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martes, 7 de julio de 2020

Algunas reflexiones sobre el Concilio Vaticano II y la crisis actual de la Iglesia (Monseñor Schneider)



S. E. Mons. Athanasius Schneider publicó hoy un documento titulado “Algunas reflexiones sobre el Concilio Vaticano II y la crisis actual de la Iglesia” a fin de esclarecer su posición sobre el Concilio y disipar toda confusión entre los fieles. En algunos temas, Mons. Schneider profundiza algunas de las reflexiones ya presentadas en su libro-entrevista Christus Vincit: Christ’s Triumph Over the Darkness of the Age.

Mons. Schneider dio la versión oficial del documento en exclusividad a Corrispondenza Romana en italiano, a Correspondencia Romana en español, a The Remnant en inglés y al Blog de Jeanne Smits en francés. Todos los derechos reservados.

En las últimas décadas no únicamente algunos modernistas declarados sino también teólogos y fieles que aman a la Iglesia han tenido una actitud que se parecía a una suerte de defensa ciega de todo aquello que había sido dicho en el Concilio Vaticano II. Tal actitud a veces parece requerir verdaderas acrobacias mentales y una “cuadratura del círculo”. También hoy la mentalidad de los buenos católicos lleva a considerar como totalmente infalible cada palabra del Concilio Vaticano II y cada palabra y gesto del Pontífice. Este género de malsano centralismo papal estaba ya presente en varias generaciones de católicos de los últimos dos siglos. Una crítica respetuosa y un debate teológico sereno, sin embargo, estuvieron siempre presentes y permitidos en el interior de la Iglesia, en conformidad con su gran tradición, ya que es la Verdad y la fidelidad a la revelación divina como también la tradición constante de la Iglesia lo que se debe buscar, lo que de suyo implica el uso de la razón y de la racionalidad evitando acrobacias mentales. Algunas explicaciones de ciertas expresiones obviamente ambiguas que inducen al error, contenidas en textos del Concilio, parecen artificiales y poco convincentes, especialmente cuando se reflexiona sobre los mismos, de un modo intelectualmente más honesto, a la luz de la doctrina ininterrumpida y constante de la Iglesia.

Instintivamente, se ha reprimido todo argumento razonable que pudiera, incluso mínimamente, colocar en discusión cualquier expresión o palabra en los textos del Concilio. Sin embargo, un comportamiento semejante no es sano y contradice la gran tradición de la Iglesia, como se observa en los Padres de la Iglesia y en los grandes teólogos de la Iglesia a lo largo de dos mil años. Una opinión diferente de la que ha enseñado el Concilio de Florencia sobre la materia del sacramento del Orden, es decir de la traditio instrumentorum, se permitió en los siglos posteriores a este Concilio y dio lugar al pronunciamiento del Papa Pío XII en el año 1947 en la Constitución Apostólica Sacramentum Ordinis, con la cual corrigió la enseñanza no infalible del Concilio de Florencia, estableciendo que la única materia estrictamente necesaria par la validez del sacramento del Orden es la imposición de las manos del Obispo. Con este acto, Pío XII hizo no un acto de hermenéutica de la continuidad sino, precisamente, una corrección, porque esta doctrina del Concilio de Florencia no reflejaba la doctrina constante y la praxis litúrgica de la Iglesia universal. Ya en el año 1914 el Cardenal G.M. van Rossum había escrito respecto a la afirmación del Concilio de Florencia sobre la materia del sacramento del Orden, que aquella doctrina del Concilio es reformable y que incluso hay que abandonarla (cfr. De essentia sacramenti ordinis, Freiburg 1914, p. 186). Entonces,, en este caso concreto no había margen para una hermenéutica de la continuidad en este caso concreto.

Cuando el Magisterio Pontificio o un Concilio Ecuménico han corregido alguna doctrina no infalible de Concilios Ecuménicos precedentes– aunque esto ha ocurrido raramente–, con ese acto no han minado los fundamentos de la fe católica ni tampoco opusieron el magisterio de mañana al de hoy, como lo demuestra la historia. Con una Bula del año 1425 Martín V aprobó los decretos del Concilio de Constanza e incluso el decreto “Frequens” de la 39a sesión (del 1417), un decreto que afirma el error del conciliarismo, es decir, de la superioridad del Concilio sobre el Papa. Sin embargo, su sucesor, el Papa Eugenio IV, declaró en el año 1446 que aceptaba los decretos del Concilio Ecuménico de Constanza excepto aquellos (de las sesiones 3, 5 y 39) que perjudican los derechos y el primado de la Sede Apostólica” (absque tamen praeiudicio iuris, dignitatis et praeeminentiae Sedis Apostolicae). El dogma del Concilio Vaticano I sobre el primado del Papa rechazó definitivamente el error conciliarista del Concilio Ecuménico de Constanza. El Papa Pío XII, como ya fue mencionado, corrigió el error del Concilio de Florencia respecto a la materia del sacramento del Orden. Con estos no frecuentes actos de corrección de precedentes afirmaciones del Magisterio no infalible no fueron minados los fundamentos de la fe católica, no se han minado los fundamentos de la fe católica, precisamente porque dichas afirmaciones concretas (como por ejemplo las del Concilio de Constanza y de Florencia) no habían tenido carácter infalible.

Algunas expresiones del Concilio no pueden ser tan fácilmente reconciliables con la constante tradición doctrinal de la Iglesia, como por ejemplo las expresiones del Concilio sobre el tema de la libertad religiosa (en el sentido de un derecho natural y por lo tanto positivamente querido por Dios, de practicar y difundir una religión falsa, que puede abarcar también idolatrías o cosas peores), sobre una distinción entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia Católica (el problema del “subsistit in” da la impresión de la existencia de dos realidades: por una parte la Iglesia de Cristo y por otra la Iglesia Católica), de la conducta ante la confrontación de las religiones no cristianas y de la conducta frente a las confrontaciones del mundo contemporáneo.

Aunque la Respuesta la Congregación para la Doctrina de la Fe a estos aspectos acerca de la doctrina sobre la Iglesia (29 de junio de 2007) dio una explicación del “subsistit in”, lamentablemente ha evitado decir con toda claridad que la Iglesia de Cristo es verdaderamente la Iglesia Católica, o sea, ha evitado declarar explícitamente la identidad entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia Católica. Permanece, de hecho, un tono de indeterminación.

También se observa una actitud que rechaza a priori todas las posibles objeciones a las discutibles afirmaciones de los textos conciliares. Se presenta, en cambio, como única solución el método llamado “hermenéutica de la continuidad”. Desafortunadamente no se toman en serio las dudas con respecto a los problemas teológicos inherentes a aquellas afirmaciones conciliares. Debemos de tener siempre presente el hecho de que la principal finalidad del Concilio era de carácter pastoral y que el Concilio no tenía la intención de proponer sus propias enseñanzas de un modo definitivo.

Las declaraciones de los Papas antes del Concilio, también aquellos del siglo XIX y del siglo XX, reflejan fielmente a sus predecesores y a la constante tradición de la Iglesia de un modo ininterrumpido. Los Papas de dos siglos, decimonoveno y veinte, es decir después de la Revolución Francesa, no representan un período “exótico” con relación a la tradición bimilenaria de la Iglesia. No se puede reivindicar ninguna ruptura en las enseñanzas de aquellos Papas respecto al Magisterio anterior. En lo que dice respecto a la realeza social de Nuestro Señor Jesucristo y a la objetiva falsedad de las religiones no cristianas, por ejemplo, no se puede encontrar una significativa ruptura entre las enseñanzas de los Papas desde Gregorio XVI a Pío XII por un lado y las enseñanzas del Papa Gregorio el Grande (siglo VI) y sus predecesores y sucesores por el otro.

Verdaderamente se puede ver una línea continua sin ninguna ruptura desde la época de los Padres de la Iglesia hasta Pío XII, especialmente en temas como la realeza también social de Cristo, la libertad religiosa y el ecumenismo en el sentido de que existe un derecho natural positivamente deseado por Dios de practicar exclusivamente la única verdadera religión que es la fe católica. Antes del Concilio Vaticano II no existía la necesidad de hacer un esfuerzo colosal para presentar voluminosos estudios a fin de demostrar la perfecta continuidad de la doctrina entre un Concilio y otro, entre un Papa y sus predecesores, pues la continuidad era evidente. El hecho en sí de la necesidad, por ejemplo, de la “Nota explicativa previa” al documento Lumen Gentium demuestra que el mismo texto de la Lumen Gentium en el nº 22 es ambiguo respecto al tema de las relaciones entre el primado y la colegialidad episcopal. Los Documentos esclarecedores del Magisterio en la época post-conciliar, como por ejemplo las encíclicas Mysterium Fidei, Humanae Vitae, il Credo del Popolo di Dio de Paulo VI fueron de gran valor y ayuda, pero los mismos no aclararon las afirmaciones ambiguas del Concilio Vaticano II antes mencionadas.

Frente a la crisis que surgió con Amoris Laetitia y con el documento de Abu Dhabi estamos obligados a profundizar estas consideraciones sobre el necesario esclarecimiento o rectificaciones de algunas de las afirmaciones conciliares anteriormente mencionadas. En la Suma Teológica Santo Tomás presentaba siempre objeciones (“videtur quod”) y contra-argumentaciones (“sed contra”). Santo Tomás era intelectualmente muy honesto; las objeciones deben ser permitidas y tomadas en serio. Deberíamos utilizar su método respecto a algunos puntos controvertidos de los textos del Concilio Vaticano II que fueron discutidos durante casi sesenta años. La mayor parte de los textos del Concilio está en continuidad orgánica con el Magisterio anterior. En última instancia, el Magisterio Pontificio debe esclarecer de modo convincente algunas expresiones específicas de los textos del Concilio, lo que hasta ahora no siempre fue hecho de una manera intelectualmente honesta y convincente. Si fuera necesario, un Papa o un futuro Concilio Ecuménico deberían agregar explicaciones (algo así como notas explicativas posteriores) o presentar incluso modificaciones de esas expresiones controvertidas dado que no fueron presentadas por el Concilio como una enseñanza infalible y definitiva, como lo declaró también Paulo VI diciendo que el Concilio “evitó dar definiciones dogmáticas solemnes, empeñando la infalibilidad del magisterio eclesiástico” (Audiencia General, 12 de enero de 1966).

