Comienzo una nueva andadura, con la apertura de un nuevo blog y algunos ligeros cambios en éste. El lector atrevido se preguntará el porqué de estos cambios. En realidad, no hay ninguna razón de peso para proceder como yo lo he hecho. Pero me ha parecido conveniente hacerlo así porque quiero diferenciar entre cuestiones doctrinales y problemas de actualidad religiosa y política, por un lado. Y, por otro dedicar una sección a todo lo que se refiera a reflexiones personales que, por así decirlo, van dirigidas de un modo más directo al alma y a la sensibilidad del sufrido lector.
Aunque, básicamente, el tema de fondo de ambos blogs va a seguir siendo el el mismo, es decir, la religión católica y su importancia esencial para la vida de la sociedad en la que vivimos, he realizado un desglose llevando parte de las entradas al nuevo blog. que he titulado "Il Trovatore" .En concreto han sido 68 el número de entradas migradas al nuevo blog, siguiendo el criterio explicado en el anterior párrafo.
Por supuesto, las entradas que han sido borradas de este blog y migradas a "Il Trovatore" no se encuentran ya aquí, sino en el nuevo blog, al cual puede acceder. mediante el enlace "Il Trovatore" situado en la parte superior derecha de este blog.
Este "Blog católico de José Martí" queda reducido así, al día de hoy, a tan solo 46 entradas. En principio este blog seguirá su curso habitual, como hasta ahora. Además se ha introducido una sección especial en la que irán apareciendo todas las homilías del Santo Padre Francisco (incluiremos también las que ya ha pronunciado hasta este momento)
Con relación al nuevo blog añadir tan solo que se va a introducir una nueva sección dedicada expresamente a la poesía; en particular a la poesía de trasfondo religioso, y tomando como referencia esencial las liras del gran místico español que fue San Juan de la Cruz..
En fin, me pareció que debía dar una pequeña explicación acerca de este ligero cambio en el actual blog así como hacer ya, de paso, alguna "propaganda" sobre mi nuevo blog "Il Trovatore". Eso es todo... por ahora.
Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que procede de Dios (1 Cor 2, 12), el Espíritu de su Hijo, que Dios envió a nuestros corazones (Gal 4,6). Y por eso predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero para los llamados, tanto judíos como griegos, es Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Cor 1,23-24). De modo que si alguien os anuncia un evangelio distinto del que recibisteis, ¡sea anatema! (Gal 1,9).
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BIENVENIDO A ESTE BLOG, QUIENQUIERA QUE SEAS
miércoles, 24 de abril de 2013
martes, 23 de abril de 2013
IMPOSIBLE ENCONTRAR A JESÚS FUERA DE LA IGLESIA
Este vídeo dura poco más de tres minutos. Recoge parte de una homilía del Santo Padre Francisco en el día de su onomástica. Como señala el Papa es imposible encontrar a Jesús si no es en la Iglesia Católica.
jueves, 18 de abril de 2013
De la 4ª HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO (Domingo de Ramos, 24 mar 13)
En
esta homilía el Papa nos insiste en la necesidad de la cruz para poder
dar un testimonio verdadero de Jesucristo, un testimonio alegre, propio
de los jóvenes y de los que se sienten jóvenes. El verdadero cristiano
nunca envejece. Ya lo decía
Chesterton: "El gigantesco secreto del cristiano es la alegría" . Y
como he escrito en post anteriores, sin cruz no hay verdadera alegría, pues
ésta va unida al amor y el amor, para ser auténtico, ha de ser un amor
crucificado, crucificado con Jesucristo.
A
continuación transcribo parte del texto de la homilía pronunciada por el Papa
Francisco el Domingo de Ramos, 24 de marzo de este año 2013
¿Por qué Jesús entra en Jerusalén? O, tal vez mejor, ¿cómo entra Jesús en Jerusalén? La multitud lo aclama como rey. Y Él no se opone, no la hace callar ( Lc 19,39-40). Pero, ¿qué tipo de rey es Jesús? Mirémoslo: montado en un pollino, no tiene una corte que lo siga, no está rodeado por un ejército símbolo de fuerza. Los que lo acogen son gente humilde, sencilla, que tienen el sentido de ver en Jesús algo más, que tienen el sentido de la fe, que dice: Éste es el Salvador. Jesús no entra en la Ciudad Santa para recibir los honores reservados a los reyes de la tierra, a los que tienen el poder, a los que dominan; entra para ser azotado, insultado y ultrajado, como anuncia Isaías en la Primera Lectura ( Is 50,6); entra para recibir una corona de espinas, una caña, un manto de púrpura: su realeza será objeto de burla; entra para subir al Calvario cargando un madero.
2. Y he aquí la segunda palabra: Cruz. Jesús entra en Jerusalén para morir en la cruz. Y es precisamente aquí donde resplandece su ser rey según Dios: su trono regio es el madero de la cruz. Pienso en lo que decía Benedicto XVI a los Cardenales: Vosotros sois príncipes, pero de un rey crucificado. Ese es el trono de Jesús. Jesús toma sobre sí... ¿Por qué la cruz? Porque Jesús toma sobre sí el mal, la suciedad, el pecado del mundo, también el nuestro, el de todos nosotros, y lo lava, lo lava con su sangre, con la misericordia, con el amor de Dios. Miremos a nuestro alrededor: ¡cuántas heridas inflige el mal a la humanidad! Guerras, violencias, conflictos económicos que se abaten sobre los más débiles, sed de dinero que nadie puede llevarse consigo, lo debe dejar. Mi abuela nos decía a los niños: El sudario no tiene bolsillos. Amor al dinero, al poder, la corrupción, las divisiones, los crímenes contra la vida humana y contra la creación. Y también –cada uno lo sabe y lo conoce– nuestros pecados personales: las faltas de amor y de respeto a Dios, al prójimo y a toda la creación. Y Jesús en la cruz siente todo el peso del mal, y con la fuerza del amor de Dios lo vence, lo derrota en su resurrección. Este es el bien que Jesús nos hace a todos en el trono de la cruz. La cruz de Cristo, abrazada con amor, nunca conduce a la tristeza, sino a la alegría, a la alegría de ser salvados y de hacer un poquito eso que Él ha hecho el día de su muerte.
3. Hoy hay tantos jóvenes en esta plaza: desde hace 28 años, el Domingo de Ramos es la Jornada de la Juventud. Y ésta es la tercera palabra: Jóvenes. Queridos jóvenes, os he visto en la procesión cuando entrabais: os imagino haciendo fiesta en torno a Jesús, agitando ramos de olivo; os imagino mientras aclamáis su nombre y expresáis la alegría de estar con Él. Vosotros tenéis una parte importante en la celebración de la fe. Nos traéis la alegría de la fe y nos decís que tenemos que vivir la fe con un corazón joven, siempre: un corazón joven incluso a los setenta, ochenta años. Corazón joven. Con Cristo el corazón nunca envejece. Pero todos sabemos, y vosotros lo sabéis bien, que el Rey a quien seguimos y nos acompaña es un Rey muy especial: es un Rey que ama hasta la cruz y que nos enseña a servir, a amar. Y vosotros no os avergonzáis de su cruz. Más aún, la abrazáis porque habéis comprendido que la verdadera alegría está en el don de sí mismo, en el don de sí, en salir de uno mismo, y en que Él ha triunfado sobre el mal con el amor de Dios. Lleváis la cruz peregrina a través de todos los continentes, por las vías del mundo. La lleváis respondiendo a la invitación de Jesús: «Id y haced discípulos de todos los pueblos» (Mt 28,19), que es el tema de la Jornada Mundial de la Juventud de este año. La lleváis para decir a todos que, en la cruz, Jesús ha derribado el muro de la enemistad, que separa a los hombres y a los pueblos, y ha traído la reconciliación y la paz [...] Preparaos bien, sobre todo espiritualmente en vuestras comunidades, para que este encuentro sea un signo de fe para el mundo entero. Los jóvenes deben decir al mundo: Es bueno seguir a Jesús; es bueno ir con Jesús; es bueno el mensaje de Jesús; es bueno salir de uno mismo, a las periferias del mundo y de la existencia, para llevar a Jesús. Tres palabras: alegría, cruz, jóvenes.
