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martes, 22 de enero de 2019

NOTICIAS VARIAS 22 de enero de 2019



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Vaticano miente de nuevo: dice que no sabía “nada” a pesar de las fotos devastadoras





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lunes, 21 de enero de 2019

Recordatorios para la cumbre sobre los abusos. Para Francisco, los pecados “bajo la cintura” son “los más leves” (Sandro Magister)



> Todos los artículos de Settimo Cielo en español

*

La novedad que más sorprende, en el viaje que el papa Francisco se apresta a hacer a Panamá para la Jornada Mundial de la Juventud, es que ha querido tener en el séquito, entre sus acompañantes oficiales, al francés Dominique Wolton (en la foto), que no es un eclesiástico y ni siquiera es católico, sino un teórico de la comunicación, director de investigaciones en el Centre National de la Recherche Scientifique [Centro Nacional de la Investigación Científica], el mítico CNRS, y fundador de la revista internacional “Hermès”.

Pero sobre todo, Wolton es el autor del libro-entrevista en el que Jorge Mario Bergoglio quiso hablar más despreocupadamente, sin frenos, hasta decir por primera vez en público que se había entregado durante seis meses, cuando tenía 42 años, al cuidado de una psicóloga agnóstica de Buenos Aires.

El libro, traducido en varios idiomas, fue publicado en el 2017, reuniendo en ocho capítulos ocho conversaciones con el Papa, llevadas a cabo por el autor en el 2016. Desde entonces, en Bergoglio se ha despertado por Wolton ese sentimiento de proximidad que lo ha llevado a querer que esté muy cerca suyo en el próximo viaje. Un sentimiento afín al madurado entre Bergoglio y Eugenio Scalfari, otro campeón de los sin Dios, llamado muchas veces por el Papa para conversar, con la certeza de que después Scalfari transcribiría y publicaría, a su modo, esas conversaciones, para edificar una buena imagen de Francisco en el campo de los que no creen.

También esto forma parte del modelo comunicativo que Bergoglio ama. Porque en la entrevista con un interlocutor agregado él puede decir a un vasto público más de lo que aparece en los textos oficiales. Puede alzar el velo sobre lo que realmente piensa.

Por ejemplo, en el libro-entrevista con Wolton está explicado por qué el papa Francisco ve en los abusos sexuales cometidos por eclesiásticos no tanto un problema de moral y de sexo, sino de poder, y en particular de poder clerical, que él condensa en la palabra “clericalismo”.

Cuando Wolton le pregunta por qué ahora se escucha muy poco el mensaje “más radical” del Evangelio, que es la “condena de la locura del dinero”, Bergoglio responde:

“Es porque algunos prefieren hablar de moral, en sus homilías o en sus cátedras de teología. Hay un gran peligro para los predicadores, que es el de condenar sólo la moral que está – perdóneme la expresión – ‘bajo la cintura’. Pero de los otros pecados que son más graves – el odio, la envidia, el orgullo, la vanidad, el matar al otro, el quitar la vida, etc. – de estos se habla poco. Entrar en la mafia, hacer acuerdos clandestinos... ‘Eres un buen católico?´. Ahora págame el soborno’”.

Más adelante dice también el Papa:

“Los pecados de la carne son los pecados más leves, porque la carne es débil. Los pecados más peligrosos son los del espíritu. Hablo de angelismo: el orgullo y la vanidad son pecados de angelismo. Los sacerdotes tienen la tentación – no todos, pero muchos – de focalizarse sobre los pecados de la sexualidad, la que llamo la moral bajo la cintura. Pero los pecados más graves son otros”.

Objeta Wolton: “Pero no entendí lo que usted dice”.

