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sábado, 8 de enero de 2022

De la Iglesia ‘hospital de campaña’ al club ‘sólo para abonados’ (Carlos Esteban)



Desde Lima a la Unión Europea, del cardenal Hollerich al arzobispo Castillo, la Iglesia cierra o pretende cerrar las puertas al culto y a los sacramentos a quienes hayan optado por no vacunarse, como en una especie de excomunión de hecho. Es, sin exageración alguna, un escándalo.

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La Iglesia de la Misericordia muestra cada día más su rostro implacable, dejando bien claro que diálogos y apertura son sólo para unos, igual que los descartados que cuentan no son todos en absoluto. El nuevo arzobispo de Lima, nombrado por Francisco, prohíbe ya el acceso a todo lugar de culto en su archidiócesis a cualquier fiel que, por la razón que fuera, no dispone de ‘pasaporte vacunal’, y el jefe de los obispos de la Unión Europea, el luxemburgués Jean-Claude Hollerich, ha expresado su deseo de que se aplique lo mismo en todas partes.

La jerarquía eclesiástica, del mismo Papa al último de los diáconos, no tiene absolutamente ninguna autoridad, cero, nihil, nothing, en lo que NO se refiere a su cometido de fe, por lo que sus opiniones sobre las bondades de un producto, por universalizadas que estén en el mundo secular, no tienen más peso que la de cualquier otro.

Sí tienen, en cambio, en la práctica, la competencia para decidir quién puede entrar y quién no en los lugares de culto que gobiernan. Y en este caso la excusa es “salvar vidas”, aunque no se entiende bien cómo, o dónde estaría el límite. Ya se sabe, después de un periodo suficiente y la confesión de autoridades y los propios fabricantes, que las terapias que dan derecho al flamante pase no impiden la transmisión de la enfermedad que, en cualquier caso, muy rara vez se traduce en una enfermedad mortal. ¿De qué, entonces, se está protegiendo a los fieles?

Sobre todo, llama la atención que una de las instituciones que más estricta amenaza con ponerse con estas cosas del ‘pase verde’ -que la experiencia ya delata inútil frente a la extensión del virus- sea la que, supuestamente, da más importancia al espíritu que a la carne, la que dice creer que esta vida mortal es “una mala noche en una mala posada” y que es, ante todo, una preparación para la vida verdadera, la que no tiene final.

Es un poco difícil, se nos hace un poco cuesta arriba, confiar en que esta actitud no afecte a esa evangelización que, como dice el Papa, es la seña de identidad de la Iglesia: ¿cómo creer que cree en un Dios que, hecho hombre, se acercaba a los leprosos, si deja fuera a los mismos sanos que no disponen del certificado que otorga el poder? Ese mismo poema de San Francisco cuyas primeras palabras constituyen el título de una de las encíclicas del Papa reinante, Laudato Sì, no solo llama “hermanos” al sol, la luna y la tierra, sino también a la muerte, porque es así como debe verla un cristiano. Aquí estamos muy, muy lejos de hablar de muerte segura, basta mirar las estadísticas, pero por el miedo que le tienen nuestros pastores casi se diría que no hay nada al otro lado.

Carlos Esteban