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miércoles, 17 de agosto de 2022

El Vaticano renueva su mensaje de vacunación como “acto de amor” (Carlos Esteban)



Pese a que la eficacia de la vacuna contra el Covid se ha demostrado sobradamente insuficiente para detener la transmisión de la enfermedad y crecen las dudas sobre su seguridad, el Dicasterio para la Promoción del Desarrollo Humano Integral reitera el llamado del Papa a los fieles de que inocularse es ‘un acto de amor’ en nuevo material promocional.

Las autoridades han levantado el pie del acelerador en su campaña de vacunación universal. El pase vacunal, hace poco obligatorio para realizar muchísimas actividades normales en buena parte del mundo, se va levantando en un país tras otro, a medida que casos inocultables como los de Justin Trudeau, Joe Biden o el mismísimo Albert Bourla, CEO de Pfizer, demuestran que la promesa de las vacunas de parar la transmisión de la enfermedad no se ha cumplido en absoluto.

Por otra parte, los efectos secundarios, mucho más numerosos y graves que los de cualquier vacuna de los últimos decenios, amenazan con convertirse en una emergencia sanitaria y con colapsar los tribunales con demandas judiciales.

Pero en el Vaticano siguen erre que erre y acaba de publicar nuevo video que renueva los llamados para el desarrollo y distribución de vacunas para el coronavirus como un “acto de amor”.

“La pandemia y el magisterio del Papa Francisco” es la tercera parte de una serie de materiales creados por el Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral del Vaticano, en colaboración con su Comisión COVID-19 , informó el viernes Vatican News .

El objetivo expreso del proyecto es “explorar las enseñanzas del Papa sobre la crisis sanitaria mundial, reafirmando que de la crisis no se sale igual, sino mejor o peor”.

Uniendo imágenes archivadas del Santo Padre, el video destaca el aliento del Papa a los fieles a tomar las inyecciones de COVID «como un acto de amor», a pesar de que las tomas disponibles se derivaron de líneas de células fetales abortadas.

“Estar vacunado con las vacunas autorizadas por las autoridades competentes es un acto de amor”, se muestra diciendo al Papa al comienzo del video, “y contribuir a que la mayoría de las personas estén vacunadas es un acto de amor. Amor por uno mismo, amor por la familia y los amigos, amor por todas las personas”.

El video también destacó el llamado del Papa para que las vacunas contra el COVID-19 se distribuyan primero entre los “más pobres y vulnerables”, denunciando la posibilidad de que “se dé prioridad… a los más ricos”.

“Sería triste que esta vacuna se convirtiera en propiedad de esta nación o de otra, en lugar de ser universal y para todos”, dijo el Papa.

Carlos Esteban

martes, 16 de agosto de 2022

Las palabras de Feijóo sobre el PNV y Vox: luego que nadie diga que no se podía saber



A veces la actitud de algunos votantes a la hora de decidir su voto recuerda mucho a la actitud de algunas personas a la hora de elegir a su pareja.



Hay gente que se enamora de personas maleducadas y que tratan mal a quien les quiere (no indico género gramatical, pues ocurre en ambos sexos). Esa gente siempre conserva la esperanza de que esa pareja llegará a cambiar. Pero pasan los años y esa pareja no sólo no cambia sino que va a peor, pues ha encontrado a una buena persona que le consiente de todo. Un día acabas enterándote de que alguna de esas buenas personas por fin abrió los ojos y decidió abandonar a esa pareja, y después de tantos años aguantando de todo se pregunta, por fin, qué vio en aquella criatura que se lo hizo pasar tan mal, como si nunca hubiera tenido ningún indicio de la clase de persona con la que se juntaba.

Feijóo acentúa sus coincidencias con el PNV y sus diferencias con Vox

Pues en la política pasa lo mismo. Y no sólo en las relaciones entre los políticos y sus votantes, sino también en el trato entre los propios políticos. Veamos un ejemplo. Ayer El País publicó una entrevista con Alberto Núñez Feijóo. La entrevista sólo es accesible a suscriptores, pero el diario de PRISA la deja al descubierto en el código fuente y por ahí se puede leer completa. Feijóo asegura que tiene “una relación muy cordial con Urkullu”, el presidente del Partido Nacionalista Vasco (PNV), y añade:

“Coincidimos en políticas industriales, fiscales, energéticas; discrepamos en la visión del Estado. Pero mi objetivo era y es conseguir una mayoría suficiente para gobernar. Es lo que he hecho siempre. Y en las últimas andaluzas lo logramos. Hablar con el PNV es mucho más fácil que hablar con el PSOE“.

En este punto, el entrevistador le pregunta: “¿Y es más fácil que hablar con Vox?” 

Y Feijóo contesta:

“En muchas cosas sí, es más fácil. Porque el PNV cree en las autonomías y nosotros también. Yo respeto a los votantes de Vox y a sus dirigentes: no va a encontrar aquí descalificaciones contra Vox; lo que va a encontrar es un llamamiento a la concentración del centroderecha reformista en España. El mejor aliado electoral del PSOE es la existencia de Vox. Vox se presenta a las elecciones y tiene votos: no compartimos ni su visión de Europa, ni su visión de las autonomías, ni su visión de la Constitución, ni otras cuestiones”.

Observaréis que Feijóo dice coincidir en cuatro cosas con el PNV, pero es incapaz de decir ni una en la que coincida con Vox. Es más: el presidente del PP cita un solo tema en el que discrepa del PNV y después cita cuatro temas en los que no coincide de Vox, además de añadir el “otras cuestiones”, para dejar claro que las diferencias no acaban ahí. Ante eso, el entrevistador le reprocha: “Pero pactan con ellos”. Y Feijóo se defiende así:

“Hemos pactado en Castilla y León. Antes intentamos pactar con el PSOE: la respuesta fue “vayan ustedes a nuevas elecciones”. ¿Esa era la solución?”

Es decir, que Feijóo deja claro que si el PP ha pactado con Vox en Castilla y León es porque no logró pactar con el PSOE. Me imagino las caras que estarán poniendo algunos votantes del PP en este momento. Pero ahí no acaba la cosa. 

El entrevistador añade: “¿Podrían repetir entonces el pacto con Vox en las generales si hubiera riesgo de repetición electoral? ¿En qué condiciones?” En su respuesta, y al más puro estilo de Mariano Rajoy y de Pablo Casado, Feijóo es incapaz de decir que sí:

“Ya he explicado mi proyecto político, que se basa en tener una mayoría suficiente para gobernar. No voy a renunciar a mi propia biografía política. Que se nos pregunte continuamente si el PP estaría dispuesto a pactar con Vox cuando el PSOE gobierna con Bildu me parece un mal chiste“.

El PP, el PNV, Vox y la Constitución: hechos son amores…

Así pues, lo que queda claro de esta entrevista es que Feijóo se siente más a gusto hablando con el PNV que con Vox, a pesar de que Vox defiende la unidad de España y el PNV es un partido separatista, con todo lo que eso conlleva. Recordemos, por ejemplo, que en 2013 el portavoz del PNV en el Congreso afirmó: “El PNV nunca aprobó la Constitución Española", señalando que se abstuvo, y dando esta razón: “El PNV no podía dar su OK a una Constitución que no reconocía al pueblo vasco como nación“. ¿Ésta es la idea de las autonomías con la que coincide el señor Feijóo? Recordemos, además, que esa Constitución que no le gusta al PNV ha sido defendida por Vox con más de 30 recursos ante el TC en esta legislatura (en el mismo tiempo el PP ha presentado 14).

