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miércoles, 19 de agosto de 2020

La burda ingenuidad de la diplomacia vaticana



En el último verano del 2019, en medio de las protestas del pueblo de Hong Kong contra las graves violaciones de los derechos civiles y políticos practicados por la administración local bajo el mando del gobierno central de Pequín, la Santa Sede dispuso que se transfiriera a Filipinas la documentación reservada a la Nunciatura Apostólica de Hong Kong. Ahora bien, estos documentos llegaron a Roma, donde fueron guardados en el Archivo Apostólico. 

Correspondencia Romana ha seguido en estos meses el caso Hong Kong y los lectores son conscientes de las graves implicaciones que en materia de política exterior están vinculadas al mismo y que ahora suscita inquietantes preguntas respecto a la responsabilidad moral de la política diplomática vaticana bajo la conducción del Pontífice Bergoglio.

Hagamos un breve resumen: en el año 1997, como resultado de un acuerdo de derecho internacional, el Reino Unido renunció a la soberanía multisecular sobre la colonia china de Hong Kong, que volvió a formar parte de la República Popular China.

Sin embargo, bien consciente de la naturaleza expresamente totalitaria y antidemocrática del régimen comunista de Pequín, los gobernantes británicos, bajo la fuerte presión de la opinión pública china de Hong Kong, aterrorizada por la perspectiva de perder sus derechos civiles y políticos fundamentales, impusieron, en el tratado con la República Popular China, un “estatus” jurídico especial a la ciudad de Hong Kong.

A través de la llamada “Basic Law” fue introducida una suerte de mini-Constitución con la cual el régimen comunista de Pequín reconocía a los ciudadanos de Hong Kong el disfrute del Estado de Derecho liberal de acuerdo con el modelo de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre de la ONU, en síntesis las libertades fundamentales de pensamiento, de asociación, de prensa, de religión, de derecho de voto en un esquema de multipartidismo, aunque sujetas a restricciones policialescas.

El tratado anglo-chino de 1997 dio vida al llamado modelo “Un País, dos sistemas”, en el cual los ciudadanos de Hong Kong – a diferencia de los compatriotas chinos residentes en el resto del territorio de la República Popular – pudieron continuar gozando, aunque con fuertes limitaciones, de los principios fundamentales de libertad reconocidos universalmente por la comunidad internacional a través de los tratados de la ONU, en particular el Pacto Internacional de 1966 sobre los derechos civiles y políticos para la aplicación de la Declaración de los Derechos del Hombre de 1947.

Naturalmente, como era previsible, por causa de la intrínseca naturaleza brutalmente antidemocrática, totalitaria, atea, del criminal régimen comunista de Xi Jinping, la República Popular China no mantuvo sus compromisos de derecho internacional: en estos meses el Gobierno de Pequín desmanteló progresiva y violentamente este simulacro de libertad y de respeto a los derechos humanos de los ciudadanos de Hong Kong, llegando finalmente a someterlos a la infame “National Security Law”, el brutal sistema legislativo en el que se basa el estado policial que rige en China desde el deshumano régimen comunista de Mao Tse Tung.

La National Security Law de hecho prevé toda una serie capciosa, errónea e improbable de tipos delitos que se insertan sin duda en la categoría de “delitos de opinión”, instrumentos odiosos de persecución penal siempre adoptados en la historia por los regímenes totalitarios y dictatoriales del siglo XX, como el Tercer Reich, la URSS y los gobiernos comunistas de todo el mundo: alta traición, secesión, sedición, subversión contra el gobierno popular central, robo de secretos de Estado, prohibición de organizaciones políticas dirigidas por extranjeros o relacionadas con organizaciones o entidades extrajeras.

El último apriete llegó con el anuncio de la gobernadora de Hong Kong, el viernes último, comunicando que las elecciones para el Consejo Legislativo -el parlamento local- previstas para el próximo 6 de septiembre, estaban suspendidas por un año.

