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sábado, 20 de octubre de 2018

San Pedro de Alcántara


Era 1494 cuando en la Extremadura Alta, en la villa de Alcántara, nacía del gobernador don Pedro Garabito y de la noble señora doña Maria Villela de Sanabria un varón cuya vida había de ser un continuo milagro y un mensaje espiritual de Dios a los hombres, porque no iba a ser otra cosa sino una potente encarnación del espíritu en cuanto ello lo sufre la humana naturaleza. Ocurrió cuando España entera vibraba hasta la entraña por la fuerza del movimiento contrarreformista. Era el tiempo de los grandes reyes, de los grandes teólogos, de los grandes santos. En el cielo de la Iglesia española y universal fulgían con luz propia Ignacio, Teresa, Francisco de Borja, Juan de la Cruz, Francisco Solano, Javier… Entre ellos el Santo de Alcántara había de brillar con potente e indiscutible luz.

(mercaba.org)– Había de ser santo franciscano. La liturgia de los franciscanos, en su fiesta, nos dice que, si bien “el Seráfico Padre estaba ya muerto, parecía como si en realidad estuviese vivo, por cuanto nos dejó copia de sí en Pedro, al cual constituyó defensor de su casa y caminó por todas las vías de su padre, sin declinar a la derecha ni hacia la izquierda”, Todo el que haya sentido alguna vez curiosidad por la historia de la Orden de San Francisco se encontrará con un fenómeno digno de ponderación, que apenas halla par en la historia de la Iglesia: iluminado por Dios, se apoderó el Santo de Asís del espíritu del Evangelio y lo plasmó en una altísima regla de vida que, en consecuencia, se convierte en heroísmo. Este evangelio puro, a la letra, es la cumbre de la espiritualidad cristiana y hace de los hombres otros tantos Cristos, otros tantos estigmatizados interiores; pero choca también con la realidad de la concupiscencia y pone al hombre en un constante estado de tensión, donde las tendencias hacia el amor que se crucifica y hacia la carne que reclama su imperio luchan en toda su desnuda crudeza. Por eso ya en la vida de San Francisco se observa que su ideal, de extraordinaria potencia de atracción de almas sedientas de santidad, choca con las debilidades humanas de quienes lo abrazan. Y las almas, a veces, ceden en puntos de perfección, masivamente, en grandes grupos, y parece, sin embargo, como si el espíritu del fundador hubiese dejado en ellas una simiente de perpetuo descontento, una tremenda ansia de superación, y constantemente, apenas la llama del espíritu ha comenzado a flaquear, se levanta el espíritu hecho llama en otro hombre y comienza un movimiento de reforma. Nuestro Santo fue, de todos esos hombres, el más audaz, el más potente y el más avanzado. Su significación es, por tanto, doble: es reformador de la Orden y, a través de ella, de la Iglesia universal.

San Francisco entendió la santidad como una identificación perfecta con Cristo crucificado y trazó un camino para ir a Él. El itinerario comienza por una intuición del Verbo encarnado que muere en cruz por amor nuestro, moviendo al hombre a penitencia de sus culpas y arrastrándole a una estrecha imitación. Así introduce al alma en una total pobreza y renuncia de este mundo, en el que vivirá sin apego a criatura alguna, como extranjera y peregrina; de aquí la llevará a desear el oprobio y menosprecio de los hombres, será humilde; de aquí, despojada ya de todo obstáculo, a una entrega total al prójimo, en purísima caridad fraterna. Ya en este punto el hombre encuentra realizada una triple muerte a si mismo: en el deseo de la posesión y del goce, en la propia estima, en el propio amor. Entonces ha logrado la perfecta identificación con el Cristo de la cruz. Esto, en San Francisco, floreció en llagas, impresas por divinas manos en el monte de la Verna. Y, cuando el hombre se ha configurado así con el Redentor, su vida adquiere una plenitud insospechada de carácter redentivo, completando en sí los padecimientos de Cristo por su Iglesia: se hace alma victima y corredentora por su perfecta inmolación. Cuando el alma se ha unido así con Cristo ha encontrado la paz interior consumada en el amor y sus ojos purificados contemplan la hermosura de Dios en lo creado: queda internamente edificada en sencilla simplicidad: vive una perpetua y perfecta alegría, que es sonrisa de cruz. Es franciscana.

Por estos caminos, sin declinar, iba a correr nuestro Santo de Alcántara. Nos encontramos frente a una destacada personalidad religiosa, en la que no sabemos si admirar más los valores humanos fundamentales o los sobrenaturales añadidos por la gracia. San Pedro fue hombre de mediana estatura, bien parecido y proporcionado en todos sus miembros, varonilmente gracioso en el rostro, afable y cortés en la conversación, nunca demasiada; de exquisito trato social. Su memoria fue extraordinaria, llegando a dominar toda la Biblia; ingenio agudo, inteligencia despejada y una voluntad férrea ante la cual no existían los imposibles y que hermanaba perfectamente con una extrema sensibilidad y ternura hacia los dolores del prójimo. Es de considerar cómo, a pesar de su extrema dureza, atraía de manera irresistible a las almas y las empujaba por donde quería, sin que nadie pudiese escapar a su influencia. Cuando la penitencia le hubo consumido hasta secarle las carnes, en forma de parecer según testimonio de quienes le trataron­ un esqueleto recién salido del sepulcro: cuando la mortificación le impedía mirar a nadie cara a cara, emanaba de él, no obstante, una dulzura, una fuerza interior tal, que inmediatamente se imponía a quien le trataba, subyugándole y conduciéndole a placer.

Sus padres cuidaron esmeradamente de su formación intelectual. Estudió gramática en Alcántara y debía de tener once o doce años cuando marchó a Salamanca. Allí cursó la filosofía y comenzó el derecho. A los quince años había ya hecho el primero de leyes. Tornó a su villa natal en vacaciones, y entonces coincidieron las dudas sobre la elección de estado con un periodo de tentaciones intensas. Un día el joven vio pasar ante su puerta unos franciscanos descalzos y marchó tras ellos, escapándose de casa apenas cumplidos los dieciséis años y tomando el hábito en el convento de los Majarretes, junto a Valencia de Alcántara, en la raya portuguesa, año de 1515.

Fray Juan de Guadalupe había fundado en 1494 una reforma de la Orden conocida comúnmente con el nombre de la de los descalzos. Esta reforma pasó tiempos angustiosos, combatida por todas partes, autorizada y suprimida varias veces por los Papas, hasta que logró estabilizarse en 1515 con el nombre de Custodia de Extremadura y más tarde provincia descalza de San Gabriel. Exactamente el año en que San Pedro tomó el santo hábito.

La vida franciscana de éste fue precedida por larga preparación. Desde luego que nos enfrentamos con un individuo extraordinario. De él puede decirse con exactitud que Dios le poseyó desde el principio de sus vías. A los siete años de edad era ya su oración continua; su modestia, sin par. En Salamanca daba su comida de limosna, servía a los enfermos, y era tal la modestia de su continente que, cuando los estudiantes resbalaban en conversaciones no limpias y le veían llegar, se decían: “El de Alcántara viene, mudemos de plática”.

Claro está que solamente la entrada en religión, y precisamente en los descalzos, podía permitir que la acción del espíritu se explayase en su alma. Cuando San Pedro, después de haber pasado milagrosamente el río Tiétar, llamó a la puerta del convento de los Majarretes, encontró allí hombres verdaderamente santos, probados en mil tribulaciones por la observancia de su ideal altísimo, pero pronto les superó a todos. En él estaba manifiestamente el dedo de Dios.

