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domingo, 5 de diciembre de 2021

Fumar mientras se reza y rezar mientras se fuma



Hace unos días, un lector recordaba en el blog el viejo chiste eclesiástico. Un dirigido espiritual (seglar o seminarista, según las versiones) le pregunta al director espiritual: ¿Padre, puedo fumar mientras rezo? “No, hijo mío”, le responde el sacerdote, escandalizado. “Eso sería una tremenda falta de respeto. Estás dirigiéndote a Dios todopoderoso y sería indigno que lo hicieras con un cigarrillo en los labios”. El dirigido se queda pensando sobre el asunto y, al día siguiente, le pregunta al sacerdote: “Padre, ¿puedo rezar mientras fumo?” “¡Por supuestísimo!”, le dice el clérigo con una gran sonrisa. “Todas las ocasiones son buenas para rezar. Reza siempre que fumes y te estarás ganando el cielo al hacerlo”.

El chiste, aunque ya sea muy conocido, tiene su gracia, pero lo que me sorprende es que, a menudo, se cuenta dando a entender que tiene una moraleja más o menos relativista: todo es según el color del cristal con que se mira, las cuestiones dependen de la forma en que se planteen, todos sabemos que da igual rezar fumando que fumar rezando, la hipocresía del director espiritual, etc.

Digo que me sorprende ese enfoque porque, si algo enseña el chistecillo es exactamente lo contrario. En efecto, lo que salta a la vista al contarlo es que las dos cosas de las que se habla, fumar y rezar, son cualitativamente distintas. Más aún, infinitamente distintas. De otro modo el chiste no tendría gracia. Basta sustituirlas por leer y respirar o por escuchar música y descansar, por ejemplo, y vemos que la historia pierde toda su gracia. Instintivamente sabemos que no se puede poner a Dios y a cualquier otra cosa en el mismo plano, mientras que ninguno de nosotros encontraría una diferencia sustancial entre descansar mientras se escucha música y escuchar música mientras se descansa. En cambio, cuando se trata de hablar con Dios, hay algo que no cuadra y crea la extrañeza en la que se basa el chiste.

De hecho, se podría decir que la gracia del chiste viene ni más ni menos que del primer mandamiento. Del mismo modo que Dios está a una infinita distancia del hombre y de cualquier otra cosa, el primer mandamiento está a infinita distancia del segundo, que se refiere al amor a los demás y a uno mismo. Dios no puede ocupar un lugar en nuestra vida al lado de otras muchas cosas y comparable al de ellas, aunque sean buenas. Dios está en otro plano y, más que ocupar un lugar en nuestra vida, lo cierto es lo contrario: en Él vivimos, nos movemos y existimos.

En ese sentido, absolutamente todo lo que hacemos debemos hacerlo para gloria de Dios (que en la anécdota aparece como rezar mientras se fuma). Todo lo que hagáis, sea de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias al Dios Padre por medio de Él. Y, al revés, absolutamente nada de lo que podamos hacer debe anteponerse o igualarse a Dios, porque eso sería quitarle la gloria. Solo a Dios le corresponde todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos. De ahí la diferencia de rezar mientras se fuma y fumar mientras se reza: en la primera opción todo, incluido el fumar, se usa para la gloria de Dios, mientras que en la segunda se pone a Dios al mismo nivel que las cosas de este mundo, como el fumar.

Me alegré de que el lector hiciera referencia al chistecillo, porque estamos muy necesitados de que nos recuerden el primer mandamiento y su centralidad. En este blog hemos advertido contra muchos de los errores que podemos encontrar hoy entre gran parte de los católicos, a veces muy graves, pero sin duda el peor y el que causa todos los demás es el olvido de la primacía absoluta de Dios.

En una tendencia que viene de lejos y que se ha acelerado en este último siglo. Se va transformando el cristianismo teocéntrico en un “cristianismo” antropocéntrico, en el que sigue hablándose de Dios, pero más bien como decorado, excusa o justificación para lo que verdaderamente importa, que es el ser humano y todo lo relacionado con él. Así, casi se ha perdido por completo el sentido de la majestad de Dios, de su infinita distancia al ser humano, de la inefabilidad de sus designios y la inapelabilidad de sus juicios. A los católicos les avergüenza hablar del temor de Dios, de su justicia o de la diferencia esencial entre el catolicismo y cualquier otra religión, porque todas esas cosas muestran esa misma distancia infinita entre Dios y el hombre. De alguna forma, en la catequesis, en la predicación y en buena parte de lo que se dice en la Iglesia, se da a entender que Dios está ahí para hacernos felices, en lugar de decir la verdad, que es que nosotros estamos aquí para alabar a Dios y hacer su voluntad. Ciertamente, eso nos hará felices, gracias a Dios, pero el importante es Él, no nosotros.

El problema es que, como decía, Dios no puede estar en el mismo plano que otras cosas y, si intentamos que así sea, si intentamos crear un cristianismo en que el primer y el segundo mandamiento son intercambiables o, peor aún, el único que importa en la práctica es el segundo, lo que sucede es que Dios se va, desaparece, aunque permanezcan las referencias a Él más o menos rutinarias o vergonzantes. Igual que no se puede introducir una pieza redonda en un hueco cuadrado, no se puede colocar a Dios eterno, infinito y todopoderoso en un huequecito limitado y finito de nuestra vida al lado de otros muchos huequecitos similares.

Por eso no entendemos nada, ni atraemos a nadie, ni tenemos vocaciones de consagración a Dios, ni los católicos asumen la moral católica, ni entendemos la indisolubilidad del matrimonio, la castidad o el valor del sufrimiento, ni soportamos la idea misma del infierno, ni nos distinguimos en nada de los paganos, ni podemos evitar que los católicos sigan apostatando por millones, porque lo cierto es que en la práctica nos hemos olvidado de Dios y un cristianismo secularizado solo sirve para echarlo fuera y que lo pisen las gentes.

Bruno Moreno