BIENVENIDO A ESTE BLOG, QUIENQUIERA QUE SEAS



martes, 16 de junio de 2020

La poesía olvidada y Cantos del final del camino-José Martí (2 de 3)






11. El mar embravecido
y en la zozobra, casi, de la nave...
de lo desconocido
un vientecillo suave
llega, y nadie de dónde viene sabe.



12. Y en lo más escondido,
cuando mi ser entero se conmueve
y parece perdido,
un vientecillo leve
de mi alma el centro lo remueve.



13. Y libre alzo el vuelo,
pues antes un hilillo lo impedía …
y encuentro así el consuelo
que antes no tenía,
esclavo, cuando libre me creía.


“De nuevo os veré y se alegrará vuestro corazón y nada podrá quitaros vuestra alegría” (Jn 16, 22)
“Aparta ya de mí tus ojos, que me matan de amor” (Cant 6, 5)


14. Vino hasta mí el Amado
antes que el sol naciera por el teso,
 y, habiéndome mirado,
sentí en sus ojos eso
que sólo amor lo cura con un beso.



15. Si de nuevo me vieres
allá en el valle, donde canta el mirlo,
no digas que me quieres,
no muera yo al oírlo
si acaso tú volvieras a decirlo.



16. Amado, en tu mirada
rebosa el corazón, enamorado,
sin nostalgia de nada,
sintiéndose embriagado
y hacia tí todo el ánimo volcado.



17. Pues eres poesía,
y belleza reside en tu mirada,
colmando de alegría,
jamás imaginada,
a todo el que recibe tu llamada.



18. Con ansias de saber si me querías
mis ojos a los tuyos se volvieron,
mas viendo en su fulgor lo que sentías,
los míos por tu amor desfallecieron.



19. Pasando por los prados
tus ojos con los míos se encontraron;
miráronse callados
y heridos se quedaron
en la llaga de amor que se causaron.



20. Si, a cambio de mi nada,
tu vida me la das para que viva,
y me das tu mirada,
en mis ojos se aviva
la llama que, en los tuyos, me cautiva.


21. La luz que de tus ojos
al corazón atento le llegaba
quitaba sus enojos
y tal valor le daba
que ya temor ninguno le quedaba.

Continuará

La poesía olvidada y Cantos del final del camino-José Martí (1 de 3)



Ya conocemos algo de la biografía del padre Alfonso Gálvez. Entre sus muchos libros ha escrito también poesía, siendo de éstos su libro más importante el que se titula “Cantos del Final del Camino” (CFC). Yo he escrito también un libro sobre poesía de título la Poesía Olvidada. Tanto el padre Alfonso como yo nos hemos inspirado, sobre todo, aunque no únicamente, en la poesía de San Juan de la Cruz.

Tengo para con el padre Alfonso una deuda de gratitud muy grande, pues lo conozco desde que yo era un niño de 12 años; y le debo, en muy buena parte, mi formación católica y mi amor al Señor. Por eso, esta entrada en el blog (que dividiré en tres) tiene ese sentido de cariño y de agradecimiento hacia este hombre que tanto bien ha hecho y que sigue haciendo; y a quien aprecio como a mi mejor amigo. He seleccionado 30 poesías (15 suyas y 15 mías) y las he colocado juntas, pues aunque las mías no tienen la calidad literaria de las suyas, al menos están escritas con el corazón. Y me consta que tanto su corazón como el mío laten al unísono … y ambos en el Corazón de Jesús, 
Nuestro Señor. Para diferenciarlas, de modo que no haya confusión, he colocado las suyas en rojo y las mías en negro. Es mucho lo que debo a este hombre de Dios, a este santo sacerdote que cuenta ya con 88 años de edad y 64 años de ministerio sacerdotal. Intercalado en azul aparecen algunas citas bíblicas que tienen una cierta relación con las poesías que vienen debajo. La selección podría haber sido otra, pero ésta me ha parecido que estaba bien.


“Desde la creación del mundo, las perfecciones invisibles de Dios - su eterno poder y su divinidad- se han hecho visibles a la inteligencia a través de las cosas creadas” (Rom 1, 20) 


1. El olor de las rosas 
me llegó, paseando por el prado. 
Y las vi tan hermosas 
que, su aroma inhalado 
me llevó, sin notarlo, hasta mi amado. 


2. El viento está soplando:
 cálido, dulce, suave y amainado.
 Y déjame gozando, 
en un fuego callado,
 hablándome, en suspiros, de mi amado. 


3. En la antesala, amado, 
de tu viña, me estabas aguardando; 
y, tu vino gustado, 
me dejaba palpando 
que tú en él te me estabas entregando. 