Apenas entrado en el noviciado se entregó absolutamente a la acción de la divina gracia. Fue nuestro Santo ardiente amador y su vida se polarizó en torno a Dios, con exclusión de cualquier cosa que pudiese estorbarlo. El misterio de la Santísima Trinidad, donde Dios se revela viviente y fecundo; la encarnación del Verbo y la pasión de Cristo; la Virgen concebida sin mancha de pecado original, eran misterios que atraían con fuerza irresistible sus impulsos interiores. Ya desde el principio más bien pareció ángel que hombre, pues vivía en continua oración. Dios le arrebataba de tal forma que muchas veces durante toda su vida se le vio elevarse en el aire sobre los más altos árboles, permanecer sin sentido, atravesar los ríos andando sin darse cuenta por encima de sus aguas, absorto en el ininterrumpida coloquio interior. Como consecuencia que parece natural, ya desde el principio se manifestó hombre totalmente muerto al mundo y al uso de los sentidos. Nunca miró a nadie a la cara. Sólo conocía a los que le trataban por la voz; ignoraba los techos de las casas donde vivía, la situación de las habitaciones, los árboles del huerto. A veces caminaba muchas horas con los ojos completamente cerrados y tomaba a tientas la pobre refacción.

Gustaba tener huertos en los conventos donde poder salir en las noches a contemplar el cielo estrellado, y la contemplación de las criaturas fue siempre para su alma escala conductora a Dios.

Como es lógico, esta invasión divina respondía a la generosidad con que San Pedro se abrazara a la pobreza real y a la cruz de una increíble mortificación. Esta fue tanta que ha pasado a calificarle como portento, y de los más raros, en la Iglesia de Cristo. Ciertamente parece de carácter milagroso y no se explica sin una especial intervención divina.

Si en la mortificación de la vista había llegado, cual declaró a Santa Teresa, al extremo de que igual le diera ver que no ver, tener los ojos cerrados que abiertos, es casi increíble el que durante cuarenta años sólo durmiera hora y media cada día, y eso sentado en el suelo, acurrucado en la pequeña celda donde no cabía estirado ni de pie, y apoyada la cabeza en un madero. Comía, de tres en tres días solamente, pan negro y duro, hierbas amargas y rara vez legumbres nauseabundas, de rodillas; en ocasiones pasaba seis u ocho días sin probar alimento, sin que nadie pudiese evitarlo, pues, si querían regalarle de forma que no lo pudiese huir, eran luego sus penitencias tan duras que preferían no dar ocasión a ellas y le dejaban en paz .

Llevó muchísimos años un cilicio de hoja de lata a modo de armadura con puntas vueltas hacia la carne. El aspecto de su cuerpo, para quienes le vieron desnudo, era fantástico: tenia piel y huesos solamente; el cilicio descubría en algunas partes el hueso y lo restante de la piel era azotado sin piedad dos veces por día, hasta sangrar y supurar en úlceras horrendas que no había modo de curar, cayéndole muchas veces la sangre hasta los pies. Se cubría con el sayal más remendado que encontraba; llevaba unos paños menores que, con el sayal, constituían áspero cilicio. El hábito era estrecho y en invierno le acompañaba un manto que no llegaba a cubrir las rodillas. Como solamente tenía uno, se veía obligado a desnudarse para lavarlo, a escondidas, y tornaba o ponérselo, muchas veces helado, apenas lo terminaba de lavar y se había escurrido un tanto. Cuando no podía estar en la celda por el rigor del frío solía calentarse poniéndose desnudo en la corriente helada que iba de la puerta a la ventana abiertas; luego las cerraba poco a poco, y, finalmente, se ponía el hábito y amonestaba al hermano asno para que no se quejase con tanto regalo y no le impidiese la oración.

Su aspecto exterior era impresionante, de forma que predicaba solamente con él: la cara esquelética; los ojos de fulgor intenso, capaces de descubrir los secretos mas íntimos del corazón, siempre bajos o cerrados; la cabeza quemada por el sol y el hielo, llena de ampollas y de golpes que se daba por no mirar cuando pasaba por puertas bajas, de forma que a menudo le iba escurriendo la sangre por la faz; los pies siempre descalzos, partidos y llagados por no ver dónde los asentaba y no cuidarse de las zarzas y piedras de los caminos.

San Pedro era victima del amor de Dios más ardiente y su cuerpo no había florecido en cinco llagas como San Francisco, sino que se había convertido en una sola, pura, inmensa. Su vida entera fue una continua crucifixión, llenando en esta inmolación de amor por las almas las exigencias mas entrañables del ideal franciscano.

No es de extrañar, claro está, que su vista no repeliese. Juntaba al duro aspecto externo una suavidad tal, un profundo sentido de humana ternura y comprensión hacia el prójimo, una afabilidad, cortesía de modales y un tal ardor de caridad fraterna que atraía irresistiblemente a los demás, de cualquier clase y condición que fuesen. Es que el Santo era todo fuerza de amor y potencia de espíritu. Aborrecía los cumplimientos, pero era cuidadoso de las formas sociales y cultivaba intensamente la amistad. Tuvo íntima relación con los grandes santos de su época: San Francisco de Borja, quien llamaba “su paraíso” al convento de El Pedroso donde el Santo comenzó su reforma; el Beato Juan de Ribera, Santa Teresa de Jesús, a quien ayudó eficazmente en la reforma carmelitana y a cuyo espíritu dio aprobación definitiva. Acudieron a el reyes, obispos y grandes. Carlos V y su hija Juana le solicitaron como confesor, negándose. a ello por humildad y por desagradarle el género de vida consiguiente. Los reyes de Portugal fueron muy devotos suyos y le ayudaron muchas veces en sus trabajos. A todos imponía su espíritu noble y ardiente, su conocimiento del mundo y de las almas, su caridad no fingida.

Secuela de todo esto fue la eficacia de su intenso apostolado. San Pedro de Alcántara es un auténtico santo franciscano y su vida lo menos parecido posible a la de un cenobita. Como vivía para Dios completamente no le hacía el menor daño el contacto con el mundo. A pesar de ello le asaltaron con frecuencia graves tentaciones de impureza, que remediaba en forma simple y eficaz: azotarse hasta derramar sangre, sumergirse en estanques de agua helada, revolcarse entre zarzas y espinas. Desde los veinticinco años, en que por obediencia le hacen superior, estuvo constantemente en viajes apostólicos. Su predicación era sencilla, evangélica, más de ejemplo que de palabra. En el confesonario pasaba horas incontables y poseía el don de mover los corazones más empedernidos. Fue extraordinario como director espiritual; ya que penetraba el interior de las almas con seguro tino y prudencia exquisita: así fue solicitado en consejo por toda clase de hambres y mujeres, lo mismo gente sencilla de pueblo que nobles y reyes; igual teólogos y predicadores que monjas simples y vulgo ignorante. Amó a los niños y era amado por ellos, llegando a instalar en El Pedroso una escuela donde enseñarles. Predicó constantemente la paz y la procuró eficazmente entre los hombres.

Dios confirmó todo esto con abundancia de milagros: innumerables veces pasó los ríos a pie enjuto; dio de comer prodigiosamente a los religiosos necesitados; curó enfermos; profetizó; plantó su báculo en tierra y se desarrolló en una higuera que aún hoy se conserva; atravesó tempestades sin que la lluvia calara sus vestidos, y en una de nieve ésta le respetó hasta el punto de formar a su alrededor una especie de tienda blanca. Y sobre todas estas cosas el auténtico milagro de su penitencia.