La comprensible afinidad entre Feijóo y el PNV

Tengo que confesar que la afinidad de Feijóo por el PNV no me coge de sorpresa. Vivo en Galicia y viendo las políticas filonacionalistas y progres de Feijóo como presidente de la Xunta, es normal que se sienta mucho más próximo al PNV, que ha guardado en algún cajón su conservadurismo de antaño para entregarse en cuerpo y alma al consenso progre en todos los ámbitos. Es también normal que Feijóo se muestre frustrado por tener que pactar con Vox al no lograr pactar con el PSOE, ya que a fin de cuentas el PP y el PSOE son ideológicamente cada vez más parecidos e incluso no han tenido reparos en repartirse el Tribunal Constitucional (TC), el Tribunal de Cuentas, la oficina del Defensor del Pueblo y el consejo de RTVE (este último pacto, por cierto, también benefició al PNV).

Feijóo quiere a los votantes de Vox para pactar con el PNV

Lo que no resulta creíble es el supuesto respeto de Feijóo por Vox. De hecho, dice que no va a lanzar descalificaciones contra este partido, y nada más decirlo afirma que la existencia de Vox es “el mejor aliado electoral del PSOE”, el mismo PSOE con el que Feijóo se siente frustrado porque no quiere pactar con el PP. Y es que el problema de ser un mentiroso es que cuesta mucho coordinar tantas mentiras a la vez. En este punto, Feijóo tiene el mismo problema que Casado.

Al final, de lo que uno se da cuenta es de que Feijóo sólo quiere de Vox sus votos, aunque no esté dispuesto a ofrecer nada a sus votantes, porque está acostumbrado a gente que le otorga su voto a cambio de nada (o incluso a cambio de traiciones como la que nos hizo Feijóo en Galicia con la libertad lingüística) y se cree que los votantes de Vox se dejarán engatusar (lamentablemente, he de decir que en algunos casos sí, como esos votantes de Vox en Galicia que en 2020 decidieron apoyar al PP, y que luego se lamentaban porque Feijóo seguía haciendo las mismas políticas progres y filonacionalistas de siempre, como si no hubiesen tenido indicios de ello durante 11 años).

Al igual que Pablo Casado, Feijóo sólo sabe ofrecer a los votantes de Vox esa coletilla del “centro-derecha” con la que el PP sigue captando votos de derechas para hacer políticas de izquierdas. Para el PP, eso del “centro-derecha” no es más que un anzuelo que saca en cada campaña electoral para pescar a los despistados. A la hora de la verdad, Feijóo quiere el apoyo de los votantes de Vox para poder pactar con el PNV. Porque pactar con 9 diputados del PNV (si este partido repitiese su resultado actual) le resultaría más fácil e ideológicamente más placentero para pactar con 52 o más diputados de Vox, que a diferencia del PP y del PNV, es un partido que no participa en el consenso progre y que no sueña con pactar con el PSOE, como sí sueña Feijóo.

La mala memoria del presidente del PP con lo que hizo el PNV en 2018

Eso sí, Feijóo debería hacer memoria. El PP se ha hecho con varios gobiernos autonómicos y locales gracias al apoyo de Vox, a pesar de las diferencias ideológicas entre ambos partidos (básicamente, las que hay entre el vacío ideológico del PP y la claridad de principios de Vox). Lo que el PP logró del PNV es una traición en 2018 que acabó con el gobierno de Rajoy. Y es que como apuntaba al principio, la inexplicable actitud de algunas personas al buscar pareja no sólo se parece a la de algunos votantes al apoyar a tal o cual partido, sino también a la de ciertos políticos al buscar aliados. En el PP parecen estar deseando volver con un PNV que les puso los cuernos con el PSOE. A lo mejor piensan que sólo fue un desliz, que esas cosas pasan y que seguro que los recogenueces ya han cambiado y se merecen una segunda oportunidad.

La realidad es que el PNV no ha cambiado y el PP tampoco. Sigue siendo un partido empeñado en tomarle el pelo a sus votantes, en la creencia de que bastará agitar el miedo a la izquierda para que los votantes descontentos vuelvan a su lado, aunque sea con la nariz tapada

¿Cuánto tardarán algunos en abrir los ojos y darse cuenta de que lo que esperan del PP es una falsa ilusión? Por supuesto, cada uno es muy libre de votar lo que le dé la gana. Eso sí: si algún día caen de la burra, al menos no vengan luego diciendo que no se podía saber, puesto que Feijóo ya ha dejado muy claras sus intenciones.

Elentir

lunes, 15 de agosto de 2022

Los silencios del ¿católico?



A estas alturas de pontificado, y oído lo oído y visto lo visto, no es extraño que algunos se planteen si el Papa Francisco es, o no es católico.

Lo de Canadá es la gota que ha desbordado el vaso: «Pedir perdón por los pecados inexistentes de los Misioneros es un acto despreciable y sacrílego de sumisión al Nuevo Orden Mundial»

Sigue muy presente el análisis de Viganò; con su habitual claridad, nos abre los ojos a la gravedad de cancelar la cultura: “…detrás de toda acusación infundada contra Cristo y contra Su Cuerpo Místico que es la Iglesia, se esconde el diablo, el mentiroso, el acusador. Y es evidente, más allá de toda duda razonable, que esta acción satánica está inspirando los hechos relatados en la prensa en estos días, desde el pérfido mea culpa de Bergoglio por los supuestos pecados de la Iglesia Católica cometidos en Canadá contra los pueblos indígenas, hasta la participación en los ritos paganos y ceremonias infernales de evocación de muertos».
Specola

domingo, 14 de agosto de 2022

“El Sacramento de la Penitencia” Conferencia de Fr. Ceslas Spicq OP del retiro dado a las monjas de Ozom, el 30 de septiembre de 1972.



Nuestro Señor Jesucristo vino a la tierra, no para los justos sino pan los pecadores, pues no son -dice- los sanos sino los enfermos los que tienen necesidad de médico. Convenía, pues, que el Salvador diese una solemnidad particular a su primera intervención en favor de las almas heridas por el pecado. Desde el comienzo de su ministerio en Galilea, “un día que estaba enseñando -nos dicen los evangelistas- estaban sentados algunos fariseos y doctores de la ley, que habían venido de todos los pueblos de Galilea, y de Judea, y de Jerusalén. El poder del Señor le hacía obrar curaciones. En esto, unos hombres trajeron en una camilla a un paralítico. Jesús, viendo su fe, le dice: 'Hombre, tus pecados te quedan perdonados'. Los escribas y los fariseos empezaron a pensar: '¿Quién es éste, que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?'. Conociendo Jesús sus pensamientos les dijo: '¿Qué estáis pensando en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil decir: tus pecados te son perdonados, o decir: levántate y anda?'. Pues para que sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder para perdonar los pecados, yo te digo -dijo al paralítico-: '¡levántate, toma tu camilla y vete a tu casa!'. Y al instante, levantándose delante de ellos, tomó la camilla en que yacía y se fue a su casa, alabando a Dios. El asombro se apoderó de todos, y glorificaban a Dios. Y llenos de temor decían: 'Hoy hemos visto cosas increíbles'” (Lc 5, 17 ss.). 

