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lunes, 10 de septiembre de 2012

LA SANTÍSIMA TRINIDAD (DIOS HIJO I)

Recordemos que lo que da fuerza y unidad al Antiguo Testamento es la afirmación de que Dios es el fundamento de toda la creación. Todo cuanto existe fuera de Él no subsiste sino por su Voluntad.  Curiosamente, este Dios, que no tiene comienzo ni fin, que ha creado el mundo y que no puede confundirse con él, se revela a Israel, por propia iniciativa, interviniendo en la historia y estableciendo con este pueblo una Alianza: el pueblo de Israel debe su existencia a la libre elección divina; esta elección divina es, precisamente, la que distingue la religión de Israel de la religión natural (o Teodicea). Y el principal dilema y el centro de la historia bíblica es la aceptación o el rechazo de la relación con Dios por parte del hombre. 

Dicho de otro modo: el Dios de la Alianza influye en la historia. No sólo se cree en Dios como una verdad teorética sino que, sobre todo, se confía en Él como fuerza providente y se cree (con seguridad absoluta) que Él salvará a su pueblo y a todos los hombres, porque su Palabra es omnipotente y creadora: "Dijo Dios: haya luz. Y hubo luz" (Gen 1,3). Dios es Alguien de quien puede uno fiarse siempre. Su Palabra es eficaz: "La Palabra que sale de mi boca no volverá a Mí de vacío, sino que hará lo que Yo quiero, y realizará la misión que le haya confiado" (Is 55,11)

La Biblia va narrando la intervención de Dios en la historia y va señalando los atributos divinos que se revelan en esas actuaciones : Dios es  Uno y no hay otro fuera de Él; ha creado todo cuanto existe; es Eterno, Inmutable,  Inmenso y Todopoderoso. Infinitamente Sabio y Rey del Universo; Presente en todas partes. Es la Verdad, la Bondad y la Belleza, la suma Perfección, la Vida misma. Y no se desentiende de sus criaturas: Providente,  Supremo Legislador, Justo y Misericordioso; es nuestro Salvador y nos ama: somos importantes para Él, cada uno, de un modo personal, singularísimo y único. Sumamente respetuoso con la libertad que nos ha dado (libertad real), espera una respuesta amorosa por nuestra parte.

Conviene no olvidar que todos estos atributos divinos de los que habla la Sagrada Escritura son realmente idénticos a la esencia divina (Dios no sólo es bueno, es la Bondad; no solo es bello, es la Belleza; etc.); y, además, dada la simplicidad divina, son idénticos entre sí: la verdad de Dios es su fidelidad, su bondad, su justicia y su misericordia. Todas las perfecciones que vemos en Dios se identifican realmente con Dios.

Ahora bien: el hombre sólo posee un conocimiento analógico de Dios: "por la grandeza y hermosura de las criaturas, se puede contemplar, por analogía, al que las engendró" (Sab 13,5). De modo que no tiene otro camino para hablar de cómo es Dios si no es enumerando sus perfecciones y usando conceptos humanos limitados; perfecciones que, así concebidas, no pueden ser idénticas al ser divino, ni en nuestro pensamiento ni en su significado objetivo. De ahí la importancia de respetar la ley de la analogía para no convertir los atributos divinos en fórmulas que pretendan explicar qué cosa es Dios. Por ejemplo: es legítimo decir que Dios es infinito, pero la realidad infinita de Dios no es la misma infinitud de los números; y así con todas las demás perfecciones. Dice Santo Tomás de Aquino que de Dios "no podemos saber lo que es, sino más bien lo que no es". (Las ideas expuestas en algunos de los apartados anteriores han sido sacadas del libro Dios Uno y Trino, de Lucas F. Mateo-Seco, págs 67 y 68; en adelante, op. cit)

Pues bien: la Revelación que Dios hace de Sí Mismo tiene un carácter progresivo, al igual que lo tiene la historia de la salvación. Aunque los atributos con que se describe a Dios en el Nuevo Testamento son los mismos con que lo hemos visto descrito en el Antiguo, el Nuevo Testamento va mucho más allá de una simple evolución o desarrollo del concepto de Dios que tienen los judíos. Implica una novedad radical que supera infinitamente todas las revelaciones anteriores, como pronto veremos: "En diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En estos últimos días nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien instituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo también el universo" ( Heb 1, 1-2). Y estas otras: "Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley..." (Gal 4, 4)

Estamos ya situados en el Nuevo Testamento y estas palabras del apóstol San Pablo a los hebreos se refieren a Jesús, el hijo de María. Y no se trata de un Dios nuevo. Hay una continuidad, aunque también una novedad radical, como ya se ha dicho, en la que ahondaremos más adelante. Cuando en el Nuevo Testamento se habla de Dios, se está pensando en Yavéh, es decir, en el Dios único y Creador, bendito por los siglos, que se manifestó a Moisés y que habló por medio de los profetas: "Desde la creación del mundo las perfecciones invisibles de Dios -su eterno poder y su divinidad- se han hecho visibles a la inteligencia a través de las cosas creadas" (Rom 1, 20). Véase el parecido con el versículo citado más arriba del libro de la Sabiduría (Sab 13, 5).

Cuando Jesús habla de su Padre, y lo hace en infinidad de ocasiones, como veremos, se refiere siempre al Dios en quien Israel cree y adora, es decir, " el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob" (Mt 22, 32), un Dios al que se dirige de un modo tal que nadie lo había hecho hasta entonces: "Abba, Padre, todo te es posible..." (Mc 14,36), pues abba puede traducirse como "papaíto", indica una profunda intimidad. Leemos en los Hechos de los apóstoles: "El Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su Hijo Jesús" (Hch 3,13). El concepto de Hijo de Dios, aplicado a Jesús, tiene un profundo significado, que iremos desgranando.
 (Continuará)