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lunes, 6 de julio de 2020

Por qué hay que tomarse en serio las críticas de Viganò al Concilio (Peter Kwasnkievski)



¿Es el supuesto ataque reciente un momento crítico para los tradicionalistas? ¿La hemos tomado con un concilio legítimo y merecedor de elogios en vez enfocar con precisión nuestra ira a la inepta jerarquía que lo ha seguido y traicionado?

Desde hace mucho tiempo, ésa es la línea que siguen los conservadores: una hermenéutica de la continuidad combinada con acerbas críticas a prelados y sacerdotes que van por libre. «Lo inaceptable de tal actitud queda demostrado entre otras cosas por el insignificante éxito de los conservadores en lo que respecta a revertir reformas desastrosas, tendencias, actitudes e instituciones establecidas a raíz y en nombre del último concilio con aprobación o tolerancia pontificia». Trae a la memoria un paralelo secular: el desierto del conservadurismo político estadounidense, en el que todo resto de conformidad a las leyes humanas a la ley natural se hace humo ante nuestros ojos.

Lo que ha venido diciendo últimamente monseñor Viganò con una franqueza poco habitual entre los obispos actuales (ver aquí, aquí, y aquí) no es sino un nuevo capítulo en la ya larga crítica expresada por católicos tradicionalistas desde El Concilio del papa Juan de Michael Davies e Iota unum de Romano Amerio hasta Concilio Vaticano II: una historia nunca escrita, de Roberto de Mattei, pasando por Phoençix from the Ashes de Henry Sire. Hemos visto como obispos, conferencias episcopales, cardenales y papas elaboran pieza a pieza desde hace más de un siglo un nuevo paradigma; una nueva fe católica que, en el mejor de los casos, sólo se superpone parcialmente y, en el peor, contradice la fe católica tradicional tal como se encuentra expresada en los Padres y Doctores de la Iglesia, los primeros concilios y centenares de catecismos tradicionales, no digamos ya los ritos litúrgicos latinos tradicionales que fueron eliminados y sustituidos por otros completamente diferentes.

El abismo que separa lo antiguo de lo nuevo es de tales proporciones que no podemos menos que preguntarnos por el papel que ha desempeñado el Concilio Ecuménico Vaticano II en el desarrollo del discurso modernista que se inició a fines del siglo XIX y tiene actualmente su desenlace. La línea que va de Loysi, Tyrrel, y Hügel hasta Küng y Teilhard de Chardin, pasando por un Ratzinger (cuando joven) hasta Kasper, Bergoglio y Tagle resulta muy rectilínea cuando uno se pone a atar cabos. Eso no quiere decir que no haya diferencias interesantes e importantes entre esos señores; simplemente que comparten principios que los grandes confesores y teólogos, desde San Agustín y San Juan Crisóstomo hasta el Aquinate y Belarmino habrían calificado de dudosos, peligrosos o heréticos.

Tenemos que desechar de una vez por todas la ingenuidad de creer que lo único que vale del Concilio son sus textos promulgados. No. En este caso, progresistas y tradicionalistas coinciden en que los hechos valen tanto como los textos (véase a este respecto el insuperable libro de Roberto de Mattei). La vaguedad de propósitos con que se convocó el Concilio, la manera invariablemente liberal en que se llevó a efecto sin que casi ningún obispo del mundo protestara… Nada de esto carece de importancia a la hora de interpretar el sentido y relevancia de los textos conciliares, llenos de novedosos estilos y peligrosas ambigüedades, eso sin hablar de los pasajes que tienen todas las características de errores descarados, como decir que musulmanes y cristianos adoran a un mismo Dios, lo cual monseñor Athanasius Schneider desmontó totalmente en Chistus vincit.]1]

Parece mentira que a estas alturas todavía haya quien defienda los documentos del Concilio, cuando es evidente que se prestaron de un modo increíble al objetivo de la total modernización y secularización de la Iglesia. Aunque el contenido fuera impecable, su verborrea, complejidad y mezcla de verdades evidentes con ideas que dejan estupefacto resultaron ser el pretexto ideal para la revolución. Esa revolución está ya fundida en los textos como piezas de metal que se introdujeron en un horno a altísimas temperaturas.

En consecuencia, el mero hecho de citar textos del Concilio ha llegado a ser una señal de querer aceptar todo lo que han hecho los papas –¡sí, los papas!– en nombre de él. Por encima de todo está la catástrofe litúrgica, pero podríamos poner ejemplos hasta aburrirnos: pensemos en actos tan funestos como los encuentros interreligiosos de Asís, que Juan Pablo II defendía limitándose a citar una retahíla de citas del Concilio. El pontificado de Francisco no ha hecho otra cosa que pisar el acelerador.

Cada vez que quieren explicar o justificar una desviación o apartamiento de la Fe dogmática tradicional traen a colación al Concilio Vaticano II. ¿Será pura casualidad, que por una serie de desafortunadísimas interpretaciones y juicios erróneos una lectura objetiva de los textos podría disipar como el sol que se abre paso entre nubarrones?

¿Hay algo de bueno los documentos?

He estudiado y enseñado los documentos del Concilio, algunos de ellos en muchas ocasiones. Los conozco muy bien. Como soy aficionado a los grandes libros y siempre he enseñado en colegios que siguen el programa de los Grandes Libros, mis cursos de teología suelen empezar por las Escrituras y los Padres de la Iglesia, para pasar después a la Escolástica (sobre todo Santo Tomás) y terminar por los textos del Magisterio como las encíclicas y los documentos conciliares.

En muchas ocasiones se me ha caído el alma a los pies cuando en el curso se trataba algún documento del Concilio como Lumen gentium, Sacrosanctum Concilium, Dignitatis humanae, Unitatis redintegratio, Nostra aetate o Gaudium et Spes.

Ciertamente –desde luego que sí– contienen mucho de hermoso y ortodoxo. Si se hubieran opuesto frontalmente a la doctrina católica no habrían logrado el número suficiente de votos para ser aprobados.

Con todo, no dejan de ser el resultado destartalado, inmanejable e incoherente del trabajo de comisiones que complican innecesariamente muchos temas, faltándoles la diáfana claridad que un concilio debe esforzarse por alcanzar. Basta con echar un vistazo a los textos de Trento o de los siete primeros concilios ecuménicos para encontrar magníficos ejemplos de un estilo sólidamente edificado que pone freno a las herejías en todos los puntos por donde pudiera introducirse en la medida en que los padres conciliares del momento eran capaces de hacerlo. [II]. Aparte de ello hay frases –y no son sólo unas cuantas– en que uno de pronto se pregunta: «¿Es verdad lo que estoy leyendo? Qué ocurrencia más desastrada, problemática o sospechosa de herejía» [III].

Yo también creí un tiempo, como los conservadores, que hay que aprovechar lo bueno del Concilio y desechar lo demás. Pero en su encíclica Satis cognitum, León XIII ya explicó lo errado de esta actitud:
«Los arrianos, los montanistas, los novacianos, los cuartodecimanos, los eutiquianos no abandonaron, seguramente, toda la doctrina católica, sino solamente tal o cual parte, y, sin embargo, ¿quién ignora que fueron declarados herejes y arrojados del seno de la Iglesia? Un juicio semejante ha condenado a todos los fautores de doctrinas erróneas que fueron apareciendo en las diferentes épocas de la historia. “Nada es más peligroso que esos heterodoxos que, conservando en lo demás la integridad de la doctrina, con una sola palabra, como gota de veneno, corrompen la pureza y sencillez de la fe que hemos recibido de la tradición dominical, después apostólica”».
Dicho de otro modo: lo que hace que el Concilio Vaticano II sea singularmente merecedor de repudio es la mezcla, el revoltijo de cosas grandes, buenas, indiferentes, malas, genéricas, ambiguas, problemáticas y erróneas, todo ello en grado extremo [IV].

¿Acaso no ha habido siempre problemas después de los concilios?

Sí, sin ninguna duda. A los concilios siempre ha seguido alguna controversia en mayor o menor grado. Pero lo normal era que las dificultades surgieran a pesar de la naturaleza y contenido de los documentos, no a causa de ellos. San Atanasia podía invocar una y otra vez a Nicea y enarbolarlo como ejemplo por su concisión y solidez. Los papas postridentinos podían apelar repetidamente a los cánones y decretos de Trento por lo sucinto y firme de su doctrina. Aunque este concilio generó una gran cantidad de documentos a lo largo de los años en que tuvieron lugar las sesiones (1545-1563), cada uno de ellos es un prodigio de claridad en el que no sobra una palabra.

Como mínimo, los documentos del Concilio Vaticano II fracasaron estrepitosamente en el intento de cumplir los propósitos explicados por Juan XXIII, que declaró en 1962 que quería exponer la Fe de un modo más accesible al hombre de hoy. En 1965 ya resultaba dolorosamente patente que los dieciséis documentos no serían dignos de compilarse en un libro que se pudiera entregar a cualquier laico o interesado. Se podría decir que el Concilio falló en dos aspectos: ni era una entrada accesible para el mundo moderno ni un plan sucinto de un compromiso confiable para sacerdotes y teólogos. Una cantidad excesiva de textos, demasiada verborrea y una incitación a adaptarse al mundo moderno. (O, de lo contrario, a toparse con el problema –con frase prestada de Hobbes– «del poder irresistible del dios mortal», como no tardó en descubrir monseñor Lefebvre).