Esta maravilla, Jesús debió repetirla a menudo en el curso de su ministerio, frente a María Magdalena, a la mujer adúltera, al buen ladrón, por no citar más que los casos más célebres. Siempre reivindica el derecho y el poder de perdonar los pecados, no sólo en virtud de una delegación recibida de Dios, como lo hacemos nosotros, los sacerdotes, sino en su propio nombre, por su propia autoridad. Y he aquí por qué los oyentes, que no creen en su divinidad, se escandalizan: “¡Blasfema!”. Perdonar el pecado, ofensa hecha a Dios, no pertenece más que a Dios. Pero porque Cristo es Dios, no le es más difícil purificar un alma manchada que restituir la salud a un cuerpo paralizado. 

En el caso presente, la curación que concede es signo de la eficacia del perdón interior. El Cristo-Dios es el Señor de la naturaleza y de la gracia. Puede según su beneplácito, arrancar un alma al infierno, o un cuerpo a la tumba. Él “libera” a los hombres cautivos del pecado, como lo expresa la locución “poder de las llaves” que evoca la potencia de abrir y de cerrar. Este poder que Cristo tenía por su misma naturaleza de Hijo de Dios, lo ha comunicado a sus Apóstoles en términos expresos: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16, 18-19; 18, 18). Perdonar los pecados, salvar las almas, es pues la función permanente de la Iglesia, en el curso de los siglos. Ella debe continuar la obra esencial del Verbo encarnado. Desde la mañana de su resurrección, Cristo la delegará a sus Apóstoles en estos términos: “Como el Padre me envió, también yo os envío... recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20, 22-23). 

Desde entonces, todos los sacerdotes, válidamente ordenados, tienen el poder divino, el mismo poder de Cristo, de absolver todas las ofensas cometidas contra Dios. Cuando ellos pronuncian sobre un alma la fórmula “Ego te absolvo”: “yo te absuelvo”, la sentencia del cielo no precede a la suya, sino que la sigue, se identifica con ésta. Dios se ha comprometido a ratificar todas las sentencias que se pronuncian en el “tribunal de la penitencia”. ¡Qué prodigio! ¿Es posible que una rama muerta reverdezca, que una construcción en ruinas se reconstruya, que un cadáver reviva? Sí, es posible, incluso es una certeza, es un dogma de fe. La gracia de Cristo-Salvador que otrora curara al paralítico, continúa su acción en vosotros, ella os alcanza, ella os toca. El sacerdote os aplica inmediatamente la sangre del Calvario, cuya virtud purificadora es infinita. La fuente abierta en el Gólgota baña a todas las almas cristianas, y he aquí por qué aquellos a quienes ha matado el pecado pueden revivir, porque todas las destrucciones operadas por el mal en un corazón humano pueden ser reparadas, como lo escribía san Agustín: “Me es suficiente confesar lo que soy para devenir lo que no soy”. Esta transformación interior y súbita, tan radical, la ha realizado una simple palabra: “Yo te absuelvo”. ¡Qué maravillosa eficacia! 

¿Se podría entonces concluir que no tenemos más que ir al confesionario para ser absueltos? ¿Sería el sacramento un rito mágico? La experiencia, por el contrario, prueba que muchos penitentes reciben absolución tras absolución sin que su vida pecadora se modifique. En realidad, el sacramento de la Penitencia requiere que el hombre colabore con Dios. El pecado, en efecto, hace de nosotros un miembro enfermo, a veces un miembro muerto en el seno del organismo espiritual que es el cuerpo místico de Cristo. Ahora bien, ninguna medicina obra en definitiva si el miembro enfermo no reacciona por sí mismo vitalmente para deshacerse del mal, y mucho menos si la fuerza vital no se torna el artesano de esta reacción saludable. He aquí por un lado la necesidad de la iniciativa divina (sacramento) y, por otro, la necesidad de nuestra cooperación personal, de nuestros propios sentimientos interiores (virtud de la penitencia). Ubiquemos bien los términos del problema: Dios perdona, lo hemos dicho. Él da su gracia. Por tanto, el sacerdote absuelve: “Tú, que te arrepientes, tú que te acusas; yo, ministro de Jesús, te perdono; no en mi calidad de hombre; soy pecador como tú, pero yo te absuelvo: en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; en el nombre de aquél que es la única fuente de la vida que tú has perdido o que languidece en ti”. Pero por otra parte, el hombre debe arrepentirse, debe tener el dolor de su pecado y hacer por medio de la confesión un gesto que pruebe la calidad misma de su arrepentimiento. Él ha ofendido a Dios, se va a dirigir a Dios. “Por mi culpa, por mi culpa, por mí gravísima culpa”. 

La Penitencia es un sacramento precisamente porque ella es el signo exterior y eficaz a la vez de nuestro arrepentimiento y del perdón de Dios. Contrición del pecador y gracia divina están tan íntimamente ligadas que constituyen el sacramento mismo. La proposición de la gracia sin contrición del hombre, carece de efecto; la contrición del pecador sin la aceptación de Dios no puede por otra parte remitir los pecados. Pero es suficiente que el pecador confiese su falta a un sacerdote, y he aquí que su contrición deviene eficaz; ella provoca con certeza infalible la misericordia divina. Esto es lo que nos es necesario comprender bien y explicar: el efecto inmediato de la absolución no es otro que la consagración misma de la penitencia interior del pecador que recibe la virtud divina, la remisión de los pecados y la gracia santificante. En otras palabras, los sentimientos personales de penitencia son siempre indispensables para obtener la remisión de los pecados, pero la gran maravilla es que Dios haya elevado esta penitencia interior a la dignidad de un sacramento; de ahí su nombre de “sacramento de la penitencia”.

Veamos previamente lo que es la virtud propiamente dicha de la penitencia, requerida para la recepción válida del sacramento. Para que Dios tenga piedad de nosotros y sustituya su justicia vindicativa por la misericordia, es necesario que el pecador desapruebe su pecado, rebelión de la voluntad humana contra las órdenes sagradas e inviolables de la voluntad divina. Pecando, el hombre -según la enérgica expresión de la teología- le da la espalda al Bien Supremo para buscar en las creaturas la satisfacción de la inmensa necesidad de ser feliz que atormenta a su corazón. Mientras permanece en esta postura injuriosa, la cólera de Dios está pronta para hacerse sentir sobre él. Para que Dios renuncie a sus rigores y se abandone a los afectos paternales de su corazón, es necesario que el pecador haga de alguna manera un cambio y ejerza sobre sí mismo, voluntariamente, las exigencias de la Justicia.