Aún, sin embargo, nos falta conocer el aspecto más original del Santo: su espíritu reformador. No solamente ayuda mucho a Santa Teresa para implantar la reforma carmelitana; no se contenta con ayudar a un religioso a la fundación de una provincia franciscana reformada en Portugal, sino que él mismo funda con licencia pontificia la provincia de San José, que produjo a la Iglesia mártires, beatos y santos de primera talla. Si bien él mismo había tomado el hábito en una provincia franciscana austera, la de San Gabriel, quiso elevar la pobreza y austeridad a una mayor perfección, mediante leyes a propósito y, sobre todo, deseó extender por todo el mundo el genuino espíritu franciscano que llevaba en las venas, cosa que, por azares históricos, estaba prohibido a la dicha provincia de San Gabriel, que sólo podía mantener un limitado número de conventos. Con muchas contradicciones dio comienzo a su obra en 1556, en el convento de El Pedroso, y pronto la vio extendida a Galicia, Castilla, Valencia; más tarde China, Filipinas, América. Los alcantarinos eran proverbio de santidad entre el pueblo y los doctos por su vida maravillosamente penitentes. Dice un biógrafo que vivían en sus conventos diminutos, desprovistos de toda comodidad­ una vida que más bien tenía visos de muerte. Cocinaban una vez por semana, y aquel potaje se hacía insufrible al mejor estómago. Sus celdas parecían sepulcros. La oración era sin límites, igual que las penitencias corporales. Y si bien es cierto que las constituciones dadas por el Santo son muy moderadas en cuanto a esto, sin exigir mucho más allá que las demás reformas franciscanas conocidas, no se puede dudar que su poderoso espíritu dejó en sus seguidores una imborrable huella y un extremo de imitación. Y es sorprendente el genuino espíritu franciscano que les comunicó, ya que tal penitencia no les distanciaba del pueblo, antes los unía más a él. Construían los conventos junto a pueblos y ciudades, mezclándose con la gente a través del desempeño del ministerio sacerdotal, en la ayuda a los párrocos, enseñanza a los niños, siempre afables y corteses, penitentes y profundamente humanos. El 18 de octubre de 1562 murió en el convento de Arenas.

Denunciante habla por tercera vez



El arzobispo Viganò – quien acusó al papa Francisco en agosto de haber encubierto el caso McCarrick – ha publicado un tercer texto.

Es una respuesta a la carta abierta del cardenal Ouellet, y fue publicada el 19 de octubre en el blog de MarcoTosatti.com.

Viganò reafirma puntos claves de su primer testimonio, por ejemplo, que Benedicto impuso restricciones a McCarrick. Sin embargo, Francisco le dio nuevas responsabilidades a McCarrick, aunque él había sido informado personalmente por Viganò:

“Francisco mismo se ha confabulado con esta corrupción, o sabiendo lo que él hace, es gravemente negligente al no oponerse a ella y erradicarla”.

Viganò niega la afirmación de Ouellet que dice el Vaticano escuchó solamente “rumores” sobre McCarrick, señalando que conocía los hechos y poseía evidencia escrita.

Concluye diciendo que la carta abierta de Ouellet concede y reconoce hechos importantes y discute solamente afirmaciones que él nunca hizo.

Finalmente, Viganò señala que la “muy grave crisis” actual no puede ser resuelta hasta que las cosas sean llamadas por sus verdaderos nombres: “Ésta es una crisis causada por el flagelo de la homosexualidad”.

Y: “Es una enorme hipocresía condenar al abusador, llorar por las víctimas, pero negarse a denunciar la raíz que es la causa de tantos abusos sexuales: la homosexualidad”.

En una implícita referencia a Francisco, agrega: “afirmar que la crisis misma es clericalismo es puro sofisma. Es pretender que un medio e instrumento es de hecho el principal motivo”.

viernes, 19 de octubre de 2018

Viganò responde a Ouellet



En la conmemoración de los mártires de la América Septentrional

Ha sido para mí una decisión dolorosa testimoniar la corrupción que aqueja la la jerarquía de la Iglesia Católica, y sigue siendo doloroso

Pero soy anciano, y sé que pronto habré de rendir cuentas ante el Juez de mis acciones y omisiones, y que teme a Aquel que puede arrojar el cuerpo y el alma al infierno. Juez que, a pesar de su infinita misericordia, retribuirá a cada uno según sus méritos el premio o la pena eternos. 

Anticipando la terrible pregunta de aquel Juez, «¿cómo pudiste tú, que conocías la verdad, quedarte callado en medio de tanta falsedad y depravación?» ¿Qué podría responderle?

He hablado con pleno conocimiento de que mi testimonio podía ser causa de alarma y consternación en muchas personas eminentes: eclesiásticos, otros obispos, compañeros de fatigas y oraciones. Sabía que muchos se sentirían ofendidos y traicionados. Había previsto que algunos a su vez me acusaran y pusieran en tela de juicio mis intenciones. 

Pero lo más doloroso de todo es que muchos fieles inocentes quedarían confusos y desconcertados al ver a un obispo que acusa a sus hermanos prelados y sus superiores de actividades ilícitas, pecados sexuales y grave dejación de funciones. 

Con todo, creo que de haber seguido manteniendo silencio habría puesto a muchas almas en peligro y, desde luego, habría condenado la mía

A pesar de haber informado en numerosas ocasiones a mis superiores, e incluso al Papa, de las aberrantes acciones de McCarrick, habría podido denunciar antes en público la verdad que yo conocía. Si tengo alguna culpa en ese retraso me arrepiento de ella, retraso que se debió a la gravedad de la decisión que iba a tomar y al largo sufrimiento que supuso para mi conciencia.

Se me ha acusado de haber sembrado, con mi testimonio, confusión y división en la Iglesia. A esta afirmación sólo pueden dar credibilidad quienes sostengan que tal confusión y división eran insignificantes antes de agosto de este año. Cualquier observador imparcial habría observado ya, perfectamente, la prolongada y significativa presencia de ambas en la Iglesia, cosa inevitable cuando el sucesor de San Pedro renuncia a ejercer su principal cometido: confirmar a los hermanos en la Fe y en la sana doctrina moral. Si en vez de hacer eso agrava la crisis con mensajes contradictorios o declaraciones ambiguas, la confusión aumenta.

Por eso hablé. Porque la conspiración de silencio ha causado y sigue causando un daño enorme a la Iglesia, a tantas almas inocentes, a jóvenes con vocación al sacerdocio y a los fieles en general. 

Con respecto a esta decisión mía, que he tomado en conciencia delante de Dios, acepto de buena gana toda corrección fraterna, consejo, recomendación e invitación a avanzar en mi vida de fe y amor a Cristo, a la Iglesia y al Papa.

Permítanme recordarles de nuevo los puntos principales de mi testimonio:

–En noviembre de 2006 el nuncio en los EE.UU., arzobispo Montalvo, informó a la Santa Sede de las actividades homosexuales del cardenal McCarrick con seminaristas y sacerdotes.

–En diciembre del mismo año el nuevo nuncio, arzobispo Pietro Sambi, informó a la Santa Sede de las actividades homosexuales del cardenal McCarrick con otro sacerdote.

También en diciembre de 2006, yo mismo dirigí una nota al Secretario de Estado, cardenal Bertone, la cual entregué personalmente al sustituto para asuntos generales, arzobispo Leonardo Sandri, solicitando al Papa que tomase medidas disciplinarias extraordinarias contra McCarrick a fin de impedir más delitos y escándalos. No recibí ninguna respuesta a esta nota.

–En abril de 2008, una carta abierta de Richard Sipe al papa Benedicto fue remitida por el Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, cardenal Levada, al Secretario de Estado, cardenal Bertone. La carta contenía más acusaciones contra McCarrick de que éste se había acostado con seminaristas y sacerdotes. Me fue entregada un mes más tarde, y en mayo de ese mismo año dirigí una segunda nota al entonces Sustituto de Asuntos Generales, arzobispo Fernando Filoni, exponiendo las acusaciones contra McCarrick y solicitando que se le aplicaran sanciones. Esta segunda nota mía tampoco obtuvo respuesta.

