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jueves, 13 de octubre de 2016

Javier Barraycoa analiza la imposición de la transexualidad en los colegios (entrevista con Javier Navascués)



La ideología de género sigue gangrenando España, como caballo de Atila desbocado, devastando el fértil erial de la civilización cristiana. Su perverso ideario se fomenta desde un Estado liberal, apóstata de la moral católica. La Iglesia, por su parte, por miedo a incomodar demasiado al establishment no denuncia estos hechos con la contundencia que debiera, resignándose ante las inicuas “libertades” que imponen los nuevos tiempos.

Recientemente, comunidades como Vascongadas, han empezado a fomentar la transexualidad en los colegios, imponiéndola en el sistema educativo y difundiendo a gran escala “material didáctico” para adoctrinar a los niños. La noticia provocó tímidas reacciones de protesta, que pronto se desploman en el saco roto de la ineficacia. La dictadura del relativismo sigue imponiendo desde el poder una “educación” paganizante y anticristiana, con la complicidad de la mayoría de los medios de comunicación. 

D. JAVIER BARRAYCOA, profesor de Sociología de la Universidad Abat Oliba de Barcelona, analiza el fenómeno y las consecuencias de la incursión de esta ideología en el sistema educativo español.

Como sociólogo, ¿cómo valora las nuevas aberraciones de la ideología de género como fomentar la transexualidad en los colegios?

Muestra la profunda contradicción en la que vive nuestra sociedad. Por un lado los niños son considerados los seres más preciados a los que se les protege con todo tipo de derechos, siempre y cuando ya estén fuera del útero materno claro. Mientras que la ley obliga a digitalizar las fotos de los niños para proteger su intimidad, la publicidad los convierte en reclamos vergonzantes, para conmover la afectividad de los consumidores. Por eso no es de extrañar que una sociedad que se escandaliza con la pedofilia, quiera consagrar como un acto democrático y de libertad la incitación a la transexualidad. No es lo mismo, argumentarán alguno, pero en el fondo sí lo es.

¿Dónde ponemos los límites de edad en las responsabilidades? ¿Cuándo un adolescente puede consentir en relaciones sexuales y cuándo en cambiarse de sexo? Si analizamos en profundidad el tema, tenemos dos lecturas: una más humana y sociológica y otra más espiritual o teológica. Y las dos están comunicadas. La educación en la transexualidad (o mejor dicho incitación) en las escuelas, se fundamenta en la siempre despreciable tesis rousoniana de que el niño es puro y libre y que los adultos los corrompen.

Esta tesis ha subsistido en la ideología revolucionaria hasta Pol Pot, donde los Khemeres Rojos dejaban que los niños decidieran a quién había que ejecutar, pues su conciencia era más pura y revolucionaria. Lo divertido-triste del caso, es que son adultos los que enseñan a los niños que no hay que obedecer a los adultos. En el fondo es un ataque directo contra el derecho de los padres a la educación de sus hijos y el intento de arrebatarles su legítima autoridad.

La segunda dimensión, la teológica, es que la transexualidad y otros aspectos de la ideología de género, esconden las tesis de la vieja gnosis, esto es, la negativa a aceptar la naturaleza como un don de Dios gratuito y en una forma determinada: seas hombre o mujer, más o menos listo o habilidoso. La gnosis aborrecía al Dios creador, porque las determinaciones de nuestra creación, parecían mermar nuestra “libertad”. De ahí que la transexualidad no sea un acto de libertad, es una rebelión ante lo que somos y como somos. En el fondo es el rechazo del don que Dios nos ha dispuesto según su voluntad. Por tanto también es un acto de rebeldía.

¿Quién está detrás y cómo hacer frente a este poderoso lobby?

No sólo estamos ante un lobby realmente poderoso como es el lobby gay. Me atrevería a decir que -aunque cuenta con muchos recursos y ocupa lugares muy privilegiados a altos niveles políticos- ese no es el tema. De hecho, la reivindicación homosexualista de los años 70, tenía un carácter de transgresión, de segunda vida, la emoción de ser perseguidos. Cualquier homosexual serio de los años 70, como se quejó el propio Michael Foucalt, vería como un absurdo la reivindicación del matrimonio gay. Precisamente todos los gay de los 70, al igual que los hippies estaban contra el matrimonio. No querían adoptar, ni visibilizarse, ni normalizarse. Eso sí que era una “pose” alternativa.

La transformación de la estrategia y discurso gay, llegando a negar lo que afirmaban (antes se defendía que era genético, ahora que es una decisión personal), se debe a otro tipo de grupos que tienen una cosmovisión más amplia. En el fondo la homosexualidad poco les importa, lo que desean es una transformación social propia de una gran diseño de ingeniería social. Ya se está cumpliendo lo que pronosticaron: “sexo sin reproducción, y reproducción sin sexo”.

Este modelo como ideal, profundamente antihumano, nos retrotrae a la gnosis. Por tanto estamos ante fenómenos sólo explicables por la perduración de ideas pseudorreligiosas anticristianas que han perdurado en el tiempo y han influido en la masonería y otros niveles
de poder que superan con mucho al lobby gay. Recuerda mucho a lo que pasó en los primeros años de la revolución rusa. Los bolcheviques consiguieron el apoyo de toda una generación de poetas homosexuales. Pero una vez los utilizaron, luego los depuraron a todos.

¿Hay miedo a enfrentarse a ellos, especialmente si las leyes les amparan?

Primero tenemos que acostumbrarnos a empezar a asumir aquella sentencia de San Agustín: “una ley injusta, no es ley”. No les ampara ninguna ley de verdad, sin la fuerza coercitiva del Estado, que a su vez se somete a las directrices que imponen unas comisiones que nadie ha votado democráticamente. Los estados y los centros de poder económico, destinan cantidades ingentes de dinero a subvencionar grupos que “presionen” a las propias instituciones para que impongan estas directrices. A esto algunos lo llaman democracia.

A mí lo que más me preocupa es la esquizofrenia de una parte de la intelectualidad occidental. Es imposible mantener una discusión seria, académica, filosófica, antropológica o psicológica sobre la homosexualidad, pues solo plantearlo ya eres una especie de “genocida en potencia”. En cambio, cuando hemos visto cómo los yihadistas ejecutan homosexuales lanzándolos desde lo alto de edificios, no hay forma de que lo saquen en un telediario o lo denuncien ciertos intelectuales. ¿A qué jugamos pues?

En el fondo poco les importan los homosexuales, pues sino, pondrían el grito en el cielo. La falsa defensa de la homosexualidad esconde un ataque a las entrañas de una civilización que desprecian. Esta es la dimensión desde la que debemos contemplar el problema: “Hay que matar al padre (o en este caso la madre)”, diría Freud, que es la civilización que nos ha engendrado.

Ninguna sociedad puede sobrevivir con un alto nivel de contradicciones. Y la nuestra está llegando al límite de las mismas. Se aplaude, regula y anima a que los heterosexuales se transformen en homosexuales. Pero cuando un homosexual sufre y quiere libremente ayuda para reconciliarse con su heterosexualidad, entonces esto es casi un delito. Si se es libre para hacer un camino, se supone que podemos ser libres para deshacerlo.

¿Hasta que punto es grave esta reivindicación de la transexualidad y un paso más en la corrupción de la juventud?

Ahora es la transexualidad, pero volvemos a lo mismo, ese no es el problema. El problema es querer vivir una existencia sin más límites que mi propia voluntad. Los catálogos de parafilias en psicología superan más de 200 tipificaciones.

Si está permitida la transexualidad por qué debemos considerar una patología que a alguien le guste que se le orinen encima, o que intente tener relaciones sexuales con árboles (dentrofilia). ¿Dónde ponemos el límite? Ya no lo hay. Aparecen asociaciones que defienden
la legalización del poliamor (un eufemismo de poligamia), otras quieren la aprobación del incesto. En Alemania hay una potentísima asociación que quiere legalizar el animalismo. Dicen que así se lograría que los animales no sufrieran cuando se tuvieran relaciones con ellos, ¿para qué seguir?….Qué la juventud es más corruptible que la adultez ya lo decía Aristóteles, pues el joven aún no ha pasado por las arideces de la vida que forjan el carácter. Siempre me acuerdo de la tremenda frase del Evangelio: “Hay de quien escandalizare a estos pequeñuelos…”.

¿Se darán cada vez más casos de transexualidad si nos lo presentan como normal en los sistemas educativos, los medios de comunicación…?

Sí claro. Cualquier norma que emana de un poder, constituye “normalidad”, aunque sea contra la naturaleza. Para entenderlo sociológicamente, podemos decir que hay una especie de ley que siempre se cumple: lo que se presenta como una educación para la salud y la higiene de los jóvenes (desde el estado revolucionario), acaba destruyendo a la juventud. La promoción de la educación sexual y anticonceptiva, se justificó diciendo que así habría menos abortos.

Pero sabemos que cuánta más educación sexual y anticonceptiva hay, las estadísticas del aborto van aumentando. Es curioso que la educación en la transexualidad no provoque la reafirmación en la propia naturaleza sexual, sino que siembra dudas e inestabilidades en la formación de la identidad y por eso causa más transexualidad. Además los ejecutores de estas políticas -y esto es lo más sorprendente- se han encontrado con el beneplácito de los padres que lo “único que quieren es que sus hijos sean felices”. Los sociólogos lo llamamos la “dictadura de la felicidad” que puede llegar a justificar cualquier cosa.

¿Está habiendo la reacción debida por parte de asociaciones de padres, de la Iglesia etc o nos vamos acostumbrando a estas imposiciones?

Por desgracia, ya nos hemos acostumbrado a todo. Hace tiempo se podía constatar cómo padres católicos sufrían muchísimo si sus hijos se divorciaban o se amancebaban. Hoy padres creyentes lo justifican porque quieren -nuevamente- que sus hijos sean felices. Claro, esto crea un complejo de culpabilidad para quien intente defender que por encima de una felicidad inmediata y efímera, muchas veces hay que hacer sacrificios para preservar las creencias.

En la Iglesia, a lo largo de historia, su única fuerza (dejando de lado al Espíritu Santo y ser el cuerpo místico de Cristo) ha sido proclamar la Verdad. A San Juan Bautista le costó la cabeza denunciar un adulterio. San Pablo decía que los sodomitas no entrarían en el reino de los cielos y no le temblaba el pulso (hemos de pensar que la sodomía en la Roma de su época estaba más que extendida). Toda posición acomodaticia nunca ha llevado a ningún lado. Hay que perder complejos y decir las cosas como son.

Caridad con el pecador, intolerancia con el pecado. Esta ha sido siempre la máxima de la Iglesia. Hoy los padres se tienen que encomendar especialmente a San José, modelo de virilidad y castidad, de fortaleza, fundamento del patriarcado y protección; a la vez que de dulzura, amor y comprensión. La última trinchera que asaltará el diablo, antes de la Eucaristía, será la familia.

El mal sólo puede sustentarse fagocitando el bien. Si no existiera bien, el mal desaparecería. Por tanto, si las cosas están mal es porque aún existe un bien. Este es un bien que clama por ser difusivo, transmitido y recogido. Estamos como en las tentaciones del Paraíso, lo que pasa es que la pequeña serpiente se ha convertido el gran Dragón. Y ante esto, las mejores armas son la humildad, la confianza, la fidelidad y la perseverancia.

Javier Navascués