4. Es la voz del Esposo 
como la huidiza estela de una nave, 
como aire rumoroso, 
como susurro suave, 
como el vuelo nocturno de algún ave. 


5. Mi Amado, las estrellas, 
el mar que besan proas de mil naves, 
los ojos de doncellas, 
el canto de las aves, 
aquello que te dije y que tú sabes. 


¡Necios y torpes de corazón para creer todo lo que anunciaron los Profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara e su gloria? (Lc 24, 25, 26)


6. Me requirió el Amado 
para que de las cosas me olvidara,
 y junto a su costado, 
su herida contemplara
 y de amor sus sollozos escuchara. 


7. ¡Oh amarga senda, dura y empinada, 
larga y abrupta, de aridez rocosa, 
que convirtió mi vida en azarosa 
búsqueda ansiosa de alma enamorada…! 


8. A las nevadas cimas 
de las blancas montañas subiremos 
cruzando valles y salvando simas. 
Y cuando al fin lleguemos, 
los cantos del amor entonaremos. 


9. Cuando sólo tú cuentes, 
porque haya mi cáliz apurado,
 sentiré como sientes.
 Y, en tus ojos mirado, 
veré mi cuerpo todo iluminado. 


10. En la hermosa aventura 
que es la vida, a tu lado, no temía
 hundirme en la espesura, 
pues la luz que veía 
en tus ojos, los míos encendía. 

Continuará

domingo, 14 de junio de 2020

Cómo el latín nos salva la vida



El latín no es una lengua muerta en absoluto. Pensemos que la palabra más pronunciada en este 2020 es "virus", que en latín significa "veneno". Un raro ejemplo de cómo hemos impreso nuestra marca peculiar en un término definido desde muy antiguo. Y como éste, muchos otros términos de la lengua de Cicerón se usan comúnmente, como "media", plural de “médium”, medio. Y podríamos seguir y seguir. Pero para convencernos completamente y de una manera precisa sobre la importancia de este antiguo idioma, pesadilla para muchas generaciones de estudiantes de secundaria, es necesario aterrizar y explicar por qué debemos estar agradecidos a la lengua de Virgilio y Tácito, y por qué no es un tostón de otra época, sino un salvavidas que nos enseña a vivir mejor. 

Con un recorrido temático por los grandes latinos, desde Horacio hasta Séneca, desde Catulo hasta Petronio, desde Lucrecio hasta Quintiliano, encontraremos la respuesta que los hombres de hace dos mil años dieron a sus problemas, desde el infeliz enamoramiento, hasta la intolerancia hacia los días santos, con toda su carga de supersticiones, desde el rechazo de los símbolos de estado hasta las penalidades escolares. Respuestas que también pueden calmar nuestras ansiedades diarias o hacernos mirar el presente con un mirada distinta. 

Cayo Valerio Catulo se dedicó al ocio

En una época de modernidad líquida como la nuestra, tenemos que redescubrir no sólo un idioma, sino también una cultura, una civilización, anclada en cimientos sólidos: pero sin idealizaciones románticas. Por el contrario: básicamente tenemos que demostrar y enseñar cómo algunos problemas sociales y cómo las principales debilidades y vicios del mundo contemporáneo tienen raíces muy profundas; y raíces igual de profundas, las virtudes más bellas. Tenemos la obligación de explorar el mundo de la antigua civilización romana, de la que hemos heredado no sólo la forma de hablar, sino también la forma de pensar, la forma de juzgar y la forma de sentir.

Me doy cuenta de que, hace unas décadas, nadie hubiera tenido que pedir disculpas por el latín, ya que la oferta escolar era monolítica y estaba totalmente centrada en los estudios humanísticos. Y, sin embargo, las propuestas de reforma de las leyes educativas de los años 70 ya eran descabelladas en todo el mundo occidental. Será bueno recordar una anécdota ocurrida entonces en las Cortes, donde el ministro de Educación José Luis Villar Palasí -antiguo alumno del Instituto Luis Vives de Valencia hombre profundamente humanista por tanto- dio una aguda respuesta al ministro Solís. Se discutía en las Cortes el proyecto del nuevo Bachillerato. Durante la intervención de nuestro personaje, surgió la voz del ministro secretario general del Movimiento, José Solís Ruiz, nacido en la localidad cordobesa de Cabra, quien dijo: “Señor ministro, ¡más deporte y menos latín!” La respuesta del titular de Educación Nacional fue inmediata, rotunda y divertida: “Señor ministro, gracias al latín, los nacidos en Cabra se llaman egabrenses”. La carcajada en los escaños fue inmediata. El titular de Educación ya se daba cuenta en aquel momento de que, después de años de estudio, sólo los estudiantes muy raros podían traducir un fragmento de unas pocas líneas de un clásico latino. Lo mismo que sucede hoy en día, incluso entre los sacerdotes de las nuevas generaciones. ¡Nihil sub sole novum! Nada nuevo bajo el sol.