La virtud de la penitencia es la que, según Tertuliano “llena en la vida del hombre el papel de la Justicia divina: poenitentia Dei indignatione fungitur”. Los antiguos nos la han representado bajo los rasgos de una divinidad austera, dedicada a compensar por medio de castigos, los placeres errados de la iniquidad. Más exactamente, la virtud de la penitencia puede definirse así: “Un dolor del alma producido por la falta cometida”; no se trata de una tristeza o de una emoción cualquiera de la sensibilidad al recordar pecados pasados, sino de un dolor de la misma alma, es decir, de una detestación, maduramente reflexionada y querida, de nuestras faltas. Ella detesta el pecado en tanto que es una injuria y una ofensa contra Dios, supremo Maestro y soberano legislador, y que tiene un estricto derecho a que todas nuestras acciones estén dirigidas, orientadas hacia El como hacia nuestro último fin, que exige por lo tanto reparación y satisfacción, por parte de su creatura, si ésta por el pecado, ha violado sus derechos

Veis así que la penitencia es una parte de la gran virtud de la justicia, que ejerce respecto a Dios, un acto de restitución; repara los derechos de Dios que fueran lesionados por la ofensa voluntaria y culpable del pecado. Indudablemente el pecador nunca podrá devolver a Dios tanto como le había quitado; los medios de que dispone el deudor son ínfimos en relación con la deuda que ha contraído; la distancia entre el Creador y su creatura es demasiado grande para que ésta pueda compensar rigurosamente el honor ultrajado de Aquél; y es por eso que Dios debe conceder una gracia operante para remitir la falta y finalmente su perdón será gratuito. Pero al menos el pecador se esfuerza en reparar y llorar su falta lo más posible, y es un sentimiento de justicia que humilla, que lo prosterna a los pies de su Dios y que transformará de alguna manera su crimen a la vez en castigo y en gracia.

Tal es la conversión del pecador y su eficacia: “convertíos, claman los profetas, y haced penitencia” (Ez 18, 30; 33, 11; Jer 3, 14). Mientras el hombre permanece apegado a su pecado, Dios no puede perdonarlo. Su misericordia no nos alcanza más que en la medida en que el alma, que se había rebelado contra El, hace un nuevo giro hacia Dios. No es Dios quien debe cambiar -Él es inmutable- somos nosotros; nuestra voluntad se desprende del pecado, lo rechaza, lo expele, rompe sus lazos infames y se vuelve libremente hacia Dios; ella se rehace; Dios no resiste al llamado de esta espléndida contrición. Nos lo ha dicho por boca del salmista: “Cor contritum et humiliatum Deus non despiciet”. “Oh Dios, tú no desprecias un corazón contrito y humillado”.

Declara que no está ofendido por el pecado cometido. A sus ojos, la falta no existe más; la Escritura misma dice que la arroja a sus espaldas. Todo el pasado es olvidado, borrado. La gracia, que deriva de Dios como la luz llega del sol, afluye a esta alma bien orientada y preparada para recibirla, ella la baña, la purifica, la santifica. La virtud de la penitencia ha dispuesto a este pecador criminal para devenir un hijo de Dios bueno y puro. Si es cierto que la virtud de la penitencia obtiene la remisión de los pecados, se plantea la cuestión de saber si el sacramento de la Penitencia no sería entonces superfluo; por lo menos, ¿cómo puede comprenderse su papel en relación a la virtud que nosotros hemos analizado? La respuesta es tan importante como fácil. En tanto que virtud, la penitencia no es más que una disposición del alma para la remisión de los pecados: Dios perdona cuando ve un alma enteramente llena de dolor frente a sus faltas, contrita, profundamente arrepentida. Pero, ¿quién no sabe qué difícil es al pecador tener un arrepentimiento sincero, proporcionado a sus crímenes, tener un sentimiento tal de justicia que quiera reparar completamente sus ofensas y desterrar toda su falta? En el sacramento, por el contrario, la virtud de la penitencia devendrá la causa misma de nuestro perdón (cf. Suma Teológica, Supl. q. V a. 1). Me explico: el sacramento de la Penitencia está constituido por la unión de la contrición del pecador y de la gracia de Dios. Mientras que en los otros sacramentos, la gracia nos viene por el canal de una materia exterior: el agua en el Bautismo, el santo Crisma en la Confirmación; aquí son los sentimientos y los mismos actos del pecador los que devienen el canal, el instrumento de la gracia que alcanza a su alma. El único sacramento análogo es el Matrimonio, en el que la gracia obra por mediación del juramento que se hacen, uno a otro, los esposos; no se emplea ni agua, ni pan, ni vino, ni óleo; sino que por la declaración de los cónyuges, expresión de su voluntad, la virtud divina se apodera de ella y transforma estas palabras humanas en puente permanente de gracia. Así Dios ¡qué cosa espléndida!- ha elevado la penitencia del pecador a la dignidad de un sacramento. Es decir que la más humilde contrición, elevada, intensificada, espiritualizada por la virtud de la absolución, es realmente, inmediatamente causa de la purificación perfecta del alma. Dios se sirve de los sentimientos de arrepentimiento del hombre para darle, por medio de ellos, su perdón. No se trata de una simple disposición, o de un puro deseo que ocasionan la intervención de la misericordia paternal de Dios, como se dijo antes; incluso no se trata de un canal, sino de una causalidad, de una eficiencia real: en el confesionario, la contrición declarada por el penitente produce en él, por la fuerza de la absolución, la gracia santificante, la efusión de los dones divinos. El acto del hombre se liga exactamente al acto de Dios; o mejor: los sentimientos y las palabras mismas que el pecador declara al confesor son asumidas por Dios, que las oye y las eleva tan alto, les da un alcance tal, que causan por sí mismas -nosotros decimos: “ex opere operato”- la remisión de los pecados; ellas producen en el pecador lo que significan: la aniquilación de la falta. Qué lejos estamos de las objeciones corrientes contra este gran sacramento: la Confesión invento de sacerdotes, intervención odiosa y abusiva de una autoridad sin mandato en el dominio íntimo de la conciencia. En verdad, sólo Dios ha podido tener tanta delicadeza en la dispensación de la misericordia, haciendo participar al culpable tan digna y eficazmente en la anulación de sus errores y de sus faltas. Pero hay más... El sacramento de la Penitencia nos da mucho más que el perdón total y cierto, infaliblemente cierto, de nuestros pecados; él concede además a nuestra alma una gracia de convalecencia.

El pecado, en efecto, tiene un mal doble: malignidad en sí mismo pues nos hace perder la vida divina o la “anemiza”, malignidad en sus secuelas: abate las fuerzas del alma. El pecado, verdadera enfermedad del organismo espiritual, deja en nuestra alma impresiones que nos mueven al mal, deja el peso de hábitos malos; debilitando nuestra energía espiritual muchas veces vencida, acrecienta el poder de nuestros instintos de rebelión a menudo victoriosos. Si la penitencia, la más virtuosa, borra totalmente la falta, queda en el alma un germen que corre el riesgo de transformarse en un vivero de nuevos pecados, una raíz que no exige sino ser extirpada. No pienso solamente en las exigencias acrecentadas de los vicios morales, en las pasiones sobreexcitadas de la concupiscencia, sino en las disposiciones a las faltas veniales que hacen crecer en el alma la avidez y la fruición del pecado; se llega a él cuando se consiente en darse enteramente a nonadas, en poner su fin en el pecado venial. 

