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sábado, 24 de julio de 2021

Nueve consideraciones sobre Traditionis Custodes


por Boniface


Je, ¿de manera que ya oyeron acerca de esto que acaba de sacar el Papa Francisco llamado Traditionis Custodes? Ciertamente el Papa Francisco armó bastante “lío” con esto. Ahora, si Francisco está preocupado por el aumento de tradicionalistas que rechazan la iglesia post-conciliar, entonces me parece raro que reaccione dándole a la SSPX el más grande de los empujones marketineros.

Mucha gente más astuta que yo ya ha comentado extensamente Traditionis Custodes, de modo que trataré de no repetir lo que ya está dicho. Aquí hay nueve reflexiones que se me han ocurrido a propósito del nuevo motu propio.

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Y en primer lugar, acerca de la antítesis existente entre Francisco y Benedicto. Algunos están diciendo que esto no se trata de un repudio del Summorum Pontificum de Benedicto XVI. Están argumentando sobre la base de que no hace falta tomar tanto partido ni ser tan dramático. ¿Habrán leído siquiera lo que dicen estos dos documentos? Necesitamos empezar por darnos cuenta que Summorum Pontificum nunca “legalizó”, ni “permitió”, ni “indultó” la Misa de San Pío V. No se trata de que mediante un decreto puso al alcance de todos la misa en latín; más bien, afirmó el principio de que en verdad la misa de San Pío V nunca podría haber sido abrogada y que, por tanto, siempre estuvo (y está) permitida. En cambio, Traditionis Custodes repudia ese principio enteramente. No es que simplemente suprime algo que Benedicto XVI permitió sino que presume de poder suprimir la liturgia tradicional mediante un decreto papal y esto, contradiciendo directamente el principio explicado en Summorum Pontificum, a la vez que no se da explicación alguna de cómo y de qué manera puede ser esto posible. Pero, claro, ya estamos acostumbrados a esta clase cosas en los días que corren; el magisterio moderno crea continuidad con sólo declarar que así es (véase mi post [en inglés] sobre “El fantasma de la continuidad fiduciaria” aquí en USC, mayo de 2016). Se nos pide que aceptemos que hay continuidad y armonía simplemente porque así nos fue dicho.

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El motu proprio de Francisco fue redactado en razón de una preocupación por razón de un espíritu de división típico de las comunidades tradicionalistas que creen ser “la verdadera Iglesia”. Ni siquiera sé lo que se quiere significar con esto. ¿Se refieren con esto a que los tradicionalistas literalmente creen que la Iglesia que preside Francisco es una Iglesia falsa? ¿Que el Papa es un falso papa? ¿O tal vez apunta a la creencia de que la misa tradicional en latín refleja el corazón auténtico de nuestra fe? Difícil decirlo. Traditionis Custodes no se extiende sobre cuáles serían las falsas premisas que fundarían la posición de estos tradicionalistas de espíritu divisorio. Resulta imposible determinar cuándo y si alguien es culpable de creer que pertenece a “la Iglesia verdadera” puesto que el documento no suministra ninguna pista sobre este nuevo y peligroso cisma, y que es tan grave que justifica la supresión de todo un rito. Está redactado con la intención de dirigir toda una sospecha sobre una sección entera de la Iglesia.

El centro de la cuestión está en esto: existe una sutil metamorfosis mediante la cual la palabra misma “cisma” deja de referir a un status canónico para pasar a ser una actitud. Resulta sumamente difícil atribuirle a alguien el estado canónico de cismático; pero es extremadamente fácil acusar a alguno de tener una “actitud cismática”. Tengo para mí que actualmente la mayor parte de las veces en las redes sociales se denuncia con la palabra “cisma” apuntando más bien a una “actitud cismática” que no a un estatus canónico objetivo.

Básicamente la “actitud cismática” ha pasado a ser el latiguillo con el que se quiere denostar a cualquiera que publica cosas en Internet acerca del actual régimen eclesiástico. Su definición es tan amplia que no quiere decir nada; se lo usa del modo que los “Wokies” usan la palabra “racismo”.

Por otra parte, el hecho que el Santo Padre está sancionando a gente por su actitud resulta escandaloso. Y no estoy especulando; en la carta que acompaña el motu proprio Francisco dice con todas las letras que su edicto ha sido desencadenado por “palabras y actitudes”.

En cuanto al cisma real, el número de grupos tradicionalistas o parroquias que han incurrido en cisma durante el pontificado de Francisco asciende al número de cero.

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Ahora, si hay católicos tradicionalistas que realmente creen que ellos y ellos solos son la “Iglesia verdadera”, no pueden ser más que un par de miles en el mundo entero. Y aparentemente se nos pide que creamos que esta pequeñísima franja demográfica constituye una amenaza existencial para la unidad de la comunión de un billón de creyentes [Nota aclaratoria del aquí traductor Jack Tollers y de Wanderer: estos números son de Boniface, no nuestros].

Pero ¡no temáis! Como remedio arrearemos a cada católico que ama la misa de San Pío V hacia una o dos parroquias de sus correspondientes diócesis sobre las cuales dictaremos restricciones draconianas y así de hecho quedarán excomulgados para cocinarse a fuego lento en las redes sociales. ¡Gran plan para lograr la unidad!

La severidad de este diktat sólo se ve superada por su sencilla imbecilidad.

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Y aun cuando exista una amenaza real de cisma, resulta excepcionalmente bizarro que se suprima un rito legítimo a raíz de tales preocupaciones. Hablando canónicamente, son las personas, no los ritos, que constituyen el objeto de una legislación para casos como esos.

[Aquí Boniface ejemplifica su argumento con la historia de un sucedido con un obispo caldeo en la India en tiempos de Pío IX. Suprimimos la traducción brevitatis causae].

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La carta con que Francisco acompaña su motu proprio dice que: “La mayoría de la gente entiende que las razones que motivaron los permisos de San Juan Pablo II y Benedicto XVI para utilizar el Misal Romano promulgado por San Pío V y editado por San Juan XXIII en 1962 para el sacrificio eucarístico: aquella facultad otorgado por el indulto de la Congregación para el Culto Divino en 1984 y confirmado por San Juan Pablo II en el motu Proprio Ecclesia Dei en 1988, fue más que nada en razón de que había un deseo de cerrar las heridas provocadas por el movimiento cismático de Mons. Lefebvre.”

Esto es falso y se puede demostrar. El indulto no fue redactado con la intención de curar las heridas provocadas por el cisma de la SSPX. Más bien, el indulto fue dictado para crear un refugio para los fieles que amaban la misa en latín pero que, aun así, no querían acompañar a la SSPX en su camino de cisma formal. Quiere decir que cuando Juan Pablo II legisló sobre este particular tenía en mira a los fieles que no querían asociarse a la SSPX; pero el Papa Francisco dice que el objeto de la legislación de Juan Pablo II era la SSPX. Se trata de una burrada colosal. En Rorate Caeli hay un artículo excelente [en inglés] documentando el modo en que Francisco malinterpreta la intención de Juan Pablo II.

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A pesar de la insistencia del motu proprio en afirmar que se impedirán los abusos del Novus Ordo, todos sabemos que eso no ocurrirá nunca. Si Francisco realmente estuviera preocupado por los católicos que disienten con las enseñanzas de la Iglesia, entonces Traditionis Custodes es como quitar la paja del ojo tradicionalista sin remover la viga en el ojo del Novus Ordo. Las encuestas consistentemente muestran que el 89% de los católicos rechazan la autoridad del Papa para enseñar acerca de la inmoralidad de la contracepción; que el 51% rechazan la autoridad papal en sus enseñanzas sobre el aborto. Y que el 69% de los católicos no creen en la transubstanciación. (fuente aplicable a los EE.UU). ¿Esto lo pone mal al Papa Francisco? ¿Acaso va a tomar alguna medida decisiva contra esa gente?

Por supuesto que no. El doble discurso no invalida la gravedad (sea cual fuere) de Traditionis Custodes, pero sí destruye toda pretensión de buena voluntad de parte del Santo Padre al mismo tiempo que acaba con la posibilidad misma de que los fieles reciban su mensaje con docilidad. Frente a una injusticia tan descarada, la idea de que los católicos tradicionalistas simplemente cambien de parecer y acepten este decreto es ridículo. Esto sólo traerá más conflictos. Y resultaba 100% evitable. Qué inútil todo. Hablen ahora si quieren, de peleas innecesarias.