José L. Villar Palasí, 
ministro de Educación 1968-73

Ahora la escuela ha cambiado mucho; pero, al no pertenecer yo a las filas de los laudatores temporis acti (aduladores del tiempo pasado, según dice Horario en el fragmento 174 de la Epístola a los Pisones) quisiera reiterar que "cambio" no siempre es una indicación de declive irreversible: diferente no necesariamente significa "peor", y por lo tanto es bueno reflexionar un poco sobre el estado de esta “soporífera” disciplina. 

Hace unos años, escribí a un obispo con sede en Cataluña una carta encabezada con este epígrafe: “¡Viva el latín!”. Le hablaba sobre la historia y belleza de una lengua aparentemente inútil. No recibí respuesta alguna. Quizás no poseía argumentos. No hay duda de que aquellos que hemos estudiado mínimamente algo de latín, o en el Instituto o en el Seminario, tenemos más recursos: en primer lugar, nuestro acceso a las lenguas romances, a su léxico y a su estructura gramatical, suele ser más fácil y más profundo del de aquellos que nunca han tenido la suerte de estudiar latín. Además, el procedimiento mediante el cual nos sumergimos en una nueva lengua que queremos aprender, es muy similar al que aplicamos para resolver un problema matemático: manejamos no sólo la deducción, sino también la inducción (el sistema de aprendizaje infantil, es decir ex nihilo). Y el latín nos ayuda.

Además, traigo una paradoja a la atención de los lectores: el latín nunca murió porque tal vez ni siquiera nació. Permítanme explicarme mejor: el latín literario, en el que están formados el 99% de los estudiantes de latín, es una construcción intelectual muy refinada, pero que ciertamente no coincide con el latín hablado por la gran masa de ciudadanos de Roma y el Imperio, el llamado sermo cotidiano, del que por cierto derivan nuestras lenguas. Para reconstruir aquella lengua popular, tenemos muy pocos elementos: algunas inscripciones en las paredes escaparon a la acción destructiva de la época (pienso en Pompeya); algunos epígrafes abren una brecha a favor de esta tesis cuando, a veces, con sus "errores", nos confirman la discrasia que existía entre el latín oficial y el cotidiano. Nos ayudan algunos pasajes de autores conocidos (pienso en la charla de los libertos en el Banquete de Trimalción en el “Satiricón” de Petronio) que a pesar de ser reelaboraciones artísticas del discurso, ciertamente nos hacen comprender cómo aquellos libertos vernáculos tenían que hacer inmersión lingüística en el latín que se utilizaba diariamente en el foro. En resumen, creo que si absurdamente hoy pudiéramos conocer a Cicerón, realmente creo que nos sorprendería la forma en que se dirige a su esposa Terencia o su hija Tullia, muy diferente del latín solemne que estamos acostumbrados a leer en sus discursos y obras filosóficas. 

Sí, de alguna manera los romanos tenían una mirada muy lúcida, que había identificado y anticipado algunos problemas ya en su tiempo, aunque quizás sólo en forma incipiente. Problemas que hoy nos afectan de manera generalizada. Pienso, por ejemplo, en el tema de la contaminación ambiental que se experimentó sobre todo en las metrópolis de la época, Roma, Alejandría y algunas otras (el saneamiento de estas ciudades fue una epopeya). Pienso también en necesidades aparentemente más frívolas, como el anhelo de un poco de ayuda para algunos retoques estéticos: un problema, evidentemente, que sólo unas pocas mujeres de condición media-alta sentían como apremiante y sobre las cuales Ovidio se detiene en varios puntos de su obra, tanto en “Medicamina faciei femineae” así como en el tercer libro de su “Ars amatoria”.

Pero sobre todo, si el latín es realmente, como alguien dijo, el "código genético de Occidente", me parece que más que un rival que está "frente a nosotros", es un amigo que está "dentro de nosotros", y eso yo lo noto paradójicamente en mí, habiéndolo descubierto desde que en 2007 empecé a celebrar la Santa Misa según el modo extraordinario, que me obliga a entender y percibir de nuevo en latín. Os lo puedo asegurar de corazón. 

