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viernes, 19 de septiembre de 2025

¿FUNCIONA LA DEMOCRACIA?



En mi anterior artículo describía cómo las sociedades occidentales están llevando a cabo cinco experimentos que se consideran avances indiscutibles de la civilización y cuyos resultados, por tanto, no están siendo sometidos a un juicio objetivo. 

Los tres primeros experimentos, que desarrollaba en ese texto, son el aumento desorbitado del tamaño del Estado, que ha conducido a una abusiva presión fiscal, un endeudamiento gigantesco, que hipoteca nuestro futuro, y un sistema económico-monetario que está minando la capacidad adquisitiva de la población, la cual ve cómo sus padres o abuelos eran capaces de mantener una familia de cuatro hijos con un solo sueldo y ellos no pueden mantener dos hijos con dos sueldos.

Esos tres experimentos, muy recientes en términos históricos, son un corolario lógico del cuarto experimento, igualmente reciente, pues su generalización es cosa de los últimos 50-100 años.

El cuarto experimento

Este cuarto experimento se ha convertido además en la vaca sagrada más intocable de nuestra época: la corrección política nos exige adorarlo ciegamente como un tótem y nos prohíbe analizarlo a la luz de la verdad y de la experiencia. En efecto, su divinización ―utilizada como coartada para que la clase dirigente obtenga un poder casi sin paragón en la Historia― impide cualquier crítica, por razonable que ésta sea. Sin embargo, el surgimiento del explotador Estado Gigante o Estado Leviatán, con sus impuestos, normas y regulaciones asfixiantes, con su deuda impagable y su inflación empobrecedora, ha coincidido con el desarrollo de este experimento. Aunque correlación no implique necesariamente causalidad, en este caso existen argumentos para defender que sí la hay.

El cuarto experimento es la democracia, o, más concretamente, la versión actual hacia la que ha evolucionado desde sus orígenes, y que se apoya en dos pilares: el sufragio universal incondicional y el poder ilimitado de la mayoría. 

El primero implica que el derecho a voto está basado exclusivamente en una edad mínima bastante baja, lo que de por sí describe bien la escasa importancia que se le da (en Reino Unido va a rebajarse hasta los 16 años, una edad muy madura para decidir sobre cuestiones importantes, como todo el mundo sabe).

El segundo implica que la mayoría parlamentaria es omnipotente para decidir y redefinir todo a voluntad como si fuera Dios, aunque ello contradiga la dignidad y derechos inherentes del hombre, la ley natural, la propia definición de vida, la biología, los hechos históricos probados, la moral, la lógica, la física o los derechos de las minorías.

La mayoría es una regla problemática, como describía en «el ejemplo de la cuenta del bar» Huemer, profesor de filosofía de la Universidad de Colorado. Imagine que sale con unos amigos a tomar una cerveza. Cuando llega el momento de pagar usted propone que se pague a escote, pero un amigo suyo sugiere que usted lo pague todo y somete esta propuesta a votación. Todos votan a favor de que pague usted, menos usted. ¿Tiene obligación de pagar? ¿Están los demás legitimados para obligarle?[1]

Hans-Hermann Hoppe, profesor emérito de la Universidad de Nevada y discípulo de Murray Rothbard, lo plantea de otra manera: si existiera un gobierno mundial, gobernarían los chinos y los indios con mayoría absoluta y decidirían enseguida redistribuir hacia sus cofres la riqueza que acumula Occidente[2]. De hecho, en nombre de las mayorías, los gobiernos actuales, elegidos un día cada cuatro años, tienen durante el resto del cuatrienio tal poder que harían palidecer de envidia a los reyes absolutistas. Como decía John Adams, segundo presidente de EEUU, «cuando las elecciones terminan, la esclavitud comienza».

Ello quizá explica la prudencia con la que se manifestaba el filósofo británico del s. XIX Herbert Spencer: 
«La gran superstición política del pasado fue el derecho divino de los reyes, y la gran superstición política del presente es el derecho divino de los parlamentos», es decir, de las mayorías[3].
Muchas cuestiones comunes pueden reexaminarse a la luz del abuso de la mayoría. Con la fiscalidad progresiva, la mayoría decide que la minoría más rica debe pagar tipos impositivos más elevados. Con la legislación laboral se dificulta el despido para «proteger» a la mayoría empleada socavando las posibilidades de encontrar trabajo a la minoría desempleada. Con las políticas que encarecen artificialmente el precio de la vivienda se beneficia a los propietarios de vivienda (una mayoría) a costa de la minoría que desea acceder a ella por primera vez. Con el aumento de las pensiones más allá de su sostenibilidad, se beneficia a las generaciones mayores a costa de las más jóvenes, que son minoría dada la inversión de la pirámide demográfica. Finalmente, con el aborto, la mayoría ya nacida priva de su derecho a existir a la minoría indefensa y sin voz que aún se encuentra en el útero de sus madres.

