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viernes, 16 de febrero de 2018

Schönborn parece no haberse leído el catecismo que redactó (Carlos Esteban)


Christoph Schönborn, cardenal Arzobispo de Viena

Informábamos el otro día de la contundente respuesta dada por el Cardenal Cordes a su colega el Arzobispo de Munich, Reinhard Marx, sobre la cuestión de las bendiciones clericales a uniones homosexuales, y si ayer se indignaba Cordes de lo que permitía Marx, hoy es el Cardenal Christoph Schönborn quien se indigna de la indignación sobre las palabras de Marx.

Schönborn, presidente de la Conferencia Episcopal Austriaca y portavoz papal sobre la exhortación Amoris Laetitia, no responde a Cordes, sino a su compatriota Andreas Laun, obispo auxiliar retirado de la Diócesis de Salzburgo, que rechazó en parecidos términos la sugerencia de Marx, y lo hace en Kathpress, la agencia de noticias de la Conferencia que controla el propio Schönborn.

“El ‘matrimonio paritario’ nos plantea como Iglesia algunos retos para los que carecemos de fórmulas seguras”, escribe Schönborn. “Tenemos que encontrar respuestas cautelosas a esas preguntas que tengan en cuenta la dignidad y la salvación de las almas”.

Uno pensaría que esas respuesta ya las tenemos, que están, negro sobre blanco, en el Catecismo de la Iglesia Católica, y que Schönborn tiene especiales razones para conocer mejor aún que cualquier fiel católico porque fue uno de los seis prelados encargados de redactarlo.

En la obra supervisada por Schönborn, que resume el Magisterio de la Iglesia y lo que todo católico debe creer, se califica a la tendencia homosexual de “intrínsicamente desordenada”, algo que no se oye mucho en boca de los prelados de hoy, antes al contrario, y en cuanto a la conducta homosexual no se ha sino recoger los abundantes testimonios de la Escritura y la Tradición que lo condenan sin paliativos: “La tradición catequética recuerda también que existen “pecados que claman al cielo”. Claman al cielo: la sangre de Abel (cf Gn 4, 10); el pecado de los sodomitas (cf Gn 18, 20; 19, 13); el clamor del pueblo oprimido en Egipto (cf Ex 3, 7-10); el lamento del extranjero, de la viuda y el huérfano (cf Ex 22, 20-22); la injusticia para con el asalariado (cf Dt 24, 14-15; Jc 5, 4)”.

Decía Chesterton que solo la Iglesia Católica libera al hombre de la degradante esclavitud de ser hijo de su tiempo, y si bien es cierto en términos absolutos, no elimina en la jerarquía eclesial la tentación de congraciarse con el mundo y seguir sus efímeras modas ideológicas.

Y apenas hay en nuestro tiempo una presión ideológica que rivalice en intensidad y fuerza a la que se ejerce para que se considere la homosexualidad, y por ende las relaciones homosexuales, como moralmente iguales, si no superiores, a las estadísticamente normales y únicas capaces de engendrar vida.

Decir que, al menos en Occidente, la media de nuestros purpurados no parece mostrar una especial inclinación al martirio es quedarse muy corto, y sería más preciso consignar su afán por caer bien al mundo o, como poco, no ‘hacer olas’ en temas polémicos como éste, más pegajosos que la pez.

Así, llama la atención que todo un cardenal, presidente además de una conferencia episcopal, tome la pluma para reprender a un colega que expresa la opinión sancionada hace no tantos años por el propio cardenal mientras calla sobre la escandalosa propuesta de Marx. La excusa es una analogía cuestionable con los campos de concentración que usa Laun para explicar que no siempre son respetables las decisiones de los poderosos.

Pero para Schönborn no parece demasiado problema pasar de ese “intrínsicamente desordenado” del catecismo a encontrar “elementos positivos” en las uniones de personas del mismo sexo, como declaró en 2015. “Podemos y debemos respetar la decisión de formar una unión con una persona del mismo sexo y encontrar modos en las leyes civiles de proteger su convivencia en común con leyes que aseguren tal protección”, declaraba entonces.

Debe de ser el famoso ‘discernimiento’, que parece llevar siempre a conclusiones en la misma dirección. Como celebraba el Arzobispo Marcelo Sánchez Sorondo, la Iglesia y el Mundo, interpretado por la ONU, caminan por fin en una misma dirección.

Carlos Esteban