En 2009 ó 2010 supe por el cardenal Re, Prefecto de la Congregación para los Obispos, que el papa Benedicto había ordenado a McCarrick abandonar el ministerio público y adoptar una vida de oración y penitencia. El nuncio Sambi comunicó a McCarrick las órdenes del Papa alzando tanto la voz que se lo oyó en los pasillos de la Nunciatura.

–En noviembre de 2011 el cardenal Ouellet, nuevo prefecto de la Congregación para los Obispos, me expuso una vez más las restricciones que el Santo Padre había impuesto a McCarrick. Yo mismo se las transmití a éste cara a cara.

–El 21 de junio de 2013, hacia el final de una reunión de todos los nuncios en el Vaticano, el papa Francisco me dirigió unas palabras de reproche y de difícil interpretación sobre el episcopado de Estados Unidos.

El 23 de junio, el papa Francisco me recibió en audiencia privada en su apartamento para que me hiciera una aclaración, y me preguntó: «¿Cómo es el cardenal McCarrick?», palabras que no puedo entender sino como una falsa curiosidad por saber si yo era o no aliado de McCarrick. Le dije que McCarrick había corrompido sexualmente a generaciones de sacerdotes y seminaristas, y que el papa Benedicto le había ordenado dedicarse exclusivamente a una vida de oración y penitencia.

–Por el contrario, McCarrick siguió gozando de especial consideración por parte del papa Francisco, el cual siguió confiándole más misiones importantes de gran responsabilidad.

McCarrick formaba parte de una red de obispos favorables a la homosexualidad que gozando del favor del papa Francisco han promovido nombramientos de obispos para protegerse de la justicia y fomentar la homosexualidad en la jerarquía y en la Iglesia en general.

Parece que el propio papa Francisco hace la vista gorda mientras se propaga esta corrupción, o bien, sabiendo lo que hace, es gravemente responsable porque no se opone a ella ni intenta erradicarla.

He puesto a Dios por testigo de la veracidad de estas afirmaciones mías, ninguna de las cuales ha sido desmentida

El cardenal Ouellet ha publicado un escrito reprochándome mi temeridad de haber roto el silencio y presentado acusaciones graves contra hermanos obispos y mis superiores, pero en realidad sus reproches me confirman en mi decisión, y de hecho confirman mis afirmaciones, una por una y en su totalidad.

–El cardenal Ouellet reconoce haberme hablado de la situación de McCarrick antes de que yo partiera para Washington a fin de tomar posesión de mi cargo de nuncio.

–El cardenal Ouellet reconoce haberme comunicado por escrito las condiciones y restricciones impuestas a McCarrick por el papa Benedicto.

–El cardenal Ouellet reconoce que dichas restricciones impedían a McCarrick viajar y hacer apariciones en público.

–El cardenal Ouellet reconoce que la Congregación para los Obispos había ordenado por escrito a McCarrick, primero por intermedio del nuncio Sambi y luego de mí, que llevara una vida de oración y penitencia.

¿Y qué alega el cardenal Ouellet?

–El cardenal Ouellet refuta que el papa Francisco hubiera podido acordarse de informaciones importantes sobre McCarrick en un día en que se había encontrado con docenas de nuncios y sólo había podido conversar con cada uno por breves minutos. Pero no fue eso lo que declaré en mi testimonio. Lo que testifiqué fue que en otro encuentro privado informé al Papa respondiendo a una pregunta suya sobre Theodore McCarrick, entonces cardenal arzobispo de Washington, figura destacada de la Iglesia Católica de los EE.UU., y que le dije al Papa que McCarrick había corrompido sexualmente a sus seminaristas y sacerdotes. Ningún papa se olvida de algo así.

–El cardenal Ouellet niega que en sus archivos hubiera cartas firmadas por los papas Benedicto o Francisco con relación a sanciones a McCarrick. Pero yo no dije eso en mi testimonio. Yo testifiqué que tenía en sus archivos documentos clavevinieran de quien vinieranque incriminaban a McCarrick y documentaban las medidas que se habían tomado al respecto, así como otras pruebas de encubrimiento en su caso. Y vuelvo a confirmarlo.

–El cardenal Ouellet niega que en los archivos de su predecesor el cardenal Re hubiera notas de audiencias que impusieran al cardenal McCarrick las mencionadas restricciones. Pero no fue eso lo que dije en mi testimonio. Lo que declaré fue que hay otros documentos: por ejemplo, una nota del cardenal Re, no ex audiencia SS.mi., o bien firmados por el Secretario de Estado o el Sustituto.

El cardenal Ouellet alega que es falso que las medidas tomadas contra McCarrick sean sanciones decretadas por el papa Benedicto y anuladas por Francisco. Es cierto que técnicamente no eran sanciones sino medidas, «condiciones y restricciones». Es puro legalismo disputar por una nimiedad como que se tratara de sanciones o de medidas. Desde el punto de vista pastoral son una misma cosa.En resumen, que el cardenal Ouellet admite las importantes afirmaciones que hice y que mantengo, y niega afirmaciones que nunca he hecho.

Hay un punto que debo refutar totalmente de las afirmaciones de OuelletSegún él, la Santa Sede sólo estaba al tanto de rumores, lo cual no era motivo suficiente para justificar medidas disciplinarias contra McCarrick. Afirmo en contrario que la Santa Sede tenía conocimiento de una serie de hechos concretos y que está en posesión de pruebas documentales, así como que a pesar de ello los responsables optaron por no intervenir o bien se les impidió hacerlo: las compensaciones pagadas por las archidiócesis de Newark y Metuchen a las víctimas de los abusos sexuales de McCarrick, las cartas del P. Ramsey, las de los nuncios Montalvo en 2000, Sambi en 2006 y el Dr. Sippe en 2008, mis dos notas a los superiores de la Secretaría de Estado pormenorizando las alegaciones contra McCarrick… ¿todo eso son rumores? Es correspondencia oficial, no se trata de chismes de sacristíaLos delitos de los que se informa son muy graves, incluido el de intentar dar la absolución sacramental a cómplices de actos perversos, con la subsiguiente celebración sacrílega de la Misa. Los documentos mencionados especifican la identidad de los culpables y de sus protectores, así como el orden cronológico de los hechos. Se guardan en los archivos correspondientes; no hace falta ninguna investigación extraordinaria para obtenerlos.

En las reconvenciones públicas que se me han dirigido observo dos omisiones, dos silencios atronadores: 
El primero respecto a la situación de las víctimas. El segundo tiene que ver con el motivo subyacente de que sean tan numerosas las víctimas: la corruptora influencia de la homosexualidad en el sacerdocio y en la jerarquía.
En cuanto al primero, resulta desalentador que en medio de tanto escándalo e indignación se tenga tan poco en consideración a quienes se han visto perjudicados por los asaltos sexuales de quienes tenían la misión de ser ministros del Evangelio. No me refiero a ajustar cuentas ni a lamentarse por las vicisitudes de la profesión eclesiástica. No es una cuestión de política. No se trata de las conclusiones que puedan sacar los historiadores de tal o cual pontificado. Aquí lo que está en juego son las almas. Muchas almas han estado y están en peligro de perder su salvación eterna.

Por lo que se refiere al segundo silencio, esta crisis tan grave no se puede remediar si no se llama a las cosas por su nombre. La crisis tiene su origen en la plaga de la homosexualidad, en sus promotores, en sus motivaciones, en la resistencia a las reformas. No exagero si digo que la homosexualidad se ha convertido en una epidemia en el clero, y que sólo se puede erradicar con armas espirituales. Es una hipocresía tremenda condenar los abusos, derramar lágrimas de cocodrilo por las víctimas y, sin embargo, negarse a denunciar la raíz de tanto abuso sexual: la homosexualidad. Es hipócrita no querer reconocer que esta plaga tiene su origen en una grave crisis en la vida espiritual del clero y no tomar las medias necesarias para ponerle coto.