¡Qué obstáculo para la gracia, y cómo se comprende que la caridad esté inmóvil, que no pueda crecer en estas almas que se debilitan en tales circunstancias! Es por eso que es necesario que el sacramento de la Penitencia tenga una doble virtud. Es necesario que él purifique del pecado, que sea un remedio para el pasado y una precaución y fuerza para el futuro. Si en efecto somos perdonados, es a fin de permanecer en adelante fieles y no volver a caer en las faltas que lloramos sinceramente. Así el sacramento de la Penitencia nos conferirá no solamente una gracia de purificación, sino también una gracia de defensa, de sostén, de curación completa: digamos exactamente: una gracia de convalecencia. Es un remedio seguro, doblemente eficaz. Comprendemos pues que el pecado engendra en nosotros hábitos que nos impulsan al mal y contrarían nuestra inclinación hacia el bien. La gracia de la absolución además de purificarnos de todas las faltas, nos curará, cicatrizará todas las heridas que podamos conservar; borra los pecados cometidos e impide su reiteración: es algo que preserva y nos permite resistir victoriosamente a las inevitables tentaciones frente a las que otrora hemos sucumbido. Estas dos funciones son inseparables. Una curación no es perfecta más que si acaba en perfecta convalecencia. Nuestros esfuerzos personales, por cierto, son siempre requeridos, pero estarían condenados a la esterilidad si la gracia no les diese una energía y una firmeza divinas. Entiendo bien que todos los sacramentos son reparadores de las faltas veniales, estimulando en nosotros hermosos movimientos de caridad; en especial la Eucaristía que restaura las fuerzas extenuadas en la lucha cotidiana. Pero si la Eucaristía nos aporta una gracia de alimentación, la Penitencia nos da una gracia propia de curación (sanatio) más directamente apropiada a nuestro estado de pecador: nuestras tendencias al mal son frenadas, nuestras virtudes liberadas y robustecidas; el cumplimiento del bien, más fácil y gozoso; las caídas más escasas; la perseverancia, mejor garantizada. 

De todo lo cual se sigue que el sacramento de la Penitencia es un medio providencial de santificación: no solamente Dios comparte de alguna manera su Omnipotencia con nuestro arrepentimiento, sino que se sirve de nuestras faltas para ayudarnos a llegar hasta Él. Descuidar o tratar con negligencia el sacramento de la Penitencia, no sólo es sustraerse a la misericordia de Dios, sino que es escatimar la ayuda exigida para preservarse de nuevos pecados y mantenerse en la virtud. Cuanto menos uno se confiesa, más débil es para vencer el mal; cuanto más uno se confiesa, más fuerte es para luchar y preservarse de todas las emboscadas sembradas en nuestra ruta. Esta doctrina es infinitamente más profunda de lo que parece. 

Los sacramentos 1 Iª IIae., q. 58, a. 2, 3 2 Ia IIae., q. 85, a.1 6 no son fuentes cualesquiera de gracia, ni medios de santificación comparables a otros. Ellos nos transmiten la gracia de Cristo; más exactamente, son prolongación de su Pasión. San Agustín vio correr los sacramentos del costado de Cristo en la cruz y derramarse sobre la humanidad herida como los grandes remedios que ella esperaba, como las fuentes de su redención y de su santificación. Cristo crucificado es el buen samaritano, médico sabio, que acude en socorro del género humano enfermo y herido. Vierte el vino y el óleo sobre las llagas de este herido jadeante que los ladrones han asaltado y dejado medio muerto. “Como se corre al frasco para encontrar en él tal líquido deseado, escribe un antiguo teólogo, así se corre a los sacramentos que son un antídoto destinado para curar” (Kilwarby).

Pero si Cristo prolonga sensiblemente su acción sanante en nuestra alma por medio de los sacramentos, resulta de ello que su influencia personal nos transforma poco a poco en su imagen. En efecto, toda causa imprime su semejanza en su efecto. Concluimos pues en lo siguiente: por el sacramento de la Penitencia somos configurados a Cristo expiando el pecado en la cruz; alcanzamos una cumbre en nuestra vida propiamente cristiana. El sacramento nos pone en contacto directo, personal, con el Salvador, permite a la gracia de Cristo pasar a nosotros, y tiene por finalidad asimilarnos a Cristo: “Vivo yo, exclama san Pablo, pero no soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí”. Habiéndosenos comunicado vitalmente la energía de Cristo, todos los actos que hagamos bajo esta influencia serán en verdad como actos del mismo Cristo. 

Cada sacramento nos asimila, según su gracia propia, a algún rasgo distinto de nuestro divino modelo. El Bautismo nos incorpora a Cristo crucificado y resucitado; la Confirmación nos hace capaces de confesar nuestra fe, de dar testimonio de la verdad en pos de Cristo; el sacerdocio me posibilita para cumplir los mismos gestos del Señor transformando el pan y el vino en su Cuerpo y en su Sangre; el Matrimonio une a los esposos, a imagen de Cristo uniéndose a su Iglesia; la Eucaristía consuma mi unión vital con Cristo crucificado. 

Así el sacramento de la Penitencia no solamente me comunica una parte de las satisfacciones y de los méritos infinitos adquiridos por el Salvador en la Cruz, no solamente transforma mis faltas de cada día en fuentes de gracia, de fuerza, de salud, sino más exactamente, me hace semejante a Cristo expiando y reparando el pecado en el transcurso de su Pasión; me hace participar en sus mismos sentimientos, de calidad divina, me hace producir los mismos actos de redención. Cristo vive, obra en mí, pecador penitente, como El obraba en el Gólgota, donde cargó la pena del pecado y donde ofreció sus dolores a su Padre, por la salvación de las almas. Cuando yo recibo la absolución, la Pasión de mi Salvador obra en mí, como en todos los otros sacramentos, pero aquí a modo de perdón concedido al pecador arrepentido; ella me une a Cristo crucificado que quita la deuda del pecado, no por consiguiente al niño Jesús de Nazaret, ni al profeta y al predicador de Galilea, ni a Cristo Rey, sino al Salvador y al Redentor del mundo, que vino a la tierra no para los justos sino para los pecadores dando su vida para salvarlos de la muerte. 

En verdad, en el sacramento de la Penitencia encuentro un desarrollo de mi vida cristiana que tiene su fuente en la santísima humanidad dolorosa y amante del Hijo de Dios. Afirmo en ello mi doble condición de pecador y de rescatado, estoy en el camino auténtico, que lleva al Padre -en Cristo- y progreso en él. Estoy asociado al más grande de todos los actos de mi Salvador y yo lo imito sin posibilidad de error. ¿Estoy seguro, es posible esto? Estoy seguro, en el más humilde confesionario, yo, pecador, ayer extraviado y rebelado contra Dios, pero hoy contrito, estoy seguro, digo, en este instante, de ser Cristo, obrando como Cristo, viviendo en Cristo, inmolándome con Cristo. ¿Puede uno imaginarse estar más cerca del cielo? Comprendo entonces la reflexión de san Juan Crisóstomo: “Qué admirable es, Dios mío, tu misericordia en sus consejos, qué poderosa en sus obras! ¡Qué ingeniosa en toda la economía de la conversión de los hombres! Nosotros no nos damos cuenta, y sin embargo, Señor, Tú haces en nosotros milagros de gracia para salvarnos en el mismo momento en que nuestras ofensas deberían comprometeros a hacer milagros de justicia para castigarnos. Tú tomas, en efecto, el pecado que acabamos de cometer para expresar con él la gracia que nos reprocha haberlo cometido; para justificarnos Tú te sirves de aquello que nos ha hecho culpable; y para darnos la vida, de aquello que había causado nuestra muerte”.

Toda la vida humana es una seguidilla lamentable de faltas; toda vida cristiana es un fracaso. Pero qué recurso admirable, poder aniquilar sus faltas por la confesión y encontrar en el mal la ocasión de un bien más grande: “Bienaventurados, exclama el salmista, aquellos cuyas faltas han sido perdonadas. Bienaventurados aquellos cuyos pecados no existen más” . Bienaventuranza a menudo ignorada y sin embargo bienaventuranza accesible a todos los mortales. El penitente que se presenta al sacerdote confesándose y pidiéndole: “Padre, bendígame porque he pecado”, ha visto en ese instante cómo su arrepentimiento produce la gracia, cómo su alma lavada, blanqueada de todas sus manchas, va reencontrando su condición gloriosa de verdadero hijo de Dios y va adquiriendo una semejanza más profunda, auténtica, con Cristo Salvador. ¡Qué felicidad, cuando después de este prodigio, maravillosa invención de la divina misericordia, el sacerdote consagra este estado con estas últimas palabras: “Vete en paz”!

