecido profesor Antonio Livi, el también recientemente fallecido filósofo Roger Scruton, monseñor Mario Olivero, el teólogo Bruno Gherardini y los periodistas Alessandro Gnocchi y Mario Palmaro han colaborado con Radaelli en la redacción de sus libros.

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Cartas desde Babilonia

Digo yo:

Desde hace sesenta años se sigue engañando a la gente utilizando indebidamente los términos “progresistas” y “conservadores”, ahora también en referencia a la reciente trifulca desencadenada por la santísima toma de posición del Arzobispo Carlo Maria Viganò, pero ya es tiempo de acabar con el uso deliberadamente desleal de unas categorías que pertenecen todas exclusivamente al ámbito de la política y sin embargo son aplicadas a la Iglesia, la cual es una sociedad cabal y exquisitamente religiosa.

Es hora ya de acabar con eso, porque se trata sólo de una estratagema pecaminosa para ocultar el hecho de que lo que se quiere hacer pasar por oro es estiércol y lo que se quiere hacer pasar por estiércol es oro. Una auténtica tontería.

¿Acaso en el siglo III se definía a los herejes arrianistas “progresistas” y a los que quedaban fieles al Dogma “conservadores”?

¿O acaso en el siglo XVI se prefería hablar de “progresistas” en lugar que de herejes luterano-calvinistas y de “conservadores” en lugar que de personas fieles a las leyes de Dios enseñadas por la santa Romana Iglesia?

Por ejemplo.

P. D.: Uy, se me olvidaba:

Del mega-empujón de Monseñor Viganò a la mega-trampa de Roncalli y Ratzinger

Entonces basta ya de una vez con estas miserables astucias que alteran la realidad haciendo pasar por buenos a los herejes y por pérfidos trogloditas a los firmes y santos fieles de Dios: los así llamados “progresistas” no son nada más que los que resumen en su perversa doctrina el coacervo de las peores herejías desembocadas en el Modernismo; los así llamados “conservadores”, por el contrario, son simplemente los cristianos fieles al Dogma y a la verdadera y santa liturgia pre-Montiniana exponiéndose al riesgo de convertirse en enemigos del mundo, Papas incluidos.

Hasta en las contemporáneas vicisitudes en las que el Arzobispo Carlo Maria Viganò está tomando una fuerte y severa posición respecto al Concilio Vaticano II —y en realidad ésta es la única posición que hay que tomar—, él no es el “conservador”, sino el cristiano fiel al Dogma, mientras que los Papas que convocaron, condujeron, defendieron y aún defienden esa perversa Asamblea no son unos buenos y valientes “progresistas”, sino Papas totalmente infieles al Dogma, en sus casos respectivos precisamente Papas modernistas y neo-modernistas.

El hecho es que estas categorías de pacotilla tienen que ser reemplazadas por las categorías verdaderas. ¡Basta ya con los subterfugios! Que los herejes se queden con sus herejías y que los fieles se queden con su fidelidad.

Las únicas categorías aceptables, en una disputa doctrinal en el interior de la Iglesia católica de Roma, son las de “hereje” para definir a quienes no adhieren al Dogma y al Magisterio pastoral que está fuertemente vinculado a él, así como lo enseña el Magisterio dogmático, y de “católico” para definir a los que adhieren a él.

No hay más categorías. Y las que se utilizan no son nada más que mentiras.

Es más: que se deje ya de hablar de “hermenéutica” —otro ardid, como si todos estuviéramos colgando de cada palabra de la Escuela de Fráncfort y fuéramos las mascotas del profesor Ratzinger, el cual ha hecho de la hermenéutica y del historicismo sus estrellas Polares— y se retome la metafísica, la única ciencia católica, la única metodología concreta, la única filosofía racional, volviendo así a tocar con mano —al final de sesenta años de oscura noche hermenéutica e historicista— la verdadera realidad de la Iglesia, antes de que más bien sea la terrible realidad actual de la Iglesia a hacernos dar de bruces contra ella: pero entonces será ya demasiado tarde.

Ninguno de los veinte Concilios ecuménicos de la Iglesia necesitó jamás que los documentos, órdenes y anatemas producidos tuvieran que ser sometidos a la criba de la interpretación: ninguno de ellos, porque el Dogma no lo permite, dado que es demasiado claro para ser “interpretado”, diga lo que diga el Cardenal Brandmüller.

Y además, que se deje ya de una vez de hablar de la todavía más farragosa, enrevesada y retorcida hermenéutica indicada por el Papa Ratzinger en su más que funesto y célebre Discurso a la Curia Romana del 22 de diciembre de 2005: « la “hermenéutica de la reforma” —glosaba el Pontífice en aquellas consideraciones suyas—, de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia ».