Pidamos la intercesión de la Virgen María. Ella nos enseña el gozo del encuentro con Cristo, el amor con el que debemos mirarlo al pie de la cruz, el entusiasmo del corazón joven con el que hemos de seguirlo en esta Semana Santa y durante toda nuestra vida. Que así sea.
domingo, 10 de marzo de 2013
LA SANTÍSIMA TRINIDAD (Introducción al Espíritu Santo)
Hablar de Dios es muy difícil. Según Santo Tomás, "sólo
Dios habla bien de Dios". De modo que la empresa en la que me he metido,
al tocar este tema de la Santísima Trinidad, no deja de ser ardua y compleja. Y, sin
embargo, considero que es necesaria, porque Dios nos ha dado la razón para que
la usemos. Es clásica la definición del hombre como animal racional. Al hacer
uso de nuestra razón actuamos conforme a la naturaleza que Dios nos ha dado.
Las personas, en general, no solemos hacer precisamente un uso excesivo de
dicha facultad. Tendemos, más bien, a
que otros piensen por nosotros y a que nos den la tarea resuelta. Pero no es
eso lo mejor para nosotros, ni muchísimo menos.
Es conveniente y necesario leer y comprender lo que otros
han dicho acerca de cualquier tema (siempre que se trate de personas de las que
uno pueda fiarse, por su categoría intelectual y por su conocimiento del asunto
sobre el que escriben). Por supuesto que lo es. Aunque no es suficiente. Es
preciso hacer propias aquellas ideas, expresadas por otros, acerca de la
realidad de la que se esté tratando. Y, para ello, se requiere de la reflexión
y el silencio, poniendo el máximo empeño posible de nuestra parte, y siendo
conscientes de la presencia de Dios, pues "en Él vivimos, nos movemos y existimos" (Hch
17,28).
Sólo se sabe bien aquello que se asimila. Y asimilar ciertas
cosas, como en el tema que nos ocupa, no sólo requiere meditar en ellas,
mediante el estudio y mediante una lectura sosegada, despierta y tranquila. Nadie
pone en duda de que esto sea algo necesario, pero no es, ni con mucho,
suficiente, ya que aquí estamos tratando de verdades cuya comprensión plena es
imposible, nos sobrepasan, están más allá de nuestras posibilidades; siempre
nos quedaremos cortos por mucho que digamos.
¿Quiere eso decir que lo mejor que podríamos hacer sería
poner punto en boca y callarnos, para no decir majaderías? Pienso que no. Dios
conoce muy bien nuestras limitaciones; y cuenta ya con ello. En realidad, lo
único que Dios nos pide es que tratemos de conocerle, que pongamos de nuestra
parte todo lo que realmente dependa de nosotros. Y que tengamos confianza: Él pondrá lo que nos falte. Dios sólo quiere
ver si el amor que decimos tenerle es auténtico, si hacemos todo lo posible (¡y
lo imposible!) por conocerlo, en la medida de nuestras posibilidades, y amarlo,
sobre todo con vistas a hacer el máximo bien posible a las personas que nos
rodean pues, como decía el apóstol Pedro: "cada uno debe
poner al servicio de los demás los dones que ha recibido" (1 Pet 4,10).
Dios cuenta con nosotros, sus discípulos, para darse a
conocer al resto de personas. ¿Por qué? Pues porque así lo ha dispuesto. Tal es
su voluntad. Se nos manifiesta ordinariamente a través de otras personas. Y, a
través de nosotros, puede llegar también a otras personas, para que lo conozcan
y lo amen. Y, como dice San Pablo: "¿Cómo invocarán a Aquel en quien no creyeron? ¿Y cómo
creerán, si no oyeron hablar de Él? ¿Y cómo
oirán si nadie les predica? ¿Y cómo predicarán si no son enviados?"
(Rom 10, 14-15). Hay algo que está muy claro, con relación a Dios, y
es que "sin
fe es imposible agradarle, pues es
preciso que quien se acerca a Dios crea que existe y que es remunerador de
los que le buscan" (Heb 11,6).
De ahí la importancia vital de
la fe. Y de ahí la responsabilidad que tenemos los cristianos de procurar conocer
a Jesucristo, para amarle y vivir conforme a lo que Él quiera para nosotros. Y
luego, debemos darlo a conocer a los demás. Los cristianos poseemos un tesoro de valor incalculable.
Pero este tesoro no es sólo para nosotros sino para que puedan disfrutar de él
el mayor número posible de personas. "Nadie enciende una lámpara para ponerla en un sitio
oculto, ni debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que los que entren
vean la luz" (Lc 11,33)
Y no debemos preocuparnos demasiado por el fruto que podamos
producir. Es suficiente tener siempre "in mente" y, sobre todo, en el
corazón, las palabras del Señor. Eso es lo único que importa. Y el fruto es
seguro: "El que permanece en Mí y Yo en él, ése da
mucho fruto, porque sin Mí no podéis hacer nada" (Jn 15, 5). Y con la
seguridad que nos dan estas palabras de Jesús, podemos atrevernos a hablar,
cada uno en función del puesto que desempeñe en la sociedad, puesto que la
misión de predicar es sólo para los que han sido enviados, es decir, los
sacerdotes.
¿Y qué tenemos que hacer, entonces, los demás cristianos?
¿Acaso nosotros no podemos hablar? Por supuesto que sí: podemos y debemos. Pero
de otra manera. Conscientes de que "llevamos este tesoro en vasos de barro, para que se
reconozca que la sobreabundancia del
poder es de Dios, y no proviene de nosotros" (2 Cor 4,7),
prestemos también mucha atención a aquello a lo que el apóstol Pedro nos
exhorta, cuando dice: "Glorificad a Cristo Jesús en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo
el que os pida razón de nuestra esperanza" (1 Pet 3, 15).
En consecuencia: ¿qué
podemos hacer para dar testimonio de nuestra fe, conforme a las enseñanzas del
Señor? Podríamos decir aquí bastantes cosas. Me limitaré a consignar
algunas que considero fundamentales:
Lo primero de todo, conocer muy bien esas
enseñanzas, mediante la lectura asidua y atenta del Evangelio y del resto
del Nuevo Testamento, sobre todo; y luego, no
cesar de pedir al Señor,
insistentemente, que aumente nuestra fe.
Más cosas: participación frecuente en la Santa
Misa, al menos los domingos y fiestas de precepto, tal como lo manda
nuestra Santa Madre la Iglesia; práctica frecuente de los sacramentos, en
particular el sacramento de la Penitencia, con la confesión de nuestros pecados (¡un sacramento que
está tan olvidado y del que tan poco se habla, siendo, como es, tan
importante!) y, por supuesto, el sacramento de la Eucaristía, es decir, la
comunión, siempre que se tengan las debidas disposiciones y se esté en
estado de gracia, con la alegría de estar recibiendo a Jesús, realmente
presente en dicho Sacramento, oculto bajo las especies del pan y del vino.
Por
supuesto, el cumplimiento esmerado de los mandamientos de la Ley de Dios,
etc... Si hiciéramos todas estas cosas, eso se reflejaría en nuestra vida,
porque se vería que Jesucristo es el centro de toda nuestra existencia; de
alguna manera, Él estaría presente en nosotros, hablándole al mundo de aquello
que le conviene para su felicidad auténtica, ya en esta vida, y para su
salvación eterna.
En cualquier caso, no hay que apurarse, porque Dios no va a
pedir lo mismo a todos sino a cada uno en función de aquellos dones que haya
recibido y de sus circunstancias particulares, que sólo Él conoce
perfectamente, mucho mejor que nosotros mismos. No es bueno, por lo tanto, compararse con los demás. Pero eso sí: debemos procurar amar a Dios, como el que más, puesto que "cada uno recibirá su recompensa conforme a su
trabajo" (1 Cor 3,8), o lo que es igual, conforme a su amor, al amor que ponga en
aquello que haga, que no otra cosa es el trabajo bien hecho.
Sigamos, por lo
tanto, el consejo que daba el apóstol Pablo a los colosenses: "Todo cuanto hagáis hacedlo de corazón, como
hecho para el Señor y no para los hombres, sabiendo que recibiréis del Señor el
premio de la herencia" (Col 3, 23-24)
(Continuará)
sábado, 9 de febrero de 2013
CIENCIA Y VERDAD (y IV)
POSIBILIDAD DE LA CIENCIA COMO CONOCIMIENTO
Nos hacemos ahora la siguiente pregunta: ¿Puede el
pensamiento llegar a conocer, efectivamente, la realidad material? Existe un
prejuicio que hace de la materia una realidad impenetrable por la inteligencia,
prejuicio que tiene como trasfondo el dogma dualista de la separación absoluta
entre el espíritu y la materia, dualismo muchas veces inconsciente y
fuertemente arraigado en la conciencia occidental desde Descartes.