La historia nos lo dirá a distancia. Estamos a solo cincuenta años del Concilio. Seguramente lo veremos más claramente después de otros cincuenta años. Sin embargo, desde el punto de vista de los hechos, de las pruebas, desde un punto de vista global, el Vaticano II no ha traído un verdadero florecimiento espiritual en la vida de la Iglesia. Y aun cuando antes del Concilio ya existían problemas en el Clero, sin embargo, honestamente y por amor a la justicia, se debe reconocer que los problemas morales, espirituales y doctrinales del Clero antes del Concilio no estaban difundidos en una escala tan vasta y con una intensidad tan grave como lo fue en el período postconciliar hasta los días de hoy. Tomando en cuenta que ya antes del Concilio existían algunos problemas, la primera finalidad del Concilio Vaticano II debería haber sido, precisamente, establecer normas y doctrinas lo más claras posibles e incluso privadas de toda ambigüedad, como lo hicieron en el pasado todos los Concilios empeñados en reformas. El plan y las intenciones del Concilio eran principalmente pastorales, sin embargo, a pesar de su propósito pastoral, le siguieron consecuencias desastrosas que aún hoy estamos viendo. Ciertamente, el Concilio tiene varios textos hermosos. Pero las consecuencias negativas y los abusos cometidos en nombre del Concilio fueron tan significativos que obscurecieron los elementos positivos que se encuentran en él.

He aquí los elementos positivos que aportó el Vaticano II: es la primera vez que un Concilio Ecuménico hizo un solemne llamamiento a los laicos a tomar en serio sus votos bautismales para aspirar a la santidad. El capítulo de Lumen Gentium sobre los laicos es bello y profundo. Los fieles son llamados a vivir su bautismo y su confirmación como valientes testigos de la fe en la sociedad secular. Este llamamiento fue profético. Sin embargo, después del Concilio, este llamamiento a los laicos fue utilizado de un modo abusivo por el establishment progresista en la Iglesia y también por muchos funcionarios y burócratas eclesiásticos. Frecuentemente los nuevos burócratas laicos (en determinados países europeos) no eran ellos mismos testigos sino que ayudaban a destruir la fe en los consejos parroquiales y diocesanos y en otros consejos oficiales. Desafortunadamente estos burócratas laicos eran a menudo engañados por el Clero y los Obispos.

El período después del Concilio nos dio la impresión de que uno de los principales frutos del mismo fuera la burocratización. Esta burocratización mundana en las décadas posteriores al Concilio a menudo paralizó el fervor espiritual y sobrenatural en una considerable medida y, en lugar de la primavera anunciada, llegó un momento de invierno espiritual. Bien conocidas e inolvidables permanecen las palabras con las cuales Paulo VI diagnosticó honestamente el estado de la salud espiritual de la Iglesia después del Concilio: “Se creía que, después del Concilio, el sol habría brillado sobre la historia de la Iglesia. Pero en lugar del sol, han aparecido las nubes, la tempestad, las tinieblas, la incertidumbre. Predicamos el ecumenismo y nos distanciamos cada vez más de los otros. Buscamos cavar abismos en vez de colmarlos.” (Homilía del 29 de junio de 1972).

En este contexto, el Arzobispo Marcel Lefebvre, en particular, fue quien a una escala más amplia y con una franqueza comenzó (si bien no fue el único que lo hizo) en un ámbito más vasto y con una franqueza similar a la de algunos de los grandes Padres de la Iglesia, a protestar contra el debilitamiento y la dilución de la Fe católica, particularmente en lo que dice respecto al carácter sacrificial y sublime del rito de la Santa Misa, que se estaba difundiendo en la Iglesia, sustentado, o al menos tolerado, también por las autoridades de alto rango de la Santa Sede. En una carta dirigida al Papa Juan Pablo II al comienzo de su Pontificado, el Arzobispo Lefebvre describe de manera realista y apropiada en una breve síntesis la verdadera magnitud de la crisis de la Iglesia. Impresiona la perspicacia y el carácter profético de la siguiente afirmación: “El diluvio de novedades en la Iglesia, aceptado y alentado por el Episcopado, un diluvio que devasta todo en su camino: la fe, la moral, la Iglesia institución: no podían tolerar la presencia de un obstáculo, de una resistencia. Tuvimos entonces la oportunidad de dejarnos llevar por la corriente devastadora y de unirnos al desastre, o de resistir al viento y a las olas para salvaguardar nuestra fe católica y el sacerdocio católico. No podemos dudar. No podíamos dudar. Las ruinas de la Iglesia están aumentando: el ateísmo, el abandono de las iglesias, la desaparición de las vocaciones religiosas y sacerdotales son de tal magnitud que los Obispos están comenzando a despertarse” (Carta del 24 diciembre de 1978). Estamos ahora asistiendo a la culminación del desastre espiritual en la vida de la Iglesia que el Arzobispo Lefebvre ya señaló tan vigorosamente hace cuarenta años.

Al acercarnos a cuestiones relativas al Concilio Vaticano II y a sus documentos se deben evitar interpretaciones forzadas o el método de la “cuadratura del círculo”, manteniendo naturalmente todo el respeto y el sentir eclesiástico (sentire cum ecclesia). El principio de la hermenéutica de la continuidad no puede ser utilizado ciegamente a los efectos de eliminar a priori eventuales problemas evidentemente existentes o para crear una imagen de armonía, mientras persisten en la hermenéutica de la continuidad matices de incertidumbre. En efecto, tal enfoque transmitiría de manera artificial y no convincente el mensaje de que cada palabra del Concilio Vaticano II es inspirada por Dios, infalible y a priori en perfecta continuidad con el Magisterio precedente. Dicho método infringiría la razón, la evidencia y la honestidad y no rendiría honor a la Iglesia.

Tarde o temprano – tal vez después de cien años – la verdad será declarada tal como es. Existen libros con fuentes documentadas y demostrables que suministran profundizaciones históricamente más realísticas y reales sobre los hechos y las consecuencias respecto al evento del mismo Concilio Vaticano II, a la redacción de sus documentos y al proceso de interpretación y aplicación de sus reformas en las últimas cinco décadas. Son por ejemplo recomendables los siguientes libros que pueden ser leídos con provecho: Romano Amerio, Iota Unum: un estudio sobre los cambios en la iglesia católica en el siglo XX (1996); Roberto de Mattei, El Concilio Vaticano II: una historia nunca escrita (2010); Alfonso Gálvez, El invierno Eclesial (2011).
Los temas siguientes: el llamado universal a la santidad, el papel de los laicos en la defensa y el testimonio de la fe, la familia, como iglesia doméstica y la enseñanza sobre María Santísima– son los que se pueden considerar contribuciones verdaderamente positivas y duraderas del Concilio Vaticano II.
En los últimos 150 años la vida de la Iglesia fue sobrecargada con una insana papolatría a tal punto que ha surgido una atmósfera en la cual se atribuye un papel de centralidad a los hombres de la Iglesia en lugar de a Cristo y a Su Cuerpo Místico, y esto representa a su vez un antropocentrismo escondido. De acuerdo con la visión de los Padres de la Iglesia, la Iglesia es únicamente la luna (mysterium lunae), y Cristo es el sol. El Concilio fue una demostración de un rarísimo “Magisterio-centrismo”, pues con el volumen de sus prolijos documentos superó de lejos a todos los otros Concilios. Sin embargo, el Concilio Vaticano II también suministró una bellísima descripción de lo que es el Magisterio, que nunca antes había sido dada en la historia de la Iglesia. Está en el documento Dei Verbum, n. 10, donde está escrito: “Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve”

Por “Magisterio-centrismo” se entiende a los elementos humanos y administrativos, especialmente la producción excesiva y continua de documentos y frecuentes forums de discusión (con la consigna de la “sinodalidad”) que fueron colocados en el centro de la vida de la Iglesia. Si bien los Pastores de la Iglesia deben siempre ejercitar con celo el munus docendi, la inflación de los documentos y con frecuencia de los documentos prolijos, se reveló sofocante. Documentos menos numerosos, más breves y concisos habrían tenido un mejor efecto.

Un ejemplo clarísimo del malsano “Magisterio-centrismo”, donde representantes del Magisterio no se comportan como siervos sino como dueños de la tradición, es la reforma litúrgica de Paulo VI. En cierto sentido, Paulo VI se colocó por encima de la Tradición -no de la Tradición dogmática (lex credendi), sino de la gran Tradición litúrgica (lex orandi). Paulo VI se atrevió a iniciar una verdadera revolución en la lex orandi. Y en cierta medida, actuó en desacuerdo con la afirmación del Concilio Vaticano II, el cual, en Dei Verbum, n. 10, afirma que el Magisterio sólo es el servidor de la Tradición. Debemos colocar a Cristo en el centro, Él es el sol: lo sobrenatural, la consistencia de la doctrina y de la liturgia y toda la verdad del Evangelio que Cristo nos ha enseñado.