Responde el Papa:

“No, pero hay buenos sacerdotes… Conozco un cardenal que es un buen ejemplo. Me ha confiado, hablando de estas cosas, que apenas alguien se dirige a él para hablarle de esos pecados bajo la cintura, le dice inmediatamente: ‘Entendí, pasemos a los otros’. Lo detiene, como para decirle: ‘Entendí, pero veamos si hay algo más importante. ¿Rezas? ¿Buscas al Señor? ¿Lees el Evangelio?’. Le hace entender que hay errores más importantes que aquéllos. Sí, es un pecado, pero... Le dice: ‘Entendí’, y pasa a otro. En oposición a esto hay algunos que cuando reciben la confesión de un pecado de género preguntan: ¿‘Cómo lo has hecho, cuándo lo has hecho, cuántas veces?’… Y se hacen una ‘película’ en su cabeza. Pero éstos tienen necesidad de un psiquiatra”.

El viaje del papa Francisco a Panamá tendrá lugar a menos de un mes de la cumbre en el Vaticano de los presidentes de las conferencias episcopales de todo el mundo, convocada para acordar líneas comunes que permitan afrontar los abusos sexuales. Esta cumbre está programada del 21 al 24 de febrero.

Será interesante ver, en esa cumbre, cómo conciliará Francisco su minimización de la gravedad de los pecados mortales que él define “bajo la cintura”, con el énfasis de los abusos de poder de la casta clerical, muchas veces estigmatizada por él como causa primera del desastre.

No sólo eso. Se entenderá además en qué medida su minimización de los pecados del sexo – y de las prácticas homosexuales difundidas entre el clero – explica sus silencios y sus tolerancias frente a casos concretos de abusos, por obra de eclesiásticos también de alto nivel, apreciados y favorecidos por él:

> Francisco y los abusos sexuales. El Papa que sabía demasiado

Es ejemplar, a este propósito, el caso del obispo argentino Gustavo Óscar Zanchetta, del que Bergoglio fue también confesor y al que promovió en 2013 como obispo de Orán y al que llamó a Roma, en diciembre de 2017, a un cargo de importancia en la Administración del Patrimonio de la Sede Apostólica, a pesar de que en dos ocasiones, en 2015 y en 2017 – como documentó el 20 de enero la Associated Press –, llegaran desde su diócesis, al Vaticano, acusaciones por su mal comportamiento "bajo la cintura", con jóvenes seminaristas; el Papa le pidió, también en dos ocasiones, que diera cuenta de dichas acusaciones, para quitarle al fin de la diócesis, pero promoviéndole a un cargo de mayor importancia, lo que indica que consideraba irrelevantes, «ligeros», esos comportamientos:

> Ex-deputy to Argentine bishop says Vatican knew of misdeeds
Sandro Magister

Omella y los silencios selectivos (Carlos Esteban)



El cardenal Juan José Omella, arzobispo de Barcelona, ha escrito una carta pastoral contra el tráfico de personas dedicadas a la prostitución, deplorando un silencio que realmente no existe. Admitámoslo, no es difícil condenar la trata de blancas; el silencio atronador de los prelados es otro.

“Queridos hermanos y hermanas, es necesario que esta realidad silenciada nos sacuda y conmueva”, escribe el cardenal Omella en su última carta dominical. “Es necesario que, en la medida en que podamos, no seamos cómplices de este silencio”. Pero, no, no se emocionen, no va a hablar de los casos de encubrimiento de la pederastia clerical que asola la Iglesia, sino de las redes de prostitución forzosa.

“El mercadeo con seres humanos es una actividad económica ilegal, que a menudo observamos desde la distancia, aunque la tenemos muy cerca”, se lamenta. “Tristemente hay un gran silencio sobre este gran drama que afecta directamente a muchas personas, pero que, en realidad, también afecta a toda la sociedad”.

¿Y qué tiene de especial, podrán preguntarse, que un prelado católico deplore la prostitución forzosa? ¿No es acaso una lacra espantosa y profundamente inmoral? Sí, claro, naturalmente. De hecho, lo es para todo el mundo, y eso es lo que hace característicos los mensajes de nuestros prelados hoy: que defienden lo que todo el mundo defiende y se oponen con firmeza a lo que no defendería nadie en su sano juicio. Es decir, es ir a lo seguro, como pescar en un barril; recordar lo que apenas nadie necesita que le recuerden, lo que es ya un grave delito y lo que no hace falta que la Iglesia condene especialmente porque nadie pone en duda su carácter indignante e inmoral.