Sin embargo, la mejor manera de abordar un problema es
considerar todos sus datos sin ningún tipo de prejuicios. Por lo tanto, si la
ciencia, como así ocurre, nos descubre en la naturaleza una profunda
inteligibilidad, sería anticientífico declarar a priori que ese hecho es
contradictorio e incomprensible. Por el contrario, el hecho de que la materia
sea pensable debe ser considerado-sin ningún tipo de ideas preconcebidas- como
el único punto de partida que hace posible una investigación ulterior.
Son varias las cosas que han de ser tenidas en cuenta. De un
lado, el hombre de ciencia cree en la existencia de un mundo exterior, con el
que puede entrar en diálogo y descifrarlo. De otro lado, como resultado de ese
diálogo, el esfuerzo científico desemboca en unas teorías que parecen muy
alejadas del mundo real. Y, no obstante, a pesar de su gran abstracción, no se
trata de teorías ilusorias, al margen de la realidad. No son puras construcciones
del espíritu humano, pues su aplicación a lo real concreto está, de hecho,
transformando el mundo.
Louis de Broglie, uno de los máximos representantes de la Física
Moderna, hace, por ejemplo, afirmaciones como ésta: "Lo maravilloso del
progreso de la ciencia es que nos ha revelado que existe una concordancia entre
nuestro pensamiento y lo real". La conclusión a la que se llega parece,
pues, bastante clara: la materia se deja penetrar por el pensamiento, puede ser
conocida; lleva en sí la capacidad de ser pensada y comprendida. El esfuerzo
del científico queda así suficientemente justificado y recompensado. De lo
contrario no tendría ningún sentido.
LÍMITES DE LA CIENCIA
El último punto a considerar, de gran interés, es el
relativo a los límites propios que tiene la ciencia, límites que deben ser
considerados para situar a la ciencia en el lugar que le corresponde, sin
denigrarla por ello, ni muchísimo menos, pero tampoco haciendo de ella un ídolo
y endiosándola como si ella fuera capaz de resolver todos los problemas y
satisfacer todos los deseos de la persona humana.
Debido a su propio método de acceso a la realidad, la
ciencia nos revela sólo lo real material y en su aspecto cuantitativo. El
problema surge cuando no se admite que pueda existir algún otro modo, diferente
y válido, para acceder a lo real (que no sea utilizando el método científico). Desde
esa perspectiva sólo sería real aquello que pudiera ser reducido a números,
pero tal reducción es una simplificación que ignora la riqueza de lo real y es,
por lo tanto, falsa. Es evidente que, si la ciencia experimental ha nacido
parcelando la realidad y considerando sólo el aspecto cuantitativo de la misma,
no puede tener una pretensión de explicación total. Cuando tal cosa ocurre, lo
que es bastante frecuente, la ciencia se está saliendo de su cometido como tal
ciencia, erigiéndose en metafísica. Pero ésa no es su misión. Este fenómeno es
conocido como cientifismo o ciencismo. La ciencia, en sí misma, es ajena a él.
Algunos científicos, sin embargo, caen en el error del
cientifismo. Pero es conveniente tener las ideas bien claras, pues lo cierto es
que el error que cometen no se debe a su condición de científicos sino a su
modo personal de interpretar los resultados a los que llega la ciencia,
absolutizándolos. Una posible causa de este modo de actuar, que podríamos
llamar "psicológica" (por llamarla de algún modo), habría que
buscarla en el hecho constatado de que la sola explicación científica de
cualquier cosa deja a la persona insatisfecha. ¿Por qué? Pues porque la mente
humana, por su propia conformación, aspira a poseer un conocimiento completo -y
no parcial- de las cosas: es éste un aspecto muy importante para el desarrollo
de toda persona, como tal persona.
Lo honesto en un científico es dar a los resultados de sus
experiencias el valor que realmente tienen, admitiendo que existen otros modos,
también válidos, de acceder a una misma realidad. No es propio de un científico honrado pretender que la visión que
proporciona la ciencia, como modo particular de encuentro con el mundo, es la única
posible, ignorando que existen otras maneras, reales también, de comprender el
mundo.
El hecho mismo de reflexionar sobre la ciencia, que es
precisamente lo que yo estoy haciendo en este estudio, no es propiamente
ciencia, pues no se utiliza el método científico en esta reflexión. Cuando un
científico reflexiona sobre su propia disciplina objeto de estudio no lo hace
ya como tal científico; es decir, no hace uso del saber científico sino que
acude a otros saberes. Tales pueden ser su propio buen sentido, con los riesgos
a los que se expone al hacerlo así (como prejuicios, falta de sentido crítico,...)
o bien el saber filosófico y, concretamente, la rama de la filosofía que se
conoce como Filosofía de la Naturaleza.
La apertura del científico a otro tipo de saberes diferentes
del saber científico, y válidos igualmente, al mismo tiempo que lo perfecciona
como persona (ser, por definición, esencialmente abierto a la verdad,
independientemente de las formas que ésta adopte) hace patente, de una manera
"vivencial", si podemos expresarlo así, los límites propios del saber
científico.
Y, además, existe cierto tipo de realidades que quedan fuera
del alcance de la ciencia; por ejemplo: la libertad no tiene ningún sentido
para la ciencia, no porque no sea real, sino porque su realidad, científicamente
hablando, no tiene sentido. La libertad sigue siendo un hecho, una realidad.
Por supuesto que sí; pero en un sentido completamente diferente del que la
ciencia entiende como realidad. De hecho, los más graves problemas humanos
superan el alcance de la ciencia. No es misión de la ciencia, por poner algún ejemplo, promover amor y esperanza en los corazones de las personas, enseñar el sentido
de la vida, etc.
La ciencia, por sí sola, no puede satisfacer todas las exigencias
de la persona humana. Hacer esta afirmación no significa, en absoluto, condenar
a la ciencia. Lejos de mí tal propósito, por lo demás absurdo: la ciencia es
fundamental para el progreso humano. Ahora bien, dicho lo cual, no debe
perderse de vista que la ciencia no puede ni debe ser endiosada. Aquí se la
considera en el punto en el que debe estar; o sea, como un modo, muy
importante, sin duda, pero no único, de acceder a la realidad.
Cito, a continuación, la bibliografía en la que me he basado
para confeccionar este artículo:
- Artigas, Mariano: "Ciencia, Razón y Fe"
- Aubert, J. M. : "Filosofía de la Naturaleza"
- Cardona, Carlos: " Metafísica de la opción intelectual"
- García Morente, Manuel: "Fundamentos de Filosofía"
- Gilson, Etiénne: "El realismo metódico"
- Gutiérrez Ríos, Enrique: "La ciencia en la vida del hombre"
- Millán Puelles, Antonio: "Fundamentos de Filosofía"
- Zubiri, Xavier: "Naturaleza, Historia, Dios"
viernes, 8 de febrero de 2013
MATRIMONIO
Es éste un vídeo de HO muy interesante que, sin discriminar en absoluto a los homosexuales, llama a las cosas por su nombre. Sólo el matrimonio como institución de origen divino y, por lo tanto, natural, es propiamente matrimonio: Muy bien argumentado.
sábado, 2 de febrero de 2013
CIENCIA Y VERDAD (III)
Con relación a los dos tipos de ciencias a los que nos hemos referido, las ciencias experimentales y las filosóficas, está claro que hay algo en común entre ellas. En ambas se busca la verdad de las cosas, cada una con su propio método, pero siempre a la luz de la razón.
Pues bien: existe una
tercera clase de ciencias: las ciencias teológicas. Si hubiera que dar de ellas
una definición, ésta es análoga a la de las ciencias filosóficas, o sea,
estudio de la totalidad del ser, atendiendo a sus causas últimas, incluyendo
aquí el origen y el sentido de todo lo que es; sólo que, en este caso, el
conocimiento adquirido se tiene utilizando como dato cierto y punto de partida,
la luz de la Revelación; o la luz de la fe, que viene a ser lo mismo. Por razones obvias, podemos decir, igual que hacíamos
con la filosofía, que no toda teología es ciencia teológica: lo es únicamente
si acepta, como real, el punto de partida que la hace posible, o sea, la verdad
íntegra de la Revelación, sin excluir nada de ella.