Por eso el último concilio es totalmente irrecuperable. Si el proyecto de aggionarmento dio lugar a una pérdida masiva de la identidad católica, incluido lo relativo a la doctrina y la moral fundamentales, la única salida hacia adelante es enterrar honrosamente el gran símbolo y sepultarlo. Como dice Martin Mosebach, una verdadera reforma siempre es una vuelta a las formas; es decir, a una disciplina más rigurosa, una doctrina más clara y un culto más pleno. No significa ni puede representar lo contrario.

¿Hay algo de la sustancia de la Fe, alguna indiscutible ventaja, que nos perderíamos si abandonáramos el Concilio y éste no volviera a nombrarse? La Tradición católica posee inmensos recursos (que, hoy en día sobre todo, están en buena parte desaprovechados) para afrontar cualquier problema del mundo actual. Casi un cuarto de siglo ya metidos en una nueva centuria, está claro que la situación es muy diferente y que los medios que necesitamos no son los de los años sesenta.

¿Qué posibilidades futuras hay?

Desde la carta que escribió monseñor Viganò el pasado 9 de junio y lo que ha escrito después, se debate lo que supondría anular el Concilio Vaticano II.

Veo tres posibilidades teóricas para un futuro pontífice:

1. Publicar un nuevo syllabus de errores (como propuso monseñor Schneider en 2010) que identifique y condene errores frecuentes asociados con el Concilio sin aludir específicamente al mismo: «Si alguien dijere tal y cual, sea anatema». Esto dejaría abierta la medida en que los documentos del Concilio contienen errores; no obstante, bloquearía muchas interpretaciones populares del mismo.

2. Declarar que, evaluando en perspectiva el último medio siglo, es evidente que dadas las ambigüedades y dificultades del Concilio, han causado más mal que bien en la vida de la Iglesia y a partir de ahora no deben tener valor referencial como autoridad en debates teológicos. El Concilio se debe considerar un momento de la historia que ya no tiene vigencia. Una vez más, no sería necesario reconocer que los documentos contienen errores; se trataría de reconocer que ha quedado demostrado por sus frutos que no valió la pena organizar y celebrar un concilio.

3. Desautorizar o desechar determinados documentos o partes de documentos, del mismo modo que algunas partes del Concilio de Constanza nunca llegaron a reconocerse o fueron repudiadas.

La segunda y la tercera opciones parten del reconocimiento de que, caso único entre los concilios ecuménicos en toda la historia de la Iglesia, este concilio adoptó un carácter pastoral en su naturaleza y finalidad, como afirmaron tanto Juan XXIII como Pablo VI. Así resultaría relativamente fácil dejarlo atrás. A la objeción de que con todo trata inevitablemente de temas de fe y costumbres, yo respondería que en ningún momento los obispos definieron nada ni lanzaron el menor anatema. Ni siquiera en las llamadas constituciones dogmáticas se formula dogma alguno. Se trata de un concilio curiosamente expositivo y catequético, que no resuelve casi nada y causa demasiado trastorno.

En caso de que algún papa o concilio futuros llegasen a ocuparse de este embrolladísimo lío, nuestro deber de católicos sigue siendo el mismo de siempre: mantener con firmeza la fe de nuestros mayores en lo que se refiere a fórmulas normativas dignas de confianza, o sea, la lex orandi de los ritos romano y oriental, la lex credendi de los credos aprobados y el testimonio perenne del magisterio ordinario universal y la lex vivendi que nos han enseñado los santos canonizados a lo largo de los siglos antes de que llegara la era de la confusión. Esto es suficiente. Más que suficiente.

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[I] Aquí tienen una sinopsis.

[II] Hay que señalar que Juan XXIII había nombrado comisiones preparatorias para que elaborasen documentos breves, firmes y claros que sirvieran de material de trabajo al futuro concilio; y luego permitió que la facción del Rin de los padres conciliares desechara esos borradores sustituyéndolos por otros. La única excepción fue Sacrosanctum Concilium, obra de Bugnini, que salió adelante sin mayor dificultad.

[III] No se trata solamente de malas traducciones; las primeras de todas fueron en general muy buenas, y otras que vinieron después empobrecieron los textos.

[IV] Como reconoció el cardenal Kasper en un artículo aparecido el 12 de abril de 2013 en L’Osservatore romano, «en muchos lugares, los padres del Concilio se vieron obligados a encontrar fórmulas de transacción en las que con frecuencia la postura de la mayoría se encontraba ubicada junto a la minoría, con la idea de aislarlos. Por eso, los textos conciliares son fuente de tantos problemas y permiten que se puedan entender en un sentido o en otro».

(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)

Represión, mentiras y nuevo orden mundial | Chinda Brandolino y Samuel Angel



La pandemia del Covid-19 ha dejado claro que existe un proyecto de control de la población, por un lado, y que personajes oscuros y que no son médicos, como George Soros o Bill Gates, aparecen en primera línea, interesadísimos en el control global de las personas a través de la vacuna.

Según la Dra. Chinda Brandolino “La vacuna de la gripe del 2019 contenía el coronavirus y es la que está detrás de la muerte de las decenas de miles de ancianos vacunados en Europa” 

Video, de 56:52 minutos de duración, en el siguiente enlace


En este encuentro se desvelan las verdaderas razones de la situación que estamos viviendo, la "pandemia", el miedo, y el control total.









domingo, 5 de julio de 2020

VIGANÒ: TOO MANY MISTAKES AT VAT II NOT TO AROUSE REASONABLE SUSPICIONS…


(Official translation by Giuseppe Pellegrino)


Marco Tosatti

Dear friends and enemies of Stilum Curiae, the recent speech by Archbishop Carlo Maria Viganò on the subject of Vatican Council II created discussion and controversy. John Henry Westen, director of LifeSiteNews, asked the archbishop some questions. Here are questions and answers. 

§§§


Dear Archbishop Viganò,

I am hoping to get a clarification from you about your latest texts regarding the second Vatican council.

In your June 9 text you said that “it is undeniable that from Vatican II onwards a parallel church was built, superimposed over and diametrically opposed to the true Church of Christ.”

In your subsequent interview with Phil Lawler he asked: “What is the solution? Bishop Schneider proposes that a future Pontiff must repudiate errors; Archbishop Viganò finds that inadequate. But then how can the errors be corrected, in a way that maintains the authority of the teaching magisterium?”

You replied: “It will be for one of his Successors, the Vicar of Christ, in the fullness of his apostolic power, to rejoin the thread of Tradition there where it was cut off. This will not be a defeat but an act of truth, humility, and courage. The authority and infallibility of the Successor of the Prince of the Apostles will emerge intact and reconfirmed.”

From this it is unclear whether you believe Vatican II to be an invalid council and thus to be complete repudiated or if you believe that while a valid council it contained many errors and the faithful would be better served by having it forgotten about and could rather draw on Vatican I and other councils for their sustenance.

I believe this clarification would be helpful.

In Christ and His beloved Mother,

JH

***

1 July 2020

In festo Pretiosissimi Sanguinis

Domini Nostri Iesu Christi


Dear John-Henry,

I thank you for your letter, with which you give me the opportunity to clarify what I have already expressed about Vatican II. This delicate argument is involving prominent persons of the ecclesiastical world and not a few erudite laity: I trust that my modest contribution can help to lifting off the blanket of equivocations that weighs on the Council, thus leading to a shared solution.

You begin with my initial observation: “It is undeniable that from Vatican II onwards a parallel church was built, superimposed over and diametrically opposed to the true Church of Christ,” and then quote my words about the solution to the impasse in which we find ourselves today: “It will be for one of his Successors, the Vicar of Christ, in the fullness of his apostolic power, to rejoin the thread of Tradition there where it was cut off. This will not be a defeat but an act of truth, humility, and courage. The authority and infallibility of the Successor of the Prince of the Apostles will emerge intact and reconfirmed.”

You then state that my position is not clear – “whether you believe Vatican II to be an invalid council and thus to be complete repudiated, or if you believe that while a valid council it contained many errors and the faithful would be better served by having it forgotten about.” I have never thought and even less have I affirmed that Vatican II was an invalid Ecumenical Council: in fact it was convoked by the supreme authority, by the Supreme Pontiff, and all of the Bishops of the world took part in it. Vatican II is a valid Council, supported by the same authority as Vatican I and Trent. However, as I have already written, from its origin it was made the object of a grave manipulation by a fifth column that penetrated into the very heart of the Church that perverted its purposes, as confirmed by the disastrous results that are before everyone’s eyes. Let us remember that in the French Revolution, the fact that the Estates-Generalwere legitimately convoked on May 5, 1789, by Louis XVI did not prevent things from escalating into the Revolution and the Terror (the comparison is not out of place, since Cardinal Suenens called the conciliar event “the 1789 of the Church”).

In his recent intervention, His Eminence Cardinal Walter Brandmüller maintains that the Council places itself in continuity with the Tradition, and as proof of this he remarks:

It is sufficient to glance at the notes of the text. It can thus be seen that ten previous councils are quoted by the document. Among these, Vatican I is referred to 12 times, and Trent 16 times. From this it is already clear that, for example, any idea of “distancing from Trent” is absolutely excluded. The relationship with Tradition appears even closer if we think of how, among the popes, Pius XII is cited 55 times, Leo XIII on 17 occasions, and Pius XI in 12 passages. To these are added Benedict XIV, Benedict XV, Pius IX, Pius X, Innocent I and Gelasius. The most impressive aspect, however, is the presence of the Fathers in the texts of Lumen Gentium. The council refers to the teaching of the Fathers a full 44 times, including Augustine, Ignatius of Antioch, Cyprian, John Chrysostom and Irenaeus. Furthermore, the great theologians and doctors of the Church are cited: Thomas Aquinas in 12 passages, along with seven other heavyweights.