Existe un consenso en la evaluación de los analistas de relaciones internacionales, de los juristas de derecho internacional, de los politólogos y de las instituciones políticas y humanitarias: como afirma Sophie Richardson, responsable de las actividades de Human Rights Watch en China estamos frente a “una violación de los derechos fundamentales a la libertad de expresión y a la participación libre en elecciones garantizadas por la Convención internacional de derechos civiles y políticos, que está incorporada a la legislación de Hong Kong a través de la Basic Law”.

Ahora bien, en este panorama de “nueva Guerra Fría” se inserta la precipitada decisión del Vaticano de transferir a Roma toda la documentación de la Nunciatura de Hong Kong, debido al temor de que fuera decomisada por los militares y los servicios de inteligencia chinos, como afirma el generalmente prudente pero siempre bien informado periodista del Corrie.

Los presuntos y repetidos ataques hacker por parte de la República Popular China a la Santa Sede y, en particular, a la Nunciatura de Hong Kong, confirman los temores de la Santa Sede respecto a la fiabilidad de la política internacional de un régimen que, como el de Pequín, nunca ha hecho misterio respecto a su odio por toda forma de creencia religiosa y cuya meta de acción política es el de la asimilación cultural de la libertad de religión del individuo al primado del pensamiento único de la ideología atea del Partido Comunista, tal como, por lo demás, está expresamente previsto en la delirante Constitución china.

Con el advenimiento del Pontificado del Papa Bergoglio la diplomacia del Vaticano dio un giro histórico, con vistas a un acercamiento– podríamos decir un “diálogo” según el confuso y vulgar lenguaje progresista massmediatico – que el 22 de septiembre de 2018 condujo formalmente a un acuerdo mantenido en secreto durante dos años por expresa decisión de la Cancillería china.

Acuerdo que, en la perspectiva de establecer relaciones diplomáticas entre la Santa Sede y la República Popular China y obtener el reconocimiento del Papa como jefe universal de la Iglesia Católica, obtuvo en realidad el desastroso resultado de otorgar de hecho al gobierno de Pequín el poder de nombrar Obispos y una siempre cada vez mayor soberanía respecto a la gestión de la Iglesia católica fiel a Roma.

El Pontífice fue expresamente acusado por el Cardenal emérito de Hong Kong, Joseph Zen, perseguido durante décadas por el régimen comunista, de «vender a los católicos chinos».

En este último año la diplomacia vaticana ha mantenido obstinadamente una línea de conducta con relación al régimen comunista de Pequín inspirada en el understatement y el appeasement – si queremos utilizar eufemismos – a efectos de obtener la confirmación del acuerdo del 2018.

Se ha definido una diplomacia del Coronavirus -impregnada de formales como también cínicos intercambios de cortesía con la cancillería china– que deliberada y groseramente ha ignorado todas las voces de protesta contra las gravísimas violaciones de los derechos humanos perpetrados por Pequín con relación a sus mismos ciudadanos. Diplomacia que ahora tiene que hacer las cuentas con un régimen por su propia naturaleza feroz, inhumano y ateo, en antítesis axiológica con la enseñanza evangélica del Padre.

La violencia, los arrestos, las reformas antidemocráticas en Hong Kong; la deportación y la masacre de la minoría musulmana uigur, la política militar expansionista y la proclamada voluntad de ocupación del Estado Soberano de Taiwán en declarada violación de las normas fundamentales del Estatuto de la ONU; las persecuciones a la libertad religiosa de los católicos y de los cristianos que no quieren doblegar la cabeza a la arrogante e intolerante violencia del régimen comunista, el Laogai o campos de concentración en los cuales la persona humana es alienada en su dignidad de hijo de Dios; todos signos frente a los cuales la desconcertante pobreza cultural e intelectual del medio diplomático, adepto del problemático actuar político del Pontífice, muestra todo el dramático malestar de una Iglesia sin maestro en una gran tempestad. 

Luca Della Torre