La existencia de
Jesucristo es un hecho histórico que nadie puede negar. Evidentemente, si la
Ciencia Teológica toma como punto de partida el Dato Revelado, es decir, que Dios se ha hecho
realmente hombre en Jesucristo y que ha fundado su Iglesia, su verdadera y única Iglesia, que es la Iglesia Católica, dando sentido a todo
cuanto ha sido, es y será, no cabe duda de que para hacer ciencia teológica se
requiere, necesariamente, de la fe (como se ha dicho). Es a la luz de la fe cuando el conocimiento de la verdad
se enriquece infinitamente.
Por eso podemos hablar de
Ciencia, y hacerlo de modo riguroso, si nos referimos a la verdadera Teología,
pues como se dijo al principio es lo propio de toda ciencia el conocimiento de
la verdad. No importa el método usado, en realidad, si la meta de toda
auténtica ciencia es la verdad. Conviene no olvidarlo. Si el grado de verdad
conseguido, haciendo uso del dato Revelado, es superior al que se obtiene
haciendo uso solamente de la razón, habremos de concluir que, incluso como
Ciencia, la Teología es superior a la Filosofía. Como diría Santo Tomás de
Aquino, lo sobrenatural supone lo natural como base y, además, lo perfecciona. En
otras palabras, la fe no se opone a la razón, sino que la supone y la conduce a
su plenitud. Dicho lo cual, sin embargo, y para evitar confusiones, en lo que
sigue, cuando usemos la palabra ciencia nos estaremos refiriendo exclusivamente
a las ciencias experimentales, pues tal es el uso que se da comúnmente a dicha palabra.
¿QUÉ SE ENTIENDE POR
CIENCIA?
Subjetivamente, la ciencia
es un saber acerca de las cosas, pero no cualquier tipo de saber, sino un saber
sistemático. Es decir: no sólo se sabe algo sino que se sabe también el porqué
de ese algo que se sabe. Es bien conocida la clásica definición de ciencia como
"conocimiento cierto por sus causas". Es precisamente en este sentido
en el que, con frecuencia, se dice que el estudio debe ser una actividad
científica: el que estudia debe esforzarse en obtener un saber sistemático.
Desde un punto de vista
objetivo, la palabra ciencia designa un conjunto de "proposiciones" o
afirmaciones sobre la realidad, a las que podemos llamar verdades científicas.
Éstas aparecen siempre como conclusiones o resultado de algún tipo de
demostración, estando, además, relacionadas entre sí de una manera lógica.
Considerada de este modo, la ciencia es un sistema. Las demostraciones, en sí
mismas, no forman parte de la ciencia, aunque son necesarias para su
construcción.
En la actualidad se suele
llamar también ciencia a un conocimiento ordenado de algún aspecto de la
realidad, aunque no se sea capaz de llegar a conocer sus "porqués".
Tal es el caso de la Botánica, la Zoología, la Historia, etc. No obstante,
atendiendo a la definición de ciencia, aunque se les llame ciencias, en rigor
no lo serían, al no ser capaces de dar una explicación de aquello que
describen. De hecho, para evitar equívocos, se las suele conocer normalmente
como ciencias descriptivas.
PRINCIPIOS DE LA CIENCIA
Antes de seguir avanzando,
en esta breve exposición, conviene recordar que existen unos principios, conocidos como principios de la ciencia o
primeros principios, sin los cuales ninguna ciencia sería posible. Nos estamos
refiriendo aquí a aquellos juicios evidentes e inmediatos, acerca de la
realidad, que toda persona posee de modo natural, perteneciendo a lo que suele
denominarse sentido común. Se trata
de certezas, que evidencian salud
mental en quien las posee como tales certezas y que no admiten ningún tipo de
discusión. A modo de ejemplo, citaremos tres de ellos: 1) El principio de objetividad
del mundo exterior: Las cosas están ahí,
independientemente de que sean o no pensadas por mí. 2) El principio de
identidad: Toda cosa es idéntica a sí
misma. 3) El principio de no-contradicción: Una cosa no puede ser y no ser, al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto.
Estos principios tienen un
doble carácter. Son, a la vez, originales y originarios. Originales, pues no
existe ninguna demostración previa por medio de la cual se llegue a ellos. Y
originarios en el sentido de que toda demostración, aunque sólo sea de modo
implícito, debe tenerlos en cuenta. Negarlos equivaldría a negar la misma
ciencia, de la cual son soporte.
Si se admite que sólo es
verdad aquello que se puede demostrar o, dicho de otro modo, si se identifican verdad y verdad científica, se llega a una contradicción. Una posible
demostración "por reducción al absurdo" podría ser ésta:
1. Partimos de que la
ciencia existe y de que, como tal ciencia, está formada por verdades
científicas (verdades demostrables).
2. Consideramos que no
existe otro tipo de verdades que las científicas y que cualquier verdad, para
poder serlo, ha de poder demostrarse.
Pues bien. Consideremos que dicha hipótesis inicial es cierta. Y supongamos, por ejemplo, que
A es una verdad científica. Por la propia definición de verdad científica, A
debe poder ser demostrada. Se requiere de otra verdad científica B, en la cual debe apoyarse. Claro que B, por idénticas razones, necesita de otra verdad C, y ésta de otra D, ..., Y así, ¿hasta cuando? Se trataría de un proceso sin fin, pues partimos de la base de que no existe ningún tipo de verdad que no sea científica. La conclusión a la que se llega, haciendo uso de la Lógica, es la de que, al no haber un punto de partida inicial que sea verdad, sin más, resulta que todo ese conjunto de verdades demostradas es una quimera, pues no tiene ninguna base firme en la que poder apoyarse.
Curioso: Partiendo de que la ciencia existe y está formada por un conjunto de verdades científicas, y considerando, como hipótesis de trabajo, que sólo estas verdades científicas son verdad, llegamos a la conclusión de que ninguna de ellas es verdad, pues nada puede ser demostrado, en rigor. Y si eso es así, no habría, entonces verdades científicas, de modo que no existiría la ciencia. Pero, ¿cómo es posible que, simultáneamente, exista y no exista la ciencia? Al identificar verdad con verdad científica incurrimos en una contradicción. Puesto que dicha identificación es falsa, al conducir a conclusiones absurdas, debe ser cierta la contraria, a saber: Existen verdades evidentes e indemostrables que, no siendo, por lo tanto, científicas, son, sin embargo, verdad. Tales son, precisamente, los primeros principios que, sin ser ciencia ellos mismos, hacen posible la ciencia, aunque no se haga referencia a ellos de un modo directo. La ciencia auténtica no contradice el sentido común; y tiene la verdad como fundamento.
Curioso: Partiendo de que la ciencia existe y está formada por un conjunto de verdades científicas, y considerando, como hipótesis de trabajo, que sólo estas verdades científicas son verdad, llegamos a la conclusión de que ninguna de ellas es verdad, pues nada puede ser demostrado, en rigor. Y si eso es así, no habría, entonces verdades científicas, de modo que no existiría la ciencia. Pero, ¿cómo es posible que, simultáneamente, exista y no exista la ciencia? Al identificar verdad con verdad científica incurrimos en una contradicción. Puesto que dicha identificación es falsa, al conducir a conclusiones absurdas, debe ser cierta la contraria, a saber: Existen verdades evidentes e indemostrables que, no siendo, por lo tanto, científicas, son, sin embargo, verdad. Tales son, precisamente, los primeros principios que, sin ser ciencia ellos mismos, hacen posible la ciencia, aunque no se haga referencia a ellos de un modo directo. La ciencia auténtica no contradice el sentido común; y tiene la verdad como fundamento.
No hay más que pensar un poco. Un ejemplo lo aclarará: Si toda verdad, para serlo, tuviese que ser una verdad científica, entonces, puesto que no se puede demostrar que haya cosas, resulta que las cosas no existen, no existe nada. Conclusión ésta que es impropia de una mente que funcione bien. Si desaparece el sentido común, estamos perdidos.
(Continuará)
jueves, 31 de enero de 2013
CIENCIA Y VERDAD (II)
Continuando con nuestro discurso, es bueno traer aquí a
colación a Santo Tomás de Aquino, un filósofo excepcional, además de ser un
gran teólogo y un gran santo, pues es muy claro y rotundo en lo que dice, como
puede apreciarse cuando afirma taxativamente: "El estudio de la filosofía
no se ordena a saber qué pensaron los hombres, sino a conocer cuál es la verdad
de las cosas".
