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sábado, 8 de abril de 2023

VIERNES SANTO PASIÓN DEL SEÑOR VÍA CRUCIS COLISEO ROMA, 7 DE ABRIL DE 2023: “Voces de paz en un mundo de guerra”




DURACIÓN DEL VIDEO 1:27:29


Oración inicial

Señor Jesús, tú eres «nuestra paz» (Ef 2,14).

Antes de la Pasión dijiste: «Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo» (Jn 14,27). Señor, necesitamos tu paz, esa paz que no somos capaces de construir con nuestras propias fuerzas. Necesitamos volver a escuchar esas palabras con las que, ya resucitado, reconfortaste tres veces el corazón de los discípulos: «¡La paz esté con ustedes!» (Jn 20,19.21.26). Jesús, que por nosotros abrazas la cruz, mira nuestra tierra sedienta de paz, mientras la sangre de tus hermanos y hermanas se sigue derramando y las lágrimas de tantas madres que pierden a sus hijos en la guerra se mezclan con las lágrimas de tu santa Madre. También tú, Señor, lloraste por Jerusalén porque no había reconocido el camino de la paz (cf. Lc 19,42).

Precisamente desde la Tierra Santa se abre paso el camino de la cruz esta tarde en pos de ti. Lo recorreremos escuchando tu sufrimiento, reflejado en el de tantos hermanos y hermanas que en el mundo han sufrido y sufren la falta de paz, dejándonos interpelar profundamente por los testimonios y ecos que han llegado a los oídos y al corazón del Papa incluso durante sus visitas. Son ecos de paz que reaparecen en esta “tercera guerra mundial a pedazos”, gritos que vienen de países y zonas hoy devastados por la violencia, las injusticias y la pobreza. Todos los lugares donde se padecen conflictos, odios y persecuciones están presentes en la oración de este viernes santo.

Señor Jesús, cuando naciste los ángeles en el cielo proclamaron: «En la tierra paz a los hombres» (Lc 2,14). Ahora suben nuestras oraciones al cielo para conseguir «la paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia» (Pacem in terris, 1). Rezamos suplicando esa paz que nos has confiado y que no logramos conservar. Jesús, desde la cruz abrazas al mundo entero. Perdona nuestros errores, sana nuestros corazones, danos tu paz.


1. Jesús es condenado a muerte
(voces de paz desde Tierra Santa)

Entonces, Pilato puso en libertad a Barrabás; y a Jesús, después de haberlo hecho azotar, lo entregó para que fuera crucificado (Mt 27,26).

¿Barrabás o Jesús? Deben elegir. No es una decisión cualquiera; se trata de decidir dónde estar, qué posición tomar ante las complejas vicisitudes de la vida. La paz, que todos deseamos, no nace por sí misma, sino que espera una decisión por parte nuestra. Hoy como entonces estamos llamados continuamente a decidir entre Barrabás o Jesús: la rebelión o la mansedumbre, las armas o el testimonio, el poder humano o la fuerza silenciosa de la pequeña semilla, el poder del mundo o el del Espíritu. En Tierra Santa parece que nuestra opción sea siempre Barrabás. La violencia parece ser nuestro único lenguaje. El motor de las represalias mutuas se alimenta incesantemente del propio dolor, que a menudo se vuelve el único criterio de juicio. Justicia y perdón no logran dialogar entre sí. Vivimos juntos, sin reconocernos el uno al otro, rechazando uno la existencia del otro, condenándonos mutuamente, en un círculo vicioso sin fin y cada vez más violento. Y en este contexto cargado de odio y rencor, también nosotros estamos llamados a expresar un juicio y a tomar nuestra decisión. Y no podemos hacerlo sin mirar a ese condenado a muerte silencioso, perdedor, pero por quien hemos optado, Jesús. Cristo nos invita a no usar el criterio de Pilatos y de la multitud, sino a reconocer el sufrimiento del otro, a poner en diálogo la justicia y el perdón, y a desear la salvación para todos, también para los ladrones, también para Barrabás.

Oremos diciendo: Ilumínanos, Señor Jesús.

Cuando creemos que tenemos siempre la razón: Ilumínanos, Señor Jesús.
Cuando condenamos sin miramientos a nuestros hermanos: Ilumínanos, Señor Jesús.
Cuando cerramos los ojos ante la injusticia: Ilumínanos, Señor Jesús.
Cuando sofocamos el bien a nuestro alrededor: Ilumínanos, Señor Jesús.


2. Jesús es cargado con la cruz
(voces de paz de un migrante de África occidental)

Él llevó sobre la cruz nuestros pecados,
cargándolos en su cuerpo,
a fin de que, muertos al pecado,
vivamos para la justicia.
Gracias a sus llagas, ustedes fueron curados (1 P 2,24).

Mi vía crucis comenzó hace seis años, cuando dejé mi ciudad. Después de 13 días de viaje llegamos al desierto y lo atravesamos en 8 días, topándonos con coches quemados, bidones de agua vacíos, cadáveres de personas, hasta llegar a Libia. El que todavía debía dinero a los traficantes por la travesía fue encerrado y torturado hasta que pagó. Algunos perdieron la vida, otros la razón. Me prometieron que me pondrían en un barco rumbo a Europa, pero los viajes fueron cancelados y no recuperamos el dinero. Allí estaban en guerra y llegamos al punto de ya no prestar atención a la violencia ni a las balas perdidas. Encontré trabajo como estucador para pagar otro viaje. Finalmente subí con más de cien personas en una balsa inflable. Navegamos durante horas hasta que una embarcación italiana nos salvara. Estaba lleno de alegría, nos arrodillamos para agradecer a Dios; después descubrimos que la embarcación estaba regresando a Libia. Allí estuvimos encerrados en un centro de detención, el peor lugar del mundo. Diez meses después estaba nuevamente en una barca. La primera noche hubo marejada, cuatro cayeron al mar, logramos salvar a dos. Me dormí esperando morir. Al despertarme, vi junto a mí personas que me sonreían. Unos pescadores tunecinos pidieron ayuda, la barca atracó y unas ONG nos dieron comida, ropa y cobijo. Trabajé para pagar otro viaje. Era la sexta vez; después de tres días en el mar llegué a Malta. Permanecí en un centro durante seis meses y allí perdí la razón; cada tarde preguntaba a Dios por qué, ¿por qué hombres como nosotros deben considerarnos enemigos? Muchas personas que huyen de la guerra cargan cruces similares a la mía.

Oremos diciendo: Líbranos, Señor Jesús.

De las condenas fáciles al prójimo: Líbranos, Señor Jesús.
De los juicios precipitados: Líbranos, Señor Jesús.
De las críticas y de las palabras inútiles: Líbranos, Señor Jesús.
De las habladurías destructivas: Líbranos, Señor Jesús.


3. Jesús cae por primera vez
(voces de paz de los jóvenes de Centroamérica)

Él soportaba nuestros sufrimientos
y cargaba con nuestras dolencias,
y nosotros lo considerábamos golpeado,
herido por Dios y humillado.
Él fue traspasado por nuestras rebeldías
y triturado por nuestras iniquidades (Is 53,4-5).

Nosotros los jóvenes queremos la paz. Pero con frecuencia caemos, y la caída tiene muchos nombres: nos tiran al suelo la pereza, el miedo, el desaliento y también las promesas vacías de una vida fácil pero sucia, hecha de avidez y corrupción. Esto es lo que hace crecer las espirales del narcotráfico, de la violencia, de las dependencias y la explotación de las personas, mientras muchas familias siguen llorando la pérdida de los hijos; y la impunidad del que estafa, secuestra y mata no tiene fin. ¿Cómo obtener la paz? Jesús, tú caíste bajo el peso de la cruz, pero te pusiste en pie, tomaste nuevamente la cruz y con ella nos diste la paz. Nos impulsas a tomar las riendas de la propia vida; nos animas a tener la valentía de implicarnos; que en nuestra lengua se dice “compromiso”. Y significa decir no a muchos compromisos, a muchos falsos compromisos que matan la paz. Estamos llenos de estas componendas: no queremos violencia, pero en las redes sociales atacamos a quien no piensa como nosotros; queremos una sociedad unida, pero no nos esforzamos por entender al que tenemos a nuestro lado; peor aún, descuidamos a quien nos necesita. Señor, pon en nuestro corazón el deseo de levantar al que está caído. Como tú haces con nosotros.

Oremos diciendo: Levántanos, Señor Jesús.

De nuestras perezas: Levántanos, Señor Jesús.
De nuestras caídas: Levántanos, Señor Jesús.
De nuestras tristezas: Levántanos, Señor Jesús.
De pensar que ayudar a los demás no nos corresponde a nosotros: Levántanos, Señor Jesús.


4. Jesús se encuentra con su Madre
(voces de paz de una madre de Sudamérica)

Simeón, después de bendecirlos, dijo a María, la madre: «Este niño será causa de caída y de elevación para muchos en Israel; será signo de contradicción, y a ti misma una espada te atravesará el corazón. Así se manifestarán claramente los pensamientos íntimos de muchos» (Lc 2,34-35).

En el 2012 la explosión de una bomba puesta por los guerrilleros me destrozó una pierna. La metralla me provocó decenas de heridas en el cuerpo. De aquel momento recuerdo los gritos de la gente y la sangre por todas partes. Pero lo que más me aterrorizó fue ver a mi hija de siete meses, cubierta de sangre, con muchos trozos de vidrio incrustados en su carita. ¡Lo que debe haber sido para María ver el rostro de Jesús deformado y ensangrentado! Yo, víctima de esa violencia insensata, al principio experimenté rabia y resentimiento, pero después descubrí que si difundía odio creaba aún más violencia. Comprendí que dentro de mí y a mi alrededor había heridas más profundas que las del cuerpo. Comprendí que muchas víctimas necesitaban descubrir, tal y como lo hice yo, y a través de mí, que tampoco para ellos esto había terminado y que no se puede vivir de resentimiento. De este modo empecé a ayudarles: estudié para enseñar a prevenir los accidentes causados por los millones de minas diseminadas en nuestro territorio. Agradezco a Jesús y a su Madre por haber descubierto que enjugar las lágrimas de los demás no es tiempo perdido, sino la mejor medicina para curarse a uno mismo.

Oremos diciendo: Haz que te reconozcamos, Señor Jesús.

En el rostro desfigurado de los que sufren: Haz que te reconozcamos, Señor Jesús.
En los pequeños y en los pobres: Haz que te reconozcamos, Señor Jesús.
En quienes piden un gesto de amor: Haz que te reconozcamos, Señor Jesús.
En los perseguidos a causa de la justicia: Haz que te reconozcamos, Señor Jesús.


5. Jesús es ayudado por el Cireneo
(voces de paz de tres migrantes provenientes de África, Asia del Sur y Oriente Medio)

Cuando lo llevaban, detuvieron a un tal Simón de Cirene, que volvía del campo, y lo cargaron con la cruz, para que la llevara detrás de Jesús (Lc 23,26).

[1] Soy una persona herida por el odio. El odio, una vez experimentado, no se olvida, te cambia. El odio asume formas horribles. Lleva a un ser humano a usar una pistola no sólo para dispararle a otro, sino también para romperle los huesos mientras los demás miran. Tengo dentro un vacío de amor que hace que me sienta una carga inútil. ¿Habrá un cireneo para mí? [2] Mi vida está en camino. Escapé de las bombas, de los cuchillos, del hambre y del dolor. Fui empujado a un camión, escondido en baúles, arrojado en barcas inseguras. Y, sin embargo, mi viaje continuó para poder alcanzar un lugar seguro, que ofrezca libertad y oportunidades; donde pueda dar y recibir amor, practicar mi fe; donde esperar sea real. ¿Habrá un cireneo para mí? [3] A menudo me preguntan: ¿Quién eres? ¿Por qué estás aquí? ¿Cuál es tu estatus? ¿Esperas quedarte? ¿Adónde irás? No son preguntas que quieran herir, pero hieren. Hacen que lo que espero ser se reduzca a una marca sobre las casillas de un módulo; debo elegir entre extranjero, víctima, solicitante de asilo, refugiado, migrante, otro; pero lo que quisiera escribir es persona, hermano, amigo, creyente, prójimo. ¿Habrá un cireneo para mí?

Oremos diciendo: Perdónanos, Señor Jesús.

Te hemos despreciado en los desafortunados: Perdónanos, Señor Jesús.
Te hemos ignorado en quienes necesitaban ayuda: Perdónanos, Señor Jesús.
Te hemos abandonado en los indefensos: Perdónanos, Señor Jesús.
No te hemos servido en los que sufren: Perdónanos, Señor Jesús.


6. La Verónica enjuga el rostro de Jesús
(voces de paz de un sacerdote religioso de la Península Balcánica)

«Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver» (Mt 25,34-36).

Cuando llegó la guerra, tenía cuarenta años y era párroco. Unos agentes armados entraron en la casa parroquial y me llevaron a un campo donde transcurrí cuatro meses. Fueron terribles: privados de las mínimas condiciones higiénicas, sufríamos hambre y sed, sin poder bañarnos ni afeitarnos; éramos maltratados físicamente, golpeados y torturados con diversos objetos. Me llevaban fuera, hasta cinco veces al día, sobre todo de noche, llamándome párroco y golpeándome. Además, me rompieron tres costillas y me amenazaron con arrancarme las uñas, ponerme sal en las heridas y desollarme vivo. Una vez fue tan difícil resistir que supliqué al guardia que acabara con mi vida, convencido de que lo haría de todos modos. El guardia me respondió: “No morirás tan fácilmente, por ti recibiremos ciento cincuenta de los nuestros”. Esas palabras reavivaron en mí la esperanza de sobrevivir. Pero no hubiera sido capaz de soportar todo ese mal yo solo, sin Dios. La oración, repetida en el corazón, hizo maravillas. Y la Providencia llegó, bajo forma de ayuda y comida, a través de una mujer musulmana, Fátima, que logró llegar hasta mí abriéndose paso en medio del odio. Fue para mí como la Verónica para Jesús. Ahora, y hasta el final de mis días, doy testimonio de los horrores de la guerra y grito: ¡Nunca más la guerra!

Oremos diciendo: Danos tu mirada, Señor Jesús.

Para amar a quien no es amado: Danos tu mirada, Señor Jesús.
Para socorrer a quien se ha perdido en el camino: Danos tu mirada, Señor Jesús.
Para cuidar de quien sufre a causa de la violencia: Danos tu mirada, Señor Jesús.
Para acoger a quien se arrepiente del mal cometido: Danos tu mirada, Señor Jesús.


7. Jesús cae por segunda vez
(voces de paz de dos adolescentes del norte de África)

«Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?». Y el Rey les responderá: «Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,37-40).

[1] Me llamo Joseph, tengo dieciséis años. Llegué al campo para desplazados con mis padres en el 2015 y vivo allí desde hace más de ocho años. Si hubiera habido paz, me habría quedado en mi casa, donde nací, y habría disfrutado mi infancia. Aquí la vida no es bella. Tengo miedo del futuro, por mí y por los demás chicos. ¿Por qué sufrimos en el campo para desplazados? A causa de los conflictos que está atravesando mi país, flagelado por la guerra desde que existe. Sin paz no lograremos levantarnos. Una y otra vez se promete la paz, pero volvemos a caer bajo el peso de la guerra, nuestra cruz. Agradezco a Dios, que como un padre nos levanta, y a tantas personas generosas que quizá nunca conoceré y que, al ayudarnos, nos permiten sobrevivir. [2] Yo soy Johnson y desde el 2014 vivo en otro campo para desplazados, bloque B, sector 2. Tengo catorce años y curso el tercer grado de primaria. Aquí la vida no es buena, muchos niños no van a la escuela porque no hay maestros ni escuelas para todos, el lugar es demasiado pequeño y está lleno, ni siquiera hay espacio para jugar al fútbol. Queremos la paz para volver a casa. La paz está bien, la guerra está mal. Quisiera decirlo a los líderes del mundo. Y a todos los amigos les pido que recen por la paz.

Oremos diciendo: Haznos fuertes, Señor Jesús.

En la hora de la prueba: Haznos fuertes, Señor Jesús.
En el esfuerzo por construir puentes de fraternidad: Haznos fuertes, Señor Jesús.
Al cargar nuestra cruz: Haznos fuertes, Señor Jesús.
Al dar testimonio del Evangelio: Haznos fuertes, Señor Jesús.


8. Jesús se encuentra con las mujeres de Jerusalén
(voces de paz desde el sudeste asiático)

Lo seguían muchos del pueblo y un buen número de mujeres, que se golpeaban el pecho y se lamentaban por él (Lc 23,27).

Jesús, cargas con tu cruz. Y pienso que también mi país carga con su cruz. Somos un pueblo que ama la paz, pero estamos aplastados por la cruz del conflicto; por la violencia, los desplazamientos internos, los ataques a los lugares de culto. Es una carga pesada, Jesús, que arrastramos en un vía crucis que parece interminable. Las lágrimas de nuestras madres se derraman por el hambre de sus hijos. Y, como ellas, tampoco yo tengo muchas palabras para rezar, pero sí muchas lágrimas que ofrecer. Señor, el cortejo que te conducía al Calvario era tremendo, pero entre la multitud embrutecida por el mal se abrieron camino unas mujeres que lloraban. Ellas te dieron fuerza. Eran madres que no veían en ti a un condenado, sino a un hijo. También de entre nosotros salió una mujer de la multitud, convertida en madre espiritual para muchos, que en defensa de su gente se arrodilló frente al poder desplegado por las armas y, dispuesta a dar su vida, pidió con mansedumbre la paz y la reconciliación. Jesús, ahora como entonces, en la confusión macabra del odio nace la danza de la paz. Y nosotros, cristianos, queremos ser instrumentos de paz. Conviértenos a ti, Jesús, y fortalécenos, porque sólo tú eres nuestra fuerza.

Oremos diciendo: Conviértenos, Señor Jesús.

Del comercio de armas sin escrúpulos de conciencia: Conviértenos, Señor Jesús.
Del invertir dinero en armamento en vez de en alimentos: Conviértenos, Señor Jesús.
De la esclavitud del dinero que provoca guerras e injusticias: Conviértenos, Señor Jesús.
Para que las lanzas se transformen en podaderas: Conviértenos, Señor Jesús.


9. Jesús cae por tercera vez
(voces de paz de una consagrada de África central)

Les aseguro que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que tiene apego a su vida la perderá; y el que no está apegado a su vida en este mundo, la conservará para la Vida eterna (Jn 12,24-25).

El 5 de diciembre de 2013, a las cinco de la mañana, me despertaron las armas. Los rebeldes estaban invadiendo la capital. Muchos corrían e intentaban esconderse, pero bastaba cruzarse con una bala perdida para morir. Fue el comienzo de sufrimientos indescriptibles: asesinatos, pérdida de familiares, amigos y compañeros. Mi hermana desapareció y ya no regresó nunca, lo que causó graves traumas a mi padre, que nos dejó algunos años después, como resultado de una breve enfermedad. Yo seguía llorando. En ese valle de lágrimas y de “por qué” pensé en Jesús. También Él cayó bajo el peso de la violencia, hasta llegar a decir en la cruz: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Unía mis “por qué” a los suyos y dentro de mí se generó una respuesta: ama como Jesús te ama. Se hizo la luz en medio de la oscuridad. Comprendí que debía obtener la fuerza para amar. Desde entonces, cada vez que hay un mínimo de calma, voy a Misa. Para llegar a la parroquia tengo que recorrer un largo camino y cruzar al menos tres barricadas de rebeldes. Pero, Misa tras Misa, ha crecido en mí una certeza: aunque haya perdido prácticamente todo, incluso la casa donde crecí, todo pasa menos Dios. Esto me ha aliviado y con algunos amigos hemos comenzado a reunir niños, que jugaban a ser soldados, para intentar transmitirles, a ellos que son el futuro, los valores evangélicos de la ayuda mutua, el perdón y la honestidad, para que el sueño de la paz se vuelva realidad.

Oremos diciendo: Sánanos, Señor Jesús.

Del miedo de no ser amados: Sánanos, Señor Jesús.
Del miedo de no ser comprendidos: Sánanos, Señor Jesús.
Del miedo de ser olvidados: Sánanos, Señor Jesús.
Del miedo de no poder más: Sánanos, Señor Jesús.


10. Jesús es despojado de sus vestiduras
(voces de paz de los jóvenes de Ucrania y Rusia)

Después lo crucificaron. Los soldados se repartieron sus vestiduras, sorteándolas para ver qué le tocaba a cada uno. Así se cumplió la Escritura que dice: Se repartieron mis vestiduras y sortearon mi túnica (Mc 15,24; Jn 19,24).

[1] El año pasado, mi padre y mi madre nos prepararon a mí y a mi hermano más pequeño para llevarnos a Italia, donde nuestra abuela trabaja desde hace más de veinte años. Partimos de Mariúpol durante la noche. En la frontera los soldados detuvieron a mi padre y le dijeron que debía permanecer en Ucrania para combatir. Nosotros seguimos adelante en autobús dos días más. Al llegar a Italia yo estaba triste. Sentí que me despojaban de todo; que estaba completamente desnudo. No conocía la lengua y no tenía ningún amigo. La abuela se esforzaba por hacerme sentir afortunado, pero yo no hacía más que decir que quería volver a casa. Finalmente, mi familia decidió volver a Ucrania. Aquí la situación sigue siendo difícil, hay guerra por todas partes, la ciudad está destruida. Pero en el corazón me quedó esa certeza de la que me hablaba la abuela cuando yo lloraba: “Verás que todo pasará. Y con la ayuda del buen Dios volverá la paz”. [2] Yo, en cambio, soy un joven ruso. Al decirlo experimento casi un sentimiento de culpa, pero al mismo tiempo no entiendo por qué y me siento doblemente mal. Despojado de la felicidad y de los sueños para el futuro. Hace dos años que veo llorar a mi abuela y a mi madre. Una carta nos comunicó que mi hermano mayor había muerto. Lo recuerdo todavía el día en que cumplió dieciocho años, sonriente y brillante como el sol, y todo eso sólo algunas semanas antes de partir a un largo viaje. Todos nos decían que debíamos estar orgullosos, pero en casa sólo había sufrimiento y tristeza. Lo mismo pasó con mi padre y mi abuelo; también partieron y no sabemos nada de ellos. Uno de mis compañeros de la escuela, con mucho miedo, me dijo al oído que hay guerra. Al volver a casa escribí una oración: Jesús, por favor, haz que haya paz en todo el mundo y que todos podamos ser hermanos.

Oremos diciendo: Purifícanos, Señor Jesús.

Del resentimiento y el rencor: Purifícanos, Señor Jesús.
De las palabras y las reacciones violentas: Purifícanos, Señor Jesús.
De las actitudes que provocan división: Purifícanos, Señor Jesús.
Del deseo de sobresalir, humillando a los otros: Purifícanos, Señor Jesús.


11. Jesús es clavado en la cruz
(voces de paz de un joven del Cercano Oriente)

Con él crucificaron a dos ladrones, uno a su derecha y el otro a su izquierda. […] Los que pasaban lo insultaban, movían la cabeza y decían: «¡Eh, tú, que destruyes el Templo y en tres días lo vuelves a edificar, sálvate a ti mismo y baja de la cruz!» (Mc 15,27-30).

En el 2012, unos grupos de extremistas armados irrumpieron en nuestro barrio, matando con ráfagas de ametralladoras a quienes estaban en los balcones y en los departamentos. Tenía nueve años. Recuerdo la angustia de mi madre y mi padre; esa tarde nos encontramos abrazados y en oración, conscientes de que estábamos ante una nueva y durísima realidad. La guerra se volvía cada día más horrible. Durante largos periodos faltaba la luz y el agua, y en todas partes se excavaron pozos. La comida era un problema cotidiano. En el 2014, mientras estábamos en el balcón, una bomba explotó frente a nuestra casa, lanzándonos hacia el interior y cubriéndonos de vidrios y astillas. Pocos meses después, otra bomba alcanzó la habitación de mis padres, que se salvaron por milagro y decidieron, muy a su pesar, dejar el país. Comenzó otro calvario porque, después de dos intentos de obtener un visado, no nos quedó más que embarcarnos. Arriesgamos la vida, permanecimos sobre una roca esperando el amanecer y una nave de la guardia costera. Habiendo sido salvados, los habitantes del lugar nos acogieron con los brazos abiertos, comprendiendo nuestras dificultades. La guerra ha sido la cruz de nuestra vida. La guerra mata la esperanza. En nuestro país, más aún después de los terribles desastres naturales, muchas familias, niños y ancianos viven sin esperanza. En el nombre de Jesús, que abrió los brazos en la cruz, ¡tiendan la mano a mi pueblo!

Oremos diciendo: Sánanos, Señor Jesús.

De la incapacidad de dialogar: Sánanos, Señor Jesús.
De la desconfianza y la sospecha: Sánanos, Señor Jesús.
De la impaciencia y la prisa: Sánanos, Señor Jesús.
De la cerrazón y el aislamiento: Sánanos, Señor Jesús.


12. Jesús muere perdonando a sus verdugos
(voces de paz de una madre de Asia Occidental)

Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». […] Era alrededor del mediodía. El sol se eclipsó y la oscuridad cubrió toda la tierra hasta las tres de la tarde. El velo del Templo se rasgó por el medio. Jesús, con un grito, exclamó: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Y diciendo esto, expiró (Lc 23,34.44-46).

El 6 de agosto de 2014 la ciudad fue despertada por las bombas. Los terroristas estaban en las puertas. Tres semanas antes habían invadido las ciudades y las aldeas vecinas, tratándolas con crueldad. Por eso huimos, pero pocos días después regresamos a casa. Una mañana, mientras estábamos atareados y los niños jugaban delante de las casas, resonó en el aire un proyectil de mortero. Salí corriendo. Ya no se sentían las voces de los niños, pero aumentaban los gritos de los adultos. Mi hijo, su primo y una joven vecina, que se estaba preparando para el matrimonio, habían sido alcanzados; estaban muertos. La muerte de estos tres ángeles nos impulsó a escapar. Si no hubiese sido por ellos, permaneciendo en la ciudad hubiéramos caído inevitablemente en las manos de los terroristas. No es fácil aceptar esta realidad. Con todo, la fe me ayuda a esperar, porque me recuerda que los muertos están en los brazos de Jesús. Y nosotros, que sobrevivimos, intentamos perdonar al agresor, porque Jesús perdonó a sus verdugos. En nuestras muertes creemos en Ti, Señor de la vida. Queremos seguirte y testimoniar que tu amor es más fuerte que todo.

Oremos diciendo: Enséñanos, Señor Jesús.

A amar, como tú nos has amado: Enséñanos, Señor Jesús.
A perdonar, como tú nos has perdonado: Enséñanos, Señor Jesús.
A dar el primer paso para reconciliarnos: Enséñanos, Señor Jesús.
A hacer el bien sin exigir nada a cambio: Enséñanos, Señor Jesús.


13. Jesús es depuesto de la cruz
(voces de paz de una religiosa de África Oriental)

¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? ¿Las tribulaciones, las angustias, la persecución, el hambre, la desnudez, los peligros, la espada? […] Pero en todo esto obtenemos una amplia victoria, gracias a aquel que nos amó (Rm 8,35.37).

Era el 7 de septiembre de 2022, día en el que en nuestro país recordamos el Acuerdo con el que finalmente se reconoció a nuestro pueblo el derecho a la plena independencia, cuando repentinamente sucedió algo que hizo añicos nuestra alegría: una hermana, que desde siempre había sido misionera en nuestras tierras, fue asesinada. Los terroristas habían entrado en casa y le quitaron la vida sin piedad. El día de la victoria de convirtió en derrota; el miedo y la incertidumbre inundaron nuestros corazones. La experiencia de centenares de familias que vieron la trágica muerte de sus seres queridos volvió a hacerse realidad; entre nuestros brazos yacía el cuerpo sin vida de nuestra hermana. No es fácil presenciar la muerte violenta de un familiar, de un amigo, de un vecino, como no es fácil ver que la propia casa y los propios bienes se reducen a cenizas y el futuro se vuelve oscuro. Pero esta es la vida de mi pueblo, es mi vida. Por eso, como nos ha sido testimoniado y como aprendemos en la escuela de la Virgen de Nazaret, que acogió entre sus brazos a Jesús exánime y lo contempló con un amor iluminado por la fe, es necesario no dejar de encontrar la valentía de soñar un futuro de esperanza, paz y reconciliación. Porque el amor de Cristo resucitado ha sido derramado en nuestros corazones, porque Él es nuestra paz, Él es nuestra verdadera victoria. Y nada nos separará jamás de su amor.

Oremos diciendo: Ten piedad de nosotros, Señor Jesús.

Buen Pastor, que das la vida por tu rebaño: Ten piedad de nosotros, Señor Jesús.
Tú que muriendo has destruido la muerte: Ten piedad de nosotros, Señor Jesús.
Tú que del corazón traspasado has hecho brotar la Vida: Ten piedad de nosotros, Señor Jesús.
Tú que desde el sepulcro iluminas la historia: Ten piedad de nosotros, Señor Jesús.


14. Jesús es colocado en el sepulcro
(voces de paz de mujeres jóvenes del sur de África)

Después de esto, José de Arimatea […] pidió autorización a Pilato para retirar el cuerpo de Jesús. Pilato se la concedió, y él fue a retirarlo. Fue también Nicodemo […] y trajo una mezcla de mirra y áloe, que pesaba unos treinta kilos. Tomaron entonces el cuerpo de Jesús y lo envolvieron con vendas, agregándole la mezcla de perfumes (Jn 19,38-40).

Era un viernes por la tarde, cuando los rebeldes irrumpieron en nuestra aldea, tomaron como rehenes a todos los que pudieron, deportaron a quienes encontraron y nos cargaron con cuanto habían saqueado. Durante el trayecto mataron a muchos hombres con proyectiles y cuchillos. Llevaron a las mujeres a un parque. Cada día éramos maltratadas en el cuerpo y en el alma. Despojadas de la ropa y de la dignidad, vivíamos desnudas para que no escapásemos. Por pura gracia un día, cuando nos mandaron a buscar agua al río, conseguí huir. Todavía hoy nuestra provincia es un lugar de lágrimas y de dolor. Cuando el Papa vino a nuestro continente, pusimos a los pies de la cruz de Jesús la ropa de los hombres armados, que todavía nos dan miedo. En el nombre de Jesús los perdonamos por todo lo que nos hicieron. Pedimos al Señor la gracia de una convivencia pacífica y humana. Sabemos y creemos que el sepulcro no es la última morada, sino que todos estamos llamados a una vida nueva en la Jerusalén celestial.

Oremos diciendo: Guárdanos, Señor Jesús.

En la esperanza que no defrauda: Guárdanos, Señor Jesús.
En la luz que no se apaga: Guárdanos, Señor Jesús.
En el perdón que renueva el corazón: Guárdanos, Señor Jesús.
En la paz que nos hace bienaventurados: Guárdanos, Señor Jesús.

Oración final
(“14 gracias”)

Señor Jesús, Palabra eterna del Padre, por nosotros te has hecho silencio. Y en el silencio que nos guía hacia tu sepulcro hay aún una palabra que queremos decirte pensando en el itinerario del vía crucis que recorrimos contigo: gracias.

Gracias, Señor Jesús, por la mansedumbre que confunde a la prepotencia.

Gracias, por la valentía con la que has abrazado la cruz.

Gracias, por la paz que brota de tus heridas.

Gracias, por habernos dado a tu santa Madre como Madre nuestra.

Gracias, por el amor que mostraste ante la traición.

Gracias, por haber cambiado las lágrimas en una sonrisa.

Gracias, por haber amado a todos sin excluir a nadie.

Gracias, por la esperanza que infundes en la hora de la prueba.

Gracias, por la misericordia que sana las miserias.

Gracias, por haberte despojado de todo para enriquecernos.

Gracias, por haber transformado la cruz en árbol de vida.

Gracias, por el perdón que has ofrecido a tus verdugos.

Gracias, por haber vencido a la muerte.

Gracias, Señor Jesús, por la luz que has encendido en nuestras noches y, reconciliando toda división, nos ha hecho a todos hermanos, hijos del mismo Padre que está en los cielos.

Pater noster