Es indudable que existen sacerdotes a los que les gusta tener aventuras amorosas, así como que ellos mismos perjudican a su propia alma y la de aquellas personas a quienes pervierten, y a la Iglesia en general. Pero esas violaciones del celibato sacerdotal suelen estar limitadas a las personas afectadas. Normalmente esos sacerdotes no reclutan a otros por el estilo, ni los promueven ni encubren sus fechoría; en cambio, las pruebas que demuestran complicidades homosexuales difíciles de erradicar son apabullantes.

Está más que demostrado que los predadores homosexuales explotan sus privilegios clericales en su provecho. Pero afirmar que la crisis es cuestión de clericalismo es puro sofisma. Es tratar de hacer ver que el motivo principal es un medio, un instrumento.
La denuncia de la corrupción homosexual y de la cobardía moral que le permite aumentar no encuentra consenso ni solidaridad en nuestros días y, por desgracia, menos aún en las altas esferas de la Iglesia. 

No me sorprende que al llamar la atención hacia esta plaga se me acuse de deslealtad al Santo Padre y de fomentar una rebelión abierta y escandalosa. Pero rebelarse supondría incitar a otros a derrocar el Papado, y yo no he exhortado a nada semejante
Todos los días rezo por el papa Francisco más de lo que he hecho nunca por ningún pontífice. Ruego, y hasta suplico fervientemente, que el Santo Padre se haga cargo de todas las misiones que ha asumido. Al aceptar ser sucesor de San Pedro, ha asumido la misión de confirmar a sus hermanos y la responsabilidad de guiar a todas las almas siguiendo las huellas de Cristo, en el combate espiritual y por el camino de la Cruz. Que reconozca sus errores, se arrepienta, demuestre que quiere llevar a cabo la misión encomendada a San Pedro y una vez de vuelta en el camino, confirme a sus hermanos (Cf. Lc. 22,32).
Para concluir, me gustaría reiterar la exhortación a mis compañeros en el episcopado y el sacerdocio que saben que mis declaraciones son ciertas y que estoy en condiciones de atestiguarlo, o tienen acceso a los documentos que pueden dilucidar esta situación despejando toda duda. 

Vosotros también os veis obligados a tomar una decisión

- Podéis retiraros de la batalla permaneciendo en la conspiración de silencio y cerrar los ojos al avance de la corrupción; idear excusas, avenencias y justificaciones para posponer la hora de la verdad, y consolaros con la falsedad y el engaño de que será más fácil decir la verdad mañana, y más aún pasado mañana.

- O bien, podéis optar por hablar. Confiad en Aquel que dijo: «la verdad os hará libres». 

No digo que sea fácil distinguir entre callar y hablar. Os exhorto a pensar de qué decisión no tendréis que arrepentiros en el lecho de muerte y ante el Justo Juez.

+Carlo María Viganò, 19 de octubre de 2018

Arzobispo titular de Ulpiana

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(Traducido por Bruno de la Inmaculada /Adelante la Fe)

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Procedimientos para votar en el Sínodo incluso más manipulados que en el pasado


«Al no ser una canonización dogma de fe, los católicos no estamos obligados a aceptarla» (Roberto de Mattei)



Entre los aniversarios que se conmemoran en este año de 2018 hay uno que ha pasado inadvertido: hace sesenta años, el 9 de octubre de 1958, fallecía en Castelgandolfo el venerable Pío XII tras diecinueve años de reinado. Sin embargo, su memoria sigue viva, sobre todo -como señala Cristina Siccardi- por su imagen solemne, digna de un vicario de Cristo, y por la amplitud de su magisterio, con el trágico telón de fondo de sucesos como la Segunda Guerra Mundial, que estalló a los seis meses de su ascensión a la silla de San Pedro el 2 de marzo de 1939.
La muerte de Pío XII puso fin a una época, hoy denominada, con desprecio,  preconciliar o constantiniana. Con la elección de Juan XXIII y la inauguración del Concilio Vaticano II se inició una nueva era en la historia de la Iglesia que ha tenido su momento triunfal este 14 de octubre con la canonización de Pablo VI, que sigue a la anterior del papa Roncalli.
Aunque el beato Pío IX está a la espera de ser canonizado, todos los papas del Concilio y el postconcilio han tenido el honor de ser elevados a los altares, con la excepción de Juan Pablo I. Parece que lo que se quiere canonizar por medio de sus protagonistas sea una época, que no obstante es la más tenebrosa que haya conocido la Iglesia en toda su historia.
La inmoralidad se extiende por todo el cuerpo de la Iglesia, empezando por la cumbre. El papa Francisco se niega a reconocer la realidad de la trágica situación revelada por el arzobispo Carlo Maria Viganò. Reina la confusión doctrinal, hasta el punto que el cardenal Willem Jacobus Eijk, arzobispo de Utrecht, ha declarado públicamente que «los obispos, y sobre todo el sucesor de San Pedro, no cumplen cabalmente su misión de mantener y transmitir con fidelidad y en unidad el depósito de la fe».
El presente drama hunde sus raíces en el Concilio Vaticano II y en el postconcilio, y los principales responsables son los pontífices que han timoneado la Iglesia en los últimos sesenta años.
Su canonización es una proclamación de sus virtudes heroicas en el gobierno de la Iglesia. El Concilio y el postconcilio han negado la doctrina en nombre de la pastoral, y en nombre de ese pastoralismo se han negado a definir la verdad y a condenar errores. La única verdad que se proclama solemnemente hoy en día es la impecabilidad de los papas conciliares, y de nadie más que de ellos. Pareciera que, más que canonizar a los hombres, lo que se ha querido es presentar como infalibles sus decisiones políticas y pastorales.
Ahora bien, ¿qué credibilidad nos merecen estas canonizaciones? Aunque la mayoría de los teólogos sostiene que las canonizaciones son actos infalibles de la Iglesia, no se trata de dogmas de fe.
El último gran exponente de la escuela teológica romana, Brunero Gherardini (1925-2017), expresó en la revista Divinitas todas sus dudas sobre la invalidez de las canonizaciones. Para el teólogo romano, una sentencia de canonización no es en sí infalible, porque no reúne las condiciones exigidas para la infalibilidad; para empezar, la canonización no tiene por objeto directo o explícito una verdad de fe o de moral contenida en la Revelación, sino tan sólo algo indirectamente relacionado con el dogma, que no es un acto dogmático propiamente dicho. Además, ni el Código de Derecho Canónico de 1917 ni el de 1983, como tampoco el Catecismo de la Iglesia Católica, sea el antiguo o el nuevo, exponen la doctrina de la Iglesia sobre las canonizaciones.
Otro teólogo actual competente, el P. Gleize, de la Fraternidad San Pío X, admite la infalibilidad de las canonizaciones, pero no de las posteriores al Concilio, por las siguientes razones: las reformas que han seguido al Concilio han supuesto claras insuficiencias en los procedimientos e introducen una nueva intención colegial, consecuencias que son incompatibles con la certeza de las beatificaciones y la infalibilidad de las canonizaciones.
En tercer lugar, el juicio que se emite en el proceso pone en juego un concepto como mínimo equívoco y por tanto dudoso sobre la santidad y las virtudes heroicas. La infalibilidad se cimienta en un complejo y eficaz mecanismo de investigaciones y verificaciones. Es indudable que a raíz de la reforma de los procedimientos introducida por Juan Pablo II en 1983 este proceso de verificación de la verdad se ha vuelto mucho más frágil y se ha obrado una transformación en el concepto mismo de santidad.
Últimamente se han publicado otros aportes importantes en este sentido. Peter Kwasniewski señala en OnePeterFive que la peor alteración introducida en los procesos de canonización está en la cantidad de milagros exigidos: «En el sistema antiguo, eran necesarios dos tanto para la beatificación como para la canonización; es decir, un total de cuatro milagros investigados y certificados. Este requisito tenía por objeto proporcionar a la Iglesia suficiente certeza moral de que Dios aprobaba la beatitud o santidad de la persona probándola mediante el ejercicio de su poder ante la intercesión de esa persona. No sólo eso; tradicionalmente los milagros tenían que distinguirse por un carácter evidente;  innegable; esto es, no podían atribuirse a causas naturales o científicas. El nuevo sistema reduce a la mitad el número de milagros exigidos, lo cual, se podría decir, reduce también a la mitad la certeza moral. Y, como muchos han señalado, los milagros aportados suelen ser cosas de poca monta, y uno se queda preguntándose si de veras se trató de un milagro o de un hecho sumamente improbable».
Por su parte, Christopher Ferrara, en un prolijo artículo aparecido en The Remnant, después de subrayar el decisivo papel del testimonio de los milagros en las canonizaciones, señala que ninguno de los milagros atribuidos a Pablo VI y a monseñor Romero se ajusta a los criterios tradicionales para verificar que un milagro es obra de Dios«Estos requisitos son: (1) que la curación sea (2) instantánea, (3) total, (4) duradera, y (5) que no tenga explicación científica; o sea, que no obedezca a un tratamiento o un proceso natural, sino a un suceso ajeno al orden sobrenatural».
John Lamont, que ha dedicado un amplio y convincente estudio al tema de la autoridad de las canonizaciones, concluye su estudio con las siguientes palabras: «No estamos obligados a sostener que las canonizaciones de Juan XXIII y Juan Pablo II fueron infalibles, porque no reunían los requisitos exigidos para tal infalibilidad. Sus canonizaciones no tienen que ver con la doctrina de la fe, ni fueron consecuencia de una devoción central para la vida de la Iglesia, como tampoco fueron el resultado de una indagación rigurosa y concienzuda. Pero tampoco podemos excluir a todas las canonizaciones del carisma de la infalibilidad; podemos seguir afirmando que las que fueron fruto de los minuciosos procedimientos que se seguían en siglos anteriores se beneficiaron de ese carisma».
Al no ser una canonización dogma de fe, los católicos no estamos obligados a aceptarla. El ejercicio de la razón demuestra palmariamente que los pontificados conciliares no han supuesto la menor ventaja para la Iglesia. La fe supera la razón y la eleva, pero no la contradice, porque Dios, Verdad por esencia, no es contradictorio. Podemos, pues, en conciencia, mantener todas las reservas que tenemos hacia estas canonizaciones.
El acto más devastador del pontificado de Pablo VI fue la destrucción del Rito Romano tradicional. Los historiadores saben que el Novus Ordo Missae no fue la reforma de monseñor Bugnini, sino la que preparó, deseó y llevó a efecto el papa Montini, dando lugar, como escribe Peter Kwasniewski a una explosiva fractura interna: «Es como si hubiese arrojado una bomba atómica sobre el pueblo de Dios que hubiera aniquilado su fe o les hubiera producido cáncer con las radiaciones».
Y el acto más meritorio del pontificado de Pío XII fue la beatificación en 1951 y la posterior canonización en 1954 de san Pío X al final de un largo y riguroso proceso canónico y con cuatro milagros irrebatibles. Gracias a Pío XII, el nombre de San Pío X resplandece en el firmamento de la Iglesia y es una guía segura en medio de la confusión que reina en nuestros tiempos.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada /Adelante la Fe)
Roberto de Mattei