Esa frase, tan simple a primera vista, debería ser, sin
embargo, objeto de reflexión. Lo que se dice en ella es fundamental, pues es lo
que nos va a permitir discernir entre una auténtica filosofía (o ciencia filosófica,
propiamente dicha) y otras corrientes de pensamiento, conocidas también como filosóficas, pero que no son, en
absoluto, filosofía. Nos estamos refiriendo a todas esas disciplinas
"filosóficas", de signo idealista, que suelen estar dotadas de una
gran lógica y coherencia interna y que, de algún modo, son capaces de
justificarlo todo... ¡bueno, todo excepto a sí mismas! Y es que parten de una
premisa falsa en la que TODO (es decir, todo lo que es real) es reducido a
pensamiento.
¿Cómo es posible que pueda hacerse esta reducción? -nos
preguntamos. La razón se rebela contra ese absurdo y el sentido común desmiente
estas "filosofías" que, en buena lógica, no deberían existir. Pero,
claro está, se trata de hechos, de hechos que se han dado históricamente (y que
se siguen dando en la actualidad, tal vez con más fuerza que nunca). Una
posible explicación de que esto haya sucedido (y de que esté sucediendo) es que
el entendimiento realiza una opción, por la que renuncia a depender de lo real
como causa de conocimiento. En su afán de querer comprenderlo todo con claridad
(las "ideas claras y distintas" a las que se refería Descartes), y
dominarlo todo con la mente, están dispuestos a lo que sea, aun cuando para
ello tengan que realizar una elección reduccionista como punto de partida, de
modo que lo real queda reducido a pensamiento: Ser es ser pensado.
Ésta es, por una parte, la grandeza del idealismo (si es que se le puede llamar así): la de ser un gran sistema de pensamiento, con una extraordinaria coherencia lógica y sin fallos en sí mismo; razón por la cual ejerce una poderosa influencia sobre la mente humana. Claro que, por otra parte, adolece de un grave error, un error que es anterior a su doctrina misma: ¡y es que no respeta la realidad tal y como es, sino que la reduce a lo que quiere que sea, de acuerdo con unas reglas arbitrariamente elegidas por el propio pensamiento! Y ésta es su verdadera miseria.
El no aceptar las limitaciones de la mente en el
conocimiento de lo real, el querer hacer simple lo que en sí mismo es complejo
(lo real) mediante un proceso de reducción, con el único objeto de comprenderlo
todo, ése -y no otro- es el gran fallo del idealismo: un edificio perfecto (ideal, si se quiere), pero
construido sobre arena o, para ser más exactos, sobre la nada, sobre un
artificio que es producto únicamente del pensamiento humano. Así es el
idealismo: todo un prodigio de la mente humana (¡de esto no cabe duda!), pero
que no acerca, sin embargo, a la realidad. Y esta nota de acercamiento a la
realidad, para conocerla, es esencial en cualquier ciencia que se precie de
tal, como vimos al principio.
La conclusión salta a la vista: construir sobre premisas
falsas no puede conducir nunca a nada verdadero. El idealismo, al intentar
construir la realidad, tomando por realidad su propio pensamiento, produce un
distanciamiento de la auténtica realidad:
ésta no puede ser reducida a pensamiento. El verdadero científico es realista:
es humilde, en definitiva. Se esfuerza por comprender la realidad que le rodea,
y de la que él mismo forma parte. Pero es consciente de sus limitaciones y de
la infinitud del ser que pretende comprender. La tarea no es fácil, pero eso,
en vez de asustarle, le espolea a comprender cada vez con mayor profundidad y
rigor esa realidad que se le resiste, siempre desde el máximo respeto, un
delicado respeto, a la realidad de las cosas; y no consintiendo nunca que sus
ideas sobre la realidad primen sobre la realidad misma.
De nuevo acude a nuestro pensamiento la genial frase del
genial Santo Tomás, que nos sitúa en terreno firme y no movedizo, frase que
todo filósofo, y también todo científico, debería grabar a fuego en su mente,
porque, en efecto, "el estudio de
la filosofía no se ordena a
saber qué pensaron los hombres, sino a
conocer cuál es la verdad de las
cosas".
(Continuará)
lunes, 28 de enero de 2013
CIENCIA Y VERDAD (I)
Reproduzco aquí, con el mismo título, un artículo
que publiqué hace años en una revista científica, con ligeros retoques de
forma, dejando prácticamente intacto el contenido, aunque actualizado.
Es cierto que
estoy escribiendo en un blog cuya temática principal concierne a todo lo
relacionado con la religión católica, lo que no obsta, sin embargo, para que pueda permitirme el hablar también de otro tipo de cuestiones que, de alguna manera, hagan referencia a la Religión Católica. El caso que nos ocupa ahora es el de la relación entre ciencia y verdad. Dado que Jesucristo dijo de Sí Mismo que
Él era el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,6), creo que está más que justificada esta "injerencia" científica. Un científico honesto, con un gran amor hacia la verdad, en el caso de que no fuera creyente, es lo más probable que acabase creyendo en Dios: la historia nos muestra bastantes ejemplos en este sentido, lo que no es de extrañar y está en perfecta consonancia con lo que dijo Jesús: todo el que es de la verdad
escucha mi voz (Jn 18,37). Quede claro, no obstante, que aquí no se está emitiendo juicio, de ningún tipo, sobre aquellos científicos que, por lo que sea, no creen en Dios. El juicio acerca de las personas es algo que no nos compete a nosotros: sólo a Dios. Así lo decía el apóstol Pablo: "En cuanto a mí, ni siquiera yo mismo me juzgo...Quien me juzga es el Señor" ( 1 Cor 4, 3.4)
Todo acercamiento a la verdad supone, pues, o debe suponer, un acercamiento a Dios, que es lo que definitivamente importa, en realidad. La razón y la Fe están perfectamente conjuntadas y en plena armonía.Y es lógico que así sea, puesto que Una es la Luz de la que ambas proceden: la Sabiduría Divina. De modo que no puede haber entre ellas ningún tipo de contradicción, como enseguida vamos a ver.
Todo acercamiento a la verdad supone, pues, o debe suponer, un acercamiento a Dios, que es lo que definitivamente importa, en realidad. La razón y la Fe están perfectamente conjuntadas y en plena armonía.Y es lógico que así sea, puesto que Una es la Luz de la que ambas proceden: la Sabiduría Divina. De modo que no puede haber entre ellas ningún tipo de contradicción, como enseguida vamos a ver.
OBJETO DE LA CIENCIA
El fin último de toda
ciencia es la verdad, entendida ésta como un acuerdo del pensamiento con las
cosas. Es decir: las cosas están ahí y de lo que se trata es de conocerlas. La
inteligencia necesita aprender a acercarse a las cosas, para que éstas se le manifiesten
cada vez más y mejor.
El acercamiento a la
realidad, para hacerse con ella intelectualmente, supone una cierta manera, un
modo concreto de preguntarse por ella, un método,
que en este caso sería un método de interrogación. Mediante un sistema de preguntas
previas la inteligencia afronta la realidad. Sólo entonces las cosas dan la
respuesta que permite conocerlas que tal es, precisamente, el objeto de la
ciencia.
Son las cosas las que
imponen su esfuerzo al científico. El hecho de que haya rectificaciones no
confirma el escepticismo de que no se puede conocer nada. Es todo lo contrario:
si se rectifica es precisamente porque hay algo "ahí fuera" que nos está diciendo:
"Aquí estoy siendo, no como tú pensabas, sino como realmente soy". La verdad no es algo
subjetivo, sino que es inherente a las cosas, las cuales son su fundamento. El
posible error, caso de haberlo, no estaría nunca en las cosas sino en el juicio
acerca de ellas.
HACIA UNA CLASIFICACIÓN DE
LAS CIENCIAS
Es tan compleja y tan
variada la realidad que una sola ciencia no puede abarcarla, de ninguna de las
maneras. Según la clase de realidad (o el aspecto de ella que se considere), se
tendrán las diversas clases de ciencia. No existe una única ciencia de la
realidad. Además, por otra parte, como dice acertadamente Zubiri, debe de
tenerse en cuenta que "las ciencias no se hallan yuxtapuestas, sino que se
exigen mutuamente para captar diversas facetas y planos de diversa profundidad
de un mismo objeto real". Un objeto se conocerá tanto mejor cuanto mayor
sea el número de ciencias que lo consideren, estudiándolo con el mayor número
de métodos posible.