En conclusión: la Penitencia es un sacramento, una realidad sagrada, un signo eficaz de la gracia, un contacto con Cristo crucificado. Por lo tanto, qué necesario es reaccionar, no digo solamente contra el hábito de confesarse tan mal, con tan poca contrición y una fe tan pobre, sino además venir al confesionario para decir cosas que allí no tienen nada que hacer: se habla de litigios, de asuntos profanos, de detalles de la comunidad... la confesión es un sacramento que no ha sido instituido para excusarnos y murmurar sobre nuestro prójimo, sino para perdonar nuestros pecados y hacer eficaz nuestra penitencia. Cuántos religiosos deben adquirir el deber primario de respeto por esa realidad santa, sí, también de respeto por el confesor -que no es “un director”. Es un sacerdote, esto es suficiente, esto es espléndido. Es un ministro de Jesucristo, poco importa su ciencia y su santidad. Tiene un poder, un carácter sacramental para comunicarnos la gracia, para comunicarnos a Dios mismo. Esto es lo que necesitamos pedirle. 

C. Spicq, OP Universidad de Friburgo Suiza
(Traducido por Hna. Verónica Zavalla OSB, Abadía Santa Escolástica)

sábado, 13 de agosto de 2022

Cardenal Raymond Leo Burke. La apostasía avanza en la Iglesia



El cardenal Raymond Burke ofreció aliento y esperanza a los católicos tradicionales en una homilía reciente, lamentando el "veneno del pensamiento mundano" dentro de la Iglesia.

Durante su homilía del 7 de agosto en el Oratorio de Santa María, dirigido por el Instituto de Cristo Rey Sumo Sacerdote (IKCSP) en Wausau, Wisconsin, Burke habló a los fieles católicos y advirtió sobre los ataques tanto dentro como fuera de la Iglesia Católica.

“Tiempos como el de hoy no son diferentes a los del Pueblo Elegido antes de la caída de Jerusalén”, dijo. “La cultura laica es una rebelión abierta y violenta contra el buen orden que Dios escribió en la naturaleza y sobre todo en el corazón del hombre”.

“La integridad del matrimonio y la familia, la dignidad inviolable de la vida humana y la libertad fundamental de religión se violan rutinariamente en favor de una cultura fundada en la voluntad de corazones humanos corruptos”, continuó Burke.

“El veneno del pensamiento mundano afecta la vida de la Iglesia, alejando los corazones de Cristo, del respeto por la verdad de la doctrina cristiana y de la adoración a Dios en espíritu y en verdad”, advirtió Burke.

Su homilía llega en un momento de creciente restricción de la misa tradicional en latín, ya que el cardenal Cupich de Chicago canceló las misas públicas y las confesiones de los sacerdotes del ICCSP en su diócesis [aquí - aquí], dejando a unos 400-500 fieles todos los domingos sin la tradicional Misa y los sacramentos.

Esta decisión se tomó luego de que los sacerdotes del IICKSP se negaran a firmar una carta presentada por Cupich, en la que se afirmaba que la Misa del Novus Ordo es la única expresión verdadera del rito romano, rechazando así el rito romano tradicional y su carisma. [ aquí ].
“La apostasía es dolorosamente evidente en la vida de aquellos que dicen ser católicos devotos y al mismo tiempo ignoran la tradición apostólica”, dijo Burke.
“En estos tiempos, los corazones sinceros luchan por comprender la voluntad permisiva de Dios, mientras Satanás los tienta a la duda y al desánimo, y a abandonar la lucha diaria contra las fuerzas del mal”, dijo.
“Pero nunca debemos ceder a la duda, el desánimo y el abandono de la batalla diaria para defender a nuestro Señor y su santa Iglesia”, dijo Burke, y agregó: “incluso de los enemigos dentro de la Iglesia”.
El Cardenal Burke siempre ha apoyado la Misa en latín, defendiendo la Tradición frente a los nuevos documentos publicados por la Congregación (ahora Dicasterio) para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos (CDW) [ aquí ].

Silencio sobre Nicaragua | Actualidad Comentada | 12-08-2022 | Pbro. Santiago Martín FM | Magnificat



Duración 13:27 minutos

viernes, 12 de agosto de 2022

miércoles, 10 de agosto de 2022

Una crítica doctrinal de Desiderio desideravi: La primacía de la adoración



Introducción del editor: Damos inicio a la publicación, en cinco artículos sucesivos, de un importante estudio de José Antonio Ureta sobre los fundamentos teológicos sobre los que se apoya la reciente exhortación apostólica Desiderio Desideravi. 

El autor argumenta que estos fundamentos difieren manifiestamente de los de la encíclica Mediator Dei de Pío XII en la medida en que ponen todos los acentos precisamente en las peligrosas inclinaciones del Movimiento Litúrgico tardío contra las cuales el último Papa preconciliar quiso advertir a los fieles.

La primacía de la adoración

José Antonio Ureta

Necesidad de un examen meticuloso

En los medios tradicionalistas, los comentarios a la exhortación apostólica Desiderio desideravi se han limitado hasta el presente a lamentar la reiteración de la tesis de que la misa de Pablo VI es la única forma de Rito Romano y a negar que el nuevo Ordinario de la Misa sea una traducción fiel de los deseos de reforma expresados por los Padres conciliares en la constitución Sacrosantum Concilium.

No me ha llegado a las manos (o, más bien, a la pantalla del computador) ninguna crítica teológica de los principios desarrollados por el papa Francisco en su meditación sobre la liturgia. Veo inclusive con preocupación que algunos artículos, al mismo tiempo que condenan los dos defectos de Desiderio desideravi arriba mencionados, dan a entender que si sus principios y algunos comentarios del Papa fuesen puestos en práctica en las parroquias, el resultado sería positivo.

«De hecho, buena parte de los consejos del papa Francisco para la liturgia se podría entender como una convocatoria general a la tradición en la liturgia», escribe un destacado líder tradicionalista, que tras citar algunos fragmentos de la exhortación sobre la riqueza del lenguaje simbólico, agrega: «Si los ceremonieros de las diócesis se tomasen a pecho estas afirmaciones, observaríamos por todo el mundo una transformación de la liturgia de vuelta a la tradición»[1]. 

Los sacerdotes birritualistas de la diócesis de Versalles que animan el portal Padreblog afirman, por su parte, que «bastantes elementos de la carta tienen en común que ni son propios ni figuran en el Misal de 1962 ni en el de 1970», para concluir que «lo mejor del Misal de San Pío V encontrará de modo natural su lugar en la profundización litúrgica que pide el Santo Padre»[2]. El capellán de la misa tradicional a la que asisto regularmente (perteneciente a una comunidad Ecclesia Dei) parece ser de la misma opinión, pues sugirió al fin de un sermón reciente superar el desagrado que produce el párrafo 31 de Desiderio desideravi y aprovechar las vacaciones del verano europeo para nutrirse espiritualmente con la lectura del documento papal.