A través del Concilio Vaticano II, y ya con el Papa Juan XXIII, la Iglesia comenzó a presentarse al mundo, a coquetear con el mundo y a manifestar un complejo de inferioridad con relación a él. Sin embargo, los clérigos, en particular los Obispos y la Santa Sede, tienen el deber de mostrar a Cristo al mundo, no a sí mismos. El Vaticano II dio la impresión de que la Iglesia Católica había comenzado a mendigar simpatía al mundo. Esto ha continuado en los pontificados postconciliares. La Iglesia pide la simpatía y el reconocimiento del mundo; eso no es digno de ella y no ganará el respeto postconciliar. La Iglesia pide la simpatía de quienes verdaderamente buscan a Dios. Debemos pedir simpatía a Cristo, a Dios y al cielo.
Algunos que critican al Concilio Vaticano II afirman que, si bien tiene aspectos buenos, es como una torta con un poco de veneno, y entonces todo el pastel tiene que ser desechado. Pienso que no podemos seguir ese método y ni siquiera el método de «tirar al bebé con el agua sucia». Con relación a un Concilio Ecuménico legítimo, aunque existían puntos negativos, debemos mantener una actitud global de respeto. Debemos valorar y estimar todo aquello que es verdadero y verdaderamente bueno en los textos del Concilio, sin cerrar irracionalmente y deshonestamente los ojos de la razón a aquello que es objetiva y evidentemente ambiguo en algunos de los textos y a aquello que puede inducir al error. Es necesario recordar siempre que los textos del Concilio Vaticano II no son la inspirada Palabra de Dios, ni son juicios dogmáticos definitivos o declaraciones infalibles del Magisterio, porque el mismo Concilio no tenía esa intención.
Otro ejemplo es Amoris Laetitia. Ciertamente existen muchos puntos que deben criticarse doctrinalmente. Pero existen algunas secciones que son muy útiles, verdaderamente buenas para la vida familiar, como por ejemplo sobre los ancianos en la familia: de suyo son muy buenos. No se debe rechazar todo el documento sino recibir aquello que es bueno. Lo mismo vale para los textos del Concilio.

Aunque antes del Concilio todos tenían que hacer el juramento anti-modernista, promulgado por el Papa Pío X, algunos teólogos, sacerdotes, obispos e incluso cardenales lo hicieron con reservas mentales, tal como lo demostraron los hechos históricos posteriores. Con el pontificado de Benedicto XV, comenzó una lenta y cauta infiltración de eclesiásticos, con un espíritu mundano y parcialmente modernista, a altos cargos en la Iglesia. Esta infiltración creció, sobre todo entre los teólogos, a tal punto que después el Papa Pío XII debió intervenir condenando algunas ambigüedades y errores de importantes teólogos de la llamada “nouvelle théologie” (Chenu, Congar, De Lubac, etc.), publicando en 1950 la encíclica Humani generis. Sin embargo, del pontificado de Benedicto XV en adelante, el movimiento modernista estaba latente y en continuo crecimiento. Y así, en la vigilia del Concilio Vaticano II, una parte considerable del episcopado y de los profesores en la facultad teológica y de los seminarios estaba embebida de una mentalidad modernista, que es esencialmente relativismo doctrinal y moral, como así también mundanismo, amor por el mundo. En la vigilia del Concilio, estos cardenales, obispos y teólogos adoptaron la “forma” – el modelo de pensamiento– del mundo (cfr. Rm. 12, 2), queriendo complacer al mundo (cfr. GAL. 1, 10). Demostraron un claro complejo de inferioridad con relación al mundo.

También el Papa Juan XXIII demostró una suerte de complejo de inferioridad con relación al mundo. No tenía una mentalidad modernista, pero tenía un estilo político de ver al mundo y extrañamente mendigaba simpatía al mundo. Tenía seguramente buenas intenciones. Convocó el Concilio que después abrió un enorme portón hacia el interior de la Iglesia al movimiento modernista, protestantizante y mundano. Muy significativa es la aguda observación hecha por Charles de Gaulle, Presidente de Francia desde 1959 a 1969, respecto al Papa Juan XXIII y al proceso de reformas iniciado con el Concilio Vaticano II: “Juan XXIII abrió las puertas y aún no ha podido cerrarlas. Era como si un dique se hubiera derribado. Juan XXIII fue superado por aquello que desencadenó.” (ver Alain Peyrefitte, C’était de Gaulle, París, 1997, 2, 19).

El discurso de “abrir las ventanas” antes y durante el Concilio era una suerte de ilusión y una causa de confusión. Estas palabras causaron en mucha gente la impresión de que el espíritu de un mundo no creyente y materialista, ya evidente en aquel tiempo, podía transmitir algunos valores positivos para la vida de la Iglesia. Por el contrario, la autoridad de la Iglesia en aquellos tiempos habría debido declarar expresamente el verdadero significado de la expresión “abrir las ventanas”, que consiste en abrir la vida de la Iglesia al aire fresco de la belleza y de la claridad inequívoca de la verdad divina, a los tesoros de la santidad siempre joven, a la luz sobrenatural del Espíritu Santo y de los Santos, a una liturgia celebrada y vivida con un sentido siempre más sobrenatural, sacro y reverente. A lo largo del tiempo, durante la era post-conciliar, los portones parcialmente abiertos dejaron espacio para un desastre que provocó daños enormes a la doctrina, a la moral y a la liturgia. Hoy, el agua de la inundación que entró está alcanzando niveles peligrosos. Estamos viviendo el auge del desastre.

Hoy el velo fue levantado y el modernismo reveló su verdadero rostro, que consiste en la traición a Cristo y en el volverse amigo del mundo, adoptando al mismo tiempo su modo de pensar. Una vez terminada la crisis en la Iglesia, el Magisterio tendrá el deber de rechazar formalmente todos los fenómenos negativos de las últimas décadas en la vida de la Iglesia. La Iglesia lo hará porque es divina. Lo hará con precisión y corregirá los errores que se han acumulado, comenzando con algunas expresiones ambiguas en los textos del mismo Concilio Vaticano II.

El modernismo es como un virus escondido, escondido en parte también en algunas afirmaciones del Concilio, pero que ahora se ha manifestado plenamente. Después de la crisis, después de esta grave infección espiritual, la claridad y la precisión de la doctrina, la sacralidad de la liturgia y la santidad de la vida del Clero resplandecerán más intensamente. La Iglesia lo hará de un modo inequívoco, como lo ha hecho en épocas de grave crisis doctrinal y moral en los últimos dos mil años. Enseñar claramente la verdad del depósito divino de la fe, defender a los fieles del veneno del error y conducirlos de un modo seguro a la vida eterna pertenece a la misma esencia de la misión divinamente confiada al Papa y a los Obispos.

El documento Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II nos ha recordado la genuina naturaleza de la verdadera Iglesia, “de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos. ” (n. 2).

S. E. Mons. Athanasius Schneider

Obispo Auxiliar de Astana

Viganò insiste: los conspiradores utilizaron el Vaticano II para demoler la Iglesia



El arzobispo Carlo Maria Viganò respondió el 6 de julio en el sitio web MarcoTosatti.com a Sandro Magister, quien afirmó que la crítica del prelado al Vaticano II está “al borde del cisma”.

Viganó lamenta que a él no se le habla, sino que “se le endilgan epítetos”, y advierte que en la Iglesia la etiqueta utilizada para poner al adversario en una posición de inferioridad, no merecedora de atención o respuesta, es “lefebvriano”, mientras que en el frente social y político es “fascista”.

Viganò reafirma que todos fuimos “engañados” por los que utilizaron el Vaticano II como un “contenedor equipado con su propia autoridad implícita”, si bien “distorsionando sus propósitos”.

Los engañados no imaginaron – explica Viganò – que en el Vaticano una minoría de conspiradores bien organizados utilizaron un Concilio “para demoler la Iglesia desde adentro”.

Viganò dice que la “ambigüedad intencional” en los textos tenía como objetivo mantener juntas visiones opuestas e irreconciliables, “en el nombre de una evaluación de la utilidad y en detrimento de la Verdad revelada”. Por eso él sugiere nuevamente “olvidar” en bloque el Vaticano II.

Él observa que los partidarios del Vaticano II sabían cómo practicar una damnatio memoriae, no simplemente con un Concilio, sino “con todo”, al punto de afirmar que “su concilio fue el primero de la nueva Iglesia” y que al comenzar con eso “se terminaron la vieja religión y la Misa antigua”.

Pero interpretaciones contradictorias del Vaticano II muestran para Viganò cuánto daño se hizo mediante la deliberada adopción de un lenguaje “que fue tan turbio que legitimó interpretaciones opuestas y contrarias, sobre la base de las cuales ocurrió después la famosa primavera conciliar”.

Viganò: “No creo que haya nada censurable en sugerir que hay que olvidar el Vaticano II”



Carlo María Viganò fue objetivo de un reciente artículo del veterano vaticanista Sandro Magister. Este artículo no sentó bien a algunos seguidores del ex nuncio de Estados Unidos ya que el propio Magister lo tituló: Viganò al borde del cisma”, por su posición acerca del Concilio, y donde le contraponía a Benedicto XVI. Viganò ha contestado a Magister en un escrito –publicado en Settimo Cielo– que a continuación les ofrecemos:

Estimado Sandro:

Permítame replicar a su artículo titulado: “El arzobispo Viganò al borde del cisma”, publicado en Settimo Cielo el 29 de junio.

Soy consciente de que haber osado expresar una opinión tan contundentemente crítica sobre el Concilio basta para despertar el espíritu inquisitivo que, en otros casos, es objeto de execración por parte de los bienpensantes. No obstante, en una disputa respetuosa entre eclesiásticos y laicos competentes, no me parece inapropiado plantear problemas que siguen, hoy en día, sin solución. El primero de todos, la crisis que aflige a la Iglesia desde el Concilio Vaticano II, que la ha llevado a su devastación.

Hay quien habla de distorsión del Concilio; quien de la necesidad de volver a una interpretación en continuidad con la Tradición; quien de la oportunidad de corregir probables errores, o de interpretar en sentido católico los puntos equívocos. En el lado opuesto, están los que consideran al Vaticano II como un borrador a partir del cual continuar la revolución, cambiando y transformando la Iglesia en una entidad nueva, moderna, al paso con los tiempos. Esto forma parte de las dinámicas normales de un diálogo que se invoca demasiado a menudo, pero que raramente se pone en práctica: quien hasta ahora ha expresado su opinión contraria a lo que yo he afirmado nunca ha entrado en el mérito de la cuestión, y se ha limitado a colgarme etiquetas que ya merecieron algunos hermanos míos más ilustres y venerables.

Es curioso que, tanto en el campo doctrinal como en el político, los progresistas reivindican para sí un primado, un estado de elección que sitúa apodícticamente al adversario en una posición de inferioridad ontológica, como si fuera indigno de que se le preste atención y reciba una respuesta, fácil de liquidar al tacharlo, de manera simplista, de lefebvriano desde un punto de vista eclesial, o fascista desde el social. Sin embargo, la falta de argumentos no los legitima a dictar las reglas, ni a decidir quién tiene derecho a la palabra, sobre todo cuando la razón, antes que la fe, demuestra dónde está el engaño, quién es el artífice del mismo y cuál es su objetivo.

