BIENVENIDO A ESTE BLOG, QUIENQUIERA QUE SEAS



lunes, 6 de julio de 2020

Por qué hay que tomarse en serio las críticas de Viganò al Concilio (Peter Kwasnkievski)



¿Es el supuesto ataque reciente un momento crítico para los tradicionalistas? ¿La hemos tomado con un concilio legítimo y merecedor de elogios en vez enfocar con precisión nuestra ira a la inepta jerarquía que lo ha seguido y traicionado?

Desde hace mucho tiempo, ésa es la línea que siguen los conservadores: una hermenéutica de la continuidad combinada con acerbas críticas a prelados y sacerdotes que van por libre. «Lo inaceptable de tal actitud queda demostrado entre otras cosas por el insignificante éxito de los conservadores en lo que respecta a revertir reformas desastrosas, tendencias, actitudes e instituciones establecidas a raíz y en nombre del último concilio con aprobación o tolerancia pontificia». Trae a la memoria un paralelo secular: el desierto del conservadurismo político estadounidense, en el que todo resto de conformidad a las leyes humanas a la ley natural se hace humo ante nuestros ojos.

Lo que ha venido diciendo últimamente monseñor Viganò con una franqueza poco habitual entre los obispos actuales (ver aquí, aquí, y aquí) no es sino un nuevo capítulo en la ya larga crítica expresada por católicos tradicionalistas desde El Concilio del papa Juan de Michael Davies e Iota unum de Romano Amerio hasta Concilio Vaticano II: una historia nunca escrita, de Roberto de Mattei, pasando por Phoençix from the Ashes de Henry Sire. Hemos visto como obispos, conferencias episcopales, cardenales y papas elaboran pieza a pieza desde hace más de un siglo un nuevo paradigma; una nueva fe católica que, en el mejor de los casos, sólo se superpone parcialmente y, en el peor, contradice la fe católica tradicional tal como se encuentra expresada en los Padres y Doctores de la Iglesia, los primeros concilios y centenares de catecismos tradicionales, no digamos ya los ritos litúrgicos latinos tradicionales que fueron eliminados y sustituidos por otros completamente diferentes.

El abismo que separa lo antiguo de lo nuevo es de tales proporciones que no podemos menos que preguntarnos por el papel que ha desempeñado el Concilio Ecuménico Vaticano II en el desarrollo del discurso modernista que se inició a fines del siglo XIX y tiene actualmente su desenlace. La línea que va de Loysi, Tyrrel, y Hügel hasta Küng y Teilhard de Chardin, pasando por un Ratzinger (cuando joven) hasta Kasper, Bergoglio y Tagle resulta muy rectilínea cuando uno se pone a atar cabos. Eso no quiere decir que no haya diferencias interesantes e importantes entre esos señores; simplemente que comparten principios que los grandes confesores y teólogos, desde San Agustín y San Juan Crisóstomo hasta el Aquinate y Belarmino habrían calificado de dudosos, peligrosos o heréticos.

Tenemos que desechar de una vez por todas la ingenuidad de creer que lo único que vale del Concilio son sus textos promulgados. No. En este caso, progresistas y tradicionalistas coinciden en que los hechos valen tanto como los textos (véase a este respecto el insuperable libro de Roberto de Mattei). La vaguedad de propósitos con que se convocó el Concilio, la manera invariablemente liberal en que se llevó a efecto sin que casi ningún obispo del mundo protestara… Nada de esto carece de importancia a la hora de interpretar el sentido y relevancia de los textos conciliares, llenos de novedosos estilos y peligrosas ambigüedades, eso sin hablar de los pasajes que tienen todas las características de errores descarados, como decir que musulmanes y cristianos adoran a un mismo Dios, lo cual monseñor Athanasius Schneider desmontó totalmente en Chistus vincit.]1]

Parece mentira que a estas alturas todavía haya quien defienda los documentos del Concilio, cuando es evidente que se prestaron de un modo increíble al objetivo de la total modernización y secularización de la Iglesia. Aunque el contenido fuera impecable, su verborrea, complejidad y mezcla de verdades evidentes con ideas que dejan estupefacto resultaron ser el pretexto ideal para la revolución. Esa revolución está ya fundida en los textos como piezas de metal que se introdujeron en un horno a altísimas temperaturas.

En consecuencia, el mero hecho de citar textos del Concilio ha llegado a ser una señal de querer aceptar todo lo que han hecho los papas –¡sí, los papas!– en nombre de él. Por encima de todo está la catástrofe litúrgica, pero podríamos poner ejemplos hasta aburrirnos: pensemos en actos tan funestos como los encuentros interreligiosos de Asís, que Juan Pablo II defendía limitándose a citar una retahíla de citas del Concilio. El pontificado de Francisco no ha hecho otra cosa que pisar el acelerador.

Cada vez que quieren explicar o justificar una desviación o apartamiento de la Fe dogmática tradicional traen a colación al Concilio Vaticano II. ¿Será pura casualidad, que por una serie de desafortunadísimas interpretaciones y juicios erróneos una lectura objetiva de los textos podría disipar como el sol que se abre paso entre nubarrones?

¿Hay algo de bueno los documentos?

He estudiado y enseñado los documentos del Concilio, algunos de ellos en muchas ocasiones. Los conozco muy bien. Como soy aficionado a los grandes libros y siempre he enseñado en colegios que siguen el programa de los Grandes Libros, mis cursos de teología suelen empezar por las Escrituras y los Padres de la Iglesia, para pasar después a la Escolástica (sobre todo Santo Tomás) y terminar por los textos del Magisterio como las encíclicas y los documentos conciliares.

En muchas ocasiones se me ha caído el alma a los pies cuando en el curso se trataba algún documento del Concilio como Lumen gentium, Sacrosanctum Concilium, Dignitatis humanae, Unitatis redintegratio, Nostra aetate o Gaudium et Spes.

Ciertamente –desde luego que sí– contienen mucho de hermoso y ortodoxo. Si se hubieran opuesto frontalmente a la doctrina católica no habrían logrado el número suficiente de votos para ser aprobados.

Con todo, no dejan de ser el resultado destartalado, inmanejable e incoherente del trabajo de comisiones que complican innecesariamente muchos temas, faltándoles la diáfana claridad que un concilio debe esforzarse por alcanzar. Basta con echar un vistazo a los textos de Trento o de los siete primeros concilios ecuménicos para encontrar magníficos ejemplos de un estilo sólidamente edificado que pone freno a las herejías en todos los puntos por donde pudiera introducirse en la medida en que los padres conciliares del momento eran capaces de hacerlo. [II]. Aparte de ello hay frases –y no son sólo unas cuantas– en que uno de pronto se pregunta: «¿Es verdad lo que estoy leyendo? Qué ocurrencia más desastrada, problemática o sospechosa de herejía» [III].

Yo también creí un tiempo, como los conservadores, que hay que aprovechar lo bueno del Concilio y desechar lo demás. Pero en su encíclica Satis cognitum, León XIII ya explicó lo errado de esta actitud:
«Los arrianos, los montanistas, los novacianos, los cuartodecimanos, los eutiquianos no abandonaron, seguramente, toda la doctrina católica, sino solamente tal o cual parte, y, sin embargo, ¿quién ignora que fueron declarados herejes y arrojados del seno de la Iglesia? Un juicio semejante ha condenado a todos los fautores de doctrinas erróneas que fueron apareciendo en las diferentes épocas de la historia. “Nada es más peligroso que esos heterodoxos que, conservando en lo demás la integridad de la doctrina, con una sola palabra, como gota de veneno, corrompen la pureza y sencillez de la fe que hemos recibido de la tradición dominical, después apostólica”».
Dicho de otro modo: lo que hace que el Concilio Vaticano II sea singularmente merecedor de repudio es la mezcla, el revoltijo de cosas grandes, buenas, indiferentes, malas, genéricas, ambiguas, problemáticas y erróneas, todo ello en grado extremo [IV].

¿Acaso no ha habido siempre problemas después de los concilios?

Sí, sin ninguna duda. A los concilios siempre ha seguido alguna controversia en mayor o menor grado. Pero lo normal era que las dificultades surgieran a pesar de la naturaleza y contenido de los documentos, no a causa de ellos. San Atanasia podía invocar una y otra vez a Nicea y enarbolarlo como ejemplo por su concisión y solidez. Los papas postridentinos podían apelar repetidamente a los cánones y decretos de Trento por lo sucinto y firme de su doctrina. Aunque este concilio generó una gran cantidad de documentos a lo largo de los años en que tuvieron lugar las sesiones (1545-1563), cada uno de ellos es un prodigio de claridad en el que no sobra una palabra.

Como mínimo, los documentos del Concilio Vaticano II fracasaron estrepitosamente en el intento de cumplir los propósitos explicados por Juan XXIII, que declaró en 1962 que quería exponer la Fe de un modo más accesible al hombre de hoy. En 1965 ya resultaba dolorosamente patente que los dieciséis documentos no serían dignos de compilarse en un libro que se pudiera entregar a cualquier laico o interesado. Se podría decir que el Concilio falló en dos aspectos: ni era una entrada accesible para el mundo moderno ni un plan sucinto de un compromiso confiable para sacerdotes y teólogos. Una cantidad excesiva de textos, demasiada verborrea y una incitación a adaptarse al mundo moderno. (O, de lo contrario, a toparse con el problema –con frase prestada de Hobbes– «del poder irresistible del dios mortal», como no tardó en descubrir monseñor Lefebvre).

Por eso el último concilio es totalmente irrecuperable. Si el proyecto de aggionarmento dio lugar a una pérdida masiva de la identidad católica, incluido lo relativo a la doctrina y la moral fundamentales, la única salida hacia adelante es enterrar honrosamente el gran símbolo y sepultarlo. Como dice Martin Mosebach, una verdadera reforma siempre es una vuelta a las formas; es decir, a una disciplina más rigurosa, una doctrina más clara y un culto más pleno. No significa ni puede representar lo contrario.

¿Hay algo de la sustancia de la Fe, alguna indiscutible ventaja, que nos perderíamos si abandonáramos el Concilio y éste no volviera a nombrarse? La Tradición católica posee inmensos recursos (que, hoy en día sobre todo, están en buena parte desaprovechados) para afrontar cualquier problema del mundo actual. Casi un cuarto de siglo ya metidos en una nueva centuria, está claro que la situación es muy diferente y que los medios que necesitamos no son los de los años sesenta.

¿Qué posibilidades futuras hay?

Desde la carta que escribió monseñor Viganò el pasado 9 de junio y lo que ha escrito después, se debate lo que supondría anular el Concilio Vaticano II.

Veo tres posibilidades teóricas para un futuro pontífice:

1. Publicar un nuevo syllabus de errores (como propuso monseñor Schneider en 2010) que identifique y condene errores frecuentes asociados con el Concilio sin aludir específicamente al mismo: «Si alguien dijere tal y cual, sea anatema». Esto dejaría abierta la medida en que los documentos del Concilio contienen errores; no obstante, bloquearía muchas interpretaciones populares del mismo.

2. Declarar que, evaluando en perspectiva el último medio siglo, es evidente que dadas las ambigüedades y dificultades del Concilio, han causado más mal que bien en la vida de la Iglesia y a partir de ahora no deben tener valor referencial como autoridad en debates teológicos. El Concilio se debe considerar un momento de la historia que ya no tiene vigencia. Una vez más, no sería necesario reconocer que los documentos contienen errores; se trataría de reconocer que ha quedado demostrado por sus frutos que no valió la pena organizar y celebrar un concilio.

3. Desautorizar o desechar determinados documentos o partes de documentos, del mismo modo que algunas partes del Concilio de Constanza nunca llegaron a reconocerse o fueron repudiadas.

La segunda y la tercera opciones parten del reconocimiento de que, caso único entre los concilios ecuménicos en toda la historia de la Iglesia, este concilio adoptó un carácter pastoral en su naturaleza y finalidad, como afirmaron tanto Juan XXIII como Pablo VI. Así resultaría relativamente fácil dejarlo atrás. A la objeción de que con todo trata inevitablemente de temas de fe y costumbres, yo respondería que en ningún momento los obispos definieron nada ni lanzaron el menor anatema. Ni siquiera en las llamadas constituciones dogmáticas se formula dogma alguno. Se trata de un concilio curiosamente expositivo y catequético, que no resuelve casi nada y causa demasiado trastorno.

En caso de que algún papa o concilio futuros llegasen a ocuparse de este embrolladísimo lío, nuestro deber de católicos sigue siendo el mismo de siempre: mantener con firmeza la fe de nuestros mayores en lo que se refiere a fórmulas normativas dignas de confianza, o sea, la lex orandi de los ritos romano y oriental, la lex credendi de los credos aprobados y el testimonio perenne del magisterio ordinario universal y la lex vivendi que nos han enseñado los santos canonizados a lo largo de los siglos antes de que llegara la era de la confusión. Esto es suficiente. Más que suficiente.

--------

[I] Aquí tienen una sinopsis.

[II] Hay que señalar que Juan XXIII había nombrado comisiones preparatorias para que elaborasen documentos breves, firmes y claros que sirvieran de material de trabajo al futuro concilio; y luego permitió que la facción del Rin de los padres conciliares desechara esos borradores sustituyéndolos por otros. La única excepción fue Sacrosanctum Concilium, obra de Bugnini, que salió adelante sin mayor dificultad.

[III] No se trata solamente de malas traducciones; las primeras de todas fueron en general muy buenas, y otras que vinieron después empobrecieron los textos.

[IV] Como reconoció el cardenal Kasper en un artículo aparecido el 12 de abril de 2013 en L’Osservatore romano, «en muchos lugares, los padres del Concilio se vieron obligados a encontrar fórmulas de transacción en las que con frecuencia la postura de la mayoría se encontraba ubicada junto a la minoría, con la idea de aislarlos. Por eso, los textos conciliares son fuente de tantos problemas y permiten que se puedan entender en un sentido o en otro».

(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)