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En cuanto a los tradis auto-incriminantes [self-hating] que están diciendo: “Nosotros lo pedimos, y ahora estamos ligando lo que nos merecíamos”, y que “la visión del Santo Padre acerca del tradicionalismo por fuerza ha de ser la correcta”, no quiero imaginarme qué clase de torturas mentales han de estar padeciendo al intentar resolver estas cuadraturas de los círculos. Sí entiendo que hay católicos tradicionalistas que pueden ser tóxicos; recientemente me he quejado de ellos [en inglés]. Pero si Ud. cree que las deplorables actitudes de un par de tradis online merece la supresión de todo un rito —y no de cualquier rito, sino del históricamente predominante en la Cristiandad Occidental— pues entonces está Ud. infinitamente más loco que el cuco-tradi que tanta preocupación le genera. Esto es como amputarse la mano para remover una cutícula.

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Uno de los párrafos más risibles en la carta con la que acompaña esto es aquel en el que el Papa dice que “quienquiera que desee celebrar con devoción en consonancia con formas más antiguas de la liturgia hallará en el Misal Romano reformado de acuerdo al Concilio Vaticano II todos los elementos del Rito Romano, en particular el Canon Romano que constituye uno de sus principales elementos”. Se trata de una concepción notablemente reduccionista de la liturgia. Se hallará entre ciertos católicos conservadores esta idea de que lo único que importa en materia litúrgica es que haya una eucaristía válida: “¡Siempre está Jesús!” dirán, predeciblemente, mientras los globos ascienden hacia el techo y el santuario se llena con los compases candomberos de las guitarras. Esto representa una concepción radicalmente minimalista de la liturgia que reduce la misa a su componente más básico, regocijándonos en que por lo menos todavía contamos con el sine qua non de la liturgia. Se desprende de la cita que acabamos de hacer que que el Papa Francisco tiene piensa de modo similar: la totalidad de la liturgia tradicional de Occidente se reduce al Canon Romano. “¿De qué os quejáis? Tienen el Canon Romano”. Si esa es la perspectiva con que el papa considera la continuidad, pues entonces nada literalmente queda a salvo de su afán de novelerías. Espero que más y más gente caiga en la cuenta de lo horriblemente reduccionista que es semejante hermenéutica. Es como si después de darle de comer saludablemente a mis hijos con comidas balanceadas, de repente los echara fuera diciéndoles que pueden comer insectos. Y si se quejaran, decirles que no lo hagan puesto que todavía cuentan con proteínas.

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“¿Qué hacemos?” En realidad, eso es lo que todos quieren saber. Con eso me alzo de hombros. Yo qué sé. Pero sí diré dos cosas:

Los católicos tradicionalistas tienen una tendencia hacia los escrúpulos. Nos preocupamos en demasía por las reglas, la letra chica y las rúbricas. Y la situación actual solo exacerba esta ansiedad escrupulosa. Para muchos, lo que ha sucedido nos ha puesto frente a dilemas extremadamente complejos que ningún católico debiera afrontar. Ningún católico debiera confrontar al papa contra la liturgia, la obediencia contra el culto, la fidelidad a la tradición contra el magisterio viviente. Frente a dilemas como estos no podemos permitirnos demasiados escrúpulos. Le hablo a los laicos, pero también a los obispos y sacerdotes. En Occidente somos excesivamente legalistas. Con toda la mierda que hay en el mundo y en la Iglesia, con la civilización que se cae a pedazos y la Iglesia en un caos total, con toda la confusión y mala información y mentiras y doble discursos siendo vomitados por la jerarquía a diario, ¿realmente creen que Dios lo hará enteramente responsables de establecer con toda precisión el status canónico de esta o aquella otra capilla? Simplemente hagan lo que tengan que hacer y no se preocupen demasiado por la letra chica.

Por lo demás, dije “mierda” sólo para irritar a los escrupulosos que, en un posteo acerca de esta crisis, solamente pensarán en usar la energía que les queda para quejarse en el espacio reservado a los comentarios de que haya usado la palabra “mierda”. Por horrible que sea esta situación, siempre trato de recordar que la misa no es mi fe. Constituye parte integral del modo en que vivo mi fe, pero mi fe es mucho más grande que la misa. Hago esta puntualización porque nunca faltará quien comente diciendo “Esto le hace mal a la fe”. Nunca sabré si lo dicen en serio, en el sentido de que esto les hace creer en Dios un poco menos; a veces creo que sólo quieren decir que “esto me hace más difícil vivir la fe”. La misa de San Pío V constituye un tesoro absoluto. Pero Dios no te debe la misa. La da, y la puede quitar. Si el hecho de que te quite la misa en latín hace que pierdas la fe, ¿qué habrías hecho en el Japón durante todos esos siglos que los católicos no contaban con la misa? ¿O en la Inglaterra isabelina? ¿Simplemente habrías perdido la fe? Muchos de los Padres del Desierto ni siquiera asistían a misa; ni las monjas de clausura en la Edad Media, ni muchos de los ermitaños.

Dios todavía está en su trono. Jesús todavía vive resucitado. Yo todavía estoy redimido por su Sangre y estoy incorporado a su Cuerpo mediante la sagrada pila bautismal. ¿Acaso algo de eso ha cambiado? No. Nada de eso ha cambiado, y por tanto mi fe permanence inmutable. En modo alguno quiero disminuir aquí la importancia de la misa; pero si tu fe pende de un cierto nivel de acceso a la misa tradicional, ¿adónde estará cuando en los tiempos por venir resulte incluso más difícil que ahora? No os estoy insultando si vuestra fe se encuentra comprometida. Al contrario, solo estoy desafiándolos para que vuelvan a las verdades primeras, las verdades primigenias que ningún prelado puede tocar. Tengan fe en Dios. Y por cierto, no estoy hablando aquí como diciendo “¡tengan fe en que la Misa Tradicional en latín triunfará!” o bien, “Tengan fe que algún papa revertirá todo esto.” No, digo que tengan fe en que Dios está con nosotros, que la sangre de Cristo nos ha librado del pecado, y que en Él podemos vivir una vida de gracia y santidad —aun cuando estos desórdenes nunca sean remediados hasta el mismísimo fin del mundo.


Tradujo: Jack Tollers

El odio a la Misa de siempre, y la cuestión de la obediencia (prefacio de Mons. Viganó)

 ADELANTE LA FE


Prefacio del arzobispo Carlo Maria Viganó

Este magnífico y contundente artículo del profesor Massimo Viglione es uno de los más lúcidos y profundos comentarios al tenebroso motu proprio Traditiones custodes. Mi intención al publicar tan valiosa intervención es ponerlo al alcance de los fieles, sean católicos o no, para su lectura y reflexión, a fin de que cada uno obtenga provecho de su claridad profética y valor apostólico en la encarnizadísima guerra que todos debemos afrontar. Una guerra cuyo inevitable desenlace será el triunfo de la Esposa de Cristo sobre las potencias desatadas del Infierno.

El artículo del profesor Viglione merece una amplia difusión además por mostrar el panorama general de la estrategia y actividades simultáneas y coherentes de la iglesia profunda y el estado profundo. En unos momentos en que la discriminación contra los no vacunados ha sido adoptada también por la iglesia bergogliana, tenemos el ineludible deber de resistir con la máxima determinación, alzar la voz y dar a conocer lo que se está cociendo.

+Carlo Maria Viganò, arzobispo

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El odio a la Misa de siempre, y la cuestión de la obediencia

«Os expulsarán de las sinagogas» (Jn.16,2)

Hermenéutica de la envidia de Caín a Abel

Massimo Viglione


En estos días posteriores a la oficialización por el motu propio de Francisco de la guerra entre las jerarquías eclesiásticas contra la Misa de siempre se han multiplicado los comentarios sobre el asunto. Más de uno de dichos comentarios ha puesto de relieve el nada disimulado desprecio y al mismo tiempo la absoluta claridad de forma y de contenido que caracteriza al motu proprio Traditionis custodes, redactado con un estilo y formalismo más político que teológico y espiritual.

