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sábado, 20 de enero de 2018

El desastre Ploumen no es una excepción, sino la nueva norma (Carlos Esteban)



En la actual política vaticana los límites se difuminan, las instrucciones son vagas, las condenas formales, inexistentes, las consecuencias de una crítica, imprevisibles.


- El formalismo tiene una pésima fama en nuestro tiempo. Vestir ‘informal’ es el ‘desideratum’ en cuanto a atuendo, y arreglar las cosas ‘en una charla informal’ siempre resulta mejor que aplicar algún procedimiento rígido y normativo. Y, sin embargo, es la formalidad la que nos permite saber qué terreno pisamos y la informalidad la que convierte la obediencia en un campo minado.

Un ejemplo: en los países de nuestro entorno no existe censura. Es decir, no existe el oficio de censor, ni un departamento de censura, ni un tipo con lápiz rojo tachando lo que no se debe decir. Pero, si me dan a elegir, prefiero saber de antemano qué asuntos son tabú y es mejor no tocarlos antes de escribir, que encontrarme al día siguiente en la calle o con una multa que me arruine. En el segundo caso, quizá me compense arriesgar y desafiar la prohibición, pero al menos conozco el riesgo y no me sorprenderá el castigo.

Si la claridad, las normas específicas y precisas, son liberadoras en cualquier actividad, en la Iglesia, que se ocupa del transcendental negocio de procurar la salvación eterna de los hombres, son absolutamente esenciales.

Y ese es uno de los rasgos más perturbadores de la actual política vaticana
Los límites se difuminan,
las instrucciones son vagas,
las condenas formales, inexistentes,
las consecuencias de una crítica, imprevisibles y, nos atrevemos a decir, a menudo secretas.
Las solicitudes de aclaración de algún extremo, de lo que debemos entender por tal o cual expresión de una exhortación, una encíclica, una declaración extemporánea o una medida chocan contra un muro de silencio que a menudo sólo se rompe con lacónicas explicaciones que plantean nuevos interrogantes al inicial.

No hace falta que volvamos a referirnos a las Dubia, dos de cuyos cuatro cardenales firmantes han muerto ya sin recibir respuesta alguna, o a la Correctio Filialis, de la que solo podemos deducir el malestar que ha causado por la reacción de los teólogos de cámara.

En el segundo extremo, este caso de medalla de la Orden de San Gregorio Magno concedida a una entusiasta activista proaborto, la holandesa Lilianne Ploumen.

El Vaticano, que no anda exactamente corto en presupuesto para comunicación, no reaccionó al vídeo en el que la galardonada presumía del honor y daba por hecho que reflejaba un cambio de actitud de la Iglesia con respecto al aborto, algo indeciblemente grave. Fue necesario que el escándalo circulase por los medios para que la Oficina de Prensa vaticana se dignase enviar a unos pocos periodistas elegidos una nota desconcertante, según la cual la medalla en cuestión “responde a la praxis diplomática del intercambio de honores entre Delegaciones durante las visitas oficiales de Jefes de Estado o de Gobierno en el Vaticano”.

Uno no sabe muy bien qué resulta más penoso en todo esto, si que una condecoración con casi doscientos años de antigüedad creada para premiar servicios extraordinarios a la Santa Sede se haya convertido en un ‘souvenir’ -parte del ‘pack’ de bienvenida al Vaticano para visitantes VIP- o que la posibilidad del escándalo a los fieles importe tan poco que nadie se moleste en cerciorarse de que no se conceden honores al Dr. Mengele por sus servicios prestado a la Medicina.

- Por lo demás, si esa es la praxis diplomática rutinaria -y recordando que Donald Trump, jefe de Estado, visitó al Papa en su día-, imaginamos que el Vaticano debió de concederle [a Trump] por lo menos la Rosa de Oro y lo ocultan por modestia.

No tendría nada de raro, después de todo. Trump es el presidente que más daño ha hecho a la industria internacional y nacional del aborto desde que este horror se convirtiera en un ‘derecho constitucional’ en América. La multinacional abortista Planned Parenthood está venga a cerrar clínicas por los recortes en subvenciones públicas, y el ‘grifo’ de las ayudas al aborto en el extranjero se ha cerrado por completo, lo que, precisamente, llevó a Ploumen a crear una ONG, Ella Decide, para compensar y que siga la sangría.

Más aún: este año Trump se convertirá el primer presidente en dirigirse públicamente a la Marcha por la Vida que se organiza cada año en Washington.

No vamos a pretender por un segundo que Trump sea precisamente canonizable, ni siquiera ponemos la mano en el fuego sobre sus purísimas credenciales provida o sus profundas convicciones contra el aborto. Pero si una defensora pública del aborto que hacía compañía a los Reyes de Holanda se llevó de recuerdo de su visita al Vaticano la encomienda de Caballero de la Orden de San Gregorio Magno, no dudamos que las valientes medidas de Trump en favor de la causa de la vida le habrán hecho merecedor, como poco, de un honor equivalente.

Y, sin embargo, todos sabemos que no ha sido así. Todos sabemos que Trump es del único personaje en el ancho mundo del que Francisco ha dicho -si bien se apresuró a disculparse- que “no es cristiano”, abriendo una excepción a su “¿quién soy yo para juzgar?”, el mismo Francisco que llamó a la fanática abortista Emma Bonino “uno de los grandes de la Italia de hoy”.

Todo es interpretable y siempre se puede encontrar una buena explicación para cada una de estas contradicciones aparentes. Pero lo que parece es lo que llega al pueblo fiel, y sólo eso debería hacer al Vaticano mucho más cuidadoso en sus gestos

Por lo demás, si hay explicaciones, que se den, procurando que no resulten un insulto a la inteligencia de los lectores.

Carlos Esteban