De hecho, si algo resulta cuestionable en la carta de Omella es esa referencia al asunto como “realidad silenciada”. Cualquiera puede comprobar que es objeto de reportajes y denuncias en prensa, radio y televisión. Si la Iglesia estuviera para decir estas cosas, nos tememos que sería redundante, como lo es cuando insiste en la urgencia de adoptar medidas contra el Cambio Climático o jalear por una apertura de par de par de las fronteras a la inmigración masiva: se piense lo que se piense de estas cuestiones, son ya obsesiones de los grandes grupos mediáticos de todo Occidente, y la Iglesia tiene poco o nada especializado que aportar.

Ya nos hemos referido otras veces que lo que la Iglesia ha dado tradicionalmente al mundo es el espíritu de profecía, que consiste en decir de forma especialmente insistente a cada época lo que no quiere oír; no el bien que ya hace, sino el que ignora; no el mal que condena, sino aquel al que llama “bien”. Por eso es desalentador oír a nuestros prelados usando su púlpito para repetir lo mismo que cualquier puede leer en la página editorial del New York Times o de El País, bueno o malo. La Iglesia nunca puede ser irrelevante, pero el mensaje de su jerarquía, sí; de hecho, ya lo es en su mayor parte.

Porque si de silencios hablamos, es notable comprobar el de nuestros obispos en todo el mundo, verdaderamente sepulcral, ante los escándalos de encubrimiento de sacerdotes pederastas o la evidentísima extensión de redes homosexuales en el clero. En la Iglesia de Francisco, la Iglesia sinodal, democrática, transparente y participativa, llama la atención que todos los sucesores de los Apóstoles actúen tan al unísono como soldados en un desfile.

Las iglesias se vacían a un ritmo alarmante, Occidente se descristianiza a marchas forzadas, en la Curia bulle un mundo aparte del mundo, una atmósfera enrarecida y opaca de rumores y secretos. Puestos a condenar, sí, mejor tirar por algo facilito, como la prostitución forzosa, que no va a molestar absolutamente a nadie. Ni a los propios proxenetas.
Carlos Esteban

NOTICIAS VARIAS 21 de enero de 2019



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Miguel Aranguren: “Como novelista, creo en el hombre y su proyección al bien” (Gonzalo Altozano)