A todos los efectos, es una declaración de guerra. Salta a la vista la diferencia formal y de tono con los diversos documentos en los que Pablo VI anunció, programó y llevó a cabo a partir de 1964 su reforma litúrgica, finalmente oficializada por la constitución apostólica Missale Romanum del 3 de abril de 1969, con la que a todos los efectos el Rito Romano antiguo fue sustituido (es la palabra más apropiada desde el punto de vista de las intenciones que de los actos) por el nuevo rito en lengua vulgar. En los documentos montinianos encontramos en repetidas ocasiones muestras de un modo hipócrita pero evidente dolor, pesar y remordimiento mientras –paradójicamente– ensalza la belleza y sacralidad del rito antiguo.

En resumen, es como si Montini dijera: «Hasta nunca, querido rito de siempre, ¡pero qué bonito eras!»

Por el contrario, en el documento bergogliano se trasluce, como muchos han observado, odio a aquel rito. Un odio incontenible.

Naturalmente, no es Bergoglio quien ha iniciado esta guerra, desatada por el movimiento litúrgico modernista (o, si se prefiere, el protestantismo) sino, a nivel oficial y operativo, el propio Pablo VI. Si se me permite la atrevida y popular metáfora, Bergoglio sólo se ha puesto a disparar a la desesperada intentando matar de una vez por todas a un herido de muerte que durante las décadas del postconcilio no sólo no ha muerto sino que revivido arrastrando consigo a un número incalculable de fieles en todo el mundo, con un aumento exponencial en los últimos catorce años.

Y ahí está el quid de la cuestión. El clero progresista y más entusiásticamente modernista ha tenido que soportar a regañadientes el motu proprio de Benedicto XVI, pero al mismo tiempo ha estado actuando contra la Misa de siempre por medio de la resistencia hostil de una grandísima parte del episcopado internacional que siempre ha desobedecido descaradamente a cuanto decreta Summoroum pontificum desde los mismos años del pontificado ratzingeriano, y más aún desde su renuncia para acá.

La hostilidad de los obispos ha dado lugar a que al final el deber de mantener activo el motu proprio dependiese con harta frecuencia del valor de algunos sacerdotes que lo celebraban de todos modos sin autorización del obispo (lo cual no era ciertamente necesario). Pues bien, esos prelados constante y obstinadamente desobedientes al Soberano Pontífice de la Iglesia Católica y al motu proprio de éste, en nombre de la obediencia al Sumo Pontífice y a un motu proprio suyo podrán ahora no sólo continuar sino intensificar su labor de censura, la guerra que ya no es oculta sino evidente, como de hecho venía sucediendo.

Pero Francisco no se ha limitado a disparar contra víctima inmortal. Ha querido ir más allá, enterrarla en vida de forma tan veloz como furtiva y monstruosa, afirmando que el rito nuevo es lex orandi de la Iglesia Católica. De lo cual habría que colegir que la Misa de siempre ya no sería la Lex orandi.

Sabido es que nuestro pontífice es un ignorante en materia de teología (que es como decir que un médico no sabe de medicina o un herrero no sabe emplear el hierro y el fuego). De hecho, la Lex orandi de la Iglesia no es una ley de derecho positivo aprobada por un parlamento o dictada por un soberano que pueda ser revocada, alterada, sustituida, mejorada o empeorada en cualquier momento. Es más, la Lex orandi de la Iglesia no es una cosa concreta delimitada por el tiempo y el espacio, sino el conjunto de normas teológicas y espirituales de uso litúrgico y pastoral a lo largo de toda la historia de la Iglesia, desde los tiempos del Evangelio –en concreto desde Pentecostés– hasta hoy. Para que se pueda vivir obviamente en el presente, hunde sus raíces en todo el pasado de la Iglesia. No hablamos, por tanto, de nada humano –exclusivamente humano– que un cacique cualquiera pueda alterar a su antojo. La Lex orandi comprende en su totalidad los veinte siglos de historia de la Iglesia, y no hay hombres ni consenso humano que puedan alterar este depósito veinte veces secular. No hay papa, concilio ni episcopado que pueda cambiar el Evangelio, el Depósito de la Fe, el Magisterio universal de la Iglesia. Y tampoco la liturgia de siempre. Y si es cierto que el rito antiguo tiene un núcleo esencial de origen apostólico que se ha ido acrecentando armónicamente a lo largo de los siglos, con alteraciones progresivas (hasta Pío XII y Juan XXIII), no es menos cierto que esas alteraciones –una veces más oportunas, otras menos, otras tal vez inapropiadas– siempre se han estructurado no obstante en un continuum de Fe, sacralidad, Tradición y belleza.

La reforma montiniana pulverizó todo eso al inventarse un nuevo rito adaptado a las exigencias del mundo moderno y transformar la sagrada liturgia católica haciéndola antropocéntrica en vez de teocéntrica. Del Santo Sacrificio de la Cruz repetido incruentamente mediante la acción del sacerdote se ha pasado a una asamblea de fieles dirigida por su presidente. De instrumento de salvación y hasta de exorcismo se ha pasado a un encuentro populista horizontal susceptible de adaptaciones y continuos cambios autocéfalos y relativistas y adaptaciones más o menos festivas cuyo valor se basaría en el consenso de las masas, como si se tratara de un instrumento dirigido al público, que a pesar de todo va disminuyendo progresivamente.

De nada sirve proseguir por ese camino: esos son precisamente los frutos de esta subversión litúrgica que hablan a la mente y al corazon y no mienten. Por el contrario, es preciso aclarar las causas de ese paso de la hipocresía montiniana a la sinceridad bergogliana.

¿Qué es lo que ha cambiado? El clima general, que sin exagerar se ha trastornado. Montini creía que en pocos años nadie se acordaría ya de la Misa de siempre. Y Juan Pablo II, ante la evidencia de que no se podía matar al enemigo, se vio obligado –también a regañadientes– a conceder un indulto (como si la sagrada liturgia católica de siempre tuviera necesidad de algún perdón para seguir existiendo) que (nadie lo dice) era incluso más restrictivo que este último documento bergogliano, aunque sin el odio que caracteriza a éste último. Pero sobre todo ha sido el imparable éxito entre el pueblo –sobre todo entre los jóvenes– que ha tenido la Misa de siempre después del motu proprio de Benedicto la chispa que ha hecho saltar tanto odio.

La Misa nueva ha salido perdiendo ante la historia y ante la fuerza de los hechos. Las Iglesias se han vaciado, cada vez hay menos fieles; las órdenes religiosas –también, y tal vez, sobre todo, las más antiguas y gloriosas– van desapareciendo; monasterios y conventos están abandonados, habitados por religiosos ya muy avanzados en años, y se está a la espera de su muerte para clausurarlos; las vocaciones han quedado en nada; se ha reducido a la mitad el número de los que marcan la casilla de la Iglesia en la declaración de la renta, a pesar de la obsesiva, pesada y patética publicidad solidaria con el Tercer Mundo; las vocaciones al sacerdocio son escasas, por todas partes se ve a párrocos a cargo de tres, cuatro y hasta cinco parroquias; las matemáticas del Concilio y de la Misa nueva son lo menos misericordioso que pueda haber.)

Pero la quiebra es ante todo cualitativa desde los puntos de vista teológico, espiritual y moral. También el clero que existe y resiste es en gran medida herético o tolera la herejía y el error en tanto que se muestra intolerante con la Tradición, no reconociendo valor objetivo alguno al Magisterio de la Iglesia (sino a lo que resulta agradable), y vive de la improvisación teológica y dogmática, así como litúrgica y pastoral, basándolo todo en un relativismo doctrinal y moral acompañado de una caterva de cháchara y lemas vacíos y desabridos; y eso sin hablar del devastador, por no decir monstruoso, estado moral de buena parte del clero.

Cierto es que hay algunos movimientos que remedian un poco la situación: pero lo hacen a base, una vez más, de relativismo doctrinal, litúrgico (guitarras, panderetas, diversión, participación) y moral (el único pecado es oponerse a los dictados de esta sociedad: actualmente consiste en oponerse a la vacuna; todo lo demás está más o menos permitido). ¿Y esos movimientos siguen siendo católicos? ¿En qué medida y cuál es su calidad? Si analizáramos con precisión teológica y doctrinal su fidelidad, ¿cuántos aprobarían el examen?