Inicialmente, me pareció que el contenido de su artículo había que considerarlo, más bien, como un tributo comprensible al Príncipe, ya sea que este se encuentre en la Tercera Logia o en los despachos de diseño del editor. Sin embargo, al leer todo lo que usted me atribuye, he observado una inexactitud -llamémosla así- que, espero, sea fruto de un equívoco. Le pido, por tanto, que me conceda espacio de réplica en Settimo Cielo.

Usted afirma que yo habría acusado a Benedicto XVI «de haber “engañado” a toda la Iglesia haciendo creer que el Concilio Vaticano II era inmune a herejías; es más, que había que interpretarlo en perfecta continuidad con la doctrina verdadera de siempre». 

Creo que nunca he escrito algo así sobre el Santo Padre, más bien al contrario: he dicho, y lo reitero, que todos -o casi todos- hemos sido engañados por quien ha utilizado el Concilio como un “contenedor” dotado de una autoridad implícita y de la autoridad de los Padres que en él tomaron parte, alterando sin embargo el final. Y quien ha caído en este engaño lo ha hecho porque, al amar a la Iglesia y al papado, no podía convencerse que, en el Vaticano II, una minoría de conspiradores organizadísimos pudieran utilizar un Concilio para demoler a la Iglesia desde dentro, y que al hacerlo pudieran contar con el silencio y la inacción de la Autoridad, o incluso su complicidad. Éstos son hechos históricos, sobre los que me tomo la libertad de dar una lectura personal, pero que puede ser compartida por otros.

Me permito recordarle que, si fuera el caso, las posturas de reinterpretación crítica moderada del Concilio en sentido tradicional por parte de Benedicto XVI forman parte de un loable pasado reciente, mientras que en los formidables años setenta la posición del entonces teólogo Joseph Ratzinger era muy distinta. Estudios autorizados sostienen las mismas afirmaciones del profesor de Tubinga, confirmando el arrepentimiento parcial del papa emérito. 

Tampoco veo la «temeraria acusación que Viganò ha lanzado contra Benedicto XVI por sus “intentos fracasados de corrección de los excesos conciliares invocando la hermenéutica de la continuidad”», puesto que esta es una opinión ampliamente compartida, no sólo en ambientes conservadores, sino también y sobre todo en los progresistas. Habría que decir que lo que los innovadores han obtenido mediante el engaño, la astucia y el chantaje es el resultado de una visón que hemos vuelto a encontrar, aplicada en grado máximo, en el “magisterio” bergogliano de Amoris laetitia. El propio Ratzinger admite la intención dolosa: «Aumentaba cada vez más la impresión de que no había nada que fuera estable, que todo podía ser objeto de revisión. El Concilio se parecía cada vez más a un enorme parlamento eclesial, que podía cambiarlo todo y revolucionarlo todo según él quisiera» (cfr. J. Ratzinger, La mia vita, traducción del alemán de Giuseppe Reguzzoni, Cinisello Balsamo, Edizioni San Paolo, 1997, pág. 99). Pero esto lo vemos aún más en las palabras del dominico Edward Schillebeecks: «Ahora lo decimos diplomáticamente, pero después del Concilio sacaremos las consecuencias implícitas» (“De Bazuin”, n. 16, 1965).

Tenemos la confirmación de que la voluntaria ambigüedad de los textos tenía como fin, precisamente, mantener juntos, en nombre de una utilidad y en detrimento de la Verdad revelada, puntos de vista opuestos e irreconciliables. Una Verdad que, cuando es proclamada enteramente, no puede no dividir, como divide Nuestro Señor: «¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división» (Lc 12, 51).

No creo que haya nada censurable en sugerir que hay que olvidar el Vaticano II: sus fautores supieron ejercer, con total desenvoltura, esa damnatio memoriae no sólo con un Concilio, sino con todos, llegando a afirmar que el suyo era el primero de una nueva iglesia, y que a partir de su concilio se acababa la vieja religión y la misa antigua. Usted me dirá que estas son las posiciones de los extremistas y que la virtud está en el centro, es decir, entre los que consideran que el Vaticano II es sólo el último de una serie ininterrumpida de eventos en los que habla el Espíritu Santo por boca del Magisterio único e infalible. Si así fuera, se debería explicar por qué la Iglesia conciliar se concedió a sí misma una nueva liturgia y un nuevo calendario y, en consecuencia, una nueva doctrina -“nova lex orandi, nova lex credendi“-, distanciándose con desdén de su pasado.

La idea de arrinconar el Concilio escandaliza también a los que, como usted, reconocen la crisis de los últimos años, pero se obstinan en no querer reconocer el vínculo de causalidad entre el Vaticano II y sus efectos lógicos e inevitables. Usted escribe: «Atención: no una mala interpretación del Concilio, sino el Concilio en cuanto tal, todo en bloque». Le pregunto: ¿cuál sería la interpretación correcta del Concilio? ¿La que da usted o la que daban -mientras escribían sus decretos y declaraciones- sus activísimos artífices? ¿O tal vez la que da el episcopado alemán? ¿O la de los teólogos que enseñan en las universidades pontificas y que vemos publicadas en los periódicos católicos de mayor difusión del mundo? ¿O la de Joseph Ratzinger? ¿O la de mons. Schneider? ¿O la de Bergoglio? Bastaría esto para comprender cuánto daño ha causado el hecho de haber adoptado deliberadamente un lenguaje tan confuso a fin de legitimar interpretaciones opuestas y contrarias, sobre cuya base ha surgido la famosa primavera conciliar

Ésta es la razón por la que no dudo en decir que habría que olvidarse de esta asamblea «en cuanto tal y en bloque», y reivindico mi derecho a afirmarlo sin, por este motivo, ser acusado del delito de cisma por haber atentado a la unidad de la Iglesia. La unidad de la Iglesia es inseparable de la Caridad y la Verdad; y donde reina, o incluso sólo serpentea, el error, no puede haber Caridad.

La hermosa fábula de la hermenéutica -aun cuando autorizada por su Autor-, sigue siendo sin embargo un intento de querer dar dignidad de Concilio a una verdadera emboscada contra la Iglesia, para no desacreditar a los pontífices que quisieron, impusieron y volvieron a proponer dicho Concilio. Tanto es así que estos mismos pontífices, uno tras otro, han sido elevados a los honores de los altares por haber sido los “papas del Concilio”.

Me permito citar una frase del artículo que doña Maria Guarini, en reacción a su artículo de Settimo Cielo, publicó el 29 de junio en Chiesa e postconcilio, titulado: “Mons. Viganò no está al borde del cisma. Todo está saliendo a la luz”: «Es precisamente de aquí, y por esto corre el riesgo de continuar -sin resultados (hasta ahora, salvo el debate lanzado por mons. Viganò)- el diálogo entre sordos, porque los interlocutores utilizan pautas de interpretación de la realidad distintas: el Vaticano II, al cambiar el lenguaje, también ha cambiado los parámetros de enfoque de la realidad. Y sucede que se habla de la misma cosa pero dando significados distintos.

Además, la característica principal de los jerarcas actuales es el uso de afirmaciones apodícticas, sin tomarse nunca la molestia de demostrarlas, o lo hacen con demostraciones incompletas y sofistas. Pero tampoco necesitan demostraciones, porque el nuevo enfoque y el nuevo lenguaje han subvertido todo ab origine. Y todo lo que no es demostrado en relación a la pastoralidad anómala carente de principios teológicos definidos es, precisamente, lo que elimina la materia prima del hecho de debatir. Es el avance del fluido cambiante e informe que todo lo disuelve, en lugar del constructo claro, inequívoco, definitorio y verdadero: la firmeza incandescente y perenne del dogma contra los líquidos pútridos y las arenas movedizas del neomagisterio transeúnte».

Es mi deseo que el tono de su artículo no haya estado dictado por el simple hecho de haberme atrevido a abrir de nuevo el debate sobre ese Concilio que muchos, demasiados en la plantilla eclesial, consideran un “unicum” en la historia de la Iglesia, casi un ídolo intocable.

Le aseguro que, a diferencia de muchos obispos, como los del “camino sinodal alemán”, que han ido mucho más allá del cisma -promoviendo y pretendiendo descaradamente imponer a la Iglesia universal ideologías y prácticas aberrantes-, no es mi intención en absoluto separarme de la Madre Iglesia, por la exaltación de la cual renuevo, cada día, la ofrenda de mi vida.


“Deus refugium nostrum et virtus,

populum ad Te clamantem propitius respice;

Et intercedente Gloriosa et Immaculata Virgine Dei Genitrice Maria,

cum Beato Ioseph, ejus Sponso,

ac Beatis Apostolis Tuis, Petro et Paulo, et omnibus Sanctis,

quas pro conversione peccatorum,

pro libertate et exaltatione Sanctae Matris Ecclesiae,

preces effundimus, misericors et benignus exaudi”.


Reciba, estimado Sandro, mi saludo y bendición con el deseo de todo bien, en Jesucristo.

Carlo Maria Viganò

3 de julio de 2020

San Ireneo, obispo y mártir

Publicado por Sandro Magister en Settimo Cielo.

Traducción de Verbum Caro para InfoVaticana

lunes, 6 de julio de 2020

In memoriam: Mons. Antonio Livi

(Corrispondenza Romana)


El 2 de abril ppdo. murió en Roma -después de una larga y dolorosa enfermedad- Mons. Antonio Livi, tal vez el último teólogo de la “escuela romana”, después de la muerte en el año 2017 de Mons. Brunero Gherardini. Orignario de Prato en el corazón de la Toscana, clase 1938, desde niño sintió la llamada del Señor a la vida sacerdotal, con la misión particular de defender el dogma. 

Mons. Livi fue miembro ordinario de la Academia Pontificia de Santo Tomás; decano y profesor emérito de la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Lateranense y colaboró con el Papa Juan Pablo II en la elaboración de la encíclica Fides et ratio (1998).