La palabra método procede del término griego methodos, que significa camino o
sendero. En términos genéricos, un método es el camino o procedimiento que se
sigue para conseguir algo. En lo que concierne a una determinada ciencia el
método se refiere al modo que tiene dicha ciencia de acercarse a la realidad
que pretende conocer. El que se utilice, para ello, un método u otro, va a
depender, entre otras cosas, del tipo de realidad en estudio. Es evidente que
no se pueden estudiar con el mismo método la naturaleza de la libertad y la
naturaleza del agua, por poner algún ejemplo.
De modo que el primer gran
problema que se nos plantea es el de la clasificación de las ciencias. No es
una tarea fácil. Se han dado muchas y muy buenas clasificaciones. Intentando
ser sistemáticos, podríamos distinguir, al menos, en principio, dos clases de
ciencias: las ciencias positivas o categoriales (llamadas comúnmente
experimentales) y las ciencias filosóficas (o trascendentes).
Las ciencias
experimentales proporcionan un conocimiento sólo de la realidad material y
desde un determinado aspecto (o categoría) de la misma. Es el caso de la
Física, la Química, la Biología, la Matemática, etc.
Las ciencias filosóficas
no son experimentales, en el sentido
propio de esa palabra, pero no son tampoco puras construcciones teóricas al
margen de la realidad. Se basan también en la experiencia, pero entendida ésta en un sentido más completo, proporcionando
un conocimiento de toda la realidad (y no sólo de la realidad material).
Si distinguimos entre el Ser, en tanto que es, y el Conocimiento
del Ser, tenemos dos grandes capítulos de la filosofía, a saber, la Ontología (o teoría del ser) y la Gnoseología (o teoría del
conocimiento): los demás saberes filosóficos son modos imperfectos, secundarios, de la noción de filosofía.
Se suele hablar de filosofía segunda:
tal es el caso de la Ética, la Estética, la Psicología, la Sociología, la Filosofía
de la Naturaleza, etc. Estas disciplinas aún no se han salido de la filosofía
porque los objetos a los que se refieren están íntimamente enlazados con lo que
los objetos son. Esta idea es fundamental pues
las soluciones que se dan a los problemas, propiamente filosóficos, de la
Ontología y la Gnoseología, repercuten profundamente en esas otras
elucubraciones que llamamos Ética, Estética, etc...
No obstante lo dicho, es
cierto que en el campo de las ciencias filosóficas es más fácil deslizarse
hacia el "camelo" que en las ciencias experimentales. Y esa es, básicamente, la razón por la que no
puede decirse de toda filosofía que
sea ciencia filosófica: lo será únicamente en la medida en que se acerque a la
realidad. Y sólo en esa medida. La realidad es la piedra de toque a la que se
debe acudir siempre, como fundamento que es de toda ciencia, entendiendo por
realidad la totalidad de lo que es, de lo que tiene ser.
En lo que concierne al
mundo exterior, éste es percibido de modo inmediato a través de los sentidos
(intuición sensible). Su evidencia es manifiesta; no se precisa de ningún tipo
de demostración. Éste es el primer paso: la percepción de lo real concreto.
Sobre esta base, y utilizando la razón adecuadamente, el pensamiento se va
enriqueciendo a medida que va aumentando el conocimiento de lo real, que no
otro es el sentido del pensar. Se piensa para conocer, para conocer cosas. Pero
las cosas ya estaban ahí antes de que yo las pensara. Y pensando acerca de
ellas, yo no las modifico en su ser: mi pensamiento no las altera.
La famosa expresión de
Descartes: "Cogito, ergo sum"
("pienso, luego existo"), debería ser sustituida por alguna otra
como, por ejemplo, la que utiliza Etiénne Gilson en su libro El Realismo metódico, a saber: "Res sunt, ergo cogito" ("las
cosas son, luego pienso"). Dice textualmente este autor:" 'Pienso' es una evidencia, pero no la
evidencia primera, y por eso no llegaremos a nada basándonos en ella. 'Las cosas son' es otra evidencia; y ésta
sí que es la primera de todas y la que conduce, por una parte, a la ciencia, y
por otra, a la metafísica; por consiguiente es un método sano tomarla como
punto de partida". Y continúa diciendo, más adelante, en el mismo libro:
"No tenemos más que dos caminos: o sujetarnos a los hechos y ser libres de
nuestro pensamiento. O, liberándonos de los hechos, caer en la esclavitud de
nuestro pensamiento". Es evidente que sólo el primer camino es el que
conduce a la ciencia.
(Continuará)
miércoles, 2 de enero de 2013
LA SANTÍSIMA TRINIDAD (DIOS HIJO X)
Desde el comienzo de su
misión, el amor del Padre hacia su Hijo se manifiesta abiertamente. Esto
ocurrió cuando Jesús fue bautizado por Juan en el Jordán, pues nada más salir
del agua , "...
mientras estaba en oración, se abrió el cielo, y descendió el Espíritu Santo
sobre Él en forma corporal, como una paloma, y se oyó una voz del cielo: 'TÚ ERES MI HIJO AMADO; en Tí me he
complacido' " (Lc 3, 21-22). Este pasaje evangélico se
encuentra también descrito en Mt 3, 16-17 y Mc 1, 10-11; un pasaje que nos
recuerda aquel otro en el que Jesús se manifestó en su Gloria, ante sus tres
apóstoles predilectos, Pedro, Santiago y Juan, en el monte Tabor; lo que se
conoce como la Transfiguración del Señor: "Pedro, tomando la palabra, le dijo a Jesús: 'Señor,
qué bien estamos aquí; si quieres haré aquí tres tiendas: una para Tí, otra
para Moisés y otra para Elías'. Todavía estaba hablando, cuando una nube de luz
los cubrió y una voz desde la nube dijo: 'ÉSTE
ES MI HIJO AMADO, en quien me he complacido: ESCUCHADLE' " (Mt 17,
4-5). Este episodio de la Transfiguración puede leerse también en Mc
9,7 y Lc 9,35. San Pedro se referirá también más adelante a este evento, en su
segunda carta: "...
Hemos sido testigos oculares de su grandeza. En efecto, Él fue honrado y
glorificado por Dios Padre, cuando la suprema gloria le dirigió esta voz: 'ÉSTE ES MI HIJO AMADO, en quien tengo mis
complacencias'. Y esta voz venida del cielo la oímos nosotros, estando con
Él en el monte santo" (2 Pet 1, 16-18).
Como vemos, el Padre se complace en el Hijo, tiene
en Él toda su alegría, todo su agrado, toda su satisfacción: es su Hijo amado.
Es este episodio de la Transfiguración el único en el cual el Padre nos interpela directamente a nosotros. No sólo habla de su
Hijo, el Amado, en quien tiene todas sus complacencias, sino que, además, se
dirige expresamente a nosotros y nos dice (con un verbo que está en imperativo
y, que es, por lo tanto, un mandato): ¡Escuchadle!
Dios Padre nos habla por su Hijo. No sé si fue San Juan de la Cruz quien dijo
aquello de: Una sola Palabra nos dijo
Dios. Y con ella nos lo dijo todo. Se dijo a Sí Mismo. Esta Palabra es su Hijo.
Y así es. Esta REALIDAD (así, con mayúsculas) se nos debería grabar, a fuego,
en la mente y en el corazón: La Palabra
del Padre es el Hijo. Si queremos saber lo que el Padre quiere, tenemos que
escuchar al Hijo. Y no hay otro camino. Por eso Jesús pudo decir: "Quien cree en
Mí, no cree en Mí, sino en Aquel que me ha enviado; y quien me ve a Mí, ve al que me ha enviado" (Jn 12, 44-45). Y también: "Yo soy el
Camino, la Verdad y la Vida. NADIE VA AL
PADRE SI NO ES A TRAVÉS DE MÍ" (Jn 14,6).
En repetidas ocasiones, Jesús habla del Amor que su Padre
le profesa: "Por
eso EL PADRE ME AMA, porque Yo doy
mi Vida, para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, sino que Yo la doy
libremente. Tengo poder para darla y poder para volver a tomarla. Tal es el
mandato que de mi Padre he recibido" (Jn 10, 17-18). San Pablo, en
su epístola a los Filipenses, después de recomendarnos que tuviésemos los
mismos sentimientos que tuvo Cristo
Jesús quien "...siendo
de condición divina...se humilló a Sí Mismo, haciéndose obediente hasta la
muerte y muerte de cruz" (Fil 2,6.8), continúa diciendo: "Por lo cual Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que
está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble,
en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: 'Jesucristo es el Señor', para gloria
de Dios Padre" (Fil 2, 9-11).
