Cardenal Müller: «No es la tradición, sino el progresismo, lo que divide a la Iglesia»
El consistorio de enero anuncia una auténtica reorganización del Vaticano
De León XIII a León XIV: un puente mariano forjado por el rosario
Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que procede de Dios (1 Cor 2, 12), el Espíritu de su Hijo, que Dios envió a nuestros corazones (Gal 4,6). Y por eso predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero para los llamados, tanto judíos como griegos, es Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Cor 1,23-24). De modo que si alguien os anuncia un evangelio distinto del que recibisteis, ¡sea anatema! (Gal 1,9).
Dirigida al Padre Eterno, en la unción del Espíritu, mirando a María como Obra maestra de la Santísima Trinidad
Padre Eterno,
Fuente inagotable del Ser y del Amor,
que al pronunciar desde tu eternidad el Nombre de tu Hijo quisiste que resonara también en el silencio blanquísimo de una Mujer,
te bendigo por la Inmaculada Concepción de María,
primer destello de la Redención, aurora intacta que anticipa la luz del Día eterno.
Tú, que desde siempre soñaste una criatura capaz de decir “sí” sin sombra,
una carne sin herida que pudiese acoger al Verbo sin temblores,
quisiste para tu Hijo una Madre pura, fuerte, luminosa,
y para nosotros, sus hermanos, una compasión sin límites.
Por eso la preservaste del pecado original
y la introdujiste en la historia como un río de gracia que nunca se enturbia.
Padre Santo,
mira nuestras vidas tantas veces cansadas,
heridas por el pecado, vencidas por la prisa, dispersas por el ruido.
Y por el amor que tienes a esa Mujer sin mancha,
haz que en este Adviento Cristo encuentre en nosotros una gruta,
pobre pero abierta, disponible, humilde, deseosa de Él.
Envía sobre nosotros al Espíritu Santo,
ese mismo Espíritu que cubrió a María con su sombra fecunda
y la hizo Madre del Verbo.
Que Él purifique nuestro corazón,
nos devuelva la sencillez perdida
y nos regale una mirada parecida a la suya.
Y tú, María Inmaculada,
Patria limpia donde Dios quiso nacer,
haz que esta oración suba al Padre con tu misma música.
Empújanos hacia Jesús,
acompaña nuestros cansancios,
cura nuestras tristezas,
vuelve a encendernos por dentro con la alegría de los hijos.
Amén.
María no es un accidente tardío en la historia.
Es el primer sueño de Dios en la creación, el modelo en cuya luz se comprende el resto.
Si el pecado original oscureció la trama del mundo,
la Inmaculada fue el punto intacto donde el Padre guardó su proyecto inicial.
En Ella contemplamos lo que Dios quiso para todos:
un corazón limpio, una libertad entera para amar,
una humanidad que no se repliega sobre sí misma sino que se abre como un cáliz.
Mírala así: una criatura que nunca rompió la comunión con su Creador.
Oración:
Padre, límpiame en la pureza de María.
Devuélveme la belleza de lo que Tú soñaste para mí.
Haz que yo también sea un lugar donde Cristo descanse.
Amén.
María Inmaculada,
Tota pulchra desde la aurora eterna,
Medianera de todas las gracias que Cristo nos ha merecido,
Corredentora asociada al único Redentor en la hora santa del Calvario,
Abogada potentísima que nunca abandonas a quien te suplica,
Madre espiritual de la Iglesia y de cada uno de sus hijos,
Patrona amantísima de España, que te reconoció siempre como su Reina, acoge mi gratitud y mi súplica;
las deposito en tus manos
como quien entrega un pequeño cirio a la claridad del mediodía.
No mires tanto la pobreza de mi oración
cuanto el deseo de amar a tu Hijo con un amor parecido al tuyo.
Madre Inmaculada,
vuelve tus ojos misericordiosos a España, que es tuya,
marcada por tu nombre en sus montes y en sus mares, en sus ciudades y aldeas,
que quiso —y quiere— seguir siendo tierra de María Santísima.
Guárdala en la unidad, en la fe, en la pureza de sus raíces cristianas.
Que no se apague en ella la oración,
ni se borre la memoria de Dios,
ni se derrumben los signos que recuerdan al mundo
que Cristo ha vencido.
Haz, Madre Inmaculada,
que en España siga en pie la Cruz, alta, serena y visible,
como columna de cielo plantada en nuestra historia
y como testigo silencioso de la victoria del Amor.
Que ninguna sombra, ningún miedo, ninguna ideología
puedan abatir la Cruz que proclama, desde lo alto,
que solo el perdón cristiano ilumina.
Y a mí, hijo tuyo,
límpiame con tu luz,
enséñame a entregarme sin reservas,
a obedecer al Espíritu como Tú obedeciste,
a permanecer junto a Cristo con la misma firmeza
con la que tú permaneciste junto a la Cruz.
María Inmaculada,
Medianera, Corredentora, Abogada, Madre y Señora,
llévame de tu mano hasta Jesús.
Y cuando llegue mi última hora,
cúbreme con tu manto
y preséntame ante el Padre
con la ternura con que llevaste al Niño en Belén
y con la fortaleza con la que estuviste al pie de la Cruz.
Así sea.
Textos y reflexiones de Mons. Alberto José González Chaves

«Bendigo tu santo Nombre, alabo tu exaltado privilegio de ser verdaderamente Madre de Dios, siempre Virgen, concebida sin mancha de pecado, Corredentora de la raza humana».
«Ahora bien, la Santísima Virgen no concibió al Hijo eterno de Dios solo para que Él se hiciera hombre tomando de ella su naturaleza humana, sino también para que, por medio de la naturaleza asumida de ella, Él fuera el Redentor de los hombres. Por esta razón, el ángel dijo a los pastores: «Hoy os ha nacido un Salvador, que es Cristo el Señor».
María, «puesto que estaba por delante de todos en santidad y unión con Cristo, y fue tomada por Cristo en la obra de la salvación humana, mereció congruentemente, como dicen, lo que Cristo mereció condignamente, y es la principal ministra de la dispensación de las gracias».
«María sufrió tanto y estuvo a punto de morir con su Hijo sufriente y moribundo; renunció tanto a sus derechos maternos sobre su Hijo por la salvación del hombre, […] que podemos decir con razón que redimió a la raza humana junto con Cristo».
«Oh Madre de piedad y misericordia, que como Corredentora estuviste junto a tu dulcísimo Hijo sufriendo con Él cuando consumó la redención de la raza humana en el altar de la Cruz… preserva en nosotros, te lo suplicamos, día tras día, los preciosos frutos de la Redención y de tu compasión».
«Fue ella quien, como la Nueva Eva, libre de toda mancha de pecado original o personal, siempre unida íntimamente a su Hijo, lo ofreció al Padre Eterno junto con el holocausto de sus derechos maternales y su amor maternal, por todos los hijos de Adán, mancillados por su miserable caída».
«María acompañó a su divino Hijo en el más discreto ocultamiento, meditando todo en lo profundo de su corazón. En el Calvario, al pie de la Cruz, en la inmensidad y en la profundidad de su sacrificio maternal, tenía a Juan, el apóstol más joven, a su lado… Que María, nuestra Protectora, la Corredentora, a quien ofrecemos nuestra oración con gran efusión, haga que nuestro deseo corresponda generosamente al deseo del Redentor».
«Ella habló enérgicamente sobre el privilegio divino de la Inmaculada Concepción de María. Contempló su asombrosa misión como Madre del Salvador. La invocó como Inmaculada Concepción, Nuestra Señora de los Dolores y Corredentora, exaltando el papel singular de María en la historia de la salvación y en la vida del pueblo cristiano».
«… Es justo decir que nada de ese gran tesoro de toda gracia que el Señor nos trajo —pues «la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo»— nos es impartido si no es por medio de María, ya que así lo quiere Dios…».
«… Ella se convirtió dignamente en la reparadora del mundo perdido y, por tanto, en la dispensadora de todos los dones que nos fueron ganados por la muerte y la sangre de Jesús… y es la principal ministra de la dispensación de la gracia

“Cuando no es necesario decir nada, es necesario no decir nada. Éste era uno de esos casos.”