Quien lo conoció personalmente o tuvo con él una relación epistolar (impresa o electrónica), lo recuerda como el clásico toscano sanguíneo y gruñón, pero siempre disponible y afable.

Fundador de la editorial Leonardo da Vinci, en la cual aún es posible adquirir sus libros – habiendo sido un escritor incansable – entre los cuales recordamos el tratado Vera e falsa teologia. Come riconoscere la vera scienza della fede da un’ambigua “filosofia religiosa” -Verdadera y falsa teología. Como distinguir la verdadera ciencia de la fe de una ambigua “filosofía religiosa”- (Editorial Leonardo da Vinci, IV ed., disponible también in ebook,), que resume su lucha de los últimos cincuenta años.

En una video-entrevista a Corrispondenza Romana del 17 de septiembre del 2012 de hecho explicó que en la teología sagrada o revelada «el objeto no es tanto aquello que con sus propios recursos la razón pueda saber de Dios, sino más bien aquello que Dios dijo de Sí mismo en Jesucristo». Por lo tanto «la verdadera teología, para los cristianos, es la interpretación del Dogma». Mientras que no son sino ambiguas “filosofías religiosas” aquellas “teologías” que buscan «una nueva redacción del Dogma – o incluso una revolución respecto al contenido del Dogma», llegando incluso a refutarlo.

Su defensa del Dogma católico fue entonces decidida: no tuvo temor de enfrentar a aquellos que él con razón definió como malos maestros y falsos profetas, aunque fueran intocables en el establishment católico-progresista. Es sin duda emblemática su crítica a los escritos de Enzo Bianchi, el supuesto monje fundador de Bose, cuando estaba en el ápice de su “poder” dentro y fuera de la Iglesia. De su “hacha” no se salvaron ni siquiera los “gurú” de la nouvelle théologie, entre los cuales los jesuitas Pierre Teilhard de Chardin y Karl Rahner. Tampoco tuvo reparo en calificar como deficiente (y no solo) – al estar infectada por el protestantismo– la teología de Joseph Ratzinger.

Poco después del diagnóstico de la enfermedad, Mons. Livi comenzó a tomar notas sobre como prepararse para la muerte, que puso en orden antes del agravamiento de su salud y fueron publicadas póstumamente bajo el título Preparazione alla morte. Riflessioni teologiche a partire dall’esperienza -Preparación para la muerte. Reflexiones teológicas a partir de la experiencia (Editorial Leonardo da Vinci, €10, 122 pp.). 

Queremos transcribir algunas de sus reflexiones pues, además de teológicas, son el precioso testimonio de un bautizado y de un sacerdote consciente de que lo que importa en la vida -paradoja del Cristianismo– es la muerte, es decir ir al encuentro del Esposo, Cristo, que viene.
«Narro esto a los amigos que están en sintonía espiritual conmigo – escribe Mons. Livi – y publico estas reflexiones no para hablar en último análisis de mí ni de ellos, sino para hablar de Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo), exaltando su infinita Misericordia (tanto cuanto sea posible a mi insuficiente lenguaje) y agradeciéndole con todo el corazón, proponiéndome de continuar incesantemente a darle gracias mientras esté consciente».
La oración fue la fuerza y la consolación de Mons. Livi: 
«Paso despierto casi todas las noches rezando y dialogando con el Señor como nunca lo hice en mi vida. Y paso de un momento de pedido de alivio físico a momentos de plena aceptación del dolor con agradecimiento convencido por el modo como me está santificando. Y he comprendido finalmente qué es la santidad: es únicamente obra de Dios, que puede prescindir también de la correspondencia a la gracia por parte de la persona beneficiada (como los santos Inocentes)… ».
No podía faltar una sabia consideración: 
«Es necesario vivir el presente para velar por el futuro. Gran parte del sufrimiento que nos infligimos está relacionado con el hecho de que no queremos vivir el momento presente. Preferimos atormentarnos en el pasado o tener temor por el futuro, pero de este modo huimos del único verdadero momento que nos es dado vivir, relacionado con nuestro hoy, el aquí y ahora».
Mientras se preparaba para morir, Mons. Livi rezaba por la Iglesia, que está viviendo una de las crisis más dramáticas de su bimilenaria historia. Recomienda entonces 
«la salvación de los monasterios. El monje tiene dos misiones. La primera es la afirmación del primado de Dios, o sea, todas las formas de adoración. Por otra parte, como verdadero hijo de Dios dedicado a su alabanza y a su gloria, el monje es libre de actuar dejándose utilizar allí donde haya necesidades urgentes, porque no está comprometido en ninguna obra particular que lo distraigan de ello. Pero ocurre que el monje debe serlo verdaderamente, es decir, no rebajado a distintas formas de mundanismo o incluso actividades que desvirtúan su propia vocación».
Fiel sacerdote de la Santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana, intentó siempre defender la autoridad de la Jerarquía, pero supo también reconocer que quienes están difundiendo errores y propagando herejías no forman parte de la misma. 

En el 2017 firmó la Correctio Filialis De Haeresibus Propagatis, la “Corrección Filial” entregada al Papa Francisco el 11 de julio del mismo año. 

Poco antes de morir, en el extremo de sus fuerzas, dijo al Prof. Enrico Maria Radaelli, amigo y colaborador suyo de muchos años: 
«Enrico Maria, dogma, dogma, dogma. Vaticano I sí. Vaticano II no. ¿Comprendió? Escribe: Dogma, sí. Vaticano I, sí. Vaticano II no, no, no. Escríbelo a todos. Escríbelo bien. Esta es la Iglesia. Sólo ésta.». 
Adios, Monseñor Antonio. Gracias.

Por qué hay que tomarse en serio las críticas de Viganò al Concilio (Peter Kwasnkievski)



¿Es el supuesto ataque reciente un momento crítico para los tradicionalistas? ¿La hemos tomado con un concilio legítimo y merecedor de elogios en vez enfocar con precisión nuestra ira a la inepta jerarquía que lo ha seguido y traicionado?

Desde hace mucho tiempo, ésa es la línea que siguen los conservadores: una hermenéutica de la continuidad combinada con acerbas críticas a prelados y sacerdotes que van por libre. «Lo inaceptable de tal actitud queda demostrado entre otras cosas por el insignificante éxito de los conservadores en lo que respecta a revertir reformas desastrosas, tendencias, actitudes e instituciones establecidas a raíz y en nombre del último concilio con aprobación o tolerancia pontificia». Trae a la memoria un paralelo secular: el desierto del conservadurismo político estadounidense, en el que todo resto de conformidad a las leyes humanas a la ley natural se hace humo ante nuestros ojos.

Lo que ha venido diciendo últimamente monseñor Viganò con una franqueza poco habitual entre los obispos actuales (ver aquí, aquí, y aquí) no es sino un nuevo capítulo en la ya larga crítica expresada por católicos tradicionalistas desde El Concilio del papa Juan de Michael Davies e Iota unum de Romano Amerio hasta Concilio Vaticano II: una historia nunca escrita, de Roberto de Mattei, pasando por Phoençix from the Ashes de Henry Sire. Hemos visto como obispos, conferencias episcopales, cardenales y papas elaboran pieza a pieza desde hace más de un siglo un nuevo paradigma; una nueva fe católica que, en el mejor de los casos, sólo se superpone parcialmente y, en el peor, contradice la fe católica tradicional tal como se encuentra expresada en los Padres y Doctores de la Iglesia, los primeros concilios y centenares de catecismos tradicionales, no digamos ya los ritos litúrgicos latinos tradicionales que fueron eliminados y sustituidos por otros completamente diferentes.

El abismo que separa lo antiguo de lo nuevo es de tales proporciones que no podemos menos que preguntarnos por el papel que ha desempeñado el Concilio Ecuménico Vaticano II en el desarrollo del discurso modernista que se inició a fines del siglo XIX y tiene actualmente su desenlace. La línea que va de Loysi, Tyrrel, y Hügel hasta Küng y Teilhard de Chardin, pasando por un Ratzinger (cuando joven) hasta Kasper, Bergoglio y Tagle resulta muy rectilínea cuando uno se pone a atar cabos. Eso no quiere decir que no haya diferencias interesantes e importantes entre esos señores; simplemente que comparten principios que los grandes confesores y teólogos, desde San Agustín y San Juan Crisóstomo hasta el Aquinate y Belarmino habrían calificado de dudosos, peligrosos o heréticos.

Tenemos que desechar de una vez por todas la ingenuidad de creer que lo único que vale del Concilio son sus textos promulgados. No. En este caso, progresistas y tradicionalistas coinciden en que los hechos valen tanto como los textos (véase a este respecto el insuperable libro de Roberto de Mattei). La vaguedad de propósitos con que se convocó el Concilio, la manera invariablemente liberal en que se llevó a efecto sin que casi ningún obispo del mundo protestara… Nada de esto carece de importancia a la hora de interpretar el sentido y relevancia de los textos conciliares, llenos de novedosos estilos y peligrosas ambigüedades, eso sin hablar de los pasajes que tienen todas las características de errores descarados, como decir que musulmanes y cristianos adoran a un mismo Dios, lo cual monseñor Athanasius Schneider desmontó totalmente en Chistus vincit.]1]

Parece mentira que a estas alturas todavía haya quien defienda los documentos del Concilio, cuando es evidente que se prestaron de un modo increíble al objetivo de la total modernización y secularización de la Iglesia. Aunque el contenido fuera impecable, su verborrea, complejidad y mezcla de verdades evidentes con ideas que dejan estupefacto resultaron ser el pretexto ideal para la revolución. Esa revolución está ya fundida en los textos como piezas de metal que se introdujeron en un horno a altísimas temperaturas.

En consecuencia, el mero hecho de citar textos del Concilio ha llegado a ser una señal de querer aceptar todo lo que han hecho los papas –¡sí, los papas!– en nombre de él. Por encima de todo está la catástrofe litúrgica, pero podríamos poner ejemplos hasta aburrirnos: pensemos en actos tan funestos como los encuentros interreligiosos de Asís, que Juan Pablo II defendía limitándose a citar una retahíla de citas del Concilio. El pontificado de Francisco no ha hecho otra cosa que pisar el acelerador.