Lo dice San Juan al final de su Evangelio: “Jesús hizo también muchas otras cosas. Si se las relatara detalladamente, pienso que no bastaría todo el mundo para contener los libros que se escribirían”. Uno de esos libros de los que habla el evangelista lo acaba de firmar Miguel Aranguren. Se trata de ‘J.C. El sueño de Dios’una novela de 700 páginas y siete años de trabajo. Con ella el autor ha viajado hasta el siglo I de nuestra era, calzándose las sandalias de personajes imposibles y, sin embargo, reales y regresando solo él sabe si con más certezas y menos preguntas de las que partió, o al revés. La novela, en cualquier caso, pasa a engrosar la lista de un autor que, indiferente al éxito o el fracaso, sigue teniendo claro después de tantos años porque se sienta cada mañana frente al folio en blanco.
¿En qué momento empezaste a juntar palabras para contar historias?
Supongo que empecé a narrar muy pronto. En la nebulosa de algunos momentos de la infancia me veo con un lápiz en la mano, mezclando dibujos y palabras. Mejor aún, pidiendo a mis hermanos que me escribieran el interior de los bocadillos que salían de la boca de mis personajes porque aún no sabía escribir.
Eso los primeros años. ¿Y después?
Después el proceso fue más o menos natural: a los 10 años me ovacionaron en clase después de leer una redacción bastante maniquea acerca de ser feliz sin necesidad de consumir, y pensé que aquel éxito me gustaba; a los 13 o 14 descubrí la literatura de Miguel Delibes y entonces comencé a ejercitarme con la mayor de las inocencias, porque no me paré a pensar que de esto pudiera hacerse un oficio o una carrera.
¿Ah, no?
Ni siquiera entraba en mis planes convertirme en escritor; es más, nunca tuve claro a qué podría dedicar mi madurez: quise ser payaso, misionero, aventurero, torero, pintor, dibujante de tebeos, escultor…
Ya vas teniendo edad para hacerte una idea de lo que quieres ser.
Pues sigo sin saber en qué terminaré convertido, porque pico de todo y me distraigo con todo. De hecho, y sin pretensión de ningún tipo, me encantaría que el día durase más, mucho más, para hacer todo lo que me golpea en el pulso. Pero hablábamos del escritor.
Hablábamos del escritor, sí.
Que no existe hasta que cuenta con algún lector desconocido. Y eso me llegó a los 19 años recién cumplidos, cuando publiqué mi primera novela, Desde un tren africano.
El auténtico origen de tu aventura literaria.
Una especie de milagro que me abrió puertas que no correspondían a mi edad ni a mi poquísima experiencia literaria. Es la memoria de un viaje en el que descubrí que soy hijo de Dios en un entorno donde se mezcla la miseria y el Edén. África y su mal, ese veneno que te hace enloquecer de melancolía ante la evocación de lo que allí viviste.
Dios de alguna manera presente en tu primera novela y Dios totalmente presente en la última, empezando por el título.
J.C. El sueño de Dios.
Enseguida vamos con la novela, pero respóndeme antes: ¿eres un escritor católico?
Yo soy cristiano, no un novelista cristiano. Nos sobran los adjetivos; de hecho, de nosotros deberían hablar solo los libros. A pesar de que mi última novela sea una novela protagonizada por Jesús de Nazaret, no me atrevo a arrogarme un propósito evangelizador, que dotaría a mi trabajo de un aire clerical que detesto.
Entonces, tu novela está abierta a más de un público.
La novela no está escrita para el lector cristiano, porque es todo menos una novelita pía. Cabe la posibilidad, incluso, de que algunos lectores se lleven las manos a la cabeza, sobre todo aquellos que recrean los tiempos evangélicos como un belén de azúcar. En este sentido, puede llegar a ser una novela desconcertante, ya que el narrador se cuela en momentos desconocidos o poco recreados de la vida de Jesús y de las personas de su entorno.
Pero, ¿por qué una novela sobre Jesucristo?
La novela se gestó en dos fases. La primera, en el transcurso de una comida con un amigo que trabajaba con adolescentes. Me habló del desconocimiento por parte de las nuevas generaciones de las raíces de nuestra civilización. No saben más allá de unas ideas vagas, de unos tópicos quién es Jesús, eje y origen de la Historia. No lo reconocen ni siquiera en la imaginería, lo que demuestra una tristísima y elocuente ignorancia, muy superior a la de aquellos tiempos antiguos en los que las letras eran exclusivas de nobles y clérigos. Y sin embargo…