As I pointed out in the analogous case of the Synod of Pistoia, the presence of orthodox content does not exclude the presence of other heretical propositions nor does it mitigate their gravity, nor can the truth be used to hide even only one single error. On the contrary, the numerous citations of other Councils, of magisterial acts or of the Fathers of the Church can precisely serve to conceal, with a malicious intent, the controversial points. In this regard, it is useful to recall the words of the Tractatus de Fide orthodoxa contra Arianos, cited by Leo XIII in his encyclical Satis Cognitum:

There can be nothing more dangerous than those heretics who admit nearly the whole cycle of doctrine, and yet by one word, as with a drop of poison, infect the real and simple faith taught by our Lord and handed down by Apostolic Tradition.

Leo XIII then comments:

The practice of the Church has always been the same, as is shown by the unanimous teaching of the Fathers, who were wont to hold as outside Catholic communion, and alien to the Church, whoever would recede in the least degree from any point of doctrine proposed by her authoritative Magisterium.

On the pages of L’Osservatore Romano, in an article on April 14, 2013, Cardinal Kasper admitted that “in many places [the Council Fathers] had to find formulas of compromise, in which often the positions of the majority (conservatives) are found alongside those of the minority (progressives), designed to delimit them. Therefore, the conciliar texts themselves have an enormous potential for conflict, opening the door to selective reception in both directions.” This is the origin of the relevant ambiguities, patent contradictions, and serious doctrinal and pastoral errors.

It could be objected that taking into consideration the presumption of malice in a magisterial act ought to be rejected with disdain, since the Magisterium ought to be aimed at confirming the faithful in the Faith; but perhaps it is precisely the intentional fraud that makes an act prove to be non-magisterial and authorizes its condemnation or decrees its nullity. 

His Eminence Cardinal Brandmüller concluded his comment with these words: “It would be appropriate to avoid the ‘hermeneutic of suspicion’ that accuses the interlocutor from the beginning of heretical conceptions.” 

While I surely share this sentiment in the abstract and in general, I think it appropriate to formulate a distinction to better frame this concrete case. In order to do this, it is necessary to abandon the approach, that is a bit too legalistic, that considers all doctrinal questions inherent in the Church as reducible and resolvable principally on the basis of a normative reference: let us not forget that the law is at the service of the Truth, and not vice-versa. And the same holds for the Authority that is the minister of that law and custodian of that Truth. On the other hand, when Our Lord faced his Passion, the Synagogue had deserted its proper function as guide of the Chosen People in fidelity to the Covenant, just as part of the Hierarchy has done for sixty years.

This legalistic attitude is at the foundation of the deception of the Innovators, those who devised a very simple way to actuate the Revolution: imposing it by virtue of authority with an act that the Ecclesia docens adopted in order to define truths of the Faith with a binding force for the Ecclesia discens, restating that teaching in other equally binding documents, albeit in a different degree. In short, it was decided to affix the label “Council” to an event conceived by some with the aim of demolishing the Church, and in order to do this the conspirators acted with malicious intent and subversive purposes. Father Edward Schillebeecks op candidly said: «We express it diplomatically, but after the Council we will draw the implicit conclusions» (De Bazuin, n.16, 1965).

It is not therefore a question of a “hermeneutic of suspicion,” but on the contrary something much more grave than a suspicion, corroborated by a calm evaluation of the facts, as well as by the admission of the protagonists themselves. In this regard, who among them is more authoritative than the 
Cardinal Ratzinger?

The impression grew steadily that nothing was now stable in the Church, that everything was open to revision. More and more the Council appeared to be like a great Church parliament, that could change everything and reshape everything according to its own desires. Very clearly resentment was growing against Rome and against the Curia, which appeared to be the real enemy of everything that was new and progressive. The disputes at the Council were more and more portrayed according to the party model of modern parliamentarism. When information was presented in this way, the person receiving it saw himself compelled to take sides with one of the parties. […] If the bishops in Rome could change the Church, and even the faith itself (as it appeared they could), why only the bishops? In any event, the faith could be changed – or so it now appeared, in contrast to everything we previously thought. The faith no longer seemed exempt from human decision making but rather was now apparently determined by it. And we knew that the bishops had learned from theologians the new things they were now proposing. For believers, it was a remarkable phenomenon that their bishops seemed to show a different face in Rome from the one they wore at home. [J. Ratzinger, Milestones, Ignatius Press, 1997, pp. 132-133].

At this point it is right to draw attention to a recurring paradox in world affairs: the mainstream calls people “conspiracy theorists” if they reveal and denounce the conspiracy that the mainstream itself has devised, in order to divert attention from the conspiracy and delegitimize those who denounce it. 

Similarly, it seems to me that there is the risk of defining as “hermeneutic of suspicion” anyone who reveals and denounces the conciliar fraud, as if they were people who unjustifiably accuse “the interlocutor from the beginning of heretical conceptions.” Instead, it is necessary to understand if the action of the protagonists of the Council can justify the suspicion towards them, if not actually prove such suspicion correct; and if whether the result they obtained legitimizes a negative evaluation of the entire Council, of some of its parts, or of none of it. If we persist in thinking that those who conceived Vatican II as a subversive event rivaled Saint Alphonsus in piety and Saint Thomas in doctrine, we demonstrate a naivety that cannot be reconciled with the evangelical precept, and indeed borders on, if not connivance, then certainly carelessness. 

Obviously, I am not referring to the majority of Council Fathers, who were certainly animated by pious and holy intentions; I speak instead of the protagonists of the Council-event, of the so-called theologians who up until Vatican II were restricted by canonical censures and forbidden from teaching, and who for this very reason were chosen and promoted and helped, so that their credentials of heterodoxy became a cause of merit for them, while the undisputed orthodoxy of Cardinal Ottaviani and his collaborators in the Holy Office were sufficient reason to consign the preparatory schemae of the Council to the flames, with the consent of John XXIII.

I doubt that with regard to Msgr. Bugnini – to cite only one name – an attitude of prudent suspicion is either censurable or lacking in Charity. On the contrary: the dishonesty of the author of the Novus Ordo in pursuing his purposes, his adherence to Masonry and his own admissions in his diaries given to the Press show that the measures taken by Paul VI toward him were all too lenient and ineffective, since everything he did in the Conciliar Commissions and at the Congregation of Rites remained intact and, despite this, became an integral part of the Acta Concilii and the related reforms. Thus the hermeneutic of suspicion is quite welcome if it serves to demonstrate that there are valid reasons for the suspicion and that these suspicions often materialize in the certainty of intentional fraud.

Let us now return to Vatican II, to demonstrate the trap into which the good Pastors fell, misled into error along with their flock by a most astute work of deception by people notoriously infected by Modernism and not rarely also misled in their own moral conduct. As I wrote above, the fraud lies in having recourse to a Council as a container for a subversive maneuver, and in the utilization of the authority of the Church to impose the doctrinal, moral, liturgical, and spiritual revolution that is ontologically contrary to the purpose for which the Council was called and its magisterial authority was exercised. I repeat: the label “Council” affixed to the packaging does not reflect its content.

We have witnessed a new and different way of understanding the same words of the Catholic lexicon: the expression “ecumenical council” given to the Council of Trent does not coincide with the meaning given by the proponents of Vatican II, for whom the term “council” alludes to “conciliation” and the term “ecumenical” to inter-religious dialogue. The “spirit of the council” is the “spirit of conciliation, of compromise,” just as the assembly was a solemn and public attestation of conciliatory dialogue with the world, for the first time in the history of the Church.

Bugnini wrote: “We must take out of our Catholic prayers and the Catholic liturgy everything which could be the shadow of a stumbling block for our separated brethren, the Protestants” [cf. L’Osservatore Romano, 19 March 1965]. From these words we understand that the intent of the reform that was the fruit of the conciliar mens was to reduce the proclamation of Catholic Truth in order not to offend the heretics: and this is exactly what was done, not only in the Holy Mass – horribly disfigured in the name of ecumenism – but also in the exposition of dogma in the documents of doctrinal content; the use of subsistit in is a very clear example.

Perhaps it will be possible to debate the motives that may have led to this unique event, so fraught with consequences for the Church; but we can no longer deny the evidence and pretend that Vatican II was not something qualitatively different from Vatican I, despite the numerous heroic and documented efforts, even by the highest authority, to interpret it by force as a normal Ecumenical Council. Anyone with common sense can see that it is an absurdity to want to interpret a Council, since it is and ought to be a clear and unequivocal norm of Faith and Morals. Secondarily, if a magisterial act raises serious and reasoned arguments that it may be lacking in doctrinal coherence with magisterial acts that have preceded it, it is evident that the condemnation of a single heterodox point in any case discredits the entire document. If we add to this the fact that the errors formulated or left obliquely to be understood between the lines are not limited to one or two cases, and that the errors affirmed correspond conversely to an enormous mass of truths that are not confirmed, we can ask ourselves whether it may be right to expunge the last assembly from the catalog of canonical Councils. The sentence will be issued by history and by the sensus fidei of the Christian people even before it is given by an official document. The tree is judged by its fruits, and it is not enough to speak of a conciliar springtime to hide the harsh winter that grips the Church; nor to invent married priests and deaconesses in order to remedy the collapse of vocations; nor to adapt the Gospel to the modern mentality in order to gain more consensus. The Christian life is a militia, not a nice outing in the country, and this is all the more true for priestly life.

I conclude with a request to those who are profitably intervening in the debate about the Council: I would like us first and foremost to seek to proclaim salvific Truth to all men, because their and our eternal salvation depends on it; and that we only secondarily concern ourselves with the canonical and juridical implications raised by Vatican II: anathema sit or damnatio memoriae, it changes little. 