La antigua de Baia, en el golfo de Nápoles

Además, ya que en el campo de la medicina estamos descubriendo cómo la genética es la rama decisiva para resolver muchos tipos de problemas, tengamos en cuenta este particular. Eso de andar añadiendo o quitando tramos de la secuencia genética ni que sea en los virus, nos está trayendo más problemas que soluciones. Lo mismo nos pasa en el plano histórico, cultural y moral: estamos procediendo con temeraria irresponsabilidad a la eliminación masiva de secuencias enteras de nuestro ADN. de lo genético. Pero no podemos desembarazarnos y echar por la borda nuestros orígenes sin que esto nos pase factura. Nadie que no sepa quién es y de qué historia proviene puede saber a dónde ir.

Hace ya dos mil años, aunque esa época y esa civilización eran muy diferentes a las nuestras, nos estábamos preguntando acerca de problemas y dramas similares a los presentes. Un poco porque creo (en la línea de una autora que no tenía nada que ver con el latín, Agatha Christie con su señorita Marple) que la naturaleza humana siempre es similar a sí misma.

Con el aprendizaje y el uso del latín tenemos a nuestro alcance figuras de grandes maestros. A uno sobre todo: Séneca. Él era un hombre con una inteligencia muy aguda, pero que nos conquista porque era muy humano, lleno de contradicciones, de las cuales a menudo se justifica: pienso, por ejemplo, en cómo responde como filósofo a las críticas de quienes le reprocharon que aprovechase su posición en el más alto nivel en la corte (tutor de Nerón y luego, de hecho colíder del Imperio) para acumular una riqueza fabulosa. Bueno, pues responde así: primero dice que un filósofo no necesariamente tiene que ser pobre: ​​debe aprender que los bienes materiales son caducos y fugaces, y debe saber prescindir de ellos ocasionalmente; pero no se le puede atribuir la culpa de tener un vasto patrimonio (Séneca nos explica que sólo los aretes de su esposa valían tanto como el patrimonio de alguna rica familia). Vemos también cómo después de condenar la ligereza de las vestimentas en los centros turísticos de moda como Baia, en el golfo de Nápoles que era el Montecarlo de la época, también frecuentado por Nerón y otros millonarios de aquel tiempo, describe los pasatiempos de la élite de vacaciones con tanta precisión como para hacernos deducir que si los describe tan bien es que los frecuentó. ¡Él también estuvo allí! El propio Séneca dice que si la filosofía es la medicina del alma, él no es más que un enfermo como otros tantos, pacientes de un mismo hospital, capaz de aplicar remedios paliativos, pero no terapias decisivas, a su enfermedad.


Séneca también conocía bien los males del espíritu, las que hoy llamaríamos “distonías neurovegetativas” y los ataques de ansiedad. De hecho, varias veces en las Cartas a Lucilio, nos describe precisamente un ataque de este mal que tuvo que sufrir a menudo. Francamente parece ser un contemporáneo nuestro, en muchos sentidos, incluso al presentar los argumentos reconfortantes, muy modernos y a veces paradójicos, que sabe elaborar. 

Leer a este autor también resulta útil si queremos reflexionar sobre el fracaso educativo: en la última conversación del filósofo con su alumno el joven Nerón (que nos es relatada por Tácito en los Anales), el joven emperador demuestra haber entendido muy bien las enseñanzas del maestro: de hecho, muy bien; y se presenta como un interlocutor retóricamente versado, temeroso y muy insidioso.

Séneca y Nerón (E. Barrón)

Sobre el tema del fracaso educativo, pero también político y familiar, nos resulta muy útil Cicerón: por desgracia estamos acostumbrados a pensar en los clásicos como personajes ejemplares, cuya grandeza está esculpida en lápidas de mármol, rodeado de gloria, que pasaron a la historia por el valor paradigmático de lo que escribieron y por sus acciones. Pero olvidamos que también eran hombres: por lo tanto, no exentos de caídas y fracasos, a veces espectacularmente sensacionales.
Queridos amigos y lectores: al latín no se le reconoce el mérito que merece en nuestra cultura, porque estudiarlo y dominarlo requiere tiempo, aplicación y no poco esfuerzo. Sin embargo no más que para otras asignaturas: pienso en las matemáticas, la química, la física, todas las disciplinas que en el currículum escolar incluso son asignaturas troncales para las que se requiere un cierto grado de profundidad: en todas hay picos de insuficiencia, y no por ello se suprimen. El hecho es que vivimos en una época en que todo lo que es mínimamente difícil, que requiere tiempo, esfuerzo, concentración no episódica (en estudios como en las relaciones humanas) es relegado por la moda dominante. No es tendencia. Todo debe ser fácil e inmediatamente inteligible: y de hecho estamos viendo los resultados.
Para concluir, ¿cómo pueden ayudarnos la lengua y la cultura latinas a sobrevivir en esta era oscura de posmodernidad líquida? En primer lugar, nos ayuda a trabajar con una complejidad sintáctica cuya técnica es aplicable a cualquier análisis de la realidad.