¿Sin embargo?
Como en todas las épocas, hay hambre de Verdad y de decisiones radicales vinculadas a Jesús: hace unos días he sabido del ingreso de una muchacha (guapa, lista, políglota, con carrera universitaria y empleo) en un convento de clausura. Pero hablábamos de las fases de gestación de la novela.
La primera ya la has contado.
La segunda coincidió con la Jornada Mundial de la Juventud que reunió en Madrid, durante el mes de agosto de 2011, a cientos de miles de jóvenes de todos los lugares del mundo. Me pregunté qué motivos les habían animado a tomar sus mochilas y recorrer miles de kilómetros para reunirse con un frágil anciano vestido de blanco.
¿Qué explicación hallaste?
Esa misma hambre de Verdad. Benedicto XVI era una representación de Cristo, que se hizo presente en la adoración eucarística más sobrecogedora de la Historia, cuando por la noche se disipó un huracán rabioso que acababa de azotar el cerro de Cuatro Vientos ante la custodia de la Catedral de Toledo, que ostentaba a Jesús en la eucaristía.
En resumen.
Jesucristo es tan actual como siempre, porque despierta la misma necesidad de conocerle que a los hombres de cada una de las etapas de la Historia desde, incluso, muchos siglos antes de que Él naciera. Y como soy novelista, me convencí de que merecía un acercamiento a través de la novela.
No serás un novelista católico, mucho menos un autor de novelitas pías, pero esto que cuentas casa mal con un propósito puramente narrativo.
Antes de responder, quisiera decirte que cada vez estoy más convencido de que somos narrativos. De hecho, nuestro día está cuajado de narraciones: lo que nos cuenta la radio de camino al trabajo, los chascarrillos de la oficina, las anécdotas que compartimos en el almuerzo, las batallas de los hijos en el colegio o en la universidad, la conversación con nuestros cónyuge, el rato que pasamos disfrutando de una película o de una serie, la foto que colgamos o la que vemos en las redes sociales, la llamada de teléfono…
¿A dónde quieres llegar?
A que si la vida se quedara en lo pragmático, en la orden, en el cumplimiento, en la gestión… sería insoportable. Por eso necesitamos contar y que nos cuenten. Y ahí se esconde el germen de todo escritor: la necesidad de narrar la experiencia liviana y la profunda. Y si a eso añades el amor a la palabra, la búsqueda de equilibrio, la inquietud por la belleza, por la verdad…
¿Entonces?
Entonces el escritor está servido. Siempre y cuando su oficio sea, además, la consecuencia de muchísimas lecturas. A escribir no se aprende leyendo wasaps, coletillas para las imágenes de Instagram, titulares de prensa digital ni nada parecido. Es necesario llegar a los buenos libros, a las buenas novelas, a los clásicos de todos los tiempos, también del nuestro.
Y una vez rota esta lanza a favor de la narración.
No sería cierto si afirmara que mi propósito es estrictamente narrativo. Soy un narrador pequeño; mi calidad literaria tiene muchos límites, supongo, pero es a través de mis novelas como doy a conocer mi modo de entender la vida. Esto mismo les ocurre a todos los escritores que son honestos. Y más a aquellos que están comprometidos con un ideal. Quiero que mis novelas estén al servicio del lector.
¿De qué manera?
Quisiera que mi literatura sirviera, de alguna manera, para el dibujo de un mundo distinto en el que la inmediatez, los resultados, este ir y venir desaforado de un sitio a otro, foto va foto viene, no fuesen óbice para mirarnos a los ojos. Además, quiero transmitir algunos elementos que hacen la vida mejor, feliz, trascendente, pero desde un prisma distinto al que ha copado la cultura occidental de los dos últimos siglos.
¿O sea?
Creo en el hombre y su proyección al bien. Creo en la misteriosa razón que da sentido a todo lo que nos acontece. Creo que la vida siempre es susceptible de mejorar, a pesar de que no soy un optimista compulsivo (leo el periódico, me siento a ver un telediario y se me cae el alma a los pies), porque cada uno de nosotros somos capaces de realizar muchos pequeños gestos positivos al día que, sumados, dan un resultado que hay que tener en cuenta.
Y por si todo esto fuera poco…
