Lo que temíamos desde el principio empieza a confirmarse. León XIV no es la ruptura con el pontificado de Francisco, ni mucho menos un regreso a la claridad doctrinal y litúrgica que anhelábamos. Es la consolidación, la digestión, el paso hegeliano que convierte en “normal” lo que ayer todavía era discutido.
Desde el inicio se veía venir: un Papa discreto, con muceta, sin estridencias, con un aire mariano que parece devolver normalidad. Pero debajo de la superficie, el guion está claro: consolidar el terreno conquistado y esperar a la siguiente pantalla. Lo advertíamos: si hubiese salido un Papa idéntico a Francisco en formas, el rechazo habría sido inmediato. Así que nos presentan a un sucesor aparentemente tranquilo, que se refugia en símbolos de continuidad con la tradición, mientras en la entrevista con Elise Ann Allen deja claro que juega con las reglas de la ventana de Overton: nada de retrocesos, calma forzada, pero con el punto de partida de Fiducia supplicans ya asumido.
Y lo dice sin rodeos: eso es lo dado, eso es lo heredado, eso no se toca porque es lo mínimo aceptado. A partir de ahí, todo es esperar. Esperar a que los que resisten envejezcan y desaparezcan. Esperar a que la polarización baje cuando mueran Sarah, Burke, Müller, Schneider. Esperar a que el tiempo allane el camino.
¿Alguien se sorprende? Era evidente. León XIV fue traído a Roma por Bergoglio para ser prefecto de los obispos. Nadie llega a ese puesto sin un aval personalísimo del Papa reinante. Creer que ese hombre, colocado por Francisco en el corazón de la maquinaria de nombramientos episcopales, iba a ser el restaurador era engañarse. Nos pensábamos que se la habíamos colado. La realidad es otra: en el cónclave, a alguien le metieron un gol. Y el gol nos lo metieron a nosotros.
Este Papa habla de unidad, de evitar la polarización. Pero, ¿a costa de qué? Lo que llama “unidad” no es sino domesticación. Una Iglesia que se resigna a vivir con Fiducia supplicans como punto de partida. Una Iglesia en la que los experimentos alemanes y belgas se critican con la boca pequeña, pero se toleran en la práctica. Una Iglesia en la que se cita a Francisco como autoridad, para decir “no haré más de lo que él hizo”… pero también “no desharé nada de lo que él dejó establecido”.
La táctica es transparente: conservar lo conquistado y normalizarlo. Consolidar en silencio, sin estridencias, envolviendo todo en un tono piadoso y mariano. Hegel aplicado a la eclesiología: tesis, antítesis, síntesis. Lo radical de ayer se convierte en lo aceptado de hoy, y el campo queda preparado para la radicalidad de mañana.
Lo grave es que muchos, quizá demasiados, querían autoengañarse. Se agarraban al gesto de la muceta, al rosario en la mano, a la frase piadosa. Pero la entrevista lo desnuda: León XIV es continuidad pura, sin retrocesos, sin desandar nada. No hay marcha atrás.
Por eso, este pontificado no será un paréntesis, sino el paso lógico en la domesticación de la Iglesia. No es el hacha que arranca de cuajo la tradición, pero sí el cemento que fija el corte ya hecho. Y lo más doloroso es reconocer que lo sabíamos. Que la evidencia estaba ahí. Que no hay traición, sino ingenuidad de nuestra parte.
El cónclave no nos dio un Papa que “no sería tan malo”. El cónclave nos dio la continuación de Francisco, disfrazada de calma. Y ahora lo único claro es que estamos en la siguiente fase del plan.
Carlos Balén
NOTA: Tengo la esperanza de que el autor de este artículo esté equivocado. Porque el problema es grave. Es de gran interés leer el artículo de Bruno Moreno de Infocatólica, titulado ¿En un futuro próximo?