Temiendo que esa actitud benevolente se difunda en los medios tradicionalistas, pretendo mostrar en los párrafos que siguen los desvíos doctrinales que, en mi modesta opinión, salpican las meditaciones del Papa Francisco sobre la liturgia, desvíos que resultan de la nueva orientación teológica asumida por la constitución Sacrosantum Concilium del Concilio Vaticano II. 

Lo haré comparando la visión de la liturgia que enseña el último documento preconciliar sobre el tema, o sea, la encíclica Mediator Dei de Pio XII con aquella que emerge de Desiderio desideravi. La conclusión será que esta última merece, por lo menos, la crítica que hacía el cardenal Giovanni Colombo a la Gaudium et Spes, a saber, que «todas las palabras son apropiadas; lo que falla son los acentos»[3]. Infelizmente, tras leer el texto reciente del Papa los lectores se quedan más con los acentos errados que con las palabras apropiadas…
La comparación entre la visión de Pio XII y la de Francisco versará sobre cuatro puntos específicos: la finalidad del culto litúrgico, el misterio pascual como centro de la celebración, el carácter memorial de la Santa Misa y, por último, la presidencia de la asamblea litúrgica.
Finalidad del culto litúrgico

Mediator Dei[4] deja sentado con una claridad meridiana que el culto católico tiene dos finalidades principales que se entrecruzan y se apoyan mutuamente: la gloria de Dios y la santificación de las almas. Pero, evidentemente, la primacía le corresponde al homenaje rendido al Creador.

Después de explicar que «el deber fundamental del hombre es, sin duda ninguna, el de orientar hacia Dios su persona y su propia vida» (n° 18), reconociendo su majestad suprema y dándole «mediante la virtud de la religión, el debido culto» (n° 19), Pío XII recuerda que la Iglesia lo hace continuando la función sacerdotal de Jesucristo (n° 5) y concluye con la siguiente definición: «La sagrada liturgia es, por consiguiente, el culto público que nuestro Redentor tributa al Padre como Cabeza de la Iglesia, y el que la sociedad de los fieles tributa a su Fundador y, por medio de Él, al Eterno Padre: es, diciéndolo brevemente, el completo culto público del Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, de la Cabeza y de sus miembros» (n° 29).

Inclusive el fin subsidiario (y, de hecho, primario desde otro punto de vista) de santificar las almas tiene como fin último la gloria de Dios: «Tal es la esencia y la razón de ser de la sagrada liturgia; ella se refiere al sacrificio, a los sacramentos y a las alabanzas de Dios, e igualmente a la unión de nuestras almas con Cristo y a su santificación por medio del divino Redentor, para que sea honrado Cristo, y en Él y por Él toda la Santísima Trinidad: Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo» (n° 215).

Por influencia de los teólogos del llamado Movimiento Litúrgico, cuyas ideas fueron recogidas en Sacrosanctum Concilium, esa relación entre glorificación de Dios y santificación de las almas en la liturgia quedó invertida. Lo explica de modo muy pedagógico el teólogo jesuita P. Juan Manuel Martín Moreno en sus Apuntes de Liturgia[5] para el curso que impartió en la Pontificia Universidad de Comillas (de la Compañía de Jesús) en los años 2003-2004:

«Siempre se ha reconocido una doble dimensión al acto litúrgico. Por una parte tiene como objetivo la glorificación de Dios (dimensión ascensional o anabática) y por otra la salvación y santificación de los hombres (dimensión descensional o catabática). (…)

»La teología litúrgica anterior al Vaticano II partía del concepto de culto concebido anabáticamente. La liturgia era primariamente la glorificación de Dios, el cumplimiento de la obligación que la Iglesia tiene como sociedad perfecta de rendir culto público a Dios, para atraerse de ese modo sus bendiciones.

»En cambio para el Vaticano II prima la dimensión descendente. La Trinidad divina se manifiesta en la Encarnación y en la Pascua de Cristo. El Padre entregando a su Hijo al mundo en la Encarnación, y su Espíritu en la plenitud de la Pascua, nos comunica su comunión trinitaria como un don. Este doble don de la Palabra y el Espíritu se nos da en el servicio litúrgico para nuestra liberación y santificación. (…)

»La concepción anabática de la liturgia se centraba en el servicio del hombre a Dios, mientras que la concepción catabática se fija en el servicio ofrecido por Dios al hombre. La crítica del culto, entendida como servicio del hombre a Dios, se basa en el hecho de que efectivamente Dios no necesita esos servicios del hombre. (…)

»Si la liturgia fuese básicamente culto, sería superflua. Pero si la liturgia es el modo como el hombre puede entrar en posesión de la salvación de Dios, el modo como la acción salvífica se hace realmente presente aquí y ahora para el hombre, es claro que el hombre sigue necesitando la liturgia»[6].

De hecho, la dimensión catabática tiene también la finalidad anabática de conducir los hombres a Dios y hacer que lo glorifiquen. Pero, en Desiderio desideravi[7], el papa Francisco enfatiza casi exclusivamente esta concepción primordialmente catabática de la liturgia y deja en la sombra la glorificación de Dios, que para Pío XII es su elemento primordial.

Su meditación comienza con las palabras iniciales del relato de la Última Cena – «ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros»– subrayando que ellas nos dan «la asombrosa posibilidad de vislumbrar la profundidad del amor de las Personas de la Santísima Trinidad hacia nosotros» (n° 2). «El mundo no lo sabe, pero todos están invitados al banquete de bodas del Cordero (Ap 19, 9)» (n° 5), agrega el pontífice. Sin embargo, «antes de nuestra respuesta a su invitación –mucho antes– está su deseo de nosotros: puede que ni siquiera seamos conscientes de ello, pero cada vez que vamos a Misa, el motivo principal es porque nos atrae el deseo que Él tiene de nosotros» (n° 6). La liturgia, entonces, es ante todo el lugar del encuentro con Cristo, porque ella «nos garantiza la posibilidad de tal encuentro» (n° 11).

El sentido catabático y descendiente de la liturgia –entrar en posesión de la salvación– está muy bien resaltado. Pero fue enteramente omitido el hecho, destacado por Pío XII en el texto ya citado, de que la primera función sacerdotal de Cristo es rendir culto al Padre Eterno en unión con su Cuerpo Místico.

Esa unilateralidad se refuerza en otro párrafo que trata específicamente del aspecto anabático ascendiente, o sea, de la glorificación de la divinidad por los fieles reunidos. Dicho texto insinúa que la gloria de Dios es secundaria, en cuanto no agrega nada a la que Él ya posee en el Cielo, mientras lo que realmente vale es su presencia en la tierra y la transformación espiritual que ella produce: «La Liturgia da gloria a Dios no porque podamos añadir algo a la belleza de la luz inaccesible en la que Él habita (cfr. 1 Tim 6,16) o a la perfección del canto angélico, que resuena eternamente en las moradas celestiales. La Liturgia da gloria a Dios porque nos permite, aquí en la tierra, ver a Dios en la celebración de los misterios y, al verlo, revivir por su Pascua: nosotros, que estábamos muertos por los pecados, hemos revivido por la gracia con Cristo (cfr. Ef 2,5), somos la gloria de Dios» (n° 43).