Cada vez que quieren explicar o justificar una desviación o apartamiento de la Fe dogmática tradicional traen a colación al Concilio Vaticano II. ¿Será pura casualidad, que por una serie de desafortunadísimas interpretaciones y juicios erróneos una lectura objetiva de los textos podría disipar como el sol que se abre paso entre nubarrones?

¿Hay algo de bueno los documentos?

He estudiado y enseñado los documentos del Concilio, algunos de ellos en muchas ocasiones. Los conozco muy bien. Como soy aficionado a los grandes libros y siempre he enseñado en colegios que siguen el programa de los Grandes Libros, mis cursos de teología suelen empezar por las Escrituras y los Padres de la Iglesia, para pasar después a la Escolástica (sobre todo Santo Tomás) y terminar por los textos del Magisterio como las encíclicas y los documentos conciliares.

En muchas ocasiones se me ha caído el alma a los pies cuando en el curso se trataba algún documento del Concilio como Lumen gentium, Sacrosanctum Concilium, Dignitatis humanae, Unitatis redintegratio, Nostra aetate o Gaudium et Spes.

Ciertamente –desde luego que sí– contienen mucho de hermoso y ortodoxo. Si se hubieran opuesto frontalmente a la doctrina católica no habrían logrado el número suficiente de votos para ser aprobados.

Con todo, no dejan de ser el resultado destartalado, inmanejable e incoherente del trabajo de comisiones que complican innecesariamente muchos temas, faltándoles la diáfana claridad que un concilio debe esforzarse por alcanzar. Basta con echar un vistazo a los textos de Trento o de los siete primeros concilios ecuménicos para encontrar magníficos ejemplos de un estilo sólidamente edificado que pone freno a las herejías en todos los puntos por donde pudiera introducirse en la medida en que los padres conciliares del momento eran capaces de hacerlo. [II]. Aparte de ello hay frases –y no son sólo unas cuantas– en que uno de pronto se pregunta: «¿Es verdad lo que estoy leyendo? Qué ocurrencia más desastrada, problemática o sospechosa de herejía» [III].

Yo también creí un tiempo, como los conservadores, que hay que aprovechar lo bueno del Concilio y desechar lo demás. Pero en su encíclica Satis cognitum, León XIII ya explicó lo errado de esta actitud:
«Los arrianos, los montanistas, los novacianos, los cuartodecimanos, los eutiquianos no abandonaron, seguramente, toda la doctrina católica, sino solamente tal o cual parte, y, sin embargo, ¿quién ignora que fueron declarados herejes y arrojados del seno de la Iglesia? Un juicio semejante ha condenado a todos los fautores de doctrinas erróneas que fueron apareciendo en las diferentes épocas de la historia. “Nada es más peligroso que esos heterodoxos que, conservando en lo demás la integridad de la doctrina, con una sola palabra, como gota de veneno, corrompen la pureza y sencillez de la fe que hemos recibido de la tradición dominical, después apostólica”».
Dicho de otro modo: lo que hace que el Concilio Vaticano II sea singularmente merecedor de repudio es la mezcla, el revoltijo de cosas grandes, buenas, indiferentes, malas, genéricas, ambiguas, problemáticas y erróneas, todo ello en grado extremo [IV].

¿Acaso no ha habido siempre problemas después de los concilios?

Sí, sin ninguna duda. A los concilios siempre ha seguido alguna controversia en mayor o menor grado. Pero lo normal era que las dificultades surgieran a pesar de la naturaleza y contenido de los documentos, no a causa de ellos. San Atanasia podía invocar una y otra vez a Nicea y enarbolarlo como ejemplo por su concisión y solidez. Los papas postridentinos podían apelar repetidamente a los cánones y decretos de Trento por lo sucinto y firme de su doctrina. Aunque este concilio generó una gran cantidad de documentos a lo largo de los años en que tuvieron lugar las sesiones (1545-1563), cada uno de ellos es un prodigio de claridad en el que no sobra una palabra.

Como mínimo, los documentos del Concilio Vaticano II fracasaron estrepitosamente en el intento de cumplir los propósitos explicados por Juan XXIII, que declaró en 1962 que quería exponer la Fe de un modo más accesible al hombre de hoy. En 1965 ya resultaba dolorosamente patente que los dieciséis documentos no serían dignos de compilarse en un libro que se pudiera entregar a cualquier laico o interesado. Se podría decir que el Concilio falló en dos aspectos: ni era una entrada accesible para el mundo moderno ni un plan sucinto de un compromiso confiable para sacerdotes y teólogos. Una cantidad excesiva de textos, demasiada verborrea y una incitación a adaptarse al mundo moderno. (O, de lo contrario, a toparse con el problema –con frase prestada de Hobbes– «del poder irresistible del dios mortal», como no tardó en descubrir monseñor Lefebvre).

Por eso el último concilio es totalmente irrecuperable. Si el proyecto de aggionarmento dio lugar a una pérdida masiva de la identidad católica, incluido lo relativo a la doctrina y la moral fundamentales, la única salida hacia adelante es enterrar honrosamente el gran símbolo y sepultarlo. Como dice Martin Mosebach, una verdadera reforma siempre es una vuelta a las formas; es decir, a una disciplina más rigurosa, una doctrina más clara y un culto más pleno. No significa ni puede representar lo contrario.

¿Hay algo de la sustancia de la Fe, alguna indiscutible ventaja, que nos perderíamos si abandonáramos el Concilio y éste no volviera a nombrarse? La Tradición católica posee inmensos recursos (que, hoy en día sobre todo, están en buena parte desaprovechados) para afrontar cualquier problema del mundo actual. Casi un cuarto de siglo ya metidos en una nueva centuria, está claro que la situación es muy diferente y que los medios que necesitamos no son los de los años sesenta.

¿Qué posibilidades futuras hay?

Desde la carta que escribió monseñor Viganò el pasado 9 de junio y lo que ha escrito después, se debate lo que supondría anular el Concilio Vaticano II.

Veo tres posibilidades teóricas para un futuro pontífice:

1. Publicar un nuevo syllabus de errores (como propuso monseñor Schneider en 2010) que identifique y condene errores frecuentes asociados con el Concilio sin aludir específicamente al mismo: «Si alguien dijere tal y cual, sea anatema». Esto dejaría abierta la medida en que los documentos del Concilio contienen errores; no obstante, bloquearía muchas interpretaciones populares del mismo.

2. Declarar que, evaluando en perspectiva el último medio siglo, es evidente que dadas las ambigüedades y dificultades del Concilio, han causado más mal que bien en la vida de la Iglesia y a partir de ahora no deben tener valor referencial como autoridad en debates teológicos. El Concilio se debe considerar un momento de la historia que ya no tiene vigencia. Una vez más, no sería necesario reconocer que los documentos contienen errores; se trataría de reconocer que ha quedado demostrado por sus frutos que no valió la pena organizar y celebrar un concilio.

3. Desautorizar o desechar determinados documentos o partes de documentos, del mismo modo que algunas partes del Concilio de Constanza nunca llegaron a reconocerse o fueron repudiadas.

La segunda y la tercera opciones parten del reconocimiento de que, caso único entre los concilios ecuménicos en toda la historia de la Iglesia, este concilio adoptó un carácter pastoral en su naturaleza y finalidad, como afirmaron tanto Juan XXIII como Pablo VI. Así resultaría relativamente fácil dejarlo atrás. A la objeción de que con todo trata inevitablemente de temas de fe y costumbres, yo respondería que en ningún momento los obispos definieron nada ni lanzaron el menor anatema. Ni siquiera en las llamadas constituciones dogmáticas se formula dogma alguno. Se trata de un concilio curiosamente expositivo y catequético, que no resuelve casi nada y causa demasiado trastorno.

En caso de que algún papa o concilio futuros llegasen a ocuparse de este embrolladísimo lío, nuestro deber de católicos sigue siendo el mismo de siempre: mantener con firmeza la fe de nuestros mayores en lo que se refiere a fórmulas normativas dignas de confianza, o sea, la lex orandi de los ritos romano y oriental, la lex credendi de los credos aprobados y el testimonio perenne del magisterio ordinario universal y la lex vivendi que nos han enseñado los santos canonizados a lo largo de los siglos antes de que llegara la era de la confusión. Esto es suficiente. Más que suficiente.

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[I] Aquí tienen una sinopsis.

[II] Hay que señalar que Juan XXIII había nombrado comisiones preparatorias para que elaborasen documentos breves, firmes y claros que sirvieran de material de trabajo al futuro concilio; y luego permitió que la facción del Rin de los padres conciliares desechara esos borradores sustituyéndolos por otros. La única excepción fue Sacrosanctum Concilium, obra de Bugnini, que salió adelante sin mayor dificultad.

[III] No se trata solamente de malas traducciones; las primeras de todas fueron en general muy buenas, y otras que vinieron después empobrecieron los textos.

[IV] Como reconoció el cardenal Kasper en un artículo aparecido el 12 de abril de 2013 en L’Osservatore romano, «en muchos lugares, los padres del Concilio se vieron obligados a encontrar fórmulas de transacción en las que con frecuencia la postura de la mayoría se encontraba ubicada junto a la minoría, con la idea de aislarlos. Por eso, los textos conciliares son fuente de tantos problemas y permiten que se puedan entender en un sentido o en otro».

(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)

Represión, mentiras y nuevo orden mundial | Chinda Brandolino y Samuel Angel



La pandemia del Covid-19 ha dejado claro que existe un proyecto de control de la población, por un lado, y que personajes oscuros y que no son médicos, como George Soros o Bill Gates, aparecen en primera línea, interesadísimos en el control global de las personas a través de la vacuna.

Según la Dra. Chinda Brandolino “La vacuna de la gripe del 2019 contenía el coronavirus y es la que está detrás de la muerte de las decenas de miles de ancianos vacunados en Europa” 

Video, de 56:52 minutos de duración, en el siguiente enlace


En este encuentro se desvelan las verdaderas razones de la situación que estamos viviendo, la "pandemia", el miedo, y el control total.









domingo, 5 de julio de 2020

VIGANÒ: TOO MANY MISTAKES AT VAT II NOT TO AROUSE REASONABLE SUSPICIONS…


(Official translation by Giuseppe Pellegrino)


Marco Tosatti

Dear friends and enemies of Stilum Curiae, the recent speech by Archbishop Carlo Maria Viganò on the subject of Vatican Council II created discussion and controversy. John Henry Westen, director of LifeSiteNews, asked the archbishop some questions. Here are questions and answers. 