El sínodo de los jóvenes comenzó bajo el símbolo de la brujería


Youth Synod starts under the symbol of witchcraft It was shocking to see the photo above in the news report in the Vatican organ L'Osservatore Romano (October 4, 2018, p. 8) showing the Mass inaugurating the Youth Synod in Rome. The ceremony is staged as if the strange staff in the foreground were the lenses through which we should interpret it. The photographer captured the power of that symbol quite well.

That forked staff was given to Francis on August 11, 2018, during a meeting with youth he held at the Circus Maximus, below, first row at left. He chose to use it at the opening Mass of the Youth Synod, first row right, second row.

At first glance, we could think that this is just another progressivist extravaganza. However, when we examine the forked staff carefully, we see that it is very similar to the staff used in witchcraft, which is called a stang.

Below, we posted photos of several stangs used in witchcraft so that the reader can evaluate how similar they are to Francis' staff.

So, we have the progressivist Pope making another of his insinuations. This time, however, it contains an implicit approval of witchcraft, that is, the cult to the Devil. We know that it is not completely verified that Francis is aware of all the implications of the use if this symbol. But then, with this Pope what is entirely clear?

This is another episode that lets us wonder whether he is the Vicar of Christ or the vicar of the Archenemy of Christ...



Photos from the Internet, first seen in L'Osservatore Romano

La santidad de Su Santidad



Una de las tantas consecuencias que dejará el pontificado de Francisco será la desaparición de la figura de los santos tal y como los concibió la Iglesia durante siglos. Canonizaciones seguirán existiendo, y a troche y moche, pero los santos serán distintos, o serán otro tipo de santos. Basta mirar lo ocurrido en Roma el domingo pasado para comprobar lo que estoy diciendo: solamente un neocon obcecado y que ha abdicado completamente de su inteligencia puede creer que Pablo VI o el obispo Romero son santos al modo en el que la Iglesia siempre consideró a los santos. 

Se trata de personajes elevados al honor de los altares por un puro acto de voluntad del Sumo Pontífice -¿o alguien cree que pueden respetarse en pocos meses todas las instancias de los procesos de canonización? ¿O que Dios comenzó a hacer milagros en 4G y por eso son mucho más frecuentes, rápidos y fáciles de probar?- lo que, en caso de Bergoglio, es lo mismo que decir que se hacen santos de acuerdo a sus caprichos, y nadie en la Curia puede oponerse a su omnímoda voluntad porque, en los hechos, desde Pío IX a la fecha, el Papa es indiscutible. 

Vale la pena recordar aquí la anécdota de la acalorada discusión de este pontífice con el cardenal Guidi la tarde del 18 de junio de 1870 mientras se desarrollaba el Concilio Vaticano I. Pío IX respondió furibundo a las reservas que tenía el docto purpurado dominico acerca de la conveniencia de proclamar el dogma de la infalibilidad puesto que no se trataba de una verdad conservada claramente en la Tradición: “… io, io sono la Tradizione, io, io, io sono la Chiesa”. (Cf. K. Schatz, Vaticanum I, vol. III, Paderborn, 1992, p. 312-322). 

En esta tradición con minúsculas, entonces, es perfectamente razonable que Francisco determine motu proprio quién debe ser santo y quien no debe serlo, saltándose todos los procesos e instancias canónicas, puesto que él es la Iglesia (y no vale decir que esta actitud estaba bien cuando la hacía Pío IX porque era de derecha y no cuando la hace Bergoglio que es de izquierda).