Que alguien regale al augustísimo Autor de tamaño enrevesamiento conceptual —el cual se encuentra en un peligro siempre mayor— y le exhorte a leer lo más pronto posible El traje nuevo del emperador, la maravillosa fábula de Andersen que podrá explicarle por qué tiene que cesar —después de décadas— de producir, con una insistencia digna si acaso de esfuerzos más nobles, nada más que suaves almohadas de plumas cuya única utilidad estriba en permitirle apoyar su propia cabeza —tan necesitada de descanso— y sus cansados codos en ellos y así dormir sueños tranquilos entre el bullicio del mundo, dándole esquinazos a los rayos de Ez 13,18, la santa Palabra de Dios.

Al recalcar uno por uno los términos de la fórmula “hermenéutica de la reforma en la continuidad” se extrapola que: primero, se trata de una interpretación (=hermenéutica); segundo, de una discontinuidad (=reforma); tercero, en la ortodoxia (=continuidad).

Se trata pues de una opinión, una hipótesis de trabajo, no es nada más que un parecer alrededor de un concepto determinado que quisiera estar en continuidad con el sano desarrollo del Dogma y al mismo tiempo, sin embargo, al reformarlo, quisiera también ser su propio opuesto, y la suma de todo a la vez, o sea, ser una cosa y su contrario, pero sin dejarlo mínimamente percibir, sin desvelar el conflicto, la contradicción, la guerra estridente —hasta su última esencia— entre los dos polos.

¡Ay, Ratzinger, Ratzinger! ¿Cuándo dejarás de enredarte en ovillos de blancas y suaves plumas, sólo para no ver la sangre de la Redención que fluye a tu alrededor y así, quizá, al final, también salvarte?

Siempre se cita el hasta demasiado célebre Discurso a la Curia Romana, incluso alabándolo, puesto que en su sencillez —hermenéutica de la continuidad SÍ, hermenéutica de la ruptura NO— parece resolver todos los problemas asaz añosos nacidos en el Vaticano II y luego nunca resueltos, pero no se profundiza nunca en esas líneas en las que su augustísimo Autor permite la realización de un crimen gravísimo, a tal punto de cortar en la raíz toda la potencia del celebérrimo esquema que engatusa a todos, continuidad sí, ruptura no, desde un punto de vista hermenéutico, claro está, es decir siempre al estilo de Rashomon, esa película de Kurosawa en la que cuatro hermeneutas interpretan el mismo episodio llegando a cuatro conclusiones irreconciliables: la interpretación es la realidad.

Ya, pero ¿cuál interpretación? ¿Por qué razón la del Papa debería ser más cierta que la mía, puesto que no está hablando ex cathedra?

Y ésta es la cuestión. Y es sobre este punto que los ejércitos se enfrentan desde hace casi sesenta años. Pues sí: siempre andando y combatiendo sobre una capa de hojas que esconde a las soldadescas de Cardenales, Obispos, Monseñores y simples fieles —tanto “progresistas” como “conservadores”— la astuta trampa que hace que todos se desplomen en el único hoyo, aquiescentes, puesto que están todos bien amaestrados por el régimen clerical —y digo “todos” porque nadie manifiesta el rechazo público que se requiere y es debido, todos menos el susodicho Arzobispo Carlo Maria Viganò.

Pero, después de que el mismo Amerio, en su Iota unum —y de ahí luego, repetidamente, el abajo firmante en sus propios libros— había afirmado que los mismísimos neotéricos no tenían ningún escrúpulo en pregonar el asunto sin pudor —véase el Padre Schillebeecks que escribe: « Nous l’exprimons d’une façon diplomatique, mais après le Concile nous tirerons les conclusions implicites » (P. Edward Schillebeecks op, en De Bazuin n. 16, 1965)— ¿por qué razón, pregunto, todos siguen aún evitando enfrentar la realidad y acabar de una vez con esta mega-trampa conciliar de la ambigüedad?

Éste es el fraudulento escamoteo que quien escribe denuncia desde hace décadas, recomendado por el Cardenal Suenens a los oídos listos, finos y astutos del así llamado “Papa bueno” Juan XXIII, quien lo puso inmediatamente en práctica ya desde la apertura formal del Concilio en su potestad meramente “pastoral”, absolutamente no “dogmática” —como habría por el contrario debido ser por la presencia del Papa— el 11 de octubre de 1962: y el escamoteo estriba en no utilizar nunca la potestad dogmática de Magisterio, sino siempre y sólo la potestad “pastoral”, así que nadie se ve obligado a pronunciar enseñanzas infalibles, que natura sua —por su misma naturaleza— tienen que ser perfectamente verdaderas y seguras y que, por su divina indefectibilidad, no permiten ninguna ambigüedad —pues la ambigüedad es un defecto—, ni siquiera si hubiera intención de utilizarla, y por tanto ninguna “interpretación”.