Enseña la Iglesia que lex orandi, lex credendi. Y ciertamente la Lex orandi de los diecinueve siglos anteriores al Concilio Vaticano II y a la reforma litúrgica montiniana han creado una suerte de fe, una fe diferente en los cincuenta años siguientes. Y un nuevo tipo de católico.

«Por sus frutos los conoceréis» (Mt.7,16), enseñó el Fundador de la Iglesia. Ni más ni menos. Los frutos del fracaso total del modernismo (o, si se prefiere, para los más atentos e inteligentes, el triunfo de los verdaderos fines del modernismo), del Concilio y del postconcilio. ¿Dónde naufragó la propia hermenéutica de la continuidad? Junto con la misericordina, ha desembocado en la hermenéutica del odio.

En cambio, la Misa de siempre es precisamente la antítesis de todo esto. Es rompedora en su propagación, a pesar de la perpetua hostilidad y censura de los obispos; es santificante en su perfección; es atrayente por ser expresión de la inmutabilidad eterna, de la Iglesia de siempre, la teología, la espiritualidad, la liturgia y la moral de siempre. Se la ama porque es divina, sagrada y ordenada jerárquicamente; no es humana, democrática ni liberal-igualitaria. Divina y humana a la vez, como su Fundador en el día de la Última Cena.

Y la aman sobre todo los jóvenes, tanto los laicos como los que sienten atraídos por el sacerdocio. Mientras que los seminarios del nuevo rito (la lex orandi de Bergoglio) son antros de herejía, apostasía (y mejor no hablemos de otras cosas…), los seminarios del mundo de la Tradición están rebosantes de vocaciones, tantos masculinas como femeninas, en una continuidad imparable.

La explicación de esta innegable realidad se encuentra en la única Lex orandi de la Iglesia Católica. La que es querida por Dios, y aquella a la que ningún rebelde se puede sustraer.

Ahí está la raíz del odio. El consenso mundial y multigeneracional en cuanto al enemigo que estaba destinado a morir ante el fracaso de lo que tendría que haber aportado savia nueva pero se está secando y muriendo.

Porque falta la savia vital de la Gracia.

El odio a las muchachas arrodilladas tocadas con velo blanco y a las madres de varios hijos cubiertas de velo negro; a los hombres arrodillados en oración y recogimiento, quizás desgranando las cuentas de un rosario; a los sacerdotes con sotana y fieles a la doctrina y la espiritualidad de siempre; a las familias numerosas y serenas ante las dificultades de nuestra sociedad; odio a la fidelidad, la seriedad y la sed de sacralidad.

Es el odio a todo un mundo, cada vez más numeroso, que no ha caído –ni caerá– en la trampa humanista y mundialista del nuevo Pentecostés.

En el fondo, ese disparar a la desesperada no es otra cosa que un nuevo homicidio de Caín, envidioso de Abel. De hecho, en el rito nuevo se ofrece a Dios «el fruto de la tierra y del trabajo del hombre» (Caín); en cambio, en el de siempre «hanc immaculatam Hostiam» (el Cordero primogénito de Abel: Gén.4,2-4).

Caín vence siempre momentáneamente gracias a la violencia, pero luego sufre sin falta el castigo a su odio y su envidia. Abel muere brevemente, pero después vive por la eternidad en la sequela Christi.

¿Qué pasará ahora?

La pregunta es más interesante e inevitable de lo que parece, y lo es a varios niveles. No podemos conocer el futuro, pero sí podemos plantear por el momento algunos interrogantes.

¿Obedecerán todos los obispos?

No parece que vayan a hacerlo. Más allá de la gran mayoría, que lo harán de buena gana o porque participan del odio de su jefe (casi todos) o por temor a su futuro personal, pensamos que no serán pocos los que hagan frente a la ametralladora bergogliana, como se ve que está sucediendo ya en EE.UU. y Francia (no albergamos muchas esperanzas por los italianos, los más acobardados y acomodados, como siempre), bien porque en principio no sean hostiles, bien por amistad con algunas órdenes vinculadas a la Misa de siempre, bien quizá –¿es una esperanza infundada– por un arrebato de justo orgullo por la humillación –incluso grotesca– infligida por el documento de marras, que empieza afirmando que la concesión de permiso es competencia de ellos, y luego limita toda libertad de acción y sujeta a condiciones la más mínima posibilidad de elegir, ¡sino que cae en la fragrante contradicción de afirmar que en todo caso deben dirigirse a la Santa Sede!

¿Obedecerán en efecto ciegamente, o surgirán algunas arrugas que resquebrajen la estructura de odio?

¿Y qué pasará en el mundo tradicionalista?

Se va a armar una buena, como se diría familiarmente… Podría hasta haber golpes de efecto de proporciones históricas. Unos caerán, otros sobrevivirán, otros a lo mejor sacarán provecho (pero cuidado con las albóndigas envenenadas de los siervos del padre de la mentira). Confiemos en la Gracia divina para que los fieles no sólo sigan siendo fieles, sino que aumente su número.

Todo ello será confirmado ante todo por un aspecto que hasta ahora nadie ha señalado: el verdadero objetivo de esta guerra contra la sagrada liturgia católica que se arrastra desde hace varias décadas, y es además el verdadero objetivo de la creación ex nihilo (mejor dicho, diseñado en algún antro) del nuevo rito, es la disolución de la liturgia católica en sí, de toda forma de Santo Sacrificio, de la propia doctrina y la Iglesia misma en la amplia corriente mundialista de la religión universal, del Nuevo Orden Mundial. Conceptos como la Santísima Trinidad, la Cruz, el pecado original, el Bien y el mal entendidos en el sentido cristiano tradicional, la Encarnación, la Resurrección y por consiguiente la Redención, los privilegios marianos y la misma Madre de Dios Inmaculada Concepción, la Eucaristía y los Sacramentos, la moral cristiana con sus Diez Mandamientos y la doctrina del Magisterio universal (defensa de la vida, de la familia, de la recta sexualidad en todas sus formas, con todas las condenas consecuentes a la locura actual), son todas cosas que deben desaparecer en la religión universal monista futura.

Desde semejante perspectiva, la Misa de siempre es el primer elemento que debe desaparecer, por ser precisamente el baluarte inflexible de todo lo que se quiere hacer desaparecer, y por ser el principal obstáculo a toda forma de ecumenismo. Con el tiempo, ello supondrá inevitablemente una aproximación progresiva a liturgia sagrada de siempre por parte de las multitudes de fieles que todavía frecuentan el rito nuevo, quizás con sacerdotes que lo celebran con dignidad. Porque al fin y al cabo estos últimos se verán tarde o temprano en la encrucijada de decidir entre obedecer el mal y desobedecer para ser fieles al Bien. Tanto en la sociedad como en la Iglesia, al final la Revolución lo arrolla todo: a la larga se termina cayendo de un lado o de otro. Y eso tendrá como consecuencia que los buenos que ahora están confundidos terminen por buscar la Verdad y la Gracia.

O sea, la Misa de siempre.

Los que continúan sin plantearse estas cuestiones y siguen a esos obispos y párrocos, sepan que si quieren ser católicos de veras y beneficiarse verdaderamente del Cuerpo y la Sangre del Redentor… tienen los días contados. Muy pronto se van a ver obligados a tomar partido.

Hablemos ahora del problema central en esta situación: qué hacer ante una jerarquía que odia la Verdad, el Bien, la Belleza y la Tradición, y que combate la única Lex orandi verdadera para imponer otra que no agrada a Dios sino al príncipe de este mundo y a sus secuaces inspectores (en cierta forma, sus obispos)?

Es el problema fundamental de la obediencia, que también en el mundo de la Tradición se lleva a cabo muchas veces un juego sucio que con frecuencia no es fruto de una sincera búsqueda de lo mejor y de la verdad sino de guerras personales, que se han agravado con la brecha causada por el totalitarismo sanitario y el vacunismo.

La obediencia –y este es un error cuyas raíces más profundas están también en la Iglesia preconciliar– no es un fin. Es un medio de santificación. Por lo tanto, no es un valor absoluto, sino instrumental. Es un valor positivo cuando se ordena a Dios. En cambio, si se obedece a Satanás, a sus siervos, al error, a la apostasía, deja de ser un bien para convertirse en participación voluntaria en el mal.