Pero vayamos todavía un poco más adelante y preguntémonos acerca del motivo por el que el Papa Francisco está haciendo lo que hace con las canonizaciones. La primera y más fácil respuesta, y no menos verdadera, es que está utilizando esta noble institución de la Iglesia con fines populistas y como una de las múltiples acciones propias de su pontificado destinadas a teñir de corrección política a la retrógrada iglesia católica

En el caso que nos ocupa, tanto Pablo VI como Romero son dos iconos indiscutible del progresismo eclesiástico y del progresismo laico. El uno, con su vida dedicada a la promoción de los “valores democráticos” en la Italia de posguerra y, hacia el final de su vida, a la aplicación a ultranza del espíritu del Vaticano II que cambió radicalmente en pocos años el rostro de la Iglesia hasta hacerla irreconocible, y el otro, “martirizado” por su defensa de los pobres en contra de las dictaduras de derecha, una especie de Angelelli con gemelos y buen perfume. Para cualquier persona de la calle medianamente instruida o para cualquier periodista editor de la sección de temas religiosos de algún medio de prensa, que la Iglesia coloque en las hornacinas de sus templos a alguno de estos personajes y le rinda culto, significa que la Iglesia está cambiando, se está modernizando y se está adaptando al espíritu de los tiempos. Y, consecuentemente, que el que promueve a estos nuevos santos es un líder y personaje de respeto y veneración. Lo que quiere, y lo que ha querido a lo largo de toda su vida, Jorge Bergoglio.

Pero tengo mis dudas acerca de que sean sólo estas las intenciones del pontífice, y creo que más allá de su carácter profundamente jesuita y simulador, en esta ocasión hay en él una parte de sinceridad. Es decir, Bergoglio cree firmemente que Angelelli y sus curas tercermundistas, que Pablo VI y que Romero son efectivamente santos, pero el único modo que tiene para creer esto en buena consciencia es admitiendo un concepto distinto de santidad. Si la suya es la teología del pueblo, es decir, que el “pueblo” en cuanto tal es fuente de revelación, las verdades de la fe irán variando o amoldándose a los tiempos de acuerdo a los sentires y saberes de ese pueblo eternamente mutable. Y así como los pueblos medievales se rindieron ante la santidad de figuras como la de Luis Capeto o la de un labrador madrileño llamado Isidro, ahora se rinden ante un nuevo estilo de santidad encarnado por los adalides del progresismo como Montini y Romero. Las virtudes que el pueblo, expresión permanente de la voz de Dios, valora en un momento determinado de la historia son distintas a las que valora en otro momento. 

Esta nueva santidad que está siendo llevada a los altares por el Papa Francisco no esplende a través de la heroicidad de las virtudes teologales y morales y el cumplimiento de los mandamientos, sino que exige la heroicidad de otro tipo de virtudes -las virtudes progresistas como la solidaridad, la tolerancia, la acogida a los pobres e inmigrantes, etc.- sin que aquellas otras, las apreciadas por el antiguo pueblo, tengan relevancia o peso a la hora de decidir sobre la santidad de alguien. 

Considero que esta hipótesis que planteo es coherente con otras actitudes de Francisco. Acerquemos la lupa y tratemos de verificarla con un caso testigo y fácilmente identificable: la virtud de la castidad. Se trata de una de las preseas más valiosas que adornaban a los antiguos santos de la Iglesia y una de las virtudes que la Iglesia más ha valorado desde sus inicios.  Para Bergoglio, en cambio, es un detalle que apenas tiene importancia y valor. Soy consciente de que se trata de una afirmación arriesgada pero creo que puede ser abundantemente probada por muchos casos que todos conocemos. Detallo aquí solamente algunos:
  1. En 2005 defendió a Mons. Juan Carlos Maccarone luego de que fueran difundido un video en el que se lo veía en medio de refocilos sexuales con su chofer. Mandó a decir a su portavoz que se trataba de un “acto de la vida privada” del obispo manfloro.
  2. En 2012 defendió en persona y públicamente, alabando su disponibilidad y entrega a los pobres, a Mons. Fernando Bargalló, que había sido fotografiado en un exclusivo hotel del Caribe con su rubia barragana.
  3. En 2013, siendo ya Papa, afirmó que él no era nadie para juzgar las conductas homosexuales de Mons. Battista Ricca, que aún hoy se desempeña en un importantísimo puesto de la Curia vaticana.
  4. Esta semana acaba de confirmar la elevación al cargo de Sustituto de la Secretaría de Estado a Mons. Edgar Peña Parra, presentándolo él mismo  ala Curia, a pesar de los documentos aparecidos el viernes que venían a confirmar lo que ya había sido advertido por Mons. Viganò acerca de las activas inclinaciones contra natura del prelado venezolano.
Y podríamos seguir abundando en casos publicitados en los últimos tiempos en los que se prueba que el Santo Padre elige como colaboradores más directos a varios personajes que no se caracterizan por lucir la presea de la castidad. ¿Será que Bergoglio es suicida, y elige a personajes tan cuestionados y vulnerables para arruinar su pontificado? ¿O será más bien que, para él, la castidad es un detalle secundario que de ningún modo incide en la valoración de una persona destinada a desempeñarse en el seno mismo del gobierno de la Iglesia? 

Y esto que puede verse con respecto a la virtud de la castidad podría extenderse también a otras varias virtudes tradicionales. El nuevo santo debe lucir en su pecho condecoraciones muy distintas de las que se exigían hace algunas décadas.

Le decía el Papa hace poco a un joven jesuita: “Yo creo que el Señor está pidiendo un cambio a la Iglesia”. Por lo visto, ese cambio que comenzó con un nuevo culto en los ’70, se está perfilando ahora con una nueva santidad, reflejo de nuevas virtudes y olvidada de las virtudes de siempre.
The Wanderer

jueves, 18 de octubre de 2018

El ‘círculo’ de Maradiaga pide a la Iglesia una reforma de su concepción de la sexualidad (Carlos Esteban)



La Iglesia debe dar respuesta a los retos que plantea la homosexualidad (comprendidos el ‘matrimonio’ entre personas del mismo sexo, la adopción por parte de éstos y los vientres de alquiler). Esto plantea uno de los ‘círculos’ del sínodo, el coordinado por el Cardenal Óscar Rodríguez Maradiaga.
“[…]Está la cuestión de qué hacer y cómo actuar con los homosexuales, que no pueden quedar fuera de nuestra actividad pastoral, y otras realidades tales como los matrimonios entre homosexuales, los vientres de alquiler, la adopción por parte de las parejas del mismo sexo, todo lo cual constituyen cuestiones actuales promovidas y favorecidas por instituciones gubernamentales internacionales”, sostiene un grupo de participantes de habla española del sínodo, dirigido a los jóvenes, que termina ya en Roma
Es el único grupo del que se sepa que ha tratado sobre estos temas. Es, también, el ‘círculo’ presidido o coordinado por el cardenal hondureño Óscar Rodríguez Maradiaga, coordinador del consejo de cardenales de Francisco, el C9. Se da la circunstancia de que la ‘mano derecha’ de Maradiaga, que le sustituía al frente de la Archidiócesis de Tegucigalpa durante las continuas estancias del cardenal en Estados Unidos para ser tratado de una enfermedad, el obispo auxiliar Juan Pineda, fue cesado de su cargo acusado de abusar sexualmente de, al menos, dos seminaristas.

Estos ‘círculos’ son las asambleas de discusión en que se ha dividido el sínodo por idiomas, de forma que pueda lograrse una mayor agilidad. De hecho, la ausencia de un idioma común -como lo fue, durante siglos, el latín- ha hecho que el texto final del sínodo, sobre el que habrá de conseguirse una mayoría de dos tercios para ser aprobado por los obispos, será leído en italiano y los prelados que desconozcan el idioma deberán fiarse de traducciones simultáneas.

También hemos sabido que, frente a la ausencia de informaciones al respecto durante las primeras semanas, se votará el texto párrafo por párrafo y no en su integridad. Éste ha sido hasta ahora el método habitual, pero la aparición de Episcolalis communio, la nueva constitución apostólica que rige el funcionamiento y alcance de los sínodos, deja sin resolver algunos asuntos de procedimiento como el citado.