Estoy convencido del papel que juega la cultura en la construcción de una sociedad. Ahora mismo somos un caldo que mezcla individualismo, anonimato y globalización, tres elementos desazonadores. Es posible que de cada uno de ellos podamos sacar algún aspecto positivo (la manida lección de que internet, por ejemplo, puede utilizarse de una manera correcta), pero la suma no me gusta porque rompe los lazos con todo lo anterior, con eso que llamamos civilización occidental.
Vamos uno a uno: individualismo.
Evita el amor por el pueblo, por las raíces, la búsqueda de un futuro común, el esfuerzo por mejorar aquellas situaciones que nos afectan a muchos. El rechazo de los jóvenes al compromiso, al matrimonio, a la llegada de los hijos (es decir, su resolución a vivir solos, a morir solos), es la terrible consecuencia de una cultura hedonista.
Algo parecido sucede con el anonimato, ¿no?
Característico de la vida en las grandes ciudades. No sé quién es mi vecino y no me importa no saberlo. Es más, no saberlo me garantiza no tener que atenderle, evitándome problemas. El campo se ha abandonado, y con él la enseñanza de la naturaleza, que hoy se comprende como un parque temático por el que hay que pagar una entrada. Muy pocos saben en qué posición saldrá la luna al caer la noche, ni los efectos que tiene el astro en el devenir de la Tierra. No nos interesa.
¿Y la globalización?
Individualismo y anonimato son la consecuencia de la democratización de la cultura y su banalización, del arte como producto de consumo, una multinacional ética y estética gracias a la cual se han globalizado las costumbres. Mejor dicho, se han universalizado ciertas costumbres de ciertas sociedades, en detrimento de la tradición, del acerbo de los pueblos.
Hablabas antes del papel de la cultura en la construcción de una sociedad.
La cultura es una función propia de las élites, aquellas personas que tienen capacidad para imponer un estilo determinado de vida. La dejación en su liderazgo es una cobardía, como cobarde es el adulto responsable de pinchar el sueño de sus hijos. Para muchas cosas la vida es larga, y poco importa lo que se haya estudiado (salvo, quizás, en el caso de las profesiones técnicas) frente a las posibilidades que nos depara el futuro.
¿Te refieres a esos hogares, vamos a mal llamarlos conservadores, donde no hay inconveniente en que los chicos se aficionen al arte y la cultura, siempre que no se lo planteen como una vocación vital?
Esos hogares de los que hablas no soportan la falta de control parental respecto a las decisiones que toman los hijos, especialmente las relacionadas con los estudios. Para muchos padres el arte y la cultura siguen siendo espacios de hambre, peligrosos, con sesgos ideológicos y hasta con la sombra del escándalo. Muchos conducen a sus hijos al éxito, interpretado solamente en parámetros económicos y de poder, un éxito que creen garantizado después de haber costeado una universidad de pago.
A la vista está de que tus mayores no pincharon ese sueño tuyo de ser escritor; tus mayores y tampoco tu mujer.
Sin la participación de mi mujer, no podría haber llevado a cabo mis proyectos. Ella me permite vivir por y para mi arte(parezco una flamenca…), y a la vez me ayuda a ser realista. Ella debió de valorar que no reunía el perfil de un triunfador, que no soy hombre de acción, de negocios y arriesgadas empresas. Y me quiso así, lo que ha permitido que nuestra vida sea algo distinta a la habitual.
¿Cómo de distinta?
Mis hijos tienen un padre sin jefe, que no ficha ni recibe pagas extraordinarias ni cestas de Navidad. Tienen un padre que puede llevarse el trabajo a cuestas, y por eso disfruta de un verano más largo que las tres o cuatro semanas preceptivas. Y es un padre que, además, se embarca en aventuras curiosas.
Por ejemplo.
Un viaje anual a Kenia, para pintar frescos en las iglesias pobres; distintos pasajes a la India o a Perú para ambientar diferentes novelas; un tiempo vivido en un zoológico por exigencias de un argumento; una pasión desmedida por los animales, la talla en madera, la pintura a la acuarela y el acrílico, así como por los toros, la Fiesta, el último reducto de los héroes.
Ante eso, ¿qué piensan tus hijos de ti?
