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sábado, 12 de diciembre de 2015

La Basílica de san Pedro, profanada (Roberto de Mattei)


Artículo original pinchando aquí


La imagen que quedará asociada a la apertura del Jubileo extraordinario de la Misericordia no será la ceremonia antitriunfalista celebrada por Francisco en la mañana del 8 de diciembre, sino el atronador espectáculo Fiat lux: iluminación de nuestra casa común, que puso fin a la jornada inundando de luces y sonidos la fachada y la cúpula de San Pedro.

A lo largo de la función patrocinada por el Grupo del Banco Mundial, imágenes de leones, tigres y leopardos de proporciones gigantescas se sobreponían a la fachada de San Pedro, que se eleva precisamente sobre las ruinas del circo de Nerón, donde las fieras devoraban a los cristianos. El juego de luces daba la impresión de que la basílica se ponía boca abajo, se disolvía y se sumergía. Sobre la fachada pasaban peces-payaso y tortugas marinas, poco menos que haciendo pensar en la licuefacción de las estructuras de la Iglesia, desprovista de todo elemento que pudiera aportarle solidez. Un enorme búho y extraños animales aéreos sobrevolaban en torno a la cúpula, y monjes budistas pasaban caminando como dando a entender que hay un camino de salvación alternativo al Cristianismo. En ningún momento apareció símbolo religioso alguno ni la menor alusión al Cristianismo; la Iglesia cedía el paso a la naturaleza soberana.

Andrea Tornielli ha escrito que no hay que escandalizarse porque, como documenta el historiador del arte Sandro Barbagallo en su libro Gli animali nell’arte religiosa. La Basilica di San Pietro (Libreria Editrice Vaticana, 2008), a lo largo de los siglos han sido muchos los artistas que han representado una fauna exuberante en torno al sepulcro de San Pedro. Pero si la basílica de San Pedro es un zoo sagrado, como la define con irreverencia el autor de la mencionada obra, no es porque los animales representados en la basílica estén recluidos en un recinto sagrado, sino porque es sagrado, es decir, ordenado a un fin trascendente, el significado que atribuye el arte a dichos animales.

Efectivamente, en el Cristianismo los animales no se divinizan. Se los valora por su fin, que consiste en que están destinados por Dios al servicio del hombre. Dice el Salmista: «Le diste [al hombre] poder sobre las obras de tus manos, y todos lo pusiste bajo sus pies: las ovejas y los bueyes todos, y aun las bestias salvajes, las aves del cielo y los peces del mar» (Sal. 8, 7-9). Dios ha situado al hombre al vértice de lo creado, como rey de la creación, y todo debe estar ordenado a él para que a su vez lo ordene todo a Dios como representante del universo (Gen 1, 26-27). El fin último del universo es Dios, pero el fin inmediato del universo físico es el hombre. «En cierto modo, nosotros también somos el fin de todas las cosas», afirma santo Tomás (IISent., d. 1, q. 2, a. 4, sed contra), porque «Dios lo ha creado todo para el hombre» (Super Symb. Apostolorum, art. 1).

Por otra parte, la simbología cristiana atribuye a los animales un significado emblemático. Al Cristianismo no le preocupa la extinción de animales ni el bienestar de éstos, sino el sentido último y profundo de su presencia. El león es símbolo de la fuerza y el cordero de la benignidad, para recordarnos la existencia de la virtud y las diversas perfecciones, que sólo Dios posee por entero. En la Tierra, una gama prodigiosa de seres creados desde la materia inorgánica hasta el hombre posee una esencia y una perfección íntima que se expresa mediante el lenguaje de los símbolos.

El ecologismo se presenta como una cosmovisión que trastorna esta escala jerárquica, eliminando a Dios y destronando al hombre. Este último es puesto en pie de plena igualdad con la naturaleza en una relación de interdependencia no sólo con los animales, sino incluso con los componentes inanimados del medio ambiente: montañas, ríos, mares, paisajes, cadenas alimentarias, ecosistemas … Esta cosmovisión tiene por objeto borrar toda línea divisoria entre el hombre y el mundo. La Tierra forma junto con su biosfera una especie de entidad cósmica geoecológica unitaria. Se vuelve algo más que una «casa común»: representa una divinidad.