§§§


Dear Archbishop Viganò,

I am hoping to get a clarification from you about your latest texts regarding the second Vatican council.

In your June 9 text you said that “it is undeniable that from Vatican II onwards a parallel church was built, superimposed over and diametrically opposed to the true Church of Christ.”

In your subsequent interview with Phil Lawler he asked: “What is the solution? Bishop Schneider proposes that a future Pontiff must repudiate errors; Archbishop Viganò finds that inadequate. But then how can the errors be corrected, in a way that maintains the authority of the teaching magisterium?”

You replied: “It will be for one of his Successors, the Vicar of Christ, in the fullness of his apostolic power, to rejoin the thread of Tradition there where it was cut off. This will not be a defeat but an act of truth, humility, and courage. The authority and infallibility of the Successor of the Prince of the Apostles will emerge intact and reconfirmed.”

From this it is unclear whether you believe Vatican II to be an invalid council and thus to be complete repudiated or if you believe that while a valid council it contained many errors and the faithful would be better served by having it forgotten about and could rather draw on Vatican I and other councils for their sustenance.

I believe this clarification would be helpful.

In Christ and His beloved Mother,

JH

***

1 July 2020

In festo Pretiosissimi Sanguinis

Domini Nostri Iesu Christi


Dear John-Henry,

I thank you for your letter, with which you give me the opportunity to clarify what I have already expressed about Vatican II. This delicate argument is involving prominent persons of the ecclesiastical world and not a few erudite laity: I trust that my modest contribution can help to lifting off the blanket of equivocations that weighs on the Council, thus leading to a shared solution.

You begin with my initial observation: “It is undeniable that from Vatican II onwards a parallel church was built, superimposed over and diametrically opposed to the true Church of Christ,” and then quote my words about the solution to the impasse in which we find ourselves today: “It will be for one of his Successors, the Vicar of Christ, in the fullness of his apostolic power, to rejoin the thread of Tradition there where it was cut off. This will not be a defeat but an act of truth, humility, and courage. The authority and infallibility of the Successor of the Prince of the Apostles will emerge intact and reconfirmed.”

You then state that my position is not clear – “whether you believe Vatican II to be an invalid council and thus to be complete repudiated, or if you believe that while a valid council it contained many errors and the faithful would be better served by having it forgotten about.” I have never thought and even less have I affirmed that Vatican II was an invalid Ecumenical Council: in fact it was convoked by the supreme authority, by the Supreme Pontiff, and all of the Bishops of the world took part in it. Vatican II is a valid Council, supported by the same authority as Vatican I and Trent. However, as I have already written, from its origin it was made the object of a grave manipulation by a fifth column that penetrated into the very heart of the Church that perverted its purposes, as confirmed by the disastrous results that are before everyone’s eyes. Let us remember that in the French Revolution, the fact that the Estates-Generalwere legitimately convoked on May 5, 1789, by Louis XVI did not prevent things from escalating into the Revolution and the Terror (the comparison is not out of place, since Cardinal Suenens called the conciliar event “the 1789 of the Church”).

In his recent intervention, His Eminence Cardinal Walter Brandmüller maintains that the Council places itself in continuity with the Tradition, and as proof of this he remarks:

It is sufficient to glance at the notes of the text. It can thus be seen that ten previous councils are quoted by the document. Among these, Vatican I is referred to 12 times, and Trent 16 times. From this it is already clear that, for example, any idea of “distancing from Trent” is absolutely excluded. The relationship with Tradition appears even closer if we think of how, among the popes, Pius XII is cited 55 times, Leo XIII on 17 occasions, and Pius XI in 12 passages. To these are added Benedict XIV, Benedict XV, Pius IX, Pius X, Innocent I and Gelasius. The most impressive aspect, however, is the presence of the Fathers in the texts of Lumen Gentium. The council refers to the teaching of the Fathers a full 44 times, including Augustine, Ignatius of Antioch, Cyprian, John Chrysostom and Irenaeus. Furthermore, the great theologians and doctors of the Church are cited: Thomas Aquinas in 12 passages, along with seven other heavyweights.

As I pointed out in the analogous case of the Synod of Pistoia, the presence of orthodox content does not exclude the presence of other heretical propositions nor does it mitigate their gravity, nor can the truth be used to hide even only one single error. On the contrary, the numerous citations of other Councils, of magisterial acts or of the Fathers of the Church can precisely serve to conceal, with a malicious intent, the controversial points. In this regard, it is useful to recall the words of the Tractatus de Fide orthodoxa contra Arianos, cited by Leo XIII in his encyclical Satis Cognitum:

There can be nothing more dangerous than those heretics who admit nearly the whole cycle of doctrine, and yet by one word, as with a drop of poison, infect the real and simple faith taught by our Lord and handed down by Apostolic Tradition.

Leo XIII then comments:

The practice of the Church has always been the same, as is shown by the unanimous teaching of the Fathers, who were wont to hold as outside Catholic communion, and alien to the Church, whoever would recede in the least degree from any point of doctrine proposed by her authoritative Magisterium.

On the pages of L’Osservatore Romano, in an article on April 14, 2013, Cardinal Kasper admitted that “in many places [the Council Fathers] had to find formulas of compromise, in which often the positions of the majority (conservatives) are found alongside those of the minority (progressives), designed to delimit them. Therefore, the conciliar texts themselves have an enormous potential for conflict, opening the door to selective reception in both directions.” This is the origin of the relevant ambiguities, patent contradictions, and serious doctrinal and pastoral errors.

It could be objected that taking into consideration the presumption of malice in a magisterial act ought to be rejected with disdain, since the Magisterium ought to be aimed at confirming the faithful in the Faith; but perhaps it is precisely the intentional fraud that makes an act prove to be non-magisterial and authorizes its condemnation or decrees its nullity. 

His Eminence Cardinal Brandmüller concluded his comment with these words: “It would be appropriate to avoid the ‘hermeneutic of suspicion’ that accuses the interlocutor from the beginning of heretical conceptions.” 

While I surely share this sentiment in the abstract and in general, I think it appropriate to formulate a distinction to better frame this concrete case. In order to do this, it is necessary to abandon the approach, that is a bit too legalistic, that considers all doctrinal questions inherent in the Church as reducible and resolvable principally on the basis of a normative reference: let us not forget that the law is at the service of the Truth, and not vice-versa. And the same holds for the Authority that is the minister of that law and custodian of that Truth. On the other hand, when Our Lord faced his Passion, the Synagogue had deserted its proper function as guide of the Chosen People in fidelity to the Covenant, just as part of the Hierarchy has done for sixty years.

This legalistic attitude is at the foundation of the deception of the Innovators, those who devised a very simple way to actuate the Revolution: imposing it by virtue of authority with an act that the Ecclesia docens adopted in order to define truths of the Faith with a binding force for the Ecclesia discens, restating that teaching in other equally binding documents, albeit in a different degree. In short, it was decided to affix the label “Council” to an event conceived by some with the aim of demolishing the Church, and in order to do this the conspirators acted with malicious intent and subversive purposes. Father Edward Schillebeecks op candidly said: «We express it diplomatically, but after the Council we will draw the implicit conclusions» (De Bazuin, n.16, 1965).

It is not therefore a question of a “hermeneutic of suspicion,” but on the contrary something much more grave than a suspicion, corroborated by a calm evaluation of the facts, as well as by the admission of the protagonists themselves. In this regard, who among them is more authoritative than the 
Cardinal Ratzinger?

The impression grew steadily that nothing was now stable in the Church, that everything was open to revision. More and more the Council appeared to be like a great Church parliament, that could change everything and reshape everything according to its own desires. Very clearly resentment was growing against Rome and against the Curia, which appeared to be the real enemy of everything that was new and progressive. The disputes at the Council were more and more portrayed according to the party model of modern parliamentarism. When information was presented in this way, the person receiving it saw himself compelled to take sides with one of the parties. […] If the bishops in Rome could change the Church, and even the faith itself (as it appeared they could), why only the bishops? In any event, the faith could be changed – or so it now appeared, in contrast to everything we previously thought. The faith no longer seemed exempt from human decision making but rather was now apparently determined by it. And we knew that the bishops had learned from theologians the new things they were now proposing. For believers, it was a remarkable phenomenon that their bishops seemed to show a different face in Rome from the one they wore at home. [J. Ratzinger, Milestones, Ignatius Press, 1997, pp. 132-133].

At this point it is right to draw attention to a recurring paradox in world affairs: the mainstream calls people “conspiracy theorists” if they reveal and denounce the conspiracy that the mainstream itself has devised, in order to divert attention from the conspiracy and delegitimize those who denounce it. 

Similarly, it seems to me that there is the risk of defining as “hermeneutic of suspicion” anyone who reveals and denounces the conciliar fraud, as if they were people who unjustifiably accuse “the interlocutor from the beginning of heretical conceptions.” Instead, it is necessary to understand if the action of the protagonists of the Council can justify the suspicion towards them, if not actually prove such suspicion correct; and if whether the result they obtained legitimizes a negative evaluation of the entire Council, of some of its parts, or of none of it. If we persist in thinking that those who conceived Vatican II as a subversive event rivaled Saint Alphonsus in piety and Saint Thomas in doctrine, we demonstrate a naivety that cannot be reconciled with the evangelical precept, and indeed borders on, if not connivance, then certainly carelessness. 

Obviously, I am not referring to the majority of Council Fathers, who were certainly animated by pious and holy intentions; I speak instead of the protagonists of the Council-event, of the so-called theologians who up until Vatican II were restricted by canonical censures and forbidden from teaching, and who for this very reason were chosen and promoted and helped, so that their credentials of heterodoxy became a cause of merit for them, while the undisputed orthodoxy of Cardinal Ottaviani and his collaborators in the Holy Office were sufficient reason to consign the preparatory schemae of the Council to the flames, with the consent of John XXIII.