Las citas podrían multiplicarse y nunca acabaríamos. Valga alguna más
como muestra de este Amor que el Padre tiene por su Hijo, en correspondencia
plena y total al Amor que el Hijo le profesa, un Amor que se hace también
extensivo a todos nosotros. Así, refiriéndose a Sí Mismo, por ejemplo, dice Jesús: "He bajado del Cielo no para hacer mi voluntad sino la voluntad de Aquel que me ha enviado"
(Jn 6,38); y refiriéndose a Su Padre: "El que me ha enviado está conmigo; no me ha dejado solo, porque Yo hago siempre lo que le agrada"
(Jn 8,29). O: "No estoy solo, porque el Padre está conmigo" (Jn 16,32). Finalmente,
refiriéndose a nosotros, en su
oración sacerdotal de la última Cena, le dice a su Padre: "Yo les he dado la gloria que Tú me
diste, para que sean uno como Nosotros
somos Uno. Yo en ellos y Tú en Mí, para que sean consumados en la unidad, y conozca el mundo que Tú me has enviado y los has amado como me amaste a Mi" (Jn 17, 22-23)
Nos estamos acercando ya
al Corazón del mismo Dios, a su Espíritu; pero de esto continuaremos hablando en
el siguiente post.
(Continuará)
lunes, 31 de diciembre de 2012
LA SANTÍSIMA TRINIDAD (DIOS HIJO IX)
Recordemos la oración sacerdotal de la
Última Cena, en donde Jesús, dirigiéndose a su Padre le dice: "Yo te he glorificado en la tierra: he terminado la obra que Tú me has encomendado que hiciera. Ahora,
Padre, glorifícame Tú con la gloria que tuve junto a Tí antes que el mundo
existiera" (Jn 17, 4-5).
Ya ha quedado suficientemente claro, en lo que
hemos venido diciendo, que toda la Vida de Jesús fue glorificar a su Padre,
llevando a cabo la misión para la que había sido enviado. El Amor de Jesús
hacia su Padre ha quedado más que evidente: "Yo
hago siempre lo que le agrada" (Jn 8,29). "Yo nada hago por Mï Mismo,
sino que hablo lo que me enseñó mi Padre" (Jn 8,28). "Yo hablo lo que
he visto en mi Padre"(Jn 8,38)."Yo no busco mi voluntad sino la
voluntad del que me envió"(Jn 5,30), etc...
Nos
preguntamos ahora si el Padre ama al Hijo de la misma manera. Por supuesto que
sí. Tenemos abundantes citas del Nuevo Testamento que nos lo revelan: "El Padre ama al Hijo y lo ha puesto
todo en sus manos" (Jn 3,35). "Dios nos ha dado la vida eterna, y esa
vida está en su Hijo. Quien tiene al Hijo tiene la vida. Quien no tiene al
Hijo, no tiene la Vida de Dios" (1 Jn 5, 11-12). Y en otro
lugar: "Ésta
es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en Él tenga vida
eterna" (Jn 6,40). Por eso, "todo el que niega al Hijo tampoco posee al Padre"(1
Jn 2,23). Y "el que no honra al Hijo, no honra al Padre, que lo ha
enviado" (Jn 5,23). En cambio, "quien confiesa
al Hijo también posee al Padre" (1 Jn 2,23). Esa es la razón por la que el Hijo puede
decir: "Si me conocierais a Mí conoceríais
también a mi Padre" (Jn 8, 19).
Todo esto está en consonancia con lo que Jesús ha
dicho en frecuentes ocasiones: "El Padre está en Mí y Yo en el Padre"
(Jn 10,38). Por ejemplo, cuando Felipe le dice: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta",
Jesús le responde: "Felipe, tanto tiempo como
llevo con vosotros, ¿y no me has conocido? El
que me ha visto a Mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: muéstranos al
Padre? (Jn 14, 8-10). Y
prosigue: "Creedme: Yo estoy en el Padre y el
Padre en Mï" (Jn 14,11). ¿Hay mayor modo de amar a otro que
estar en él? : el Hijo está en el Padre
y el Padre está en el Hijo.
Observamos, por una parte, una distinción de Personas: el Padre, que está en el Hijo, y el Hijo, que está en el Padre: Padre e Hijo se relacionan mutuamente y se conocen: "Como el Padre me conoce a Mï, así Yo conozco al
Padre" (Jn 10, 15). Es más: "Nadie
conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo..." (Mt
11,27; Lc 10,22). Esta relación Padre-Hijo aparece como eterna, anterior al nacimiento de Jesús según la
carne: "En el principio existía el Verbo y el Verbo estaba junto a Dios" (Jn 1,1). De hecho, "a Dios nadie lo ha visto jamás; el Dios Unigénito, el
que está en el seno del Padre, Él mismo nos la ha dado a conocer" (Jn
1,18). Por eso pudo decir a los judíos: "Antes
de que Abrahán naciese, Yo soy" (Jn 8,58). Y en la oración
sacerdotal: "Ahora, Padre, glorifícame Tú, a
tu lado, con la gloria que tuve junto a
Tí, antes de que el mundo existiera" (Jn 17,5).
Por otra parte, esta igualdad de conocimiento
existente entre Padre e Hijo, esta intimidad tan perfecta entre ambos, nos está
hablando, de alguna manera, de un modo misterioso, pero real, de la igualdad de
naturaleza de ambas Personas. Así dice San Juan en el prólogo de su Evangelio,
refiriéndose al Hijo, el Verbo, que no sólo estaba junto a Dios sino que
también "... el Verbo era Dios" (Jn 1,1). El mismo Jesús así lo expresó cuando dijo: "Yo y el
Padre somos uno" (Jn 10,30).
[¿Cabe amor mayor entre dos personas que la unidad entre
ellas? En el lenguaje ordinario cuando dos personas se aman se dicen cosas
como: "Me gustaría fundirme contigo y que fuéramos uno". Estos bellos
deseos se quedan, ciertamente, sólo en deseos. El amor humano no puede llegar
hasta ese extremo. En Dios no sucede así. Realmente el Hijo está en el Padre y
el Padre está en el Hijo; y realmente son Uno. Eso sí, sin confusión de
Personas: la Persona del Padre es distinta de la Persona del Hijo; y la Persona
del Hijo es distinta de la Persona del Padre. Se trata de Personas diferentes, en cuanto Personas.
De no ser así, ¿cómo podría darse el Amor en Dios? ... un Amor, por otra parte, que
es tan perfecto que, aunque nuestro Dios es único, no es, sin embargo, un Dios solitario. El amor se
da siempre entre dos personas. Si en Dios no hubiese una pluralidad de Personas, no
podría entenderse cómo es posible que Dios sea Amor, tal y como conocemos por la Revelación.
Más adelante iremos ahondando en esta idea (más que idea, Realidad), que es de una
importancia vital para todos nosotros, como veremos]
(Continuará)
jueves, 27 de diciembre de 2012
LA SANTÍSIMA TRINIDAD (DIOS HIJO VIII)
[Nota: Cuando comencé a escribir acerca de este tema
trascendental y fundamento de toda la vida cristiana, no sabía exactamente el
tiempo que me iba a llevar. Pero lo cierto es que, a medida que he ido
escribiendo, se me abrían nuevos horizontes. Y me doy cuenta de que hablar de
estas cosas me supera, como no podría ser de otra manera... sólo que ahora me
doy más cuenta de que eso es así. Eso no significa que no vaya a continuar
escribiendo. Lo que quiero decir con esto es que, para no cansar demasiado al posible
lector, hablaré paralelamente de otros temas, como en realidad he venido haciendo hasta ahora. El
trasfondo seguirá siendo, como en un cuadro, la Santísima Trinidad. Eso sí, sin
prisas: son muchas las citas bíblicas; y lleva mucho tiempo escribir sobre
este tema. Pero el esfuerzo está más que compensado. Merece la pena estudiar y
meditar todo lo que lleve a un mejor conocimiento y amor de Dios, tanto para mí
mismo como, así lo espero, también para aquellos que llegaran a leer lo que
aquí escribo].
