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domingo, 1 de enero de 2023

El futuro de la Iglesia sin el papa emérito (Carlos Esteban)



Es, en un sentido, triste que un papa que ha aportado un legado teológico e intelectual tan espectacular a la Iglesia y ha seguido durante su reinado con tanta prudencia su misión, heredada de su predecesor, de enderezar el rumbo de la barca de Pedro, medio extraviada en la tormenta posterior al Concilio Vaticano II, vaya a pasar a la historia no tanto por el contenido de su pontificado como por su brusco e insólito final.

Ha pasado una década, pero la mayoría de los católicos siguen intrigados por ese acto para muchos aún incomprensible de su abdicación sorpresiva, como un rayo en un cielo sereno, abriendo decenas de debates sobre la posibilidad de que un papa renuncie y de que su decisión inaugure una serie de abdicaciones papales posteriores que nos obliguen a hacernos a la idea de futuros «papas eméritos», un título hasta ahora inexistente y todavía cuestionable.

Su actitud posterior a la elección de Francisco no contribuyó, precisamente, a aclarar la situación. El hecho de que eligiera para sí el título creado al efecto de «papa emérito», de que siguiera recibiendo el tratamiento de «Su Santidad» y confiriendo bendiciones apostólicas y recibiendo cardenales junto al papa en ejercicio, que vistiera de blanco y viviera en Roma, cuando todos lo imaginábamos en un monasterio alemán rodeado de libros polvorientos y bien provisto de cerveza bávara, no hizo más que profundizar el misterio.

Y de ese misterio, y de un ambiguo discurso dado por su secretario, monseñor Gänswein, sugiriendo que, en algún sentido, seguía siendo papa, surgió un estado de opinión que pronto cristalizó una corriente dentro del comentariado católico: el «benevacantismo», como ha sido humorísticamente llamado, y que consiste en la teoría de la conspiración según la cual Benedicto habría redactado deliberadamente mal su acto de renuncia (en latín, naturalmente), de modo que su abdicación sería inválida y Ratzinger seguiría siendo el único papa legítimo.

En otras circunstancias, una teoría tan retorcida hubiera supuesto una muerte temprana con el tiempo, incluso si la abdicación hubiera seguido estando rodeada por el misterio. Pero la línea del papa que le sucedió, Francisco, no ha hecho más que apuntalar la teoría de la conspiración. Porque ni en mil años hubiera podido encontrar Benedicto un sucesor más contrario en casi todo, desde lo importante a lo anecdótico.

Suele decirse que a un Papa gordo le sucede otro flaco, pero ni buscando con lupa se podría encontrar mayor contraste entre ambos pontificados. No creemos injusto para ninguno de los dos personajes concernidos afirmar que Francisco ha deshecho el legado de Benedicto. Es su opuesto en todo. Donde uno era retraído y tímido, el otro es mediático y locuaz; si Benedicto era un intelectual algo desinteresado por las minucias políticas, Francisco es impaciente con las sutilezas teológicas y está más en su salsa disertando sobre asuntos hasta ahora ajenos al campo eclesial, desde el Cambio Climático a la política migratoria de los estados; cuando el primero trataba pacientemente de salvar la continuidad del concilio con toda la historia anterior de la Iglesia, el segundo parece querer olvidar todo lo que vino antes y pisa a tope el acelerador en la presunta renovación conciliar. Incluso ha llegado a derogar un motu proprio no menor de su predecesor, Summorum pontificum, a solo catorce años de su promulgación.

Sería absurdo ignorar que muchos de los pronunciamientos del papa actual han levantado más de un par de cejas a los católicos ortodoxos, y que la situación de la catolicidad, al menos del único modo que podemos medir el fenómeno, por números y estadísticas, no está precisamente mejor que cuando ocupó el solio pontificio.

Sea como fuere, a cada declaración, decisión o nombramiento polémicos de este papa, no eran pocos los fieles que echaban una mirada hacia el monasterio Mater Ecclesiae, esperando un comentario (cuando no un «pronunciamiento», en el sentido que le da la historia española) del papa emérito. Pero solo tuvimos el silencio, puntuado por ciertas contribuciones en prensa en la que creían leer una oposición velada al presente rumbo. Lo cierto es que algunas de ellas levantaron ampollas en la Curia Romana.

Pero ya no hay papa Benedicto, ni emérito ni reinante, y los «benevacantistas» tendrán que buscar un nuevo relato que explique por qué mañana no se va a convocar cónclave alguno.

Y aquí tenemos que mencionar otra corriente de opinión común entre los descontentos con la renovación eclesial: quienes veían al papa emérito como un «katejon», como un freno, no necesariamente en un sentido puramente escatológico, sino con respecto al propio Francisco. Sostiene esta escuela que si Francisco no va más rápido y más lejos en su revolución eclesial es por consideración a Benedicto y que, muerto este, las cosas van a cambiar mucho y muy deprisa, porque tampoco a Francisco, con sus 85 años, pueden quedarle demasiados años.

Carlos Esteban