Como la paz, ni más ni menos. La paz –diosa de la subversión actual– no es un fin, sino un instrumento del Bien y de la justicia cuando tiene por objeto crear una sociedad buena y justa. Si su finalidad es crear o promover una sociedad satánica, maligna, errada y subversiva, la supuesta paz se convierte en instrumento del Infierno.

No debemos agradar a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones (1 Tes.2,4). ¡Exactamente! Por eso, quienes obedecen a los hombres sabiendo que facilita el mal y obstaculiza el Bien, sean quienes sean, la jerarquía eclesiástica incluida sin faltar el Papa, se hace en realidad cómplice del mal, la mentira y el error.

Quien obedece en esas circunstancias desobedece a Dios, porque «el siervo no es mejor que amo» (Mt.10,24). Judas también era parte del colegio apostólico.

De lo contrario se incurre en hipocresía. Como si –por poner un ejemplo– un católico tradicionalista autoerigido en juez y dispensador de la seriedad ajena criticase abiertamente al actual pontífice por Amoris laetitia o por este último documento pero luego, en lo que respecta a la sumisión ¡incluso obligatoria! al vacunismo en sí y a la aceptación del empleo de líneas celulares humanas obtenidas a partir de víctimas de abortos voluntarios declarase para defenderse de la justa y obvia indignación general que obedece todo lo que ha dicho el Soberano Pontífice sobre la cuestión.

La conditio sine qua non de toda seriedad no está tanto en el tono utilizado (éste también es un aspecto importante pero en modo alguno primordial, y desde luego no deja de ser subjetivo), sino sobre todo en la coherencia de doctrina, ideas e intelecto al Bien y a la Verdad en su integridad, en todo aspecto y circunstancia. Es preciso entender si quien dirige a la Iglesia hoy en día quiere ser siervo fiel de Dios o siervo fiel del príncipe de este mundo. En la primera hipótesis, se le debe obediencia, y la obediencia es un medio de santificación. En la secunda, hay que sacar conclusiones. Evidentemente dentro del respeto a las normas codificadas de la Iglesia, de los hijos de la Iglesia y con buena educación y tono sereno. En todo caso, siempre se debe tener en cuenta las consecuencias: la primera preocupación tiene que ser seguir y defender siempre la verdad, no el repugnante servilismo obsequioso y escrupuloso, fruto podrido de un mal entendido tridentinismo. Ni el Papa ni la jerarquía pueden utilizarse como referentes de la verdad cuando parece conveniente dependiendo de los fines personales.

Vivimos los tiempos más decisivos de la historia de la humanidad y de la Iglesia. Todos los autores que han ofrecido sus comentarios en los últimos días nos invitan a la oración y la esperanza. Nosotros también lo haremos como es natural, con plena certeza de que cuanto está pasando en estos días, y en general desde febrero de 2020, es señal inequívoca de que se acerca el tiempo en que Dios intervendrá para salvar a su Cuerpo Místico y a la humanidad, así como el orden que Él mismo ha dado a la creación y a la convivencia humana, según la medida, las formas y los momentos que Él disponga.

Recemos, esperemos, velemos y alistémonos en el bando bueno. El enemigo nos ayuda a tomar partido: de hecho, es siempre el mismo en todas partes.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)

miércoles, 21 de julio de 2021

Editorial Rorate Caeli: Los obispos deben dispensar inmediatamente a sacerdotes y fieles de los horrores de Traditionis custodes

 ADELANTE LA FE

Aprobado por un doctor en derecho canónico

En Rorate Caeli apreciamos los edificantes y generosos consejos paternales y pastorales que nos brindan muchos prelados, en particular del ámbito de habla inglesa y francesa, que han respondido al horror de Tradicionis custodes. Expresamos nuestra más sincera gratitud a los buenos pastores como ellos que nos leen.

Cuando la ira y la tristeza tratan de abrirse paso en nuestro corazón y hacernos perder la calma, el actuar correcto y valeroso de esos pastores calma las aguas e impide que el enemigo gane territorio.

Son acciones escasas y aisladas. Necesitamos más cuanto antes.
Rogamos a todos los prelados de buena voluntad y todos los pastores que aman y cuidan de su grey, por el bien espiritual de todos los fieles, clero y laicos que desde hace años se benefician del inmenso tesoro espiritual y teológico del Misal Romano de 1962 que nos dispensen de las draconianas medidas dispuestas en Traditionis custodes.
La institución canónica de la dispensa cuenta con una sólida tradición en la historia del derecho canónico, y vigente actualmente en el canon 87 §1 del Código de 1983 [1]. Con relación al concepto de dispensa, Hans-Jurgen Guth ha escrito en los últimos años tratados sobre el derecho que concede la legislación a los obispos para objetar las decisiones del Sumo Pontífice, derecho conocido como ius remonstrandi o supplicatio [2].

Dado que el derecho a la Misa Tradicional está firmemente establecido en la tradición canónica por no haber sido jamás abrogado, los obispos pueden –y deben– ejercer inmediatamente el ius remonstrandi para impugnar semejante extralimitación.

Todos los grupos de fieles de la Misa Tradicional manifiestan los saludables frutos espirituales mencionados en Mt.7,16: familias que se quieren y llevan bien, asisten sin falta a Misa y reciben con frecuencia los sacramentos, la Penitencia y la Sagrada Comunión; seminaristas dedicados a la oración, el estudio y el servicio a la Iglesia; sacerdotes entregados a la cura de almas y religiosos consagrados plenamente en devoción sincera al Cordero de Dios.

Dicen que la Iglesia nunca actúa con precipitación. Pero no se puede decir lo mismo de la promulgación original del Novus Ordo (o de la prohibición de la Misa Tradicional) ni de la brusca promulgación de Traditionis custodes. Es preciso impugnarla con la misma celeridad.

Creemos que hay muchos prelados que sienten necesidad de un guía, esperan que uno de sus hermanos en el episcopado tome la iniciativa y dispense plenamente a los sacerdotes y los fieles de la observancia de Traditionis custodes para que su grey pueda proseguir tranquila el camino a la salvación sin que la molesten.

Os rogamos e imploramos que hoy mismo ejerzáis ese derecho.

[1]Can. 87 §1. El obispo diocesano, siempre que, a su juicio, ello redunde en bien espiritual de los fieles, puede dispensar a éstos de las leyes disciplinares, tanto universales como particulares, promulgadas para su territorio o para sus súbditos por la autoridad suprema de la Iglesia; pero no de las leyes procesales o penales, ni de aquellas cuya dispensa se reserva a la Sede Apostólica o a otra autoridad.

[2]Guth, Hans-Jurgen. “Ius Remonstrandi: A Bishop’s Right in Law to Protest”. Revue de droit canonique 2002, Volume 52, Number 1, pp. 153-65.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)

Elementos básicos para la sanación de la Iglesia después de Traditionis Custodes ( Por Gabriel Calvo Zarraute | 21 julio, 2021)

 INFOVATICANA


Introducción

Donde no hay teología y santidad se suple con ideología y demagogia que, inevitablemente, desembocan en el abandono de la noción clásica de autoridad[1], basada en la filosofía del ser y el derecho natural, para degenerar en la justificación del despotismo absolutista, ahora totalitarismo, propio del Estado moderno: «La autoridad, no la verdad, hace la ley»[2], escribía Hobbes. Así, es preciso resaltar los caminos que se han de recorrer por fuerza, con la finalidad de que se produzca la curación de la Iglesia de la herejía modernista, lo que conducirá a un renacimiento espiritual sólido, fecundo y duradero, capaz de ser la alternativa a la degradada civilización occidental que ha optado por su desaparición por vía de suicidio[3].

No se debe olvidar que, por grave que sea la situación actual, la Iglesia, como «Cuerpo Místico de Cristo»[4], posee en sí misma los anticuerpos necesarios y precisos para volver a ser resplandeciente en la verdad y belleza, atributos de Dios[5], que conforman su verdadero culto saturado de trascendencia. La Iglesia no es una obra humana, inmanente, sino que nace del Corazón traspasado de Nuestro Señor Jesucristo en la Cruz, en él mora, se alimenta y de Él recibe todo su ser. Este origen y conexión sobrenatural que la une al Esposo divino son los fundamentos de la esperanza cierta que anima a todo verdadero hijo suyo, e impiden que el dolor y la tristeza, por profundos y justificados que sean, se transformen en desánimo y pesimismo.