I doubt that with regard to Msgr. Bugnini – to cite only one name – an attitude of prudent suspicion is either censurable or lacking in Charity. On the contrary: the dishonesty of the author of the Novus Ordo in pursuing his purposes, his adherence to Masonry and his own admissions in his diaries given to the Press show that the measures taken by Paul VI toward him were all too lenient and ineffective, since everything he did in the Conciliar Commissions and at the Congregation of Rites remained intact and, despite this, became an integral part of the Acta Concilii and the related reforms. Thus the hermeneutic of suspicion is quite welcome if it serves to demonstrate that there are valid reasons for the suspicion and that these suspicions often materialize in the certainty of intentional fraud.

Let us now return to Vatican II, to demonstrate the trap into which the good Pastors fell, misled into error along with their flock by a most astute work of deception by people notoriously infected by Modernism and not rarely also misled in their own moral conduct. As I wrote above, the fraud lies in having recourse to a Council as a container for a subversive maneuver, and in the utilization of the authority of the Church to impose the doctrinal, moral, liturgical, and spiritual revolution that is ontologically contrary to the purpose for which the Council was called and its magisterial authority was exercised. I repeat: the label “Council” affixed to the packaging does not reflect its content.

We have witnessed a new and different way of understanding the same words of the Catholic lexicon: the expression “ecumenical council” given to the Council of Trent does not coincide with the meaning given by the proponents of Vatican II, for whom the term “council” alludes to “conciliation” and the term “ecumenical” to inter-religious dialogue. The “spirit of the council” is the “spirit of conciliation, of compromise,” just as the assembly was a solemn and public attestation of conciliatory dialogue with the world, for the first time in the history of the Church.

Bugnini wrote: “We must take out of our Catholic prayers and the Catholic liturgy everything which could be the shadow of a stumbling block for our separated brethren, the Protestants” [cf. L’Osservatore Romano, 19 March 1965]. From these words we understand that the intent of the reform that was the fruit of the conciliar mens was to reduce the proclamation of Catholic Truth in order not to offend the heretics: and this is exactly what was done, not only in the Holy Mass – horribly disfigured in the name of ecumenism – but also in the exposition of dogma in the documents of doctrinal content; the use of subsistit in is a very clear example.

Perhaps it will be possible to debate the motives that may have led to this unique event, so fraught with consequences for the Church; but we can no longer deny the evidence and pretend that Vatican II was not something qualitatively different from Vatican I, despite the numerous heroic and documented efforts, even by the highest authority, to interpret it by force as a normal Ecumenical Council. Anyone with common sense can see that it is an absurdity to want to interpret a Council, since it is and ought to be a clear and unequivocal norm of Faith and Morals. Secondarily, if a magisterial act raises serious and reasoned arguments that it may be lacking in doctrinal coherence with magisterial acts that have preceded it, it is evident that the condemnation of a single heterodox point in any case discredits the entire document. If we add to this the fact that the errors formulated or left obliquely to be understood between the lines are not limited to one or two cases, and that the errors affirmed correspond conversely to an enormous mass of truths that are not confirmed, we can ask ourselves whether it may be right to expunge the last assembly from the catalog of canonical Councils. The sentence will be issued by history and by the sensus fidei of the Christian people even before it is given by an official document. The tree is judged by its fruits, and it is not enough to speak of a conciliar springtime to hide the harsh winter that grips the Church; nor to invent married priests and deaconesses in order to remedy the collapse of vocations; nor to adapt the Gospel to the modern mentality in order to gain more consensus. The Christian life is a militia, not a nice outing in the country, and this is all the more true for priestly life.

I conclude with a request to those who are profitably intervening in the debate about the Council: I would like us first and foremost to seek to proclaim salvific Truth to all men, because their and our eternal salvation depends on it; and that we only secondarily concern ourselves with the canonical and juridical implications raised by Vatican II: anathema sit or damnatio memoriae, it changes little. 

If the Council truly did not change anything of our Faith, then let us pick up the Catechism of Saint Pius X, return to the Missal of Saint Pius V, remain before the Tabernacle, not desert the Confessional, and practice penance and mortification with a spirit of reparation. This is whence the eternal youthfulness of the Spirit springs. And above all: let us do so in such a way that our works give solid and coherent witness to what we preach.

+ Carlo Maria Viganò, Archbishop

Arzobispo Viganò responde las objeciones del cardenal Brandmüller



El arzobispo Carlo Maria Viganò contradijo el 4 de julio en el sitio web AldoMariaValli.it la afirmación del cardenal Brandmüller, según la cual el Vaticano II estuvo en continuidad con la Tradición católica y se debería evitar la “hermenéutica de la sospecha”.

Él acusa a Brandmüller de mostrar una “actitud legalista” que – como cuestión de principio – considera que es inconcebible que un Concilio pueda equivocarse.

Viganò argumenta que los revolucionarios en el Vaticano II utilizaron la etiqueta “concilio” para imponer sus herejías “con intención dolosa y finalidades subversivas”.

Él cita al padre Edward Schillebeecks (+2009), uno de los teólogos más activos durante el Vaticano II, quien dijo sobre los documentos del Concilio: “Ahora lo decimos en forma diplomática, pero después del Concilio extraeremos las conclusiones implícitas”.

De esto Viganò concluye que la expresión “hermenéutica de la sospecha” es utilizada para denigrar a los que “denuncian el fraude conciliar”, aunque “la etiqueta ‘concilio’ sobre el paquete no refleja sus contenidos”.

Él ve al Vaticano II como “una obra muy astuta de engaño por personas notoriamente infectadas de modernismo y no pocas veces extraviadas también en su conducta moral”.

Viganò observa que el árbol es conocido por sus frutos: “No es suficiente hablar de una primavera conciliar para ocultar el frío invierno que atenaza a la Iglesia”.

Retomando el argumento neoconservador de que “el Concilio no ha cambiado nada de nuestra fe”, Viganò concluye que si esto es cierto, los neoconservadores también pueden volver al Catecismo de Pío X y al Misal de Pío V.

El P. Santiago Martín y el cisma “inevitable” (Luis Fernando Pérez Bustamante)


Para ver y escuchar el video pinchar aquí

Aprecio mucho la labor del P. Santiago Martín, sacerdote que desde hace años está haciendo un esfuerzo considerable por defender la doctrina católica sin arremeter a su vez contra Francisco, a quien siempre evita criticar abiertamente.

En este vídeo hace un análisis de lo ocurrido en los últimos meses en torno al CVII. Se refiere sobre todo a la postura de Mons. Viganò, pero se puede decir lo mismo de la de Mons. Athanasius Schneider y los obispos -todos ya retirados- que están apoyando sus tesis sobre el último concilio.

En los primeros minutos del vídeo, el P. Martín incurre en todos los típicos tópicos sobre el CVII mantenidos por el sector conservador de la iglesia post-conciliar. No se deja ni uno. Pero no es eso lo que me interesa. Sí me interesa su tesis de que solo un milagro puede evitar un cisma dentro del sector conservador.

Primero establece lo que para él son los sectores en los que se “dividió” la Iglesia tras el CVII:

– Los que rechazaron el concilio, con Lefebvre como figura destacada. Acaba en cisma, dice, pero no añade que la razón del mismo no fue técnicamente doctrinal, sino “jurisdiccional”. Es decir, se ordenaron obispos contra la voluntad expresa del Papa lo que provocó la excomunión de los ordenantes y los ordenados. Esas excomuniones fueron levantadas por BXVI.

– Los que sí aceptaban el concilio. Que a su vez se dividían en dos:

1) Los que lo aceptaban -y aceptan- si se interpretaba en continuidad con la Tradición.

2) Los que decían -y dicen- que se debía interpretar conforme al “espíritu del concilio”.

Bien, precisamente esa división establecida por el P. Santiago Martín tiene la virtud de poner en el mismo bando a los que aceptan el CVII -conservadores o revolucionarios-, en oposición a los que sostienen que es una ruptura con la Tradición. Señores, ese es el verdadero “cisma”.

El P. Martín comete luego el error de hablar de una división dentro del bando conservador que va a llevar a una ruptura -cisma- que solo puede evitar un milagro.

No, mire, no es una división ENTRE conservadores, sino entre tradicionalistas y conservadores. Lo único que hoy ocurre es que algunos que eran conservadores -no pocos y cada vez más, pero todavía muy minoritarios- se han pasado al tradicionalismo, que por otra parte no está ocupado solo por el lefebvrismo.

Viganó, Schneider y los cinco obispos que se sitúan en su postura (todavía no sé sus nombres) no pueden ser considerados conservadores. No lo son. Son tradicionalistas. No cismáticos -no han ordenado obispos contra la voluntad del Papa-, pero doctrinalmente sostienen exactamente lo mismo que sostenía la Iglesia antes del CVII, rechazando las novedades conciliares que los propios papas post-conciliares han reconocido. Y es aquí donde les vuelvo a recordar a ustedes que ha sido Benedicto XVI, -no solo Lefebvre, no solo Viganò, no solo Schneider-, quien ha reconocido que el CVII asume el concepto de libertad religiosa y de los derechos humanos de la Ilustración -o sea, de la masonería- y el estado moderno.

En otras palabras, según BXVI el CVII asume algo que la Iglesia había condenado de forma unánime y continua desde 1789 hasta el propio concilio. Pretender que puede haber una continuidad entre la condena de una doctrina y su asunción es cargarse el principio de no contradicción. Y, en mi opinión, es una falta de honestidad que encima abre las ventanas a la apostasía generalizada -el famoso humo de Satanás- ya que si eso lo hacen con una doctrina que afecta al dogma sobre el Reinado Social de Cristo, lo pueden hacer con cualquier doctrina que afecte a cualquier dogma de la Iglesia. Que es exactamente lo que está ocurriendo hoy, con Roma al frente de la Revolución.

Así que, efectivamente, la ruptura parece inevitable. Pero no entre liberal conservadores (BXVI) y liberal revolucionarios (Francisco), sino entre los que defienden la fe católica tal y como era antes del CVII y aquello en que la han querido convertir después.

Luis Fernando Pérez Bustamante