Cuando eran pequeños, presumían ante sus amigos de tener un padre famoso. Sofía, la pequeña, todavía tiene la sencillez inconsciente para vender mis libros a cualquiera. Pero crecen, claro, y aunque son maravillosos y preguntan por la marcha de mis proyectos, han normalizado todo lo que llevo entre manos.
Entre lo que se encuentra, Excelencia Literaria, una arriesgada empresa, por más que digas que no eres hombre de acción.
Cuando publiqué mi primera novela, a los 19 años, me invitaron a numerosos foros para hablar de su génesis. Esto me ayudó a mantener contacto con otros jóvenes que también escribían. Llegaron nuevas novelas y más encuentros (conferencias, tertulias, cursos…), en los que chicos y chicas menores que yo me pedían que leyera sus escritos e, incluso, me manifestaban el deseo de vivir una experiencia parecida a la mía.
Fue pasando el tiempo…
… y se hizo habitual la manifestación de ese deseo, así como mi frustración al no poder indicarles qué hacer para mejorar su escritura y mucho menos para publicarla. Fue entonces cuando ideé Excelencia Literaria. Para sacarlo adelante renuncié a muchas seguridades y de nuevo conté con el aval de mi mujer.
¿Cómo funciona?
Muy sencillo. Visito colegios de España, México y Perú en busca de chicos y chicas que, a la edad en la que encontré mi vocación literaria, quieran contar con mis consejos, con mis correcciones, para mejorar su escritura de relatos breves y artículos de opinión. Es un método de trabajo muy exigente para ellos y para mí.
¿Y merece la pena?
En estos 15 años se acumulan sucesos que me hacen creer que sí.
A ver.
Desde participantes que han optado por carreras universitarias de Humanidades, a otros que están trabajando en editoriales, o aquellos que estudian cine al tiempo que realizan sus primeros cortometrajes, o aquellos que se dedican a la enseñanza escolar y universitaria, o aquellos que siguen escribiendo y publicandomientras trabajan en ámbitos tan distintos como la medicina, la empresa o el derecho, y sobre todo aquellos que han publicado sus primeros libros.
¿A todos ellos les contaste la ‘cara b’ del oficio de escribir o solo la parte buena?
El proceso creativo de una novela es muy complejo y largo, a veces desesperante cuando no se logran cumplir los plazos de entrega porque la historia todavía no nos pide un final. Por si fuera poco, el éxito, como en cualquier otra actividad, no lo tenemos asegurado.
A ti no te ha ido mal del todo, en el sentido de que vives de lo que escribes.
Al menos lo intento, por más que sea una utopía. Aunque este vivir es doble. Por un lado está lo fungible, los ejemplares vendidos, los derechos de autor, el pago por conferencias, artículos y ejercicios varios. Y por otro la necesidad de relatar, que también es un modo de vivir de la escritura.
¿Y la frustración?
Unas veces la sientes por no haber satisfecho las aspiraciones de algunos de tus lectores. Otras, por la incomprensión de un editor o el desdén de aquellos que antes apostaban por ti. Pero las más de las veces, el desaliento tiene que ver con la tensión creativa, con la dificultad de traducir en palabras una idea, una escena.
Esto qué es, ¿un lamento?
No tengo derecho a quejarme, ya que si publicar y vender es casi imposible, publicar, vender y gustar es casi una utopía que se cumple cada vez que alguien me confiesa su experiencia con cualquiera de mis novelas. Esos momentos lo compensan todo.
¿También el esfuerzo narrativo?
Cuando finalizo una novela, siento que lo he contado todo, que no me queda nada en mi interior. Y me entran sudores fríos, como si mi oficio de pronto hubiese perdido su razón de ser.
¿Qué hacer?
Eso mismo me pregunto. Porque el tintero se me ha quedado vacío, seco. Pero de pronto pasa por delante de mis narices un hilo volador, puede que meses después del último punto final, incluso que necesite un año para darme cuenta, pero el hilo está, y con él la historia. Me corresponde observarlos, preguntarle, tirar de él… Sé que me llevará a un nuevo universo literario. Y entonces da comienzo el fatigosísimo proyecto de construir una nueva novela.
Gonzalo Altozano

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¿Con aprobación pontificia? Inesperadamente, un nuevo obispo para la Fraternidad San Pío X


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