Necesidad de volver a la definición tradicional de verdad

Es necesario convencerse de que la ruina y destrucción de la Iglesia, particularmente desde 1965 aunque para analizar sus orígenes habría que remontarse a los inicios del siglo XX, no atañen solo a la fe, al campo de lo sobrenatural, sino que, atacan primariamente a la esfera natural de la razón. Bien lo diagnosticó el insigne Cornelio Fabro: «La crisis actual de la teología, y reflejamente de la Iglesia posconciliar, es de naturaleza metafísica»[6]. Puesto que, según Santo Tomás, creer es lo propio del intelecto[7], está claro que toda perturbación sustancial que afecte a este, inevitablemente, repercutirá también en la fe.

El fin propio de la inteligencia, en el que descansa, es la verdad, que Santo Tomás define magistralmente como «adaequatio rei ad intellectum»[8]: adecuación del entendimiento con la realidad. De este hacerse una misma cosa la inteligencia con lo real derivan, para el juicio humano, sus leyes inmutables: el principio de no contradicción, el de causalidad y el de finalidad. La dinámica del conocimiento que Santo Tomás puso claramente de manifiesto se origina y fundamenta en la apertura de la realidad extramental, en la apertura al ente.[9] Se podrían realizar numerosas consideraciones de naturaleza filosófica tocantes a este texto[10]; sin embargo, lo que a nosotros nos concierne en esta hora es, sencillamente, ratificar, frente a toda la confusión del pensamiento moderno, que el conocimiento se origina, como sostenía Aristóteles, del asombro al constatar que algo existe, no de la duda cartesiana de la memoria[11]. El conocimiento es apertura al ser y a sus leyes, que la inteligencia halla fuera de sí, no producción y posición de estos. La inteligencia está abierta al ente por naturaleza, y es relativa a él, del mismo modo que le sucede a la vista con los colores.

El descarrío del pensamiento moderno se explica, en último análisis, por la solución errónea que se da al problema de la relación que media entre el ser y el pensamiento, es decir, al problema de quien fundamenta a quien. De si es el primero el que fundamenta al segundo, o sea el pensamiento quien obedece y se conforma con la realidad o de si, como pretende el idealismo, sucede lo contrario[12].

Es cuanto puso en evidencia San Pío X, con gran profundidad teórica, en sus intervenciones contra el modernismo[13]. El mal radical que aqueja al individuo, y por extensión a la sociedad civil y a la sociedad eclesial se cifra en el individualismo, subjetivismo y sentimentalismo característicos de la Modernidad, como afirma Juan Fernando Segovia siguiendo la tesis de Zigmunt Bauman: «La tolerancia absoluta de todo y para todo, es el valor dominante. Lo único que no se tolera en tiempos posmodernos son las convicciones firmes, las que no se sujetan a consenso, pues la época liquida, no tolera lo sólido y lo vomita»[14].

Consecuentemente, la inteligencia renuncia a su poder de conocer las cosas como son en sí mismas, independientemente del espíritu que las piensa. Se priva del trampolín de la realidad, por ello se confiesa incapaz de elevarse hasta el Principio de la realidad, pero al exiliarse de la realidad, la inteligencia se repliega automáticamente sobre sí misma. No existiría para ella sino lo que en ella se manifiesta, no ya las cosas mismas, sino las ideas que se hace de las cosas. Así no está ya sujeta a lo real, ni al Principio de la realidad. La inteligencia no depende ya más que de sí misma, de su facultad de producir ideas, entidades infinitamente maleables, que están ya sometidas a su poder creador. Se trata del voluntarismo nominalista de Ockam: el mundo es lo que yo pienso del mundo[15].

Si no se reconoce el primer acto de la inteligencia en su apertura a lo real, si la inteligencia no acepta que la realidad constituya la norma de su actividad, entonces, se pone en discusión que la verdad es la conformidad del pensamiento con lo real[16]. El modernismo al divorciarse de lo real y del principio de la realidad sostiene que no puede seguir habiendo una sola verdad eterna y necesaria en el campo de la fe ni en el de la vida social y política[17]. Así, formas y categorías son producciones del pensamiento sobre las que este se enseñorea y de las cuales puede liberarse cuando lo desee. Continua el profesor Segovia: «Si la ética es la ciencia del bien y el bien es el fin al que tiende todo hombre, lo que apetece todo ser, no habiendo fin humano y no habiendo sujeto de actividad finalista, no hay ética. Y si no hay norma moral, no hay norma jurídica ni norma política. Esta es la inicial confusión que nos lleva a la idea del hombre en la posmodernidad»[18].

Urge más que nunca poseer ideas claras sobre lo que Hegel denomina el «comienzo» del pensamiento, sin tal claridad de fondo resulta imposible construir nada estable, nada perdurable, inmutable[19]. En aras del bien de la Iglesia y de la salvaguarda del orden natural, se debe remachar con fuerza y de todas las maneras posibles este punto tan esencial, adoptando la postura que sea obligada contra los desde hace más de cincuenta años minan impunemente el dogma, la verdad y la moral precisamente en su raíz, y ponen en ello las bases para la realización del proyecto satánico: «seréis como dioses, conocedores del bien y del mal»[20]. Julio Alvear profundiza: «Es a partir de la conciencia subjetiva del hombre que la Modernidad reivindica el derecho a pensar y creer lo que se quiera, lo que tiene siempre, directa o indirectamente, su punto de partida en la libertad moral autónoma e independiente»[21].

La herejía modernista parte del subjetivismo y vuelve a él destronando a Dios y sus dogmas inmutables poniendo al hombre en su lugar[22]. Puesto que la conciencia humana carece de toda conexión con cualquier cosa que la sobrepase, no podrá alcanzar a Dios sino en sí misma. Aceptar la revolución del pensamiento moderno significa, en el ámbito teológico, minar en su base la posibilidad de comprender la doctrina católica «eodem sensu eademque sententia», una obligación insoslayable para todo católico.

Lo cierto es que hay que volver a la definición tradicional de la verdad como «adecuación del entendimiento con la realidad», la conformidad del juicio con el ser extramental y sus leyes inmutables. Los dogmas suponen esta definición. No es una decisión arbitraria, sino por su misma naturaleza, por lo que nuestra inteligencia se adhiere al valor ontológico y a la necesidad absoluta de los primeros principios como leyes de la realidad. Solo así se podrá mantener la definición tradicional de la verdad que los dogmas presuponen. Esta razón, fuerte y humilde al mismo tiempo, es, con todas las consecuencias que se derivan de ella, «conditio sine qua non» para poder edificar sobre la roca de la eternidad, de la estabilidad, no sobre la arena de la temporalidad, del devenir, y no hay enemigo peor que quien lo niega o intenta disimularlo. He aquí el primer punto de partida irrenunciable para una verdadera reforma de la Iglesia.
Necesidad de volver al fundamento de la fe católica

La esencia del acto de fe estriba en la adhesión de la inteligencia a las verdades reveladas por Dios en virtud de Aquel que revela, de ahí que no se crea porque el contenido de la fe sea evidente, ni porque esté en consonancia con las aspiraciones y exigencias propias y del tiempo concreto, como postula el historicismo[23]. La razón formal de la fe es que Dios revela algo, un contenido intelectual, y que, a Él, que no puede engañarse ni engañarnos, se le debe el homenaje del intelecto. Las verdades fundamentales de la fe están por encima de la razón, aunque el mismo ejercicio de la razón colabora a su mejor conocimiento[24]. A este respecto escribe Eduardo Vadillo: «La objetividad de la fe hace referencia necesaria al realismo cognoscitivo: el hombre es capaz de conocer la verdad y expresarla. Si se niega el aspecto cognoscitivo de la fe, en realidad se sitúa la relación con Dios como algo ajeno al conocimiento»[25].