If the Council truly did not change anything of our Faith, then let us pick up the Catechism of Saint Pius X, return to the Missal of Saint Pius V, remain before the Tabernacle, not desert the Confessional, and practice penance and mortification with a spirit of reparation. This is whence the eternal youthfulness of the Spirit springs. And above all: let us do so in such a way that our works give solid and coherent witness to what we preach.

+ Carlo Maria Viganò, Archbishop

Arzobispo Viganò responde las objeciones del cardenal Brandmüller



El arzobispo Carlo Maria Viganò contradijo el 4 de julio en el sitio web AldoMariaValli.it la afirmación del cardenal Brandmüller, según la cual el Vaticano II estuvo en continuidad con la Tradición católica y se debería evitar la “hermenéutica de la sospecha”.

Él acusa a Brandmüller de mostrar una “actitud legalista” que – como cuestión de principio – considera que es inconcebible que un Concilio pueda equivocarse.

Viganò argumenta que los revolucionarios en el Vaticano II utilizaron la etiqueta “concilio” para imponer sus herejías “con intención dolosa y finalidades subversivas”.

Él cita al padre Edward Schillebeecks (+2009), uno de los teólogos más activos durante el Vaticano II, quien dijo sobre los documentos del Concilio: “Ahora lo decimos en forma diplomática, pero después del Concilio extraeremos las conclusiones implícitas”.

De esto Viganò concluye que la expresión “hermenéutica de la sospecha” es utilizada para denigrar a los que “denuncian el fraude conciliar”, aunque “la etiqueta ‘concilio’ sobre el paquete no refleja sus contenidos”.

Él ve al Vaticano II como “una obra muy astuta de engaño por personas notoriamente infectadas de modernismo y no pocas veces extraviadas también en su conducta moral”.

Viganò observa que el árbol es conocido por sus frutos: “No es suficiente hablar de una primavera conciliar para ocultar el frío invierno que atenaza a la Iglesia”.

Retomando el argumento neoconservador de que “el Concilio no ha cambiado nada de nuestra fe”, Viganò concluye que si esto es cierto, los neoconservadores también pueden volver al Catecismo de Pío X y al Misal de Pío V.

El P. Santiago Martín y el cisma “inevitable” (Luis Fernando Pérez Bustamante)


Para ver y escuchar el video pinchar aquí

Aprecio mucho la labor del P. Santiago Martín, sacerdote que desde hace años está haciendo un esfuerzo considerable por defender la doctrina católica sin arremeter a su vez contra Francisco, a quien siempre evita criticar abiertamente.

En este vídeo hace un análisis de lo ocurrido en los últimos meses en torno al CVII. Se refiere sobre todo a la postura de Mons. Viganò, pero se puede decir lo mismo de la de Mons. Athanasius Schneider y los obispos -todos ya retirados- que están apoyando sus tesis sobre el último concilio.

En los primeros minutos del vídeo, el P. Martín incurre en todos los típicos tópicos sobre el CVII mantenidos por el sector conservador de la iglesia post-conciliar. No se deja ni uno. Pero no es eso lo que me interesa. Sí me interesa su tesis de que solo un milagro puede evitar un cisma dentro del sector conservador.

Primero establece lo que para él son los sectores en los que se “dividió” la Iglesia tras el CVII:

– Los que rechazaron el concilio, con Lefebvre como figura destacada. Acaba en cisma, dice, pero no añade que la razón del mismo no fue técnicamente doctrinal, sino “jurisdiccional”. Es decir, se ordenaron obispos contra la voluntad expresa del Papa lo que provocó la excomunión de los ordenantes y los ordenados. Esas excomuniones fueron levantadas por BXVI.

– Los que sí aceptaban el concilio. Que a su vez se dividían en dos:

1) Los que lo aceptaban -y aceptan- si se interpretaba en continuidad con la Tradición.

2) Los que decían -y dicen- que se debía interpretar conforme al “espíritu del concilio”.

Bien, precisamente esa división establecida por el P. Santiago Martín tiene la virtud de poner en el mismo bando a los que aceptan el CVII -conservadores o revolucionarios-, en oposición a los que sostienen que es una ruptura con la Tradición. Señores, ese es el verdadero “cisma”.

El P. Martín comete luego el error de hablar de una división dentro del bando conservador que va a llevar a una ruptura -cisma- que solo puede evitar un milagro.

No, mire, no es una división ENTRE conservadores, sino entre tradicionalistas y conservadores. Lo único que hoy ocurre es que algunos que eran conservadores -no pocos y cada vez más, pero todavía muy minoritarios- se han pasado al tradicionalismo, que por otra parte no está ocupado solo por el lefebvrismo.

Viganó, Schneider y los cinco obispos que se sitúan en su postura (todavía no sé sus nombres) no pueden ser considerados conservadores. No lo son. Son tradicionalistas. No cismáticos -no han ordenado obispos contra la voluntad del Papa-, pero doctrinalmente sostienen exactamente lo mismo que sostenía la Iglesia antes del CVII, rechazando las novedades conciliares que los propios papas post-conciliares han reconocido. Y es aquí donde les vuelvo a recordar a ustedes que ha sido Benedicto XVI, -no solo Lefebvre, no solo Viganò, no solo Schneider-, quien ha reconocido que el CVII asume el concepto de libertad religiosa y de los derechos humanos de la Ilustración -o sea, de la masonería- y el estado moderno.

En otras palabras, según BXVI el CVII asume algo que la Iglesia había condenado de forma unánime y continua desde 1789 hasta el propio concilio. Pretender que puede haber una continuidad entre la condena de una doctrina y su asunción es cargarse el principio de no contradicción. Y, en mi opinión, es una falta de honestidad que encima abre las ventanas a la apostasía generalizada -el famoso humo de Satanás- ya que si eso lo hacen con una doctrina que afecta al dogma sobre el Reinado Social de Cristo, lo pueden hacer con cualquier doctrina que afecte a cualquier dogma de la Iglesia. Que es exactamente lo que está ocurriendo hoy, con Roma al frente de la Revolución.

Así que, efectivamente, la ruptura parece inevitable. Pero no entre liberal conservadores (BXVI) y liberal revolucionarios (Francisco), sino entre los que defienden la fe católica tal y como era antes del CVII y aquello en que la han querido convertir después.

Luis Fernando Pérez Bustamante

Viganò el cismático (Luis Fernando Pérez Bustamante)

EXSURGE, DOMINE

Sandro Magister ha escrito un artículo en el que acusa abiertamente a Mons. Carlo Maria Viganò, arzobispo y Nuncio emérito de EE.UU, de estar al borde del cisma.

Don Sandro sostiene que:

– Viganò se acerca al cisma por mantener que el CVII supone una ruptura con el Magisterio anterior.

– Viganò se acerca al cisma al acusar a Benedicto XVI por sus “intentos fracasados de corrección de los excesos conciliares invocando la hermenéutica de la continuidad“

¿Qué se le ocurre a Magister para rebatir a Viganò? Darle la palabra a Benedicto XVI. ¿Cómo? Recordando “su memorable discurso a la curia vaticana en la vigilia de Navidad de 2005“. Y ya les adelanto que se trata de un discurso en el que junto con el que pronunció al año siguiente, Benedicto XVI sostiene sobre el CVII exactamente lo mismo que Mons. Lefebvre. Uno, el Papa alemán, para reafirmar los cambios. Otro, el arzobispo francés, para condenarlos.

Y, OJO AL DATO, el propio Magister reconoce lo siguiente:

“Efectivamente, es innegable que sobre la libertad religiosa el Concilio Vaticano II marcó una clara discontinuidad, por no decir una ruptura, con la enseñanza ordinaria de la Iglesia del siglo XIX y principios del XX, claramente antiliberal”.

Es decir, Magister reconoce que Viganó tiene razón. Sin reconocerlo, a la vez, le da la razón a Lefebvre al calificar de ruptura el CVII respecto al Magisterio anterior. Y reconoce que Benedicto XVI admite tal hecho pero a la vez pretende que donde hay discontinuidad y ruptura en realidad hay a la vez continuidad.

Vamos al discurso del papa alemán. Cito:

El concilio Vaticano II, reconociendo y haciendo suyo, con el decreto sobre la libertad religiosa, un principio esencial del Estado moderno, recogió de nuevo el patrimonio más profundo de la Iglesia. Esta puede ser consciente de que con ello se encuentra en plena sintonía con la enseñanza de Jesús mismo (cf. Mt 22, 21), así como con la Iglesia de los mártires, con los mártires de todos los tiempos.

Benedicto XVI reconoce, pues, que el CVII asume el principio del estado moderno a la hora de definir la libertad religiosa. Poco después, ratifica que eso supone una novedad que corrige la enseñanza anterior de la Iglesia. Y no contento con ello, afirma que esa aparente (sic) discontinuidad es cosa maravillosa:

El concilio Vaticano II, con la nueva definición de la relación entre la fe de la Iglesia y ciertos elementos esenciales del pensamiento moderno, revisó o incluso corrigió algunas decisiones históricas, pero en esta aparente discontinuidad mantuvo y profundizó su íntima naturaleza y su verdadera identidad.

Por si la cosa no había quedado clara en las Navidades del 2005, al año siguiente el papa Benedicto XVI volvió a explicar en qué consistió el Concilio Vaticano II. Y lo hizo de forma aún más contundente:

En el diálogo con el islam, que es preciso intensificar, debemos tener presente que el mundo musulmán se encuentra hoy con gran urgencia ante una tarea muy semejante a la que se impuso a los cristianos desde los tiempos de la Ilustración y que el concilio Vaticano II, como fruto de una larga y ardua búsqueda, llevó a soluciones concretas para la Iglesia católica.

