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martes, 21 de agosto de 2018

Por qué no he leído la carta de Francisco sobre los abusos (Carlos Esteban)




Voy a hacer una confesión indigna de un periodista; una declaración que justificaría que me quitaran el carné de prensa si alguna vez, en mis treinta años de ejercicio, lo hubiera tenido: no he leído el mensaje del Papa en respuesta al escándalo revelado por el gran jurado de Pensilvania.

Lo sé, es lo peor: un periodista debe ir siempre a las fuentes, y en información religiosa no puede haber fuente más importante que las palabras mismas del Santo Padre, no digamos ya cuando se trata de un asunto de tan candente actualidad como el que nos ocupa.

Pero no, no la he leído. No puedo ya. La he abierto, la he tenido ante mí, he comprobado -bendiciones de los tratamientos de texto- las palabras que no incluía, y me he sentido incapaz de enfrentarme a un texto tan obligado y previsible.

Dicho deprisa: cuando tras el escándalo puntual más grave que quizá haya sufrido la Iglesia en siglos la reacción de la Santa Sede son solo palabras, confieso que no me interesan demasiado esas palabras. Cualquier gabinete de relaciones públicas que valga su sal puede hacer maravillas en este sentido, hasta hacernos llorar a todos.

Toda reacción que no incluya el anuncio de ceses, de un cambio radical que arranque de raíz la cultura homosexualista instalada en tantos seminarios y curias diocesanas, es solo un intento de contención de daños, algo que hace cualquier empresa que recibe mala publicidad.

” Hemos descuidado y abandonado a los pequeños”, dice el Papa. Pero cuando esos ‘pequeños’, en la figura de las víctimas del sacerdote pedófilo chileno Fernando Karadima, le imploraron que aceptara la renuncia del obispo Barros, un protegido de Karadima que presenció sin protestas los abusos, el Papa les llamó ‘calumniadores’.

Pidió perdón por ello, pero cuando, otra vez, esos pequeños, encarnados en 48 seminaristas del seminario mayor de Tegucigalpa, escribieron una carta pública denunciando el régimen de intimidación homosexual que reinaba en él, la mano derecha del Papa, el coordinador de su muy exclusivo consejo privado C9, el poderoso Cardenal Óscar Rodríguez Maradiaga les llamó mentirosos y les acusó de alinearse contra la ‘anti-Iglesia’.

Esos pequeños son aquellos cuyos abusos han propiciado que el ministerio fiscal chileno haya llamado a declarar a la cúpula de la iglesia nacional, incluido un emérito, Errazuriz, que sigue siendo miembro del C9.

Acaba de nombrar ‘sostituto’ de la Secretaria de Estado para asuntos generales a un hombre, el venezolano Edgar Peña Parra, que presionó para que el entonces sacerdote Juan José Pineda, apartado ahora tras las acusaciones verosímiles de abusos homosexuales, fuera nombrado obispo auxiliar de Maradiaga. Otro nombramiento reciente ha sido el del ahora obispo portugués José Tolentino Mendonça, que asegura que Jesús “nunca estableció normas”.

No es solo que el Vaticano no ha dicho nada sobre esta crisis hasta que le ha resultado imposible, incluso peligroso, no hacerlo; es que, como no nos cansamos de ver, hay una desconexión desesperante entre muchos de los mensajes más esperanzadores del Papa y sus acciones concretas, sus medidas reales.

La ‘tolerancia cero’ resultó no serlo tanto, como vemos, al igual que la ‘Iglesia pobre para los pobres’ no ha significado que Francisco se deshaga del APSA (el enorme patrimonio inmobiliario del Vaticano), a pesar de las constantes llamadas a acoger a los refugiados. ¿Demagogia? No: tomarse en serio el deseo de una Iglesia pobre.

La misericordia que tiene siempre en los labios y por la que todo el mundo le alaba también ha resultado extraordinariamente selectiva. De ella se benefician quienes, de pecar, pecan del lado ‘bueno’, quienes exageran, en todo caso, las líneas ideológicas que Su Santidad no disimula, como el ex presidente brasileño encarcelado por corrupción Lula da Silva. Otros, los ‘rígidos’, los que encuentran a Cristo de un modo más cercano a la manera tradicional, como la Hermandad de los Santos Apóstoles o los Franciscanos de la Inmaculada, han podido probar la otra cara de Francisco, implacable y sin apelación ni explicación.

El próximo miércoles se inicia en Dublin un Encuentro Mundial de las Familias bajo la égida de Su Santidad organizado por Kevin Farrell, quien fuera amigo personal, colaborador y protegido del ex cardenal McCarrick; que contará con la presencia estelar del jesuita homosexualista James Martin y de la que se han excusado ya, a pocos días del comienzo, dos cardenales que debían encabezar importantes intervenciones, O’Malley y Wuerl. Mientras se hace evidente que la infiltración homosexual en el clero está en el núcleo mismo de esa situación que ha causado “heridas que no prescriben” en los más pequeños, el evento se presenta como una forma de ‘suavizar’ la postura de la Iglesia sobre la homosexualidad.

Libertad Digital titula la noticia con unas palabras del jefe de prensa del Vaticano, Greg Burke, el mismo que no interrumpió inmediatamente sus vacaciones cuando se conoció el informe: Greg Burke: “Es significativo que el Papa se refiera a los abusos como un crimen, no solo un pecado”. Pero no, no es significativo cuando ya lo ha hecho una institución oficial como es el gran jurado del Estado de Pensilvania.

En Vatican News, que va camino de merecer el nombre de Pravda francisquista, también abren con comentarios de Greg Burke: “El Papa lo subraya, las heridas nunca prescriben”. ¿Qué quiere decir eso, exactamente? ¿En qué se traduce? Después de que Benedicto XVI secularizara al sacerdote pederasta Mauro Inzoli, Francisco lo rehabilitó, para volver a secularizarlo cuando reincidió. Las heridas no prescriben, pero los delitos, sí.


Carlos Esteban