La potestad dogmática, la máxima potestad de enseñanza, del que sólo el Papa —o un Concilio, pero sólo en unión con el Papa— goza, es el verdadero y único Katéchon que puede embridar al Anticristo. El Katéchon es el Dogma.

Eliminen el Dogma y liberarán al Anticristo.

Y ni siquiera es preciso eliminarlo de verdad, el Dogma: es suficiente esconderlo —como le aconsejó el astuto Purpurado francés al plácido Papa bergamasco— y luego simular que no esté y usar temerariamente la potestad pastoral de Magisterio: como si dicha potestad pastoral no dependiera totalmente del Dogma y no tuviera la precisa obligación moral de ser siempre lo más posible coherente y lo más exactamente consecuente a él, así como siempre ha sido vivido y por consiguiente actuado durante siglos por el santo Magisterio de la Iglesia.

Ya está: para liberar al Anticristo es suficiente esta disipación de hecho del Dogma, este “no tomarlo en cuenta”, este astuto “olvido” —vamos a definirlo así—, que desde luego es totalmente inmoral, pecaminoso y está basado en un maquiavelismo elaborado sobre la Palabra de Dios.

Una pequeña regla muy simple. Y férrea: si por ejemplo el Papa convocara un Concilio al que quitara toda posibilidad de enunciar una locutio ex cathedra, p. ej. atribuyéndole la forma de Magisterio llamada “pastoral”, las definiciones que ese Papa expondría en ese Concilio “nunca correrían el riesgo” —vamos a llamarlo así— “de ser infaliblemente verdaderas”, y es eso que el Cardenal Suenens y Papa Roncalli querían lograr y de hecho lograron: “Nunca ser obligados a pronunciar verdades infalibles sino, por el contrario, estar seguros de poder decir siempre cualquier cosa, a lo mejor hasta alguna herejía (con tal de que no se note, pero para eso es suficiente envolver el lenguaje en una nube de ambigüedad: ¡muchas gracias, Schillebeecks!), total: primero, el Papa nunca podrá ser acusado de herejía formal, eso es propiamente de herejía; segundo, el Dogma de la infalibilidad nunca será menoscabado: ese Dogma que nos garantiza precisamente eso”.

Para conocer todos los detalles sobre la mega-trampa, lean mi All’attacco! Cristo vince, [¡Al ataque! Cristo vence], Ediciones Aurea Domus, Milán 2019, § 16, pp. 63-7, que se puede pedir también a quien aquí escribe.

Este perverso mecanismo es el motor, el perno, la causa material y eficiente, el genius absconditus —el demonio oculto— del abnorme y vacío edificio modernista en el que hoy se ha convertido la Iglesia, por tanto es el mecanismo sin el cual la Iglesia no sería la ruina preagónica que es, el Modernismo no habría logrado desalojar la Verdad desde el Trono más alto y la Esposa de Cristo sería hoy más espléndida, santa y gloriosa que nunca.

Sin embargo, a pesar de eso, a pesar de este perverso dispositivo —que quien escribe ha resumido en la fórmula “Guerra de las dos Formas”, hablando de él e ilustrándolo en todos los idiomas desde hace más de diez años— nadie lo ha debatido, nadie lo ha tomado en cuenta en lo más mínimo, nadie siquiera se ha molestado en echar un vistazo por un instante al espejo retrovisor.

Pero hoy por fin un Arzobispo se atreve a tomar el asunto en sus propias manos, un asunto narcotizado desde hace casi sesenta años de vergonzosas astucias elaboradas en primer lugar por los Pastores más altos y de más alta responsabilidad en la Iglesia.

Hoy el Arzobispo Carlo Maria Viganò no teme reconocer que el Concilio Vaticano II debe ser cancelado tanto en su totalidad como en cada una de sus miles de ambigüedades a las que sus partidarios recurrieron para introducir solapadamente conceptos que —si él hubiera sido abierto con la debida forma dogmática— no sólo habrían sido rechazados con energía, sino que habrían sido también —y aún más duramente— anatemizados.

¡Basta ya con las mega-trampas al estilo de Roncalli y Ratzinger! Que la Iglesia retome su camino de única estrella Polar de salvación divina, agarrándose con fuerza y decisión absoluta a la firme claridad del Dogma: « Cuando ustedes digan “sí”, que sea sí, y cuando digan “no”, que sea no. Todo lo que se dice de más, viene del Maligno » (Mt 5,37).

Enrico Maria Radielli
(Traducción al español de Antonio Marcantonio)