La revelación divina es transmitida e interpretada con nitidez por el Magisterio infalible de la Iglesia, al cual debemos asentir humilde y filialmente, tanto si se expresa en la forma ordinaria como si lo hace en la extraordinaria, siempre en continuidad con la Tradición, que, por definición, no puede ser dinámica, arbitraria, contradictoria[26]. Es imposible que la Iglesia se haya podido equivocar al enseñar una verdad y celebrar un venerable rito litúrgico durante siglos (en realidad, durante más de mil años, desde San Gregorio Magno[27]). O lo que equivale a lo mismo, al condenar un error y rechazar una liturgia protestantizada también durante siglos, como hizo con el sínodo jansenista de Pistoya en 1786[28]. Debido a este origen divino, la fe goza de una certeza que no alcanza a tener el conocimiento humano más evidente, una certeza que se debe, insistimos, a Aquel que se revela, no a la evidencia intrínseca de lo que revela. Y a causa, asimismo, de este origen divino, quien niegue un solo artículo de fe socava los fundamentos de la propia fe, como explica claramente Santo Tomás: «Quien no se adhiere a la enseñanza de la Iglesia como a regla infalible y divina (…) carece del hábito de la fe, pues acepta las verdades por motivos distintos de la fe. Está claro que quien se adhiere a la enseñanza de la Iglesia como a una regla infalible acepta todo lo que la Iglesia enseña. En caso contrario, si de cuanto enseña la Iglesia acepta o no acepta lo que quiere, no se adhiere a la enseñanza de la Iglesia como a una regla infalible, sino que sigue su voluntad»[29].

No cabe duda de que, respecto a la naturaleza estable de la verdad y de Aquel que revela, nadie, sea quien sea, puede arrogarse jamás en la Iglesia, la autoridad de enseñar algo distinto u opuesto a cuanto la Iglesia recibió de Nuestro Señor Jesucristo y ha transmitido a lo largo de los siglos[30]. San Vicente de Lerins respondía así a los que pudieran temer, ante tamaña afirmación, que no se diera jamás progreso dogmático alguno en la Iglesia: «Más se objetará: ¿no se dará, según eso, progreso alguno de la religión en la Iglesia de Cristo? […], pero para que tal, sea verdadero progreso de la fe, no una alteración de la misma, a saber: es propio del progreso que cada cosa se amplifique en sí misma, y propio de la alteración es que algo pase de ser una cosa a ser otra»[31].

El segundo punto de partida para resolver la crisis actual es devolver a la Iglesia su fecundidad apostólica desembarazándose de todas las posiciones que introducen una mutación respecto de las enseñanzas del Magisterio constante, ordinario o extraordinario[32]. El dogma ha conocido un gran desarrollo en la Iglesia, pero eso se ha debido a las potencialidades que le son intrínsecas, pues las circunstancias externas, como la amenaza de las herejías, nunca pasan de ser meros factores ocasionales[33]. Tal desarrollo ha consistido, en una penetración en la verdad revelada y acogida, extrayendo de ella, con ayuda de la razón rectamente entendida, todas las consecuencias lógicas. En cambio, lo que está sucediendo hoy, -piénsese, en la cuestión de la libertad religiosa confundida con el irenismo, el relativismo o el sincretismo- constituye un cambio originado por la acogida de la mayor parte de los católicos, incluida la jerarquía, de los principios axiales del pensamiento moderno[34]. En el caso en cuestión, el principio de la libertad irrestricta de conciencia, los pontífices lo condenaron repetidamente desde que surgió en el siglo XVIII con la Ilustración y prosiguió en el XIX con el liberalismo[35].

Frente a ello es menester volver a meditar, palabra por palabra, la doctrina que San Vicente de Lerins expresó con extraordinaria actualidad: «Por otra parte, si comienzan a mezclarse las cosas nuevas con las antiguas, las extrañas con las domésticas, las profanas con las sagradas, forzosamente se deslizará esta costumbre, cundiendo por todas partes, y al poco tiempo nada quedará intacto en la Iglesia, nada inviolado, nada íntegro, nada inmaculado, sino que al santuario de la verdad casta e incorrupta sucederá el lupanar de los errores torpes e impíos. La Iglesia de Cristo, en cambio, custodio solícito y diligente de los dogmas a ella encomendados, nada altera jamás en ellos, nada les quita, nada les añade, no amputa lo necesario, ni aglomera lo superfluo, no pierde lo suyo, ni usurpa lo ajeno. La Iglesia Católica en todo tiempo con los decretos de sus concilios, provocada por las novedades de los herejes, esto y nada más que esto: lo que había recibido de los antepasados en otro tiempo por sola tradición, lo transmite más tarde a los venideros también en documentos escritos, condensando en pocas letras una gran cantidad de cosas, y a veces, para mayor claridad de percepción, sellando con la propiedad de un nuevo vocablo el sentido no nuevo de la fe»[36].

Conclusión: abandonar el antropocentrismo moderno por el teocentrismo tradicional

Hay que reconocer que la solución de todos los problemas que afligen a la Iglesia y al mundo posmoderno se encuentra exclusivamente en la fidelidad incondicionada a cuanto la Iglesia nos ha transmitido sin alteraciones hasta hoy. Es decir, la recuperación de la Iglesia histórica, o, dicho de otro modo, de la Tradición como fidelidad a lo transmitido en la historia[37]. Solo así, con un acto de humilde y confiado abandono en Dios, desafiando todos los cálculos humanos, previsiones sociológicas y posibilismos políticos, será posible no solo la restauración, sino, además, la verdadera reforma de la Iglesia que lleve consigo toda esa vivacidad y dinamismo que sin duda necesita ahora más que nunca. No se tema repetir todo cuanto la Iglesia ha enseñado siempre, no importa que dichos principios les parezcan ayunos de sentido común a las cada vez más deformadas mentalidades modernas[38]. Es menester ser fieles a Nuestro Señor Jesucristo y a su Santa Iglesia, no al mundo moderno-posmoderno y sus expectativas[39]. La única obra verdadera de caridad que le podemos hacer a esta humanidad extraviada es la de ser fieles a la Tradición Católica, la de volver a enseñar sin miedo todo lo que se nos ha transmitido[40], apoyándose exclusivamente en la asistencia divina.

Antaño profetizaba Isaías: «Ay de aquellos que van a buscar socorro en Egipto, poniendo la esperanza en sus caballos, y confiando en sus muchos carros de guerra, y en su caballería, por ser muy fuerte, y no han puesto su confianza en el Santo de Israel, ni han recurrido al Señor. Pero he aquí lo que me ha dicho el Señor: de la manera que ruge el león sobre su presa, y por más que vaya contra él una cuadrilla de pastores no se acobarda a sus gritos, ni se aterrará por muchos que sean los que le acometan, así descenderá el Señor de los ejércitos para combatir sobre el monte Sión y sobre sus collados. Como un ave que revolotea en torno a su nido, del mismo modo amparará a Jerusalén el Señor de los ejércitos, la protegerá y la librará, pasando de un lado a otro, y la salvará»[41].

Sólo con el coraje de la fidelidad a lo que el mundo reputa como estulticia, ignorancia y fanatismo, pero que, por el contrario, resulta ser «fuerza y sabiduría de Dios»[42], será como se instaure el Reinado Social del Corazón de Jesús y no los sucedáneos que vienen resultando un fracaso estrepitoso y sin paliativos[43]. Frente a las terribles amenazas y las desoladoras realidades que tenemos a la vista en una Iglesia y un mundo cada vez en mayor estado de disolución, no hay más que un camino por recorrer: fe, más fe. «No temas, ten fe»[44]. Este acto de fe intrépida es lo único que podrá hacer resurgir a la Iglesia más bella y esplendente después de la terrible prueba final de la que nos habla el Catecismo de la Iglesia Católica[45] y que cada día se hace más palpable.

[1] Cf. Ana Isabel Clemente, La auctoritas romana, Dykinson, Madrid 2013, 43.

[2] Thomas Hobbes, Leviatán, Gredos, Madrid 2014, 93.

[3] Cf. Douglas Murray, La extraña muerte de Europa. Identidad, inmigración, islam, Edaf, Madrid 2019, 337; César Vidal, Un mundo que cambia. Patriotismo frente a la agenda globalista, TLM Editorial, Tenessee 2020, 216

[4] Cf. Pío XII, Mystici corporis, n. 11, 1943.

[5] Santo Tomás, Compendio de teología, lib. 2, cap. 9.