Tres ideas cruciales

Dado el halo que aún rodea a la diosa democracia, antes de continuar debemos aclarar tres ideas importantes. 

La primera es que democracia no es sinónimo ni garante de libertad, y a veces puede ser su antónimo.

En efecto, las dos ventajas de la democracia poco tienen que ver con la libertad: dar cierta voz a los gobernados (tampoco mucha: un día cada cuatro años) y propiciar una alternancia del poder pacífica y previsible.

Sin embargo, se ha querido confundir a la población equiparando libertad política con libertad personal. En realidad, son conceptos muy diferentes, como podrá ver enseguida. Imagínese que le ofrecen dejar de pagar impuestos durante ocho años a cambio de no votar en las dos próximas elecciones. ¿Lo aceptaría? Apuesto a que sí. De hecho, un tercio de los votantes decide habitualmente abstenerse en las elecciones y, por tanto, desprecia su libertad política.

Ahora imagine que le ofrecen dejar de pagar impuestos durante ocho años, pero esta vez a cambio de no poder salir de casa sin permiso previo de la policía, a la que tiene que informar de todos sus movimientos y que tiene potestad para decidir dónde puede pasar las vacaciones. ¿Lo aceptaría? Apuesto a que no.

La divergencia entre democracia y libertad queda probada en la experiencia de los democráticos Estados de Bienestar (particularmente en la UE), que están protagonizando una creciente restricción de las libertades personales. Asimismo, existen ejemplos históricos de democracias que incubaron tiranías, como la Alemania de Hitler en 1933, la Venezuela de Chávez en 1998 o la dictadura impuesta durante el covid, con el Parlamento cerrado, los encierros domiciliarios, los toques de queda y los controles policiales.

La segunda idea importante es que, como escribió el historiador de Oxford Ronald Syme, «en todas las épocas, cualquiera que sea la forma y el nombre del gobierno, ya sea monarquía, república o democracia, una oligarquía se esconde detrás de la fachada (…)»[4]. Por lo tanto, no existe una democracia ideal etimológicamente perfecta en la que el pueblo ostenta el poder, sino una oligarquía democrática sometida a un mayor o menor control por parte del pueblo. Entender esto resulta crucial.

Finalmente, la tercera idea es que todo sistema político (incluida la democracia) es un instrumento y no un fin en sí mismo. Un instrumento, ¿para qué? Para preservar el bien común, es decir, las condiciones sociales que permiten a los ciudadanos el desarrollo expedito y pleno de su propia perfección. Esto se concreta en el respeto a la libertad, al orden y a la justicia dentro de un marco ético que promueva la virtud y, por tanto, la felicidad.

Hay democracias y democracias

La democracia es muy frágil. Puede ser un buen sistema político, pero sólo si reúne ciertas condiciones; si no, puede convertirse en un sistema político enemigo de la libertad, de la propiedad, de la justicia y del bien común. Por lo tanto, resulta engañoso hablar de “democracia”, en singular; hay democracias y democracias. 

Por ejemplo:

– no es lo mismo una democracia con elecciones limpias que con elecciones amañadas;

– tampoco es lo mismo una democracia con prensa libre y veraz que sin ella;

– no es lo mismo una democracia sujeta al imperio de la ley con una Constitución respetada que una democracia en la que el gobierno carece de límites;

– tampoco es lo mismo una democracia que aprueba leyes justas que una que aprueba leyes injustas, o una en la que apenas hay corrupción que otra en la que la corrupción es rampante;

– no es lo mismo una democracia con separación de poderes que sin ella: no es lo mismo una democracia con un Tribunal Constitucional independiente que otra en la que éste esté corrompido y politizado;

– tampoco es lo mismo una democracia con instituciones independientes que otra donde las instituciones están colonizadas por la clase política.

– no es lo mismo una democracia con un Estado Gigante que una democracia con un Estado mínimo en el que los gobernantes apenas puedan interferir en la vida de los gobernados.

– tampoco es lo mismo una democracia directa que una democracia representativa, y no es lo mismo que los representantes sean elegidos directamente por los electores a que sean elegidos a dedo por el líder del partido;

– no es lo mismo una democracia con una policía independiente que puedan investigar las corruptelas del gobierno que una democracia en la que la policía está controlada por el poder político;

– tampoco es lo mismo una democracia con una población bien formada que con una población ignorante, o con una población económicamente independiente que con una población que vive del Estado;

– no es lo mismo una democracia con una población cohesionada (que vive las elecciones sin temor a la victoria del contrario) que una democracia con una población enfrentada en la que la victoria del adversario se percibe como una amenaza;

– finalmente, no es lo mismo una democracia sujeta a una clara moral pública que otra donde ésta haya desaparecido; por ejemplo, no es lo mismo una democracia en la que la mentira o la traición a las promesas electorales se castigan que otra en la que dichas conductas queden impunes.