Espero que después de esta disquisición, surja un poco de inquietud y deseo de aprender lengua y cultura latinas. Creo que son cruciales. Y nos facilitan las claves para vivir mejor: saber relativizar y saber mirar más allá de nuestro estrecho horizonte personal. Aquellos que viven ahogados en problemas cotidianos, esos pequeños problemas que envenenan la vida, pueden ver que el amor infeliz, la traición, los desacuerdos familiares, las decepciones escolares, no sólo son males que nos afligen hoy en día, sino que son problemas que ya tenía el ciudadano romano de hace dos mil años y quizás de manera más generalizada. Y sus recursos tan “latinos” para afrontar los problemas, no desmerecían en absoluto de los tan tecnificados que manejamos hoy. Creo sinceramente que relativizar un poco es la clave si no para vivir mejor y exentos de problemas, sí al menos para no ahogarnos en ellos.

Mn. Francesc M. Espinar Comas

Párroco del Fondo de Santa Coloma de Gramenet

viernes, 12 de junio de 2020

Carta de monseñor Viganò: “El Vaticano II dio comienzo a una Iglesia falsa, paralela”



He leído con gran interés el ensayo de Su Excelencia, Mons. Athanasius Schneider, publicado en LifeSiteNews el 1 de junio, posteriormente traducido al italiano por Chiesa e post concilio, titulado “No existe la voluntad divina positiva de que haya diversidad de religiones ni hay un derecho natural a dicha diversidad”. El estudio de Su Excelencia resume, con la claridad que distingue las palabras de quienes hablan de acuerdo con Cristo, las objeciones contra la supuesta legitimidad del ejercicio de la libertad religiosa teorizada por el Concilio Vaticano II en contradicción con el testimonio de la Sagrada Escritura y con la voz de la Tradición, y en contradicción también con el Magisterio católico, que es el fiel guardián de ambas.

El mérito del ensayo de Su Excelencia consiste, primero que nada, en su comprensión del vínculo causal entre los principios enunciados -o implícitos- del Concilio Vaticano II y su consiguiente efecto lógico en las desviaciones doctrinales, morales, litúrgicas y disciplinarias que han surgido y se están desarrollando progresivamente hasta el día de hoy. 

El monstruo generado en los círculos modernistas podría haber sido, al comienzo, equívoco, pero ha crecido y se ha fortalecido, de modo que hoy se muestra como lo que verdaderamente es en su naturaleza subversiva y rebelde. La criatura concebida en aquellos tiempos es siempre la misma, y sería ingenuo pensar que su perversa naturaleza podría cambiar. Los intentos de corregir los excesos conciliares -invocando la hermenéutica de la continuidad- han demostrado no tener éxito: Naturam expellas furca, tamen usque recurret [“Expulsa a la naturaleza con una horqueta: regresará”] (Horacio, Epist., I, 10, 24). La Declaración de Abu Dhabi -y como Mons. Schneider acertadamente observa, sus primeros síntomas en el panteón de Asís- “fue concebida en el espíritu del Concilio Vaticano II”, como lo afirma Bergoglio, orgullosamente. 

Este “espíritu del Concilio” es la patente de legitimidad que los innovadores oponen a sus críticos, sin darse cuenta de que ello es confesar, precisamente, un legado que confirma no sólo la naturaleza errada de las declaraciones presentes, sino también la matriz herética que supuestamente las justifica. Si se mira más de cerca, jamás en la historia de la Iglesia un Concilio se ha presentado a sí mismo como un hecho histórico diferente de todos los concilios anteriores: jamás se ha hablado del “espíritu del Concilio de Nicea” o del “espíritu del Concilio de Ferrara-Florencia” ni, mucho menos, del “espíritu del Concilio de Trento”. Tampoco existió jamás una era “post-conciliar” después del Letrán IV o del Vaticano I. 

La razón de ello es obvia: estos Concilios fueron todos, sin distinción alguna, expresión unánime de la voz de la Santa Madre Iglesia, y por esta misma causa, voz de Nuestro Señor Jesucristo. Es elocuente que quienes sostienen la novedad del Concilio Vaticano II se adhieran también a la