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lunes, 2 de junio de 2025

NOTICIAS VARIAS 2 de Junio de 2015



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León XIV y el Concilio de Nicea (Roberto De Mattei)



En la homilía inaugural de su pontificado este 18 de mayo, León XIV ha convocado varias veces a la unidad de la Iglesia. El Papa es consciente de la existencia de enconados enfrentamientos internos, que se agravaron durante el pontificado de Francisco y podrían estallar con gravísimas consecuencias.

Desde su fundación, la Iglesia ha conocido divisiones internas que se han convertido en cismas y herejías. El 20 de mayo de este año se cumplen 1700 años del Concilio de Nicea, en el que el emperador Constantino convocó una asamblea de obispos cristianos llegados de todo el mundo. Se trataba de afrontar una herejía que ponía en peligro la unidad de la Iglesia y del naciente imperio cristiano. Era la herejía arriana, llamada así por su fundador Arrio, que predicaba en la ciudad patriarcal de Alejandría. Según Arrio, el Verbo, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, no es igual al Padre, sino creado por Él. Algo así como un término medio entre Dios y el hombre, y por tanto de naturaleza distinta a la divina del Padre. Esta teoría atacaba directamente al corazón del misterio de la Trinidad y socavaba con ello los cimientos de la propia Fe.

El concilio convocado por Constantino se celebró en Nicea, ciudad de Bitinia, hoy en Turquía. Se congregaron representantes de toda la Cristiandad, unos trescientos.

Narra el historiador Eusebio que «de toda Europa, Libia y Asia lo más granado de los ministros». Encontramos entre los participantes a personajes célebres como los taumaturgos Espiridión y Jacobo de Nisibe, de quienes se contaba que habían resucitado muertos; los confesores egipcios de la Fe Potamón de Heraclea y Pafnucio de la Tebaida, que habían perdido sendos ojos en la persecución decretada por Máximo, así como Pablo de Neocesarea, que tenía las manos quemadas por los hierros candentes que Licinio había mandado aplicarle. El papa Silvestre II, que no había podido asistir al concilio por su avanzada edad, envió a dos representantes del clero romano, Vito y Vicente.

Desde hacía ya diez años, la vida se había vuelto enormemente difícil para la mayoría de ellos, en medio de incesantes peligros. Pero ahora, el lujo del palacio, la majestuosidad de las ceremonias y la guardia de honor que representaba los ejércitos ante los dignatarios cristianos ofrecían a la vista un espectáculo que nadie habría imaginado hasta entonces.

Dieron comienzo los debates, presididos por Constantino. En la sala estaban presentes los partidarios de dos tendencias irreconciliables, representados por dos hombres que no eran prelados, sino consejeros de los padres conciliares: el hereje Arrio, que entre bastidores dirigía al grupo de sus secuaces, y Atanasio, el indómito organizador de la resistencia ortodoxa católica.

El historiador francés Daniel Rops recuerda que los partidarios más o menos declarados de Arrio se valieron de todos los recursos de la dialéctica, pero tenían en contra el más hondo sentimiento cristiano. El diácono Atanasio proponía como piedra angular del cristianismo el hecho indiscutible de la Redención. Ahora bien, la Redención sólo tiene sentido si el propio Dios se hace hombre, padece, muere y resucita, si Cristo es al mismo tiempo verdadero Dios y verdadero hombre. El Hijo no es una criatura; siempre ha existido. Siempre ha estado al lado del Padre, unido a Él. Distinto, pero inseparable. Gracias a la influencia de Atanasio, el concilio adoptó el término homousion, que se tradujo al latín como consustantialem.

Así quedó fijada una regla de Fe. No era diferente del Credo de los Apóstoles, pero resultaba más explícita, y estaba redactada de un modo que no dejaba lugar a errores. Es el texto del Símbolo o Credo de Nicea que recitamos cada domingo en la Misa cuando el pueblo fiel hace resonar su antiguas pero siempre precisas declaraciones: genitum, no factum; consustantialem Patri: engendrado, no creado; consustancial al Padre.

Una mayoría aplastante de padres declaró que el Hijo es verdaderamente Dios, consustancial al Padre, y Arrio fue condenado. La cuestión arriana parecía cerrada para siempre. Un mes más tarde, el 25 de agosto de 325 concluyó el concilio en medio de un clima triunfal. Pero apenas se hubieron marchado los padres, tres de ellos, entre los que se encontraba Eusebio de Nicomedia, retiraron su firma. La disputa volvió a estallar con violencia, y duró cosa de medio siglo.

El dogma de la encarnación del Verbo fue atacado por todos los medios posibles por los partidarios de Arrio. Entre el partido intransigente de Atanasio y el de los arrianos surgió una tercera facción, el semiarrianismo, cuyos seguidores estaban a su vez divididos en varias sectas que, reconociendo cierta analogía entre el Padre y el Hijo, negaban que Cristo fuera engendrado, no creado y de la misma sustancia que el Padre, como afirmaba el Credo niceno. El mérito de los teólogos del siglo IV, como San Atanasio y San Hilario, estuvo en combatir sin hacer concesiones para salvaguardar la divinidad de Cristo, esencia misma del cristianismo.

Si la Iglesia pudo sobrevivir a una prueba de tal magnitud y salir no sólo indemne sino reforzada, fue por obra de una pequeña cohorte de paladines de la Fe, que no se dejaron acobardar por las intrigas, las amenazas, el exilio ni la cárcel. Tildados de fanáticos por sus adversarios, dieron valeroso testimonio de la Fe católica.

Benedicto XVI equiparó la crisis actual con la del siglo IV y, sirviéndose de una metáfora que utilizó San Basilio en los años posteriores al Concilio de Nicea, dijo que nuestra época semejaba una batalla naval nocturna en un mar tempestuoso. Es indudable que León XIV tiene presente esa comparación, pues para los próximos meses tiene programado un viaje a Nicea a fin de conmemorar el concilio que corroboró la Fe católica evitando que la navecilla de la Iglesia zozobrara en la tempestad. No faltó entonces la ayuda de Dios, y tampoco nos faltará hoy.

Roberto De Mattei

domingo, 1 de junio de 2025

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR A LOS CIELOS (Fray Luis de León) - Comentarios personales

Durante mucho tiempo se ha dicho que hay tres días en el año que relucen más que el Sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión. Hoy no. Esa expresión no les dice nada, sobre todo a los jóvenes. Como tal jueves, que aún se celebra, sólo queda el Jueves Santo. Las otras dos celebraciones se siguen manteniendo, pero se han pasado al domingo siguiente.


Como sabemos, la Ascensión del Señor a los Cielos ocurrió cuarenta días después de su Resurrección en cuerpo y alma. De modo que la ceremonia correspondiente a ese día debería haberse celebrado el jueves, 26 de mayo de 2025. Sin embargo, se pospone, de modo oficial, al próximo domingo, 1 de junio.

La ODA XVIII de Fray Luis de León (1527-1591) titulada La Ascensión del Señor es de una gran belleza:


¿Y dejas, Pastor santo,
tu grey en este valle hondo, oscuro,
con soledad y llanto;
y tú, rompiendo el puro
aire, te vas al inmortal seguro?

Los antes bienhadados
y los ahora tristes y afligidos,
a tus pechos criados,
de tí desposeídos,
¿a dó convertirán ya sus sentidos?

¿Qué mirarán los ojos
que vieron de tu rostro la hermosura,
que no les sea enojos?
Quien oyó tu dulzura,
¿qué no tendrá por sordo y desventura?

Aqueste mar turbado
¿quién le pondrá ya freno? ¿Quién concierto
al viento fiero, airado?
Estando tú encubierto,
¿qué norte guiará la nave al puerto?

¡Ay!, nube envidiosa
aun de este breve gozo, ¿qué te aquejas?
¿Dó vuelas presurosa?
¡Cuán rica tú te alejas!
¡Cuán pobres y cuán ciegos, ay, nos dejas!



Nos quedamos tristes, porque el Señor se va, pero nos conviene que se vaya. Así lo dijo Él mismo: "Os digo la verdad: os conviene que me vaya, pues si no me voy, el Paráclito [es decir, el Espíritu Santo] no vendrá a vosotros; en cambio, si me voy, os lo enviaré" (Jn 16,7). Y ésta es la explicación que les da a sus discípulos, y que vale igualmente para nosotros: "Tengo todavía muchas cosas que deciros, pero ahora no podéis comprenderlas. Cuando venga Aquél, el Espíritu de Verdad, os guiará hacia la Verdad completa, pues no hablará de Sí mismo, sino que hablará de lo que oiga y os anunciará lo que ha de venir. Él me glorificará porque recibirá de lo Mío y os lo dará a conocer" (Jn 16,12-14)

El Espíritu Santo (Espíritu del Padre y del Hijo, Espíritu de Jesús, por lo tanto) no hablará de Sí mismo sino que hablará de lo que le oiga a Jesús, pues Él es la Palabra del Padre. Por eso, si no tenemos el Espíritu de Jesús, (el Amor de Dios), no tenemos a Jesús, no podemos ser sus amigos.

Ahora bien, el Espíritu Santo no podemos tenerlo por nosotros mismos. Es un don de Dios, es el Don de Dios. Su posesión es pura gracia ... aunque lo podemos tener si se lo pedimos: "Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, cuánto más el Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a quienes se lo piden? (Lc 11, 13).

Y, sin embargo,¿por qué le pedimos tantas cosas al Señor y luego no nos las concede? ¿Acaso no nos escucha? ... Pero ¿cómo no nos va a escuchar si es nuestro Padre y nos quiere con locura? Por supuesto que nos escucha. Ahora bien: quiere lo mejor para nosotros; y nosotros, con demasiada frecuencia, pedimos lo que que no nos conviene (por más que creamos otra cosa): "Pedís y no recibís, porque pedís mal, para malgastarlo en vuestras pasiones" (Sant 4,3).

Dicho lo cual, es preciso que sigamos rezando: "Orad sin cesar" (1 Tes 5,17), decía San Pablo a los Tesalonicenses ... lo que viene a ser un recuerdo, un refresco de nuestra memoria con respecto a lo que ya nos decía Jesús: "Es necesario orar en todo momento y no desfallecer jamás" (Lc 18,1). Si así lo hacemos, el fruto es seguro. No podemos tener ninguna duda acerca de esto.

Poseer el Espíritu de Jesús significa pensar como Jesús, amar como Jesús y actuar como Jesús ... en otras palabras: tener sus mismos sentimientos (cfr Fil 2,5).

¿Cómo procedió Jesús en su vida mortal? Lo que sabemos, por la fe, con toda claridad, es que siendo Dios, la Persona de Jesús (el Hijo) tomó un cuerpo y un alma, como los nuestros, tomó una naturaleza humana, y sin dejar de ser Dios, se hizo hombre, realmente hombre, se hizo uno de nosotros, y como hombre fue "obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Fil 2,8).

No hay otro modo de manifestar el amor (en este mundo) que el camino de la cruz, que fue el que Jesús siguió. No la cruz por sí misma, lo que no tendría ningún sentido, sino la cruz por amor a Él, para identificarnos con Él, porque queremos vivir su propia Vida, igual que Él ha vivido la nuestra, queremos amarlo como Él nos ha amado: "Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el fin" (Jn 13,1).

El amor se hace auténtico en la cruz. Esto no lo digo yo. Lo dijo Jesús: "El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que tome su cruz y que me siga" (Mt 6,24).

No hay otra solución si queremos ser felices. La verdadera felicidad, la única que merece este nombre, va siempre de la mano de Jesús ... y de Jesús sólo podemos decir que somos sus amigos si hacemos lo que Él nos manda (Jn 15,14). Y sólo entonces tendremos Su Espíritu, y con el Espíritu de Jesús, todos los frutos de este Espíritu: "caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza. Contra esto no hay Ley" (Gal 5,22).

El apóstol Pablo no pretende dar una relación exhaustiva de todos los frutos del Espíritu Santo. Pero, al leer con atención, se observa que, a continuación de la caridad [o sea, del amor, que, como se ha dicho, precisa del seguimiento de la senda estrecha y de la cruz para poder llamarse así] viene, en segundo lugar, la alegría, la verdadera alegría, que es la que proviene de nuestra unión a Jesucristo, con quien formamos un solo cuerpo. [Ver nota 2]

José Martí


NOTAS


1. La venida del Espíritu Santo se celebra diez días después de la Ascensión. Este año será el domingo, 8 de junio de 2025 día de Pentecostés, así llamado porque dicha venida tuvo lugar cincuenta días después de la Resurrección de Jesús.

2. La unión con Jesucristo tiene lugar en el Espíritu Santo, que es Espíritu del Padre y Espíritu del Hijo. Tremendo misterio éste del Cuerpo Místico de Cristo por el cual somos llamados hijos de Dios (hijos en el Hijo, por el Espíritu Santo) ... y lo somos realmente (1 Jn 3, 1] lo cual no debe llevarnos a olvidar que se trata de una gracia inmerecida, cuya única razón de ser es el Amor que Dios nos tiene (otro misterio que nos sobrepasa).