[6] Cornelio Fabro, La aventura de la teología progresista, EUNSA, Pamplona 1976, 317.

[7] Cf. S. Th., II-II, q. 2, a. 2.

[8] I Sent, d. XIX, q. 5, a. 1.

[9] De Ver, q. 1, a. 1.

[10] Cf. Francisco Canals, Sobre la esencia del conocimiento, PPU, Barcelona 1987, 256; Roger Verneaux, Epistemología general, Herder, Barcelona 2005, 119.

[11] Cf. Frederick Copleston, Historia de la filosofía, Ariel, Barcelona 2011, vol. I, t. I, 250.

[12] Cf. Santiago Cantera Montenegro, La crisis de Occidente. orígenes, actualidad y futuro, Sekotia, Madrid 2020, 183.

[13] Tanto en el campo filosófico y teológico con la encíclica Pascendi (1907) y el decreto Lamentabili (1907), como en el político con Notre charge apostolique (1910). Pues del mismo modo que el naturalismo en teología es el modernismo, el liberalismo no es más que el modernismo en política.

[14] Juan Fernando Segovia, «La ética posmoderna de los derechos humanos», en Verbo, n. 593-594, 226.

[15] Cf. Étienne Gilson, La filosofía de la Edad Media. Desde los orígenes patrísticos hasta el fin del siglo XIV, Gredos, Madrid 2017, 616-622.

[16] Cf. Antonio Millán-Puelles, Fundamentos de filosofía, Rialp, Madrid 468.

[17] Dominique Bourmaud, Cien años de modernismo. Genealogía del concilio Vaticano II, Ediciones Fundación San Pío X, Buenos Aires 2006, 318.

[18] Juan Fernando Segovia, «La ética posmoderna de los derechos humanos», en Verbo, n. 593-594, 219.

[19] Cf. Antonio Truyol y Serra, Historia de la Filosofía del Derecho y del Estado, Alianza, Madrid 2005, vol. 3, 142.

[20] Gn 3, 5.

[21] Julio Alvear, La libertad moderna de conciencia y de religión. El problema de su fundamento, Marcial Pons, Madrid 2013, 27.

[22] Cf. Reginald Garrigou-Lagrange, Las formulas dogmáticas. Su naturaleza y su valor, Herder, Barcelona 1965, 7; Ramón García de Haro, Historia teológica del modernismo, EUNSA, Pamplona 1982, 201; cf. Santiago Casas (Ed.), El modernismo a la vuelta de un siglo, EUNSA, Pamplona 2008, 311.

[23] Cf. Jesús García López, Escritos de antropología filosófica, EUNSA, Pamplona 2006, 56.

[24] Cf. Dom Columba Marmión, Jesucristo vida del alma, Editorial litúrgica, Barcelona 1960, 149.

[25] Eduardo Vadillo, Breve síntesis académica de teología, Instituto Teológico San Ildefonso, Toledo 2009, 166.

[26] Cf. Reginald Garrigou-Lagrange, El sentido común, la filosofía del ser y las fórmulas dogmáticas, Palabra, Madrid 1980, 369 y ss.

[27] Cf. Klaus Gamber, La reforma de la liturgia romana, Ediciones renovación, Madrid 1996, 22.

[28] Cf. Hubert Jedin, Manual de Historia de la Iglesia, Herder, Barcelona 1978, vol. VI, 759.

[29] S. Th, II-II, q. 5, a. 3.

[30] Cf. Isidro Gomá, Jesucristo Redentor, Casulleras, Barcelona 1944, 614.

[31] San Vicente de Lerins, Conmonitorio, cap. 23, 1-2.

[32] Cf. Rodrigo Menéndez Piñar, El obsequio religioso. El asentimiento al Magisterio no definitivo, Instituto Teológico San Ildefonso, Toledo 2020, 25.

[33] Cf. Francisco Marín-Sola, La evolución homogénea del dogma católico, BAC, Madrid 1952, 291.

[34] Cf. Victorino Rodríguez, Temas-clave de humanismo cristiano, Speiro, Madrid 1984, 129.

[35] Cf. Guillermo Devillers, Política cristiana, Estudios, Madrid 2014, 239.

[36] San Vicente de Lerins, Conmonitorio, cap. 32, 15-16.19.

[37] Cf. Juan Cruz, Filosofía de la Historia, EUNSA, Pamplona 2002, 93-94.

[38] Cf. Gabriele Kuby, La revolución sexual global. La destrucción e la libertad en nombre de la libertad, Didaskalos, Madrid 2017, 44.

[39] Cf. Douglas Murray, La masa enfurecida. Cómo las políticas de identidad llevaron al mundo a la locura, Península, Barcelona 2019, 341.

[40] «Os he transmitido lo que recibí» (1ª Cor 11, 23).

[41] Is 31, 1. 4-5.

[42] Cf. 1ª Cor, 1, 24.

[43] Cf. Jean Ousset, Para que Él reine. Catolicismo y política por un orden social cristiano, Speiro, Madrid 1972, 17.

[44] Mc 5, 36.

[45] CEC 675-677.

Comunicado oficial de la Fraternidad Sacerdotal de San Pedro en relación a la aparición de Traditionis Custodes

 SECRETUM MEUM MIHI

La Fraternidad Sacerdotal de San Pedro, la cual por estos días cumple 33 años de fundada, ha emitido hoy el siguiente comunicado en referencia a la publicación de Traditionis Custodes que abrogó el motu proprio Summorum Pontificum. Traducción de Secretum Meum Mihi (con adaptaciones).



Comunicado oficial de la Fraternidad Sacerdotal de San Pedro tras la publicación del Motu Proprio Traditionis Custodes

Friburgo, 20 de julio de 2021

La Fraternidad Sacerdotal de San Pedro, cuyo objetivo es la santificación de los sacerdotes mediante la fiel observancia de las tradiciones litúrgicas anteriores a la reforma implementada después del Concilio Vaticano II (cf. Constituciones n. 8), ha recibido con sorpresa el Motu Proprio Traditionis Custodes del Papa Francisco

Fundada y aprobada canónicamente según el Motu Proprio Ecclesia Dei Adflicta del Papa San Juan Pablo II del 2 de julio de 1988, la Fraternidad Sacerdotal de San Pedro siempre ha profesado su adhesión a todo el Magisterio de la Iglesia y su fidelidad al Romano Pontífice y a los sucesores de los Apóstoles, ejerciendo su ministerio bajo la responsabilidad de los obispos diocesanos. Refiriéndose en sus Constituciones a las enseñanzas del Concilio Vaticano II, la Fraternidad siempre ha buscado estar de acuerdo con lo que el Papa Emérito Benedicto XVI llamó en 2005: “la hermenéutica de la reforma en la continuidad de la Iglesia” (Discurso a la Curia Romana, 22 de diciembre de 2005).

Hoy, por tanto, la Fraternidad de San Pedro está profundamente entristecida por las razones dadas para limitar el uso del Misal del Papa San Juan XXIII, que está en el centro de su carisma. La Fraternidad no se reconoce de ninguna manera en las críticas hechas. Es sorprendente que no se mencione los muchos frutos visibles en los apostolados ligados al misal de San Juan XXIII y la alegría de los fieles por poder beneficiarse de esta forma litúrgica. Muchas personas han descubierto o regresado a la Fe gracias a esta liturgia. ¿Cómo no advertir, además, que las comunidades de fieles ligados a ella son a menudo jóvenes y florecientes, y que de ella han surgido muchas casas cristianas, sacerdotes o vocaciones religiosas?

En el contexto actual, queremos reafirmar nuestra fidelidad inquebrantable al sucesor de Pedro por un lado, y por el otro, nuestro deseo de permanecer fieles a nuestras Constituciones y carisma, continuando sirviendo a los fieles como lo hemos hecho desde nuestra fundación. Esperamos poder contar con la comprensión de los obispos, cuya autoridad siempre hemos respetado y con quienes siempre hemos colaborado lealmente.

Confiados en la intercesión de Nuestra Señora y de nuestro Patrón San Pedro, esperamos vivir esta prueba en fe y fidelidad.

NOTICIAS VARIAS 20 DE JULIO DE 2021



LA GACETA


GERMINANS GERMINABIT


El sombrero y la cabeza ( Juan Manuel de Prada)

Selección  por José Martí