Las palabras son apropiadas, porque es verdad que el hombre agrega a Dios una gloria apenas “accidental”, pero fue Dios mismo el que quiso recibirla de él al crearlo. Pero los acentos, por su unilateralidad, conducen los fieles a una posición errónea, que fácilmente degenera en el culto del becerro de oro, o sea, «en una fiesta que la comunidad se ofrece a sí misma, y en la que se confirma a sí misma», actitud denunciada en su tiempo por el entonces cardenal Joseph Ratzinger [8].

NOTAS:




[4] Las citas de la encíclica y su numeración corresponden a la versión publicada en el sitio internet de la Santa Sede: https://www.vatican.va/content/pius-xii/es/encyclicals/documents/hf_p-xii_enc_20111947_mediator-dei.html.


[6] Op. cit., p. 47-48.

[7] Las citas de la exhortación apostólica y la numeración corresponden a la versión publicada en el sitio internet de la Santa Sede:


[8] Joseph Ratzinger, El Espíritu de la liturgia: una introducción, Eds. Cristiandad, Madrid, 2001, p. 43.

La nueva inquisición y la Iglesia de la Climatología



Al calor de las nuevas religiones de la New Age

ANTONIO GIL-TERRÓN PUCHADES
09 Ago 2022


Me gusta, y mucho, que en la Civilización Occidental, la nuestra, construida sobre los valores de la tradición judeocristiana, haya podido librarse del fanatismo religioso de antaño, pero sin renunciar a sus valores fundacionales.

Sin embargo, al calor de las nuevas religiones de la New Age, entre las que destaca la Iglesia de la Climatología, los fanáticos siguen fermentando entre nosotros, emponzoñando la convivencia diaria con su odio e intolerancia hacia todos aquellos que no piensan igual que ellos. Y no es que critique los valores de esas nuevas religiones ´políticamente correctas´; no.
Lo que critico es la histeria, el fanatismo y la intolerancia inquisitorial, de todos aquellos que por un lado están pidiendo respeto por sus creencias e ideales, mientras que por otro se dedican a odiar, perseguir y atacar con saña, a todos aquellos que piensan diferente o, simplemente, no comparten su enardecida pasión por la ideología de género, o sus credos y dogmas de fe sobre el cambio climático, o las vacunas milagrosas. A los díscolos con la doctrina oficial, antes les llamaban ´herejes´, ahora, ´negacionistas´.
Los inquisidores de antaño ya no se encuentran dentro de las diferentes iglesias cristianas; afortunadamente. Los inquisidores se hallan dentro de esas nuevas religiones ´políticamente correctas´, que encuentran en la Agenda 2030, sus dogmas de fe; su credo y su catecismo.

Al final, los mismos perros con diferentes collares.

martes, 9 de agosto de 2022

Una poesía de Amado Nervo




HAY QUE 


Hay que andar por el camino
posando apenas los pies;
hay que ir por este mundo
como quien no va por él.

La alforja ha de ser ligera,
firme el báculo ha de ser,
y más firme la esperanza
y más firme aún la fe.

A veces la noche es lóbrega;
mas para el que mira bien
siempre desgarra una estrella
la ceñuda lobreguez.

Por último, hay que morir
al deseo y al placer,
para que al llegar la muerte
a buscarnos, halle que

ya estamos muertos del todo, 
no tenga nada que hacer
y se limite a llevarnos
de la mano por aquel

sendero maravilloso
que habremos de recorrer,
libertados para siempre
de tiempo y espacio. ¡Amén!

Amado Nervo

El ‘indietrismo’ es cuestión de fechas (Carlos Esteban)



Acusado por el zar de Rusia de ser un traidor, Charles Maurice de Tayllerand, que había servido bajo todos los regímenes que se sucedieron en la Francia revolucionaria y en la restauración posterior, respondió: “La traición es una cuestión de fechas”. Y es que la historia solo reconoce como traidor al que se equivoca de bando.

Y se me ocurre que el “indietrismo”, la involución, que últimamente tanto denuncia el Santo Padre, tiene la misma característica: es cuestión de fechas. Es decir, todo el mundo es ‘indietrista’ porque todo el mundo tiene una fecha pasada que considera el inicio correcto.

El Papa es indietrista del Vaticano II tanto como los odiados y rígidos tradicionalistas lo son de un tiempo anterior a lo que, numéricamente, al menos, fue una catástrofe sin precedentes para la práctica católica.

La diferencia más notable, aunque solo sea desde el punto de vista secular, histórico, es que a los tradicionalistas no se les puede ya motejar de nostálgicos, porque nadie puede sentir nostalgia de lo no vivido. No quieren volver a un rito y a una práctica de culto que les recuerde a su juventud, porque ha pasado ya más de medio siglo, y los jóvenes abundan entre los seguidores del rito tridentino. Más bien, aspiran a reconectar con la Iglesia de siempre, con una forma de adoración ininterrumpida, reflejo de una doctrina perenne.

El indietrismo vaticano, en cambio, quiere volver a los tiempos del ‘Espíritu del Concilio’, que sí vivieron, que sí fue para muchos añosos clérigos el espíritu de su juventud. El resultado tiene algo de patético, como volver a los pantalones de campana, si se me perdona la frivolidad de la analogía. Y es que el Concilio, por voluntad expresa, pretendía un ‘aggiornamento’, una puesta al día, una adaptación al mundo de los años sesenta y setenta.

Y lo que hace parecer especialmente envejecida esta estrategia es un doble problema. El primero es que los retos que planteaba ese tiempo no son los que vivimos ahora; sus circunstancias son muy otras, y se nota.

El segundo es aún más llamativo: ante la crisis de la Iglesia en esa época convulsa, para detener una sangría ya en marcha, se ensayaron soluciones que habría de darle la vuelta y propiciar una ‘primavera de la Iglesia’. Y en ese momento aún podía sostenerse que las innovaciones serían eficaces. Hoy, no. Este medio siglo es testimonio demasiado expresivo del fracaso, y volver a él, dar dos tazas de arroz a quien no quiere una, resulta desconcertante, cuando menos.

Carlos Esteban

domingo, 7 de agosto de 2022

Reflexión sobre algunos puntos relacionados con el Concilio Vaticano II, según Adelante la Fe




- Francisco contra el Concilio (de César Félix Sánchez)



- El Concilio incuestionable (de John A. Monaco)



- El Concilio y el eclipse de Dios (Don Pietro Leone: hay cuatro artículos)

https://adelantelafe.com/don-pietro-leone-el-concilio-y-el-eclipse-de-dios-i/

- De aquellos barros estos lodos: sobre la profanación eucarística en Alemania


- Algunas reflexiones sobre el Concilio Vaticano II y la crisis actual de la Iglesia


- Libro imprescindible sobre el Concilio Vaticano II y más


- La Historia nunca escrita del Concilio Vaticano II (libro de Roberto De Mattei)


- Puntos de ruptura entre el Concilio Vaticano II y la Tradición. Sinopsis (Paolo Pasqualucci, filósofo católico)


- Los puntos de ruptura del Concilio Vaticano II permanecen.


- Vaticano II: una explicación pendiente (Libro de Monseñor Brunero Gherardini)



Nota: Hay muchísimo más artículos, muy interesantes, que tratan sobre el Concilio Vaticano II. Yo sólo he apuntado diez, entre los últimos. 

Hay dos libros que ilustran muy bien sobre este Concilio, de lectura imprescindible:

Vaticano II: una explicación pendiente (de Brunero Gherardini)

Concilio Vaticano II: una historia nunca escrita (de Roberto de Mattei)


Selección de artículos por José Martí