Hace cincuenta años, cuando se clausuró el Concilio Vaticano II, el tema dominante en aquellos momentos históricos se manifestaba como cierto «culto al hombre», contenido en la fórmula del «humanismo integral» de Jacques Maritain. El libro de dicho título del filósofo francés se publicó en 1936, pero su mayor influencia la tuvo ante todo cuando un entusiasta lector de su obra, Giovanni Battista Montini, una vez elegido Papa con el nombre de Paulo VI, quiso hacer de ella la brújula de su pontificado. En la homilía de la Misa del 7 de diciembre de 1965, recordó que en el Concilio Vaticano II había tenido lugar el encuentro entre «la religión de Dios hecho hombre» y la «religión (porque eso es precisamente) del hombre hecho Dios».

Cincuenta años después, asistimos al paso del humanismo integral a la ecología integral; de la Carta internacional de los derechos humanos a la de los derechos de la naturaleza. En el siglo XVI, el humanismo había rechazado la civilización cristiana medieval en nombre del antropocentrismo. La tentativa de construir la Ciudad del Hombre sobre las ruinas de la de Dios fracasó trágicamente en el siglo XX, y de nada valieron los intentos de cristianizar el antropocentrismo con el nombre de humanismo integral. La religión del hombre es sustituida por la de la Tierra: al antropocentrismo, criticado por sus desviaciones, lo reemplaza una nueva cosmovisión ecocéntrica. La ideología de género, que disuelve toda identidad y toda esencia, se inserta en esta perspectiva panteísta e igualitaria.

Se trata de un concepto radicalmente evolucionista que coincide en buena parte con el de Teilhard de Chardin. Dios es la «autoconciencia» del universo que evolucionando se vuelve consciente de la propia evolución. No es casual la cita de Teilhard en el párrafo 83 de Laudato sì, la encíclica del papa Francisco en la que filósofos como Enrico Maria Radaelli y Arnaldo Xavier da Silveira han destacado puntos que discrepan de la Tradición católica. Y el espectáculo Fiat Lux se ha representado como un manifiesto ecologista que tiene por objeto expresar en imágenes la encíclica Laudato Si.

En el diario Libero, Antonio Socci, la ha definido como «una puesta en escena gnóstica y neopagana con un inequívoco mensaje ideológico anticristiano», y señala que «en San Pedro han preferido que, en la fiesta de la Inmaculada Concepción, en vez de celebrar a la Madre de Dios se celebre a la Madre Tierra, a fin de propagar la ideología dominante, la de la “religión del clima y la ecología”, la religión neopagana y neomalthusiana, respaldada por los poderes fácticos del mundo. Es una profanación espiritual (y también porque ese lugar, no lo olvidemos, es un lugar de martirio cristiano)».

«Por tanto -ha escrito por su parte Alessandro Gnocchi en Riscossa Cristiana– no ha sido el Estado Islámico quien ha profanado el corazón de la Cristiandad, ni los extremistas del credo laico los que se han burlado de la fe católica, ni los artistas blasfemos y coprolálicos a los que ya estamos acostumbrados los que han ultrajado la fe de tantos cristianos. No había necesidad de registrar a los visitantes y hacerlos pasar por el detector de metales a fin de impedir el ingreso de los vándalos a la ciudadela de Dios: ya habían penetrado en la fortaleza y activado la bomba multicolor ante la televisión mundial a salvo desde la sala de control».

Los fotógrafos, ilustradores y publicistas que han realizado Fiat Lux saben lo que representa la basílica de San Pedro para los católicos, la imagen material del Cuerpo Místico de Cristo que es la Iglesia. Los juegos lumínicos proyectados sobre la basílica tenían una intención simbólica, antitética de lo que representan todas las luminarias, las lámparas y el fuego, que han transmitido a lo largo de los siglos el significado de la luz divina. Esa luz se apagó el 8 de diciembre. Entre las imágenes y luces proyectadas sobre la basílica faltaban las de Nuestro Señor y la Inmaculada, cuya fiesta se celebraba ese día. La Plaza de San Pedro estaba inmersa en la falsa luz que porta el ángel rebelde, Lucifer, príncipe de este mundo y de las tinieblas.

Decir luz divina no es una metáfora, sino una realidad, como son también reales las tinieblas que envuelven actualmente al mundo. Y en estas vísperas de la Navidad, la humanidad espera el momento en que la noche se iluminará como el día «nox sicut dies illuminabitur» (Salmo 11) y se cumplirán las promesas que hizo la Inmaculada en Fátima.

Roberto de Mattei