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sábado, 24 de noviembre de 2018

Por qué los estragos de este pontificado no indican que la Sede esté vacante (Peter Kwasnoiewski)




Del Concilio Vaticano II para acá siempre ha habido un pequeño sector de católicos que, ante la apostasía, herejía, irreverencia y desolación generalizadas en la Iglesia, han llegado a la conclusión de que no hay un pontífice legítimo sentado en el trono de San Pedro. Se los conoce como sedevacantistas, porque creen que la sede (la silla de San Pedro, sedes en latín) está vacante.
Hay sedevacantistas para todos los gustos, pero en general sostienen que desde el fallecimiento de Pío XII en octubre de 1958 no ha habido un papa válido. Por otro lado, están los sedeprivacionistas, que sostienen que todos los pontífices de los últimos sesenta años han sido papas material pero no formalmente: Dios los ha nombrado para que ejerzan como vicarios de Cristo, pero se han negado a aceptar los deberes que les impone el cargo y su funcionalidad ha quedado interrumpida.
Podemos mirar con comprensión los lamentos y el desaliento de esos católicos horrorizados por las infidelidades del clero después del Concilio, pero su postura es insostenible.
La verdadera raíz del sedevacantismo se encuentra en el montanismo; la misma dolencia que nos aqueja desde el primer Concilio Vaticano. Como ninguno de los papas posteriores a Pío XII ha estado a la altura de la perfección doctrinal y santidad personal que de modo irrazonable exigen los sedevacantistas a un vicario de Cristo, tienden a llegar a la conclusión de que esos pontífices no deben de ser realmente papas. Pero en vez de eso, lo que hace falta es una resuelta actitud realista que se dé cuenta de hasta qué punto puede meter la pata un papa.
La medida en que puedan causar graves problemas es imposible de determinar con antelación a los acontecimientos. No me cabe la menor duda de que antes de Honorio habría algunos que afirmaran que un papa jamás puede aprobar la herejía. Y luego llegó Honorio y la armó buena (y no ha sido el único que lo ha hecho). Lógicamente, se pueden presentar muchos argumentos y complejos alegatos explicando que Honorio y otros pontífices de dudosa doctrina no intentaron imponer herejías mediante pronunciamientos ex cathedra, por ejemplo, pero eso no quita que un sucesor de San Pedro y Vicario de Cristo pueda tener ideas erróneas en materia de fe y costumbres, y expresarlas de un modo no vinculante. Viene muy bien saber que esto es posible cuando nos las vemos con un papa como Francisco, que en toda clase de cuestiones se zambulle en las aguas profundas del error.
Algún otro católico podría haber dicho que Cristo sólo puede escoger como vicario suyo a alguien digno del cargo. Pero luego llegaron los siglos oscuros y tuvimos a simoniacos, nepotistas, asesinos, fornicarios y jefes militares ocupando el solio pontificio. Así como la infalibilidad no se aplica a la mayoría de las cosas que dice el Sumo Pontífice, tampoco se les aplica la impecabilidad a los papas.
Huelga decir que Francisco se está pasando de la raya, desviándose más que ningún pontífice se haya desviado hasta ahora. Y en vez de negar esta crisis, los teólogos tienen que aceptarla como una exhortación a replantearse desde sus mismos orígenes este engañoso discurso ultramontanista que lleva 150 años o más en acción. Es algo que invita a los católicos a renovar su compromiso con la Fe de nuestros mayores.
El problema de fondo del sedevacantismo es que no es otra cosa que una explicación que no reconoce la gravedad del asunto; y tampoco aporta solución alguna. A lo que voy con la primera mitad de esta afirmación es a que para un sedevacantista es más fácil despachar sesenta años de malos papas midiéndolos por un patrón platónico que afrontar la cruda y terrible realidad de un papa que siendo verdadero no deja de ser hereje o malo. Y con la segunda parte, lo que digo es: si llevamos décadas sin papa, ¿cómo vamos a hacer para tener uno? ¿Esperar a que caiga del cielo? Ningún cardenal elector sería legítimo; lo cierto es que toda la jerarquía estaría arruinada sin remedio.
Nada de eso. Lo cierto es que tenemos y siempre tendremos papa. La Iglesia nunca dejará de tener Cabeza visible, a fin de que la Iglesia visible refleje la verdadera estatura de Cristo, que está compuesto de cabeza y miembros. Es indudable que entre un pontificado y otro hay un periodo de tiempo (por lo general bastante breve) en que la sede está vacía mientras se elige al sucesor del pontífice recién fallecido. Pero para que las promesas de Nuestro Señor sean válidas, esos periodos tienen que estar limitados en el tiempo, y tienen que concluir con facilidad. El cónclave más largo de la historia fue el que eligió a Clemente IV, que se reunió entre noviembre de 1268 y septiembre de 1271. Tres años, aunque parezca una barbaridad de tiempo, siguen siendo bastante breves al lado de los sesenta que exige la postura sedevacantista.
Hablando en plata: si la Iglesia Católica lleva sesenta años sin papa, eso quiere decir que Cristo ha faltado a sus promesas y esta Iglesia no es la verdadera. Es más, si Iglesia Católica no es la verdadera, no existe una Iglesia verdadera, porque no hay otra institución que reúna condiciones suficientes para ser acreedora a dicho título (ni siquiera la Iglesia Ortodoxa). Como sabemos, por ser de Fe divina y católica, que la Iglesia no puede ser invisible ni le puede faltar una cabeza terrena que sea imagen de la celestial y sucesor de San Pedro en el colegio apostólico, no deberíamos tener dificultad como miembros bautizados del Cuerpo Místico en confesar que tenemos un pontífice y siempre lo tendremos. Es decir, alguien reconocido como tal por el episcopado de todo el mundo y el cuerpo de los fieles en general.
Pues sí, habemus papam. Lo que pasa es que muy malo si lo medimos por el patrón por el que se miden los pontificados desde hace 2000 años.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe. Artículo original)
Peter Kwasnoiewski