Es llamativo que el ‘círculo’ de Maradiaga se haya planteado estas cuestiones y pedido a la Iglesia responda a las mismas cuando la doctrina es ya diáfana con respecto a estas ‘realidades’. No existe, a efectos de un católico, ‘matrimonio’ alguno posible entre dos personas del mismos sexo, con independencia del número de instituciones civiles que quieran reconocerlas, promoverlas o aplaudirlas.

La Iglesia no necesita “abrirse” a los homosexuales porque está ya, de hecho, abierta a todos, y porque ni siquiera reconoce -o reconocía- esta etiqueta como fundante de una ‘identidad’ diferenciada en el individuo. Por decirlo con palabras del Arzobispo de Filadelfia, Charles Chaput, no existen ‘católicos LGBT’, porque nadie debe convertir sus tentaciones en identidad.

Pero todas estas obviedades parecen inútiles con el empecinamiento de ‘renovadores’ como Maradiaga, cuyo grupo declaró que “se está haciendo necesario” que la Iglesia reforme “toda la cuestión de los desafíos antropológicos” y revise “cuestiones muy importantes tales como el amor, la sexualidad, las mujeres y la ideología de género”.


Carlos Esteban

Noticias 18 de octubre de 2018 (FSSPX, Canonizaciones, etc.)



FSSPX NEWS

La FSSPX tiene un tesoro en sus manos : Entrevista con el Reverendo Padre Pagliarani

ADELANTE LA FE

Crisis de Canonizaciones (I) (24 de febrero de 2018) (Christopher A. Ferrara)
Crisis de canonizaciones (II). ¿Puede basarse una canonización en milagros dudosos? (Christopher A. Ferrara)


CORRESPONDENCIA ROMANA

Mundialismo y sincretismo en el Congreso de las religiones

Cardenal Zuppi: la Iglesia va a dejar de ser “distante, legalista y obsolescente” (Carlos Esteban)



De la Iglesia Evangélica americana solía decirse en tiempos de Reagan que era el Partido Republicano en oración, y es tentador aplicar la analogía al presente sínodo y presentarlo como el pensamiento progre en oración. Solo que como de oración se habla poco y se ve menos, quizá sería mejor definirlo como el progresismo con gorros raros.

La rueda de prensa de hoy ha empezado con Paolo Ruffini, prefecto del Dicasterio para la Comunicación de la Santa Sede, contándonos que se ha planteado la idea de crear un Consejo Pontificio de la Juventud cuyo presidente podría ser una mujer y cuyo rango estaría a la altura de cualquier otro dicasterio. Es decir, que podría ser ninguneado por Su Santidad o los miembros de su consejo de cardenales -C9- con los mismos honores con que lo han sido la Comisión para la Protección de la Infancia o la Congregación para el Culto Divino y los Sacramentos, para no agotar los ejemplos.

Es un secreto a voces que uno de los principales ‘mandatos’ para los que fue elegido Francisco fue la reforma de la Curia, y su método parece consistir en la multiplicación de nuevos departamentos. Que el presidente de la hipotética comisión sea una mujer es casi obligado en una Curia decidida a seguir las directrices del pensamiento laico dominante en todo lo que resulta factible, con el retraso de rigor.

La presidente de esta nueva comisión podría ser, digamos, Sor Alessandra Smerilli, del Instituto de las Hijas de María Auxiliadora, que ha participado en la rueda de prensa. El Instituto de las Hijas de María Auxiliadora es una congregación de la gran familia salesiana cuyo principal objetivo es la formación integral de los jóvenes, y Sor Alessandra entiende lo de ‘integral’ de un modo tan extremo que ha reconocido que su intervención en el Sínodo se ha centrado en el Medio Ambiente. ¡Laudato Si!

“No es posible oír el grito de los jóvenes y de los pobres sin atender al grito de la Tierra, porque son una misma cosa”. Confío en que esta identidad entre el grito del pobre y el (suponemos que metafórico) ‘grito’ de la Tierra no pase al documento final y se convierta en magisterio ordinario, porque plantea serios problemas conceptuales. Pero si el objetivo de la hermana era elegir un asunto que complazca a Su Santidad, no hay duda de que ha acertado de lleno.
Luego hemos oído a Monseñor Matteo Zuppi, Arzobispo de Bolonia, decir que “si queremos alejarnos del clericalismo, de la lógica del nacionalismo, que también es peligroso, necesitamos comunión, esto es lo que puede ayudar a la Iglesia a responder a los muchos interrogantes a los que se enfrenta”. Hasta ahí, nada hay a lo que un George Soros fuera a hacerle ascos, o que necesite Gracia, sacramentos, Redención o, ya puestos, jerarquía.

Zuppi ha profetizado que, en el futuro, “la Iglesia no será algo distante, obsolescente, difícil de entender o legalista, sino que será algo en lo que los jóvenes puedan ser protagonistas en una lógica de comunión”, implicando que hasta ahora no lo ha sido y llevamos estos dos mil últimos años sin hacernos entender por los jóvenes, por lo que debemos suponer que la Iglesia Católica ha llegado a sus actuales 1.500 millones de fieles por crecimiento vegetativo. Y, por cierto, Eminencia: si va a dejar de ser algo difícil de entender, yo le sugeriría evitar palabras como “obsolescente”.

Y pasamos al cardenal etíope Berhaneyesus Demerew Souraphiel, Arzobispo de Addis Abeba, que también ha tenido la buena fortuna de tratar otro tema cercanísimo al corazón del Santo Padre: la inmigración procedente de África en Europa. Souraphiel ha criticado, como es costumbre inveterada en nuestro tiempo, la respuesta europea a la crisis migratoria, recordando que “en el pasado muchos europeos emigraron, y tuvieron mejores oportunidades que los emigrantes de hoy”, cuando se están “cerrando las fronteras”, para terminar preguntándose: “¿Dónde están los valores cristianos de Europa?”.

Muy buen pregunta, Eminencia. Así, a bote pronto, se me ocurre que los valores cristianos tienen cierta vaga relación con la doctrina cristiana, y esta era más seguida cuando los pastores se dedicaban a predicarla en lugar de hablar de los gritos de la Tierra, de los movimientos migratorios o del protagonismo de los jóvenes.

El periodista del National Catholic Register Edward Pentin ha pedido a Ruffini una lista de los miembros del Sínodo con derecho a voto, y Ruffini ni siquiera ha podido responder a la pregunta de si el Cardenal Baldisseri lo tiene.

Es, ya sabemos, la Iglesia de la apertura y la transparencia, pero dentro de un orden y según. Por ejemplo, dice Ruffini que los nombres de los participantes en los grupos divididos por idiomas -los ‘círculos menores’- “no se han revelado para tratar de reflejar el espíritu del Sínodo que es la comunión y la colegialidad. El Secretariado del Sínodo no quiere que los grupos generen un debate de quién dijo qué”. Lo que, en un lenguaje menos “distante, legalista y obsolescente”, se conoce como responsabilidad y transparencia. O como que cada palo aguante su vela.

Le han preguntado a Zuppi sobre el prefacio que escribió a la traducción italiana del libro de James Martin, el jesuita autodenominado apóstol de los LGTBI, entrando de lleno en lo que muchos ven como el elefante rosa en la sala del Sínodo. Ha respondido hablando -por alejarse de toda obsolescencia y en un saludable espíritu de ‘parresía’ e independencia de juicio- de ‘acompañamiento’. Ha dicho que el “ministerio pastoral con las personas homosexuales es un tema importante. Hay distintas sensibilidades. Éste es un tema pastoral, no ideológico”.

Curioso que lo diga, porque visto desde fuera parece un ‘sínodo’ eminentemente ideológico. Aunque quizá eso sea lo que hoy se entiende por “pastoral”.

Carlos Esteban