Se trata de la actitud que la comunidad de los fieles debe adoptar ante las convicciones y las exigencias que se afirmaron en la Ilustración. Por una parte, hay que oponerse a una dictadura de la razón positivista que excluye a Dios de la vida de la comunidad y de los ordenamientos públicos, privando así al hombre de sus criterios específicos de medida. Por otra, es necesario aceptar las verdaderas conquistas de la Ilustración, los derechos del hombre, y especialmente la libertad de la fe y de su ejercicio, reconociendo en ellos elementos esenciales también para la autenticidad de la religión.

Como ven ustedes, Benedicto XVI admite que el Concilio Vaticano II asume el principio de libertad religiosa de la Ilustración y del estado moderno. Y no contento con ello, afirma que ello supone para la Iglesia asumir de nuevo -antes no lo hacía- la enseñanza de Jesús, recoger el testigo de la Iglesia de los mártires y sostener la autenticidad de la religión.

Llegados a este punto, y antes de seguir, es necesario plantear algunas preguntas y dar las respuestas:

– ¿Es cierto que desde la Ilustración hasta el Concilio Vaticano II los Papas habían condenado expresamente la libertad religiosa?

Sí. Creo innecesario llenar este artículo de citas pontificias.

– ¿Es cierto que esa condena unánime era de carácter magisterial?

Sí. tanto por la naturaleza de los textos de los Papas como, sobre todo, porque se basaba en un principio elemental de la fe católica: el error no tiene derechos. Puede llegar a ser tolerado, ciertamente, pero derechos… ninguno. Lean ustedes Libertas Praestantissimum de León XIII.

– ¿Ese magisterio pontifico preconciliar versaba sobre una doctrina fundamental para la fe católica?

Sí, porque entra de lleno en la cuestión del Reinado Social de Cristo. Y si alguien sostiene que la doctrina sobre la soberanía de Cristo sobre lo espiritual, lo temporal y los individuos y la sociedad (véase Quas Primas de Pío XI) es un tema menor y desechable, ya puede ir dejando de celebrar la Solemnidad de Cristo Rey, lo cual es lo mismo que dejar de confesar a Cristo. Eso, señores, es apostasía.

Nadie puede negar que el camino indicado por Pío XI..:

Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo, con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy inficiona a la humana sociedad. Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios.

… no es otro que el camino de apostasía iniciado en la Reforma protestante y, sobre todo, a partir de la Ilustración. Esa que Benedicto XVI alaba diciendo que obtuvo grandes logros. Esa cuya doctrina en materia de libertad religiosa asumió el Concilio Vaticano II.

No es de extrañar que Mons. Athanasius Schneider (¿otro cismático?) relacione el CVII con el sincretismo de Asís y el sincretista documento de Abu Dhabi, en el que se afirma que Dios quiere la pluralidad de las religiones. Pluralidad que vimos actuar a pecho descubierto durante la celebración pagana en honor a la Pachamama en los jardines del Vaticano en octubre del año pasado, en pleno Sínodo para la Amazonia.

¿Quién es el cismático, señores míos? ¿Qué creen que le habría pasado a un obispo anterior al CVII si hubiera dicho que era necesario reconocer y asumir que la Ilustración había reconquistado la verdadera doctrina sobre los derechos del hombre y la libertad religiosa?

Amicus Plato, sed magis amica veritas

¡¡Viva Cristo Rey!!

Luis Fernando Pérez Bustamante

sábado, 4 de julio de 2020

Debatiendo cómo debatir sobre el Vaticano II (Timothy Flanders)


(ONE PETER FIVE)


La última carta publicada del Arzobispo Viganò continúa la vital conversación sobre la naturaleza del Vaticano II y la extrema necesidad de responder adecuadamente a este “evento pastoral”. Esta conversación debe ocurrir abiertamente entre los obispos que sean lo suficientemente valientes como para enfrentar con honestidad las preguntas difíciles. En lugar de un espíritu de “diálogo” entre los obispos ha reinado un espíritu de miedo y silencio, ya que cualquiera que no compartiera la “línea del partido” era inmediatamente ridiculizado por los principales medios católicos y condenado al ostracismo por sus hermanos en el episcopado. En cambio, Viganò muestra en su desacuerdo con Schneider la verdadera caridad del celo pastoral que es el amaos cordialmente unos a otros; que cada cual estime a los otros más que a sí mismo (Rom. 12:10). Esto se ve cuando Viganò, quien es calumniado por todas partes como fariseo maníaco desquiciado, dice esto acerca de un desacuerdo con su hermano obispo:

“Me parece que de este fructífero intercambio con mi hermano, el obispo Athanasius, lo que emerge es cuánto anhelamos ambos el restablecimiento de la fe católica como el fundamento esencial para la unión en la caridad. No hay conflicto; no hay oposición: nuestro celo surge y crece del Corazón Eucarístico de Nuestro Señor y vuelve a él para ser consumido en amor por Él “.

Este es el tipo de caridad que falta entre los fieles católicos. Pero para hombres como éste, su celo está en aquello que le da a Dios mayor gloria para la salvación de las almas. En esto podemos verdaderamente “competir” unos con otros con celo por el Señor. El Apóstol nos exhorta a competir: ¿No sabéis que en el estadio todos los corredores cubren la carrera, aunque uno solo se lleva el premio? Pues corred así: para ganar. (I Cor. 9:24). Sin embargo, en la competencia de celo por el Señor, los santos tienen la mayor gloria de Dios como  objetivo, no el malvado auto-engrandecimiento. Como dice el apóstol en otro lugar: No obréis por rivalidad ni por ostentación, considerando por la humildad a los demás superiores a vosotros. (Filipenses 2: 3).

Por lo tanto, para los santos, si un hombre propone una cosa para la gloria de Dios, pero otro hombre hace algo que le da mayor gloria a Dios, entonces el primero se regocija por “perder” ante el segundo, ya que éste último le da a Dios mayor gloria. Para hombres como el Arzobispo Viganò y el Obispo Schneider, todo lo que importa es la gloria de Dios y la salvación de las almas. Si su opinión particular termina siendo incorrecta o correcta es completamente secundaria a este objetivo. En ese compañerismo, no hay lugar para la intransigencia egoísta: a nadie le preocupa el honor de sí mismo, sino únicamente el honor de Dios. Este diálogo muestra claramente a los fieles qué tipo de hombres son estos pastores, y los fieles harían bien en imitar este celo, caridad y humildad.

Cuestionando el Vaticano II sin orgullo ni duda

Si algún hombre tiene miedo de abrir la puerta oscura de las dificultades del Vaticano II, debemos recordar dos declaraciones de Su Majestad el Rey: “No temáis.” (Jn. 6:20) y “La verdad os hará libres.” (Jn. 8:32 ). Creo que muchos católicos han sido educados simplemente para obedecer y reprimir cualquier inclinación racional, pues parece que, si no se hace así, se trata de orgullo. La obediencia es una de las virtudes más altas, y es la ruta más rápida hacia la humildad, pero la gracia también se basa en la naturaleza. Nuestra naturaleza incluye la razón, y a menos que uno sea un religioso con obligación de obediencia, las órdenes irracionales deberían ser cuestionadas sin pecar de orgullo.

Muchos creen que la desobediencia a la autoridad no está permitida en ningún caso. Si esto se cuestiona, la propia fe se pone en duda. Pero este tipo de fe es una fe sin historia. ¿Los ciudadanos romanos perdieron su fe cuando Juan XII brindaba por Satanás? No, apelaron al emperador para deponer al papa, lo que aquél hizo.

¿Perdieron nuestros padres su fe cuando había tres papas? No, San Vicente Ferrer les dijo a los fieles que desobedecieran al papa en el que él mismo creía, y la crisis se resolvió.

Cuando el malvado cardenal Richelieu llevó a Francia a aliarse con los herejes contra los católicos con el apoyo de Urbano VIII, ¿perdieron nuestros padres su fe? ¿O cuando Clemente XIV traicionó al Evangelio eliminando a los jesuitas?

Nuestros padres perduraron en su fe por lo que el Rey había dicho: “En el mundo tendréis luchas, pero tened valor: yo he vencido al mundo.” (Jn. 16:33). Su promesa de que las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia se hizo antes de que fuera torturado, crucificado y enterrado en la tumba. Por lo tanto, no tengamos miedo de cuestionar el Vaticano II si podemos hacerlo sin orgullo y sin dudar de nuestra fe en la Iglesia romana. Nuestros padres afrontaron derramamientos de sangre y cismas papales. Apoyemos virilmente su herencia de fe.

Asentimiento católico a un Concilio Pastoral

Cerremos este breve ensayo con una consideración acerca de los fundamentos dogmáticos de este debate sobre el Vaticano II. Es indudablemente claro: si un hombre dijera que deberíamos debatir si la Inmaculada Concepción es cierta o si la Ortodoxia de Nicea es cierta, tal hombre sería etiquetado correctamente como hereje y protestante. Pero el debate sobre el Vaticano II afirma que su premisa fundamental es que el Vaticano II no es un concilio dogmáticamente vinculante. Esta es la afirmación no de los tradicionalistas, sino de los papas y del propio concilio, como observa Schneider:

“Lo primero que hay que tener en cuenta es el hecho de que ambos papas del Concilio, Juan XXIII y Pablo VI, y el propio Vaticano II, declararon claramente que, a diferencia de todos los Concilios anteriores, este último no tenía ni el objetivo ni la intención de proponer su propia doctrina de manera definitiva e infalible. Así, en su discurso para la solemne apertura del Concilio, el Papa Juan XXIII dijo: “El propósito principal de este Concilio no es, por lo tanto, la discusión de uno u otro tema sobre la doctrina fundamental de la Iglesia”. Agregó que el carácter del magisterio del Concilio sería “predominantemente pastoral” (11 de octubre de 1962). Por su parte, el Papa Pablo VI dijo en su discurso en la última sesión pública del Concilio, que el Vaticano II “hizo su programa” a partir de su “carácter pastoral” (7 de diciembre de 1965). Además, en una nota hecha por el Secretario General del Concilio, el 16 de noviembre de 1964, se lee: “Teniendo en cuenta la costumbre conciliar y también el propósito pastoral del presente Concilio, el Concilio sagrado define como vinculantes para la Iglesia solo esas cosas en asuntos de fe y moral que declarará abiertamente vinculantes.”

La última declaración fue incorporada al documento Lumen Gentium como un apéndice. Esto coincide con lo que Ratzinger dijo en 1998 en el contexto de la controversia de la consagración de Lefebvre:

“El Concilio Vaticano II no ha sido tratado como parte de toda la Tradición viva de la Iglesia, sino como el final de la Tradición, un nuevo comienzo desde cero. La verdad es que este concilio en particular no definió ningún dogma en absoluto y deliberadamente eligió permanecer en un nivel modesto, como un concilio meramente pastoral; y, sin embargo, muchos lo tratan como si se hubiera convertido en una especie de superdogma que elimina la importancia de todo lo demás “. [1]

Pero Ratzinger también dice en el mismo discurso que “es una tarea necesaria defender el Concilio Vaticano II contra Monseñor Lefebvre, como válido y vinculante para la Iglesia. Aunque el mismo Ratzinger está hablando aquí de algo vinculante, no según un dogma, sino “un concilio meramente pastoral”. Aquí debemos distinguir entre el carácter vinculante del dogma y el carácter vinculante de las decisiones pastorales. El primero es absolutamente vinculante con el asentimiento de la fe divina. Esto es algo infalible. No puede ser cuestionado. El último, sin embargo, puede ser cuestionado, aunque sea sólo por causa grave bajo la autoridad de la Tradición. El apéndice de Lumen Gentium sitúa el comentario acerca del carácter vinculante en este contexto:

“Teniendo en cuenta la costumbre conciliar y también el propósito pastoral del presente concilio, el sagrado concilio define como vinculante para la Iglesia sólo aquellas cosas en materia de fe y moral que declarará abiertamente vinculantes. El resto de las cosas que establece el sagrado concilio, en la medida en que son la enseñanza del magisterio supremo de la Iglesia, deben ser aceptadas, y aceptadas por todos y cada uno de los fieles de Cristo de acuerdo con la mente del sagrado concilio. La mente del concilio se conoce por el asunto tratado o por su forma de hablar, de acuerdo con las normas de interpretación teológica “.

Una proposición dogmática vinculante es aceptada por la fe, pero un acto del “magisterio supremo” es aceptado por la piedad (la virtud de dar a los ancianos lo que les corresponde). Debe ser aceptado y recibido con piedad, y no puede ser rechazado directamente. Si un católico puede cuestionar tales decisiones pastorales, solo puede hacerlo por una causa grave y no bajo su propia autoridad. Ott lo entiende de esta manera:

“La formas ordinarias y habituales de la actividad docente papal no son infalibles [.] … Sin embargo, normalmente deben aceptarse con un asentimiento interno que se basa en la alta autoridad sobrenatural de la Santa Sede (assensus religiosus). El llamado silentium obsequiosum, es decir, el silencio reverente, generalmente no es suficiente. Como excepción, la obligación del asentimiento interno puede cesar si un experto competente, después de una nueva investigación científica de todas las razones, llega a la convicción positiva de que la decisión se basa en un error “. [2]

Los tradicionalistas no deben ser culpables de lo que sus críticos los acusan: de una disidencia similar a la protestante basada en el juicio privado. Como señala Ott, hay espacio para rechazar el asentimiento, pero con dos condiciones: la primera es que lo que se rehúsa aceptar no sea vinculante dogmáticamente (no infalible), y en segundo lugar, que algún experto competente deniegue su asentimiento sobre la base sólida de una “investigación científica”, que quiere decir en virtud de algo basado en la tradición y no en la opinión privada de un hombre. Schneider y Viganò son expertos competentes como obispos y se oponen por razones sólidas basadas en la Tradición, no solamente en su opinión privada.

William Marshner, difícilmente un fariseo tradicionalista radical, lo expresa de otra manera, diciendo que el Vaticano II es un cambio de política, no un cambio de doctrina. [3] Las políticas no son como las doctrinas. No las aceptamos como verdaderas o falsas. Las políticas son simplemente efectivas o ineficaces. Cuando el Magisterio universal llama a un católico a cambiar de política, Marshner dice que es deber del católico “darles una oportunidad”. Pero ahora, como dice Marshner, “aquí ha habido una persistencia curiosamente obstinada de nuestra jerarquía en políticas que han fallado de forma demostrable.” Este ha sido el clamor de las ovejas a sus pastores durante décadas, y muy pocos pastores escucharon a sus ovejas en este asunto. Es por eso que debemos agradecer a Dios que haya hombres como Viganò y Schneider, que están dispuestos a enfrentarse a las incómodas realidades que enfrentan las ovejas. Oremos por su protección y hablemos con caridad a nuestros hermanos que los vilipendian.

“Hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al Hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud. Para que ya no seamos como niños sacudidos por las olas y llevados a la deriva por cualquier viento de doctrina, en la falacia de los hombres, que con astucia conduce al error; sino que, realizando la verdad en el amor, hagamos crecer todas las cosas hacia él, que es la cabeza: Cristo, del cual todo el cuerpo, bien ajustado y unido a través de todo el complejo de junturas que lo nutren, actuando a la medida de cada parte, se procura el crecimiento del cuerpo, para construcción de sí mismo en el amor. (Ef. 4: 13-16) “.

Timothy Flanders

[1] Cardinal Ratzinger, Address to the Chilean Bishops, July 13, 1988

[2] Ludwig Ott, Fundamentals of Catholic Dogma (Baronius, 2018), 10

[3] William Marshner, “Contemporary Catholicism,” (March 30, 2017)

Image: Ethan Lofton via Flickr.

Traducción AMGH. Artículo original

El alma de los niños (Sir John Henry Newman)



Lo que sí sabemos, en cambio, por nuestros recuerdos y por nuestra propia experiencia de la infancia, es que en el alma del niño hay, en los primeros años después del bautismo, un discernimiento del mundo invisible en las cosas visibles, una captación de lo Soberano y Adorable, y una incredulidad e ignorancia acerca de lo perecedero y cambiante, que deja marcado en el alma un emblema propio del cristiano maduro, que se ha emancipado de las cosas del mundo y vive en la convicción íntima de la Presencia de Dios.

No quiero decir que un niño tenga ningún principio formado en su corazón, o hábitos de obediencia o capacidad de distinguir entre lo visible y lo invisible, como los que promete Dios en nombre de Cristo como recompensa a aquellos que alcanzan la edad de discreción. No debemos olvidar que, a pesar de su nuevo nacimiento, el mal está en él, aunque sea sólo como semilla. Pero el niño tiene este gran don: haber llegado recientemente desde la presencia de Dios y no entender del todo todavía el lenguaje de esta escena presente, que es una tentación, un velo que se interpone entre el alma y Dios. La sencillez con que el niño actúa y piensa, su pronta aceptación de lo que se le dice, su cariño ingenuo, su confianza franca, su desvalimiento evidente, su ignorancia del mal, su incapacidad para ocultar sus pensamientos, su conformidad, su rápido olvido de los problemas, su capacidad para admirar sin codiciar y, sobre todo, su espíritu de reverencia que mira todas las cosas a su alrededor como maravillas, prendas y figuras del Único Invisible, son todo pruebas de que, por así decir, hasta hace poco se encontraba en un estado de cosas más elevado. Bastaría con observar la seriedad y el asombro con que un niño escucha cualquier descripción o cuento, o también lo libre que está de ese espíritu de orgullosa independencia que se instala en el alma a medida que pasa el tiempo.

[…]

Está claro que la inocencia del niño no participa de esta santidad más alta. El niño es un anticipo de lo que al final se cumplirá en él. La belleza más grande de su alma se encuentra en la superficie y cuando, con el paso del tiempo, se pone a la acción (como es su deber), al instante desaparece. Sólo mientras permanece inactivo es como el agua tranquila en que se refleja el cielo. Por tanto, no debemos lamentar que los años de la infancia hayan pasado ni suspirar por los recuerdos de placeres puros y contemplaciones que no podemos recuperar. Sino que, más bien, lo que éramos de niños es un barrunto, un presagio santo, dado para nuestro consuelo, de lo que Dios iba a hacer con nosotros si rendíamos el corazón a la guía del Espíritu Santo, una profecía del bien que nos espera, una muestra de lo que tendremos, multiplicado, en el cielo. Así que la infancia es una prenda de la inmortalidad, porque lleva sobre sí, en figura, esas altas y eternas excelencias en que consisten las alegrías del cielo; y el Creador, que nos ama inmensamente, no nos daría las sombras si no fuera a darnos algún día las realidades.

Sir  John Henry Newman

De nuevo, el Concilio ( P. Santiago Martín FM)


Duración 8:15 minutos



viernes, 3 de julio de 2020

Caso del cardenal Pell



El caso de Pell sigue resonando y, después de meses en una prisión de máxima seguridad, lo tenemos inocente. La justicia australiana ha quedado muy mal en todo este caso pero, a fin de cuentas, ha contado con instrumentos que han permitido al cardenal defenderse. En otros sitios esta defensa es imposible.

Suspenden a un sacerdote en EE UU por llamar “gusanos y parásitos” a BLM (Carlos Esteban)



El obispo de Lafayette-in-Indiana, Timothy Doherty, ha suspendido del ministerio público al padre. Theodore Rothrock, de Santa Isabel Seton, en Carmel, por llamar a los organizadores de Black Lives Matter, la organización financiada por Soros que está detrás de las violentas protestas que se propagan por todo Estados Unidos, “gusanos y parásitos”.

“El obispo expresa su preocupación pastoral por las comunidades afectadas”, se lee en una nota hecha pública por la Diócesis de Lafayette-in-Indiana. “La suspensión ofrece al Obispo una ocasión de discernimiento pastoral por el bien de la diócesis y por el bien del Padre Rothrock”.

Curiosamente (o no), estos mismos días se ha podido escuchar en vídeo la homilía del padre Rick Walsh, paulista, en su iglesia de San Pablo en Nueva York, donde asegura que “Cristo es lesbiana, homosexual, bisexual, transgénero y queer”. En San Pablo se celebró una ‘Misa del Orgullo’ -ignoramos si tienen también misa especial para los otros seis pecados capitales- el pasado 25 de junio, teniendo por celebrante a Walsh, quien cree que en el bautismo “nosotros que somos LGBTQ”, estamos viviendo ahora en Cristo y que “somos Cristo”.

No hay noticia de que el cardenal Timothy Dolan, arzobispo de Nueva York, haya reconvenido a Walsh, no digamos retirarle del ministerio público.

Seguro que hay una razón eclesial profunda que explique que un sacerdote pueda condonar un pecado considerado gravísimo por la moral católica y, antes, por la Torá bíblica, sin que le pase absolutamente nada mientras que un párroco es retirado del ministerio público por cargar contra una organización marxista violenta que ha inspirado motines con más de una veintena de muertos. Pero no estamos seguros de querer saber cuál es.

Jesús: remedio para todos los males (P. Stefano Maria Manelli, fundador de los franciscanos de la Inmaculada)



" En estos tiempos de fe muerta, de maldad triunfante, el modo más seguro para permanecer libres del mal pestilente que nos rodea es el de fortalecernos con la comida eucarística ." - Padre Pío 

Este pensamiento del Padre Pío parece evidente que la verdad histórica lo confirma con frecuencia. De hecho, en la historia hay períodos de renovación espiritual y florecimiento que enriquecen a la Iglesia y a la sociedad con gran bienestar, en todos los sentidos; así como, por el contrario, hay períodos caracterizados por la devastación y las ruinas morales que precipitan el caos y la corrupción según el modelo impuesto por el " imperio de la oscuridad " (Lc 22, 53). 

Desafortunadamente, este pensamiento del Padre Pío refleja plenamente la situación en la que se encuentran la Iglesia y la Sociedad en estos días. Con el Padre Pio y como Padre Pio, nosotros también, desafortunadamente, podemos y debemos definir nuestros tiempos real y dramáticamente como " tiempos de fe muerta e impiedad triunfante ", con la agravante de un ateísmo militante y una mundanidad dominante que hace palidecer a todos los períodos anteriores de decadencia y ruina en la historia humana. Hay una respuesta del Padre Pío que define la condición de extrema miseria en la que nos encontramos. « ¿Cómo considera nuestro tiempo, padre? ", preguntaron al Padre Pio. Y el Padre Pío respondió: "Es el momento de la confusión». 

La persona que le preguntó al Padre Pío había entendido mal el término "confusión" e inmediatamente preguntó: "¿Qué significa confusión?". Y el Padre Pío: «Significa la ruina de todos los valores». ¿No estamos, de hecho, en el momento de la "ruina de todos los valores", que se llama, de la manera más cruda, "tiempos de fe muerta y de maldad triunfante"?

Todos sufrimos la ruina de los valores máximos: vida (anticoncepción, aborto, eutanasia), fe (sincretismo, ateísmo, relativismo), familia (divorcio, separación), matrimonio (convivencia, matrimonio entre personas del mismo sexo), juventud (discotecas, drogas), paz (terrorismo). 

Pero, ¿cómo podemos salvarnos y defendernos de esta "ruina" que el Padre Pío llama "el mal pestífero que nos rodea"? La respuesta del Padre Pío tiene un valor universal y perenne: es necesario nutrirse y fortalecerse con la Comida Eucarística. Si la batalla es dura, si la lucha es dura, uno no debe creer que no hay forma de no sucumbir y ganar. El medio existe y es el medio divino que sostuvo a los mártires, los apóstoles, los misioneros en todo el trabajo más duro: es el "Alimento Eucarístico" que es el "pan de los fuertes". Por lo tanto, nos alimentamos santos con este "alimento eucarístico". 

P. Stefano Maria Manelli, fundador de los franciscanos de la Inmaculada.

Comisarían a los consagrados de Comunión y Liberación (C.Esteban)




¿Otra institución al borde de ser ‘misericordiada’? El Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida ha nombrado comisario para los consagrados de Comunión y Liberación, los Memoris Domini, el jesuita Gianfranco Ghirlanda, informa Aciprensa.

El dicasterio en cuestión está a cargo del cardenal Kevin Farrell, ‘pupilo’ del defenestrado pedófilo Theodore McCarrick, con quien vivió varios años en Washington. Y ha sido Farrell quien ha impuesto, con la aprobación del Papa, a los consagrados de Comunión y Liberación (CyL) el mando de un jesuita “para que la guíe [a la asociación] en el proceso de revisión del directorio y del estatuto y contextualmente en el saneamiento de algunos problemas asociativos ya señalados al dicasterio”.

El 29 de mayo de 2018, Farrell se reunió con los responsables, incluida su presidente, Antonella Frongillo, y les transmitió un mensaje que, para un oído atento y con alguna experiencia en las formas de la actual Curia, presagiaba lo que ha acabado llegando: “El dicasterio los ha convocado hoy porque, en el ejercicio de la propia competencia al servicio de la asociación de fieles, ha solicitado reiteradamente a la presidenta, desde el 29 de mayo de 2018, proceder a la modificación de algunas normas contenidas en el directorio y a una reforma del estatuto”.

El vaticanista Aldo Maria Valli daba la primicia en su blog Duc in Altum, quien asegura que Ghirlanda se enfrenta a una espinosa misión. En el núcleo de todo está la figura del padre Julián Carrón, presidente de Comunión y Liberación desde 2005, luego de la muerte del fundador, Luiggi Giussani, al mismo tiempo que consejero eclesiástico de los Memores Domini, lo que suscita problemas de democracia interna y libertad para los miembros de la asociación”.

Valli añade “el asunto de la crisis de identidad que está marcando a Comunión y Liberación, con la consecuente ruptura interna y el sufrimiento de cuantos, en la línea de Carrón, ya no reconocen en CYL el movimiento tal como lo quiso y lo fundó don Giussani”.

El decreto del 26 de junio pide explícitamente a Ghirlanda, que ya se ha ocupado de ‘asesorar’ en anteriores ocasiones al Regnum Christi de los Legionarios de Cristo y al Sodalicio de Vida Cristiana en sus procesos de revisión de estatutos, que vele para que en los Memores Domini “haya una clara separación entre el ámbito de gobierno de la asociación y el ámbito de la conciencia de sus miembros” y exista “una real representatividad de los órganos de gobierno de la asociación”.

En el proceso de revisión, que se hará con una comisión presidida por el delegado pontificio, se deberá seguir una “consulta en todas las casas, acogiendo las contribuciones de todos los miembros”. Los miembros y las funciones de la comisión serán decididos por el delegado y el dicasterio, que recibirán las sugerencias sobre su composición de parte del consejo directivo de los Memores Domini.

Carlos Esteban

jueves, 2 de julio de 2020

The Suicide of a “Conservative” Bishop




The Suicide of a “Conservative” Bishop

In the last two weeks, we witnessed in awe the insane suicide of San Rafael Bishop Eduardo Taussig, Argentina, Caminate-Wanderer writes. Under Bishop León Kruk, San Rafael was an extraordinary magnet of vocations. The international Institute of the Incarnate Word was founded at that time in San Raffael. Until today, its clergy is very Catholic and the diocese has an excellent Catholic laity.

Taussig Refuses Communion

Bishop Taussig got himself into trouble when he agreed with the local government to accept the re-introduction of Mass with compulsory Communion in the hand. He showed the full force of his legalism when on Corpus Christi he denied communion to an old man with a cane who was unable to take Communion in his hand. In the whole area there have been no cases of coronavirus.

Hecatomb in the Seminary

Taussig ordered the diocesan seminary to ban Communion on the tongue. Therefore, the rector of the seminary presented his resignation which was accepted. The vice-rector was discharged and sent home to his family. Taussig made himself the new rector, forcing the seminarians to receive Communion in the hand. Those who stayed back and did not receive Communion were considered suspect.

Regardless of the losses

The deans and most of the parish priests of Taussig’s diocese pleaded with him, sometimes with tears, because they could in conscience not refuse Communion on the tongue. Taussig was merciless. He removed recently ordained Father Horacio Valdivia from the parish and sent him home because he had imparted Communion on the tongue and celebrated Mass without a mask. He closed down St. Francis Solano parish in San Rafael because the priests and faithful refused to deny Communion on the tongue, even after Taussig had lectured them.

Taussig Is a “Good Man”

The incredible thing: Taussig is a Conservative. Among all the conservative Argentinean priests in Rome, he was the most conservative when he earned his doctorate at the Angelicum and was living in the Convitto San Tommaso, where Gloria.tv’s Father Reto Nay got to know and appreciate him. He has been on Francis' list of unwanted bishops for many years because he represents what Francis hates the most: education and hailing from a good family. There is even the hypothesis that Taussig is terrified by the recent expulsion of Saint Luis Bishop Martínez. Knowing that he is next on Francis’ list, he wanted to placate Francis’ mercy, seeking to save himself at the expense of his flock. San Raffael and San Luis Seminaries are the last two Catholic Seminaries in Argentina.

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Podemos leer todo esto en español en el post de The Wanderer, titulado "El suicidio de un obispo" pinchando aquí

Incógnitas sobre el final de un pontificado (Roberto De Mattei)




La abdicación de Benedicto XVI pasará a la historia como uno de los sucesos más catastróficos de nuestro siglo, porque no sólo dio paso a un pontificado desastroso, sino ante todo a una situación de creciente caos en la Iglesia. Más de siete años después del desdichado 11 de febrero de 2013, la vida de Benedicto XVI y el pontificado de Francisco se acercan inexorablemente a su fin. No sabemos cuál de las dos cosas tendrá lugar primero, pero en ambos casos hay peligro de que el humo de Satanás envuelva el Cuerpo de Cristo de un modo que no tendrá precedentes en la historia.

El pontificado de Bergoglio ha llegado a su fin. Si no desde el punto de vista cronológico, al menos desde la perspectiva de su impacto revolucionario. El Sínodo para la Amazonía ha fracasado, y la exhortación Querida Amazonia del pasado 2 de febrero ha resultado ser una lápida para muchas esperanzas en el mundo progresista, sobre todo en la zona germánica. El coronarivus Covid-19 ha sepultado definitivamente los ambiciosos proyectos pontificios para 2020, presentándonos la imagen de un papa derrotado y solo en medio del vacío espectral de una Plaza de San Pedro sin gente. Por otra parte, la Divina Providencia, que siempre regula todas las vicisitudes humanas, ha permitido a Benedicto asistir a la debacle que siguió a su abdicación. Pero probablemente lo peor aún esté por venir.

Era previsible que con dos pontífices conviviendo en el Vaticano, un sector del mundo conservador descontento con Francisco dirigiese la mirada a Benedicto considerándolo el verdadero Papa enfrentado al falso profeta. Aun estando convencidos de que Francisco había cometido errores, esos conservadores no quisieron seguir el camino abierto por la Correctio filialis dirigida al papa Francisco el 11 de agosto de 2016. Probablemente esto se deba a que la Correctio pone de relieve que las desviaciones bergoglianas tienen su raíz en los pontificados de Benedicto XVI y Juan Pablo II e incluso antes, en el Concilio Vaticano II. Para muchos conservadores, por el contrario, la hermenéutica de la continuidad de Juan Pablo II y Benedicto XVI no admite rupturas, y dado que el pontificado de Bergoglio representa al parecer la negación de dicha hermenéutica, la única solución al problema es perder de vista a Francisco.

El propio Benedicto, al atribuirse el título de papa emérito y seguir vistiendo de blanco e impartiendo la bendición apostólica ha realizado gestos que parecen fomentar esta impracticable obra de sustitución del papa antiguo por otro nuevo. Con todo, el argumento principal es la distinción entre munus y ministerium, por la que Benedicto parece querer conservar para sí una especie de pontificado místico dejando el ejercicio del gobierno en manos de Francisco. El origen de esta tesis se remonta a un discurso que pronunció monseñor Georg Gänswein el 20 de mayo de 2016 en la Pontificia Universidad Gregoriana, en el cual sostenía que Benedicto no había abandonado su oficio, sino que le habría dado una nueva dimensión colegiada convirtiendo en un ministerio casi compartido. De nada ha servido que en una declaración a LifeSiteNews publicada el 14 de febrero de 2019 el propio monseñor Gänswein corroborase la validez de la renuncia al ministerio petrino, afirmando: «Sólo hay un papa legítimamente elegido: Francisco». La idea de una posible redefinición del munus petrino ya estaba lanzada. Ante la objeción de que el papado es uno e indivisible y no tolera divisiones internas, los mencionados conservadores responden que eso demuestra precisamente la invalidez de la dimisión de Benedicto XVI. La intención de éste –dicen– era conservar el pontificado, suponiendo que dicho oficio pudiera dividirse en dos. Pero esto es un error sustancial, ya que la naturaleza monárquica y unitaria del pontificado es de derecho divino. Por tanto, la renuncia de Benedicto XVI sería inválida.

Es fácil refutarlo afirmando que en caso de demostrarse que Benedicto XVI hubiera tenido intención de dividir el pontificado, modificando así la constitución de la Iglesia, habría incurrido en herejía. Y como ese concepto herético del papado habría sido desde luego anterior a su elección, la elección de Benedicto debería considerarse nula por el mismo motivo por el que se considera nula la abdicación. En ningún caso sería papa. Pero estos son discursos abstractos, porque sólo Dios juzga las intenciones, mientras que el derecho canónico se limita a evaluar el comportamiento externo de los bautizados. Una célebre sentencia del derecho romano, recordada tanto por el cardenal Walter Brandmüller como por el cardenal Raymond Leo Burke, afirma: De internis non iudicat praetor: un juez no juzga cuestiones internas. Por otra parte, el canon 1526 § 1 del nuevo Código de Derecho Canónico recuerda que «onus probandi incumbit ei cui asserit» (la carga de la prueba incumbe al que afirma). No es lo mismo indicio que prueba. El indicio indica la posibilidad de un hecho, en tanto que la prueba demuestra la certeza en cuanto al mismo. La regla de Agatha Christie según la cual tres indicios equivalen a una prueba sirve en la literatura, pero no tiene validez ante un tribunal civil o eclesiástico.

Es más, si el papa legítimo es Benedicto XVI, ¿qué pasaría si se muriera de un día para otro o si, antes de morirse, faltara el papa Francisco? Teniendo en cuenta que muchos de los actuales purpurados han sido creados por Francisco y que ninguno de los cardenales electores lo considera antipapa, la sucesión apostólica quedaría interrumpida, lo cual perjudicaría la visibilidad de la Iglesia. La paradoja está en que para demostrar la nulidad de la renuncia de Benedicto se valen de sofismas jurídicos, pero luego, para resolver el problema de la sucesión de Benedicto o de Francisco sería necesario recurrir a soluciones extracanónicas. La tesis del visionario franciscano Jean de la Roquetaillade (Giovanni di Rupescissa, 1310-1365), según la cual cuando sea inminente el final de los tiempos aparecerá un papa angélico a la cabeza de la Iglesia invisible es un mito difundido por muchos falsos profetas que jamás ha sido aceptado por la Iglesia. ¿Será ése el camino que siga un sector del mundo conservador? Sería más lógico sostener que los cardenales reunidos en cónclave, después de la muerte o renuncia de Francisco al pontificado contarían con la asistencia del Espíritu Santo. Y si es cierto que los cardenales podrían rechazar la influencia divina eligiendo a un papa peor que Francisco, también es cierto que la Providencia podría reservarnos sorpresas inesperadas, como pasó con la elección de Pío X y otros grandes pontífices de la historia.

Lo que necesitamos es un papa santo y, antes aún, un próximo papa. Con el título de The Next Pope, ha aparecido hace pocos días un excelente libro del periodista inglés Edward Pentin publicado por Sophia Institute Press (The Next Pope: The Leading Cardinal Candidates). Lo más meritorio de esta obra de más de 700 páginas es que nos recuerda que habrá un próximo papa y nos brinda, aportando descripciones de 19 papables, toda la información necesaria para entrar en la época posfranciscana.

Es necesario convencerse de que la hermenéutica de la continuidad ha fracasado, porque atravesamos una crisis en la que se deben evaluar los hechos, no sus interpretaciones. «Lo inaceptable de tal actitud –señala Peter Kwaskniewski– lo demuestra entre otras cosas el insignificante éxito de los conservadores en lo que respecta a invertir reformas desastrosas, tendencias, actitudes e instituciones establecidas a raíz y en nombre del último concilio con aprobación o tolerancia pontificia».

El papa Francisco nunca ha teorizado sobre la hermenéutica de la discontinuidad, sino que ha querido llevar el Concilio a la práctica, y la única respuesta que puede superar esa praxis está en la realidad concreta de los hechos teológicos, litúrgicos, canónicos y morales, no en un estéril debate hermenéutico. Según esta perspectiva, el verdadero problema no será la continuidad o discontinuidad entre el próximo pontífice y el papa Francisco, sino su relación con el núcleo histórico del Concilio Vaticano II. Algunos conservadores desean eliminar a Francisco mediante sofismas en nombre de la hermenéutica de la continuidad. Pero si es posible acusar a un papa de discontinuidad con su predecesor, ¿por qué no admitir la posibilidad de la solución de continuidad entre un concilio y los que lo precedieron? En este contexto, son dignas de aprecio las recientes intervenciones sobre el Concilio Vaticano II del arzobispo Carlo Maria Viganò y el obispo auxiliar de Astaná Athanasius Schneider, que han tenido el valor de afrontar un debate teológico y cultural ineludible. Esta labor de revisión histórica y teológica del Concilio es necesaria para disipar las sombras que se espesan sobre el fin del pontificado, así como para evitar una división que podría obligar a los buenos católicos a elegir entre un papa malo pero legítimo y otro de mejor doctrina o místico aunque desgraciadamente ilegítimo.

Roberto De Mattei

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)