A mayor democracia, ¿menos libertad?

Paradójicamente, la generalización de la democracia ha conllevado una preocupante disminución de la libertad personal en todo Occidente, por lo que los defensores de la libertad tenemos la obligación de señalar el elefante en la habitación, como hicieron Aristóteles, los Padres Fundadores de EEUU, Tocqueville, o, más recientemente, pensadores liberales como Hoppe, Brennan o Caplan. La alucinante disminución a la libertad de expresión y la generalización de la autocensura deberían encender todas las alarmas.

En cualquier caso, no podemos caer en la intimidación de considerar la democracia como una diosa ante la que sólo cabe inclinarse, sino como un sistema político más que debe ser objeto de crítica y escrutinio y al que debemos exigir que ofrezca los resultados prometidos.

Con su inteligente ironía, el pensador colombiano Nicolás Gómez-Dávila definía la democracia como «el régimen político donde el ciudadano confía los intereses públicos a quienes no confiaría jamás sus intereses privados». Los Padres Fundadores de EEUU la definían como como «dos lobos y una oveja votando qué hay para cenar esta noche». Efectivamente, les preocupaba que la democracia degenerara en la «dictadura de la mayoría».

Entonces, ¿qué ha ocurrido? ¿Se ha corrompido el concepto de democracia o es que nunca fue ninguna panacea?

La breve historia de la democracia

La realidad es que la historia de la democracia es tan breve que puede considerarse algo prácticamente episódico en la Historia de la Humanidad. Tras su origen en la Antigua Grecia y algunos guiños de la República de Roma (en ambos casos, sin sufragio universal), apenas volvió a utilizarse prácticamente en los siguientes 1.800 años.

Al llegar a principios del siglo XIX, la mera idea de igualar el poder de voto de un joven inexperto y frívolo con el de un anciano experimentado y sabio, o de personas educadas con personas ignorantes, o de aquellos que pagan impuestos para financiar subsidios con los que reciben esos mismos subsidios, era considerada una idea extraña. Quizá por ello, en el Reino Unido sólo el 7% de la población mayor de 20 años tenía derecho a voto en 1832.

Hubo que esperar hasta el primer cuarto del siglo XX para que se adoptara el sufragio universal en parte de Europa, aunque algunos grupos de la población sufrieron retrasos aún mayores (en Brasil los analfabetos no pudieron votar hasta 1988), a veces por razones puramente discriminatorias. Por ejemplo, en Suecia los católicos no pudieron votar hasta 1860 y tuvieron que esperar hasta 1950 para poder ser miembros del gobierno; en Italia, las mujeres no pudieron votar hasta 1945 (y en algunos cantones suizos hasta 1990); y las minorías étnicas o raciales en Canadá, Australia o EEUU no pudieron hacerlo hasta 1965, aproximadamente.

¿Un sistema disfuncional?

¿Por qué han devenido las democracias en sistemas disfuncionales? ¿Podemos establecer una relación con los otros experimentos? Yo creo que sí. Los yonquis del poder adulan y seducen a las masas con todo tipo de promesas de dinero público hasta convertir el proceso electoral en una subasta de votos. Quizá eso explique por qué el tamaño del Estado (y la consecuente disminución de la libertad del individuo) ha aumentado de forma paralela al desarrollo democrático.

Cualquier análisis racional del proceso de formación del voto conduce a conclusiones muy sobrias que moderan el entusiasmo democrático, pues las tres características fundamentales del voto son la frivolidad, la inercia y la ignorancia. Además, el voto, lejos de ser racional y libre, está condicionado por las pasiones (particularmente por el miedo y la envidia) y por la propaganda[5]. Churchill defendía que «el mejor argumento contra la democracia es una conversación de un cuarto de hora con el votante medio». Esta ignorancia no tiene por qué reflejar pereza o indolencia, sino un simple argumento lógico, el llamado “efecto de ignorancia racional” de Downs.

En efecto, como explica el profesor de la Universidad de Georgetown Jason Brennan en su provocadora obra Contra la Democracia, «cuando se trata de política, algunas personas saben mucho, la mayoría de la gente no sabe nada y muchas personas saben menos que nada». No debería sorprendernos. El sufragio universal incondicional implica que «una abrumadora mayoría de personas carece incluso de un conocimiento elemental sobre la política, y muchas de ellas están mal informadas». Sin embargo, estas personas «ejercen su poder político sobre los demás, pues el sufragio universal incondicional concede poder político de una manera indiscriminada». Brennan se pregunta: «Yo puedo señalar al votante medio y preguntarme con razón: ¿por qué debería esta persona tener cierto grado de poder sobre mí? Puedo igualmente volverme hacia el conjunto del electorado y preguntar: ¿Quién ha decidido que esa gente mande sobre mí?» [6].

El sufragio universal conduce además a una politización exagerada de la sociedad. Los medios de comunicación no hablan de otra cosa que no sea de lo que dicen y hacen en cada momento los políticos, motivo por el que, cuando éstos están de vacaciones, la prensa adelgaza y sólo nos hablan de desastres naturales. A su vez, esta simbiosis entre política y periodismo facilita que los políticos promuevan a través de sus altavoces mediáticos la polarización de la sociedad, pues el teatro político fomenta el miedo e incluso el odio hacia el que piensa diferente. De este modo, conforme las democracias envejecen, las opiniones políticas se convierten en difícilmente reconciliables y enfrentan a los ciudadanos entre sí empujados por sus irresponsables líderes, aunque el enfrentamiento entre ciudadanos sea mucho más enconado que el que tienen los políticos entre ellos en privado. La violencia política —llegando a la eliminación física del adversario— puede aumentar, como hemos visto recientemente en EEUU.

Hay otras explicaciones de por qué las democracias no están dando los resultados apetecidos. Aristóteles argumentaba que las democracias caían por culpa de los «demagogos rastreros y sin escrúpulos (…) que en realidad aspiran a la tiranía». Puede ser. Tenemos, sin duda, ejemplos muy cercanos. También es posible que la democracia lleve en sí misma inherente el germen de su propia destrucción.

Pero el hecho irrebatible es que nunca en la Historia se había utilizado la democracia a una escala tan masiva, y, paradójicamente, salvo en regímenes totalitarios, nunca la oligarquía gobernante (la clase política) había ostentado tal poder. A mayor poder de la oligarquía gobernante, menor libertad del pueblo gobernado, por lo que la libertad política ha ido acompañada de una grave pérdida de libertad personal.

¿Acertaba, por tanto, el gran Jouvenel al afirmar que «la soberanía del pueblo no deja de ser una ficción, una ficción que a la larga no puede menos que destruir las libertades individuales»[7]? ¿Ha sido la democracia una distracción por la que, mientras con una mano nos permitían votar un día cada cuatro años, con la otra nos quitaban nuestro dinero y nos restringían cada vez más nuestras libertades diarias?

Por qué terminó la democracia en la Antigua Grecia

El fin del primer experimento democrático de la Antigua Grecia hace 2.500 años puede encerrar alguna lección para las sociedades modernas, tal y como lo explicó la historiadora y helenista Edith Hamilton en su maravilloso libro The Echo of Greece, publicado en 1957. Esta larga, pero portentosa cita, pertenece al capítulo titulado «El fracaso de Atenas»:

«Lo que el pueblo quería era un gobierno que le proporcionara una vida cómoda, y con este objetivo primordial, las ideas de libertad y autosuficiencia quedaron oscurecidas hasta el punto de desaparecer. Atenas se consideraba cada vez más como una cooperativa de la que todos los ciudadanos tenían derecho a beneficiarse. Los fondos que ello exigía, cada vez más cuantiosos, hacían necesaria una fiscalidad cada vez más pesada, pero eso sólo preocupaba a los ricos, que siempre eran una minoría. La política estaba ahora estrechamente relacionada con el dinero, tanto como con el voto. Los votos estaban en venta (…).

Atenas había llegado al punto de rechazar la independencia, y la libertad que ahora quería era que la liberaran de la responsabilidad. Solo podía haber un resultado. Si los hombres insistían en liberarse de la carga de una vida autosuficiente y de la responsabilidad, dejarían de ser libres. La responsabilidad era el precio que todo hombre debía pagar por la libertad. No había otra forma de obtenerla. (…). Pero, para entonces, Atenas había llegado al fin de la libertad y nunca volvería a tenerla».

¿Será éste el destino de las democracias occidentales?

[1] M. Huemer. El problema de la autoridad política. Deusto, 2019.
[2] H-H. Hoppe, Democracy, the God that Failed. Routledge, 2017.
[3] H. Spencer. El Hombre contra el Estado. Unión Editorial, 2019.
[4] R. Syme, La Revolución Romana, Ed. Crítica, 2010.
[6] J. Brennan, Contra la Democracia. Ed. Deusto, 2018.
[7] B. de Jouvenel. Sobre el Poder. Unión Editorial 2011, p. 343.