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miércoles, 8 de mayo de 2019

Monseñor Argüello lamenta que se pongan barreras en las fronteras (Carlos Esteban)

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El secretario general de la Conferencia Episcopal Española, monseñor Luis Argüello, ha denunciado que España ponga “barreras, muros y alambradas a los inmigrantes con lo importante que es acoger al que viene”.

Es singular que, en dos mil años, la jerarquía eclesiástica no hubiera caído en la cuenta de que las fronteras son un mal e incluso Papas y teólogos, cada vez que han tenido que tratar este tema en absoluto central a nuestra fe, se hayan decantado por reafirmar el derecho de los Estados a guardar sus puertas y decidir quién entra y quién no.

Es singular, digo, este despiste bimilenario porque, de oír y leer a nuestros clérigos hoy se diría que es el eje mismo del mensaje cristiano, este de adoptar la postura más radical y extrema imaginable sobre política migratoria.

Da un poco de vergüenza ajena observar cómo, en un momento en el que el propio Santo Padre insiste tanto en la sinodalidad, la colegialidad y la descentralización del poder eclesial, la clerecía caiga como nunca en un servil ‘corta y pega’ de las obsesiones personales y más que cuestionables del Papa, manteniendo incluso las formas y metáforas, como si todos quisieran ser pequeños Franciscos y les aburriera ya predicar el mensaje salvífico de Cristo.

Ha estado el secretario general de la Conferencia Episcopal Española, monseñor Luis Argüello, en La Tarde de la COPE, su casa al fin, donde ha lamentado que mientras hablamos de la España vaciada pongamos “barreras, muros y alambradas a los inmigrantes con lo importante que es acoger al que viene”.

Quiero pensar que Argüello ha hablado con prisa y sin pensar mucho lo que pensaba, una dolencia común en nuestra jerarquía, repitiendo servilmente consignas mil veces repetidas en los últimos meses. Porque no queremos concluir, en contrario, que Argüello crea que tiene algún sentido una frontera que no tenga algún tipo de dispositivo para que no entre sin control todo el que quiera. Estamos por apostar que monseñor ha dado a menudo gracias a Dios de ese gran invento, la puerta, al menos cuando se trata de su propia casa. Lo contrario sería de un nivel de ingenuidad que rozaría con la estupidez más alarmante.

Nadie se corta con una alambrada si no tiene intención de asaltar ilegalmente un terreno, ya sea un simple solar o un país; no hay nada ofensivo en una alarma doméstica para quien no planee robar la casa u okuparla. Acoger al emigrante es algo tan bonito como dar posada al peregrino, algo que, para que tenga mérito, debe ser libre y no impuesto al anfitrión, así como debe ser moderado para que la casa no quede arruinada para todos, huéspedes y propietarios por igual.

Si Argüello es partidario de que no existan fronteras -que es exactamente lo mismo, idéntico, que proponer que no haya países soberanos-, que lo diga tal cual y observe lo radical y extremista que resulta, lo ajeno al pensamiento de la cristiandad a lo largo de dos milenios y de un mínimo de conocimiento de la naturaleza humana y las realidades geopolíticas. Porque si no es así, si no es partidario de expediente tan utópico, que al menos no nos tome por idiotas y entienda que, si hay fronteras, deben tener barreras y, cuando son frecuentemente violadas, alambradas y muros.

Carlos Esteban