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sábado, 9 de enero de 2021

Sagrada Familia: Jesús, María y José

 DESDE MI CAMPANARIO


Evangelio (Lc 2, 42-52)

Cuando cumplió doce años, subieron a la fiesta según la costumbre y, cuando terminó, se volvieron; pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén, sin que lo supieran sus padres. Estos, creyendo que estaba en la caravana, anduvieron el camino de un día y se pusieron a buscarlo entre los parientes y conocidos; al no encontrarlo, se volvieron a Jerusalén buscándolo. Y sucedió que, a los tres días, lo encontraron en el templo, sentado en medio de los maestros, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Todos los que le oían quedaban asombrados de su talento y de las respuestas que daba. Al verlo, se quedaron atónitos, y le dijo su madre: «Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Tu padre y yo te buscábamos angustiados». Él les contestó: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi Padre?». Pero ellos no comprendieron lo que les dijo. Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres. 

Homilía

I. Los evangelistas nos han transmitido muy pocos hechos ocurridos en los treinta años que pasan entre el Nacimiento de Jesús y el comienzo de su ministerio público

Apenas unos episodios relevantes como la huida a Egipto o el viaje a Jerusalén a los 12 años pero Jesús compartió, durante la mayor parte de su vida, la condición de la inmensa mayoría de los hombres: una vida cotidiana sin aparente importancia, vida de trabajo manual, vida religiosa sometida a la ley de Dios. Vida en familia que se resume en unas frases de san Lucas: «El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él» (Lc 2, 40) «Él bajó con ellos y fue a Nazaret y estaba sujeto a ellos. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (v. 51). La Sagrada Familia vivía por tanto una vida muy común que hoy viene ofrecida como modelo a las familias cristianas para que: «imitando sus virtudes domésticas y su unión en el amor, lleguemos a gozar de los premios eternos en el hogar del cielo» (or. colecta).

II. Cristo, cuyo nacimiento hemos celebrado, vino al mundo para hacer la voluntad del Padre.

Esa misma obediencia a la ley de Dios la vemos en san José y la Virgen que cumplen con las prescripciones legales en la circuncisión y llevándole al Templo (Lc 2, 21-24). A su vez, la sumisión de Jesús a su madre, y a su padre legal, es la imagen temporal de su obediencia filial a su Padre celestial.

Si vemos en el Nacimiento del Hijo de Dios el inicio de la redención de los hombres, su obediencia en lo cotidiano de la vida oculta inaugura ya la obra de restauración de lo que la desobediencia de Adán había destruido (cf. Rom 5, 19). Por eso la redención hace de las familias cristianas una «iglesia doméstica», un lugar donde manifestamos nuestro amor a Dios sacrificando nuestras vidas unos por otros y donde las relaciones entre sus distintos miembros no solamente están dirigidas a la armonía familiar o al bien de la sociedad sino que establecen una comunidad de gracia y de oración, escuela de virtudes humanas y de caridad cristiana.

Por otra parte, las familias cristianas se abren hacia afuera para formar parte de la nueva y más amplia familia de Jesús: «El que haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mc 3, 35). Con estas palabras Cristo habla de la nueva familia cristiana y a todos invita a venir a ella. El modelo de vida que estamos proponiendo puede, por tanto, aplicarse también a quienes ya no viven en el ámbito de sus relaciones familiares o por diversas circunstancias no han formado su propia familia. Consiste en el cumplimiento de la voluntad de Dios en la propia vida y en vivir de acuerdo con esos lazos familiares que nos unen al mismo Dios y al resto de los creyentes en la Iglesia.

III. Por intercesión de la Virgen María y de San José

pedimos a Dios que guarde a nuestras familias en su gracia y en su paz y que nos enseñe a vivir en la Iglesia con espíritu de familia, de quienes cumplen la voluntad de Dios, para que podamos gozar de su eterna compañía en el cielo.

Marcial Flavius - presbítero

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Reflexión

El culto de la Sagrada Familia se desarrolló de un modo especial en el siglo XVII, por medio de piadosas asociaciones que se proponían la santificación de las familias cristianas, imitando a la del Verbo Encarnado. Esta devoción, introducida en el Canadá por los Padres de la Compañía de Jesús, se propagó allí rápidamente gracias al celo de Francisco de Montmorency-Laval, primer obispo de Quebec. Este virtuoso prelado, por sugerencias, y con la ayuda del P. Chaumonot y de Bárbara de Boulogne, viuda de Luis de Aillebout de Coulonges, antiguo gobernador de Canadá, fundó en 1665 una Cofradía cuyos estatutos determinó él mismo, instituyendo poco después canónicamente en su diócesis la fiesta de la Sagrada Familia de Jesús, María y José, y ordenando que se hiciese uso de la misa y del oficio que había hecho componer con tal motivo.

Dos siglos más tarde, ante las crecientes manifestaciones de la piedad de los fieles hacia el misterio de Nazaret, el Papa León XIII, por el Breve «Neminem fugit» del 14 de junio de 1892, establecía en Roma la asociación de la Sagrada Familia, con el fin de unificar todas las cofradías instituidas bajo este mismo título. Al año siguiente, el mismo soberano Pontífice decretaba que la fiesta de la Sagrada Familia fuera celebrada en todas partes donde estaba permitida, el domingo tercero después de Epifanía, asignándole una Misa nueva y un oficio cuyos himnos él mismo había compuesto. Finalmente, Benedicto XV, en 1921, extendía esta fiesta a la Iglesia universal, fijándola en el domingo dentro de la Octava de Epifanía (Próspero GUERANGUER, El Año Litúrgico, vol. 1, Burgos: Editorial Aldecoa, 1956, 429-430)