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viernes, 24 de septiembre de 2021

De la boca de los comentaristas y los niños de pecho (Bruno Moreno)



El otro día, en Eslovaquia, el Papa Francisco se reunió con jesuitas del país y tuvo una conversación distendida con ellos. Prefiero no comentar la mayor parte de esa conversación, porque creo que tiene más que ver con debilidades humanas que otra cosa. Hay una frase, sin embargo, de la que conviene hablar, porque afecta a toda la Iglesia y a la fe y la moral católicas.

Ante la pregunta de un joven jesuita, el Papa dijo: “Estoy pensando en el trabajo que se ha realizado —el Padre Spadaro estaba allí— en el Sínodo de la Familia para hacer entender que las parejas en segunda unión no están ya condenadas al infierno”. Es una frase asombrosa, que nos revela lo que piensa el Papa sobre Amoris Laetitia y sobre el cambio que quiere realizar en la moral de la Iglesia.

A mí la frase más bien me deja sin palabras, pero, por suerte, una comentarista con el norteño seudónimo de Argia ha hecho honor a su nombre (argia significa luz) y ha dejado en mi blog un resumen difícilmente mejorable de lo que ha dicho el Papa:

“Lo que yo entiendo, con ese párrafo es:

El matrimonio, ya no es indisoluble

Los casados vueltos a casar, después de Amoris Laetitia, ya no se van al infierno, es decir ya no viven en pecado mortal.

Los de antes es muy posible que sí, porque ellos sí vivían en pecado mortal.

Lo que dice Jesús en el evangelio: “el que repudia a su mujer y se casa con otra comete adulterio” o “el que mire a una mujer deseándola” también, ya no está vigente.”

Más claro, imposible. Conviene señalar que Argia, que yo sepa, no es teóloga ni nada por el estilo y precisamente por eso su reacción es tan importante. No se trata de especulaciones de teólogos y moralistas. Todo el mundo puede ver los efectos de este nuevo paradigma moral que se nos quiere imponer.

Son efectos terribles: destrucción del sacramento del matrimonio, destrucción de la idea misma de pecado mortal, ruptura con la Iglesia de los dos milenios anteriores porque puede estar equivocada en sus preceptos fundamentales y rechazo frontal del propio Evangelio y de las palabras del mismo Cristo para actualizarlas a la mentalidad del mundo en nuestra época. Es para echarse a llorar.

Esos son, además, solo los efectos inmediatos, porque este nuevo paradigma conlleva consecuencias inevitables que únicamente algunos (capitaneados por los obispos alemanes) han empezado a sugerir. A fin de cuentas, si uno puede seguir adulterando y no ir al infierno, ¿por qué no va a poder seguir mintiendo, robando, abusando de niños o asesinando? La única diferencia es que algunos de esos pecados están de moda y otros no, pero moralmente hablando, si es posible para uno también lo será para los otros. Si es posible divorciarse y vivir en adulterio y recibir a Cristo con la conciencia tranquila, ¿por qué no lo va a ser usar anticonceptivos, vivir en pareja del mismo sexo, abortar, negar la fe o desobedecer al Papa o al obispo con la conciencia igualmente tranquila y comulgando todos los domingos? ¿Por qué vamos a “acompañar” un pecado y otros no?

Por otro lado, si la Iglesia ha estado equivocada en algo fundamental durante dos milenios, ¿por qué no va a estar equivocada en todo lo demás? Cualquier doctrina, cualquier dogma de fe estarían sujetos a revisión y cambio cuando dejen de ser políticamente correctos, como hoy es políticamente incorrecta la indisolubilidad del matrimonio. ¿Dónde queda, entonces, la roca firme de la fe de la Iglesia? Ya no hay fe, sino solo una multiplicidad de las más dispares opiniones, apenas relacionadas con la figura vaga y buenista del Jesús mítico que cada uno se invente en su propia imaginación.

Ya sé que, cinco años después de Amoris Laetitia, algunos lectores preferirían olvidar el tema y que este blog no diera la lata con él, pero no puedo callarme. Como decía, esto afecta a toda la Iglesia, pero de forma especial a los laicos, los seglares, como Argia o como yo mismo, porque lo que está amenazado es particularmente nuestro: el sacramento del matrimonio.

Yo me casé con un sacramento indisoluble, hasta la muerte, con la garantía del amor mismo de Cristo en la cruz, que no puede fallar. Un sacramento en el que Dios hace posible lo que al mundo le parece imposible. Ahora, en cambio, veo que quieren cambiármelo por el triste y pobre sucedáneo que el mundo secularizado actual llama matrimonio y que está herido en su raíz por la desesperanza de una época apóstata que no entiende de compromisos permanentes, de gracia de Dios o de la victoria de Cristo. Quieren darme gato por liebre, cambiar un sacramento por una pálida imitación y sustituir la ley divina por otra humana más “misericordiosa". Quieren, en fin, arrebatarme la herencia más preciada que recibí y que quiero dejar a mis hijos, porque solo en ella se encuentra la vida eterna.

No, no y no. Sobre mi cadáver.

Bruno Moreno