-----------------------------------------------------------------
Efectivamente, los pensamientos de Dios no son nuestros pensamientos (Is 55,8). ¿Quién hubiera sido capaz de imaginar jamás
que, en obediencia perfecta a la voluntad de su Padre, el Hijo de Dios iba a
entrar en la historia humana, haciéndose uno de nosotros, un niño pequeñito, un
bebé, completamente desprotegido y dependiente absolutamente de sus padres,
como cualquier otro bebé humano lo es? Tremendo misterio es éste: que el Dios Único,
Todopoderoso y Eterno, se nos haya manifestado del modo en que lo hizo, tomando
nuestra naturaleza humana y haciéndose realmente un hombre como nosotros, "semejante en
todo a nosotros, menos en el pecado" (Heb 4,15).
Un misterio que, como tal, es inexplicable. Si quisiéramos
encontrarle alguna "explicación" sólo existe una: el Amor. Su Amor
hacia nosotros le llevó a hacer lo que hizo. Esta "explicación", sin
embargo, también es incomprensible. ¿Qué necesidad tenía Él de actuar así? La
respuesta es: Ninguna. Y, entonces, ¿Por qué actuó del modo en que lo hizo?. Y
la respuesta es: Porque así lo decidió libremente, porque quiso, porque le dio
la gana, vamos. El Amor tiene sus "razones" que la razón desconoce.
En realidad, no hay ninguna razón para el Amor que no sea el Amor mismo. Esto
se nos escapa. Y así debe ser. ¿Dónde estaría, si no, el misterio?
Nosotros pensamos en términos de grandeza, de poder, de
dinero, de influencias, de fama, de ser reconocidos, etc... En cambio,
Jesucristo, que vino con una misión muy clara, de parte de su Padre, nos dijo,
hablando de Sí Mismo: "El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a
servir y a dar su vida en redención de muchos" (Mt 20,28). Ya
hemos dicho esto antes, en repetidas ocasiones, pero nunca acabamos de
entenderlo del todo, si es que llegamos a entender algo. Decía Jesús: "Yo no busco mi voluntad sino la voluntad del que me
envió" (Jn 5, 30). "He bajado del cielo no para hacer mi voluntad
sino la voluntad de aquel que me ha enviado" ( Jn 6, 38).
Hasta ahora hemos hablado, básicamente, de la relación de
Jesús con su Padre. Toda la vida de Jesús hace referencia al Padre: "Mi alimento es hacer la voluntad de mi
Padre y acabar su obra" (Jn 4,34). "Yo hablo lo que he visto en mi
Padre" (Jn 8, 38). Y en otra ocasión: "Yo no he hablado por mí mismo, sino que
el Padre, que me envió, Él me ha ordenado lo que tengo que decir y hablar. Y sé
que su mandato es Vida Eterna; por tanto, lo
que Yo hablo, según me lo ha dicho el Padre, así lo hablo" (Jn 12,
49-50).
Y con relación a la misión que del Padre ha recibido nos
dice: "Todo
lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer" (Jn 15,15). "El mundo debe conocer que amo al Padre y
que obro tal y como me ordenó" (Jn 14,31). Por eso les dice
a sus discípulos: "Como el Padre me envió así os envío Yo" (Jn 20,21).
La obediencia de Jesús a la voluntad de su Padre fue hasta el extremo, como decía
San Pablo: "Fue
obediente (a su Padre) hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2, 7-8).
O, como el mismo Jesús decía: "¿Acaso no voy a beber el cáliz que el Padre me ha
dado" (Jn 18,12). Y sus últimas palabras en la cruz, refiriéndose a la misión recibida por parte de
su Padre, fueron: "Todo está consumado" (Jn 19,30). "Padre,
en tus manos encomiendo mi Espíritu" (Lc 23,46)
Por
eso, en la oración sacerdotal de la Última Cena, pudo decirle a su Padre: "Yo te he
glorificado en la tierra: he terminado
la obra que Tú me has encomendado que hiciera. Ahora, Padre, glorifícame Tú
con la gloria que tuve junto a Tí antes que el mundo existiera" (Jn 17,
4-5)
(Continuará)
viernes, 7 de diciembre de 2012
LA SANTÍSIMA TRINIDAD (DIOS HIJO VII)
Recapitulemos brevemente lo dicho hasta ahora, y continuemos
con nuestra reflexión en torno a este maravilloso misterio de la Santísima Trinidad.
Como ya sabemos…
“En el principio existía el Verbo; y el Verbo estaba con
Dios; y el Verbo era Dios” (Jn 1,1). “Todo fue hecho por Él; y sin Él nada se
hizo de cuanto ha sido hecho” (Jn 1, 3-4a). Y este Verbo, que es Dios (el Único)
y que existe desde el principio y por quien fueron hechas todas las cosas, “se
hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1,14). Jesucristo es el Verbo de Dios,
encarnado; y “siendo de condición divina… se hizo semejante a los hombres…,
haciéndose obediente (a su Padre) hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,
7-8).
Por eso pudo decir, por una parte: “El Padre y Yo somos uno”
(Jn 10,30) y “Antes de que Abraham existiese, Yo soy” (Jn 8,58). Jesucristo,
Hijo de Dios Padre, es de la misma naturaleza divina que el Padre y, por lo
tanto, es verdaderamente Dios. Pero,
por otra parte, tomó también nuestra naturaleza humana como propia, realmente propia, y se hizo verdaderamente hombre, uno de nosotros, “probado
en todo igual que nosotros, menos en el pecado” (Heb 4,15). Ambas cosas se dan
en Jesús: es verdadero Dios y es verdadero hombre.
La unicidad de Dios no queda mermada en modo alguno, aunque
así pudiera parecer a una mirada superficial. Sigue habiendo un único Dios, “el
Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob” (Ex 3,15). Pero hay una novedad sumamente
importante: es la comprensión de este
único Dios la que Jesucristo ha venido a traernos, en obediencia a la voluntad
de su Padre. Nuestro conocimiento de Dios se enriquece gracias a la venida
de Jesús; y de un modo tal que ninguna mente humana sería capaz de imaginar, puesto
que Jesús no es que nos hable de Dios, sin más, sino que Él mismo es Dios: “Felipe,
el que me ve a Mí ve al Padre” (Jn 14,9). Así lo afirma también San Juan, quien
dice que aunque “a Dios nadie lo ha visto jamás, Dios Unigénito, que está en el
seno del Padre, … nos lo ha dado a conocer” (Jn 1,18).
Decididamente, quedan patentes en Jesucristo las palabras bíblicas,
palabras de Dios, en definitiva, cuando dice: “Mis pensamientos no son vuestros
pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos” (Is 55,8). Jamás persona humana
alguna hubiera sido capaz de concebir algo tan sublime, tan grande, tan
inefable, tan extraordinario… No cabe en la mente humana que Dios se haga
hombre sin dejar de ser Dios, que siendo un solo Dios, se trate, sin embargo,
de Personas distintas, una de las cuales, el Hijo, es enviado por la otra, el
Padre, con una misión, que a nosotros nos sobrepasa y que conlleva que el
propio Hijo tome nuestra naturaleza humana, haciéndose realmente hombre, en
cumplimiento de la Voluntad
de Su Padre, una Voluntad que es también la Suya propia, porque el Hijo hace siempre aquello que agrada a su Padre (Jn 8,29).
La grandeza de Dios se manifiesta en la debilidad: “Un niño
nos ha nacido, un hijo se nos ha dado… y lleva por nombre Consejero
maravilloso, Dios fuerte,…”(Is 9,5). “Mirad, la virgen está encinta y dará a
luz un hijo, a quien pondrán por nombre Emmanuel” (Is 7,14), que significa “Dios
con nosotros”. Esta profecía de Isaías se cumplió en Jesús, de quien dice el
Ángel a María: “Será grande, se llamará Hijo del Altísimo… reinará eternamente…
y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 32-33).
¡Imposible, absolutamente imposible la comprensión de este
proceder de Dios por ningún ser humano! ¡¿Que Dios, creador de todo cuanto
existe, se haga un niño pequeño e indefenso?!... ¡Vamos, eso no se le pasa a
nadie por la cabeza, ni se le puede pasar! ¡Eso es una locura! Y, sin embargo,
así ocurrió: ¡es la locura de Dios! Lo sabemos porque así nos lo ha revelado el
mismo Dios, en la Persona
de su Hijo, Jesucristo. Tremendo misterio éste, en el que nos iremos
adentrando, poco a poco, …, e iremos descubriendo que se trata, en realidad, de
un Misterio de Amor; y descubriremos también que es precisamente este Amor, y sólo este
Amor, el Único capaz de dar sentido a nuestras pobres vidas que, ahora, han
venido a ser enormemente valiosas porque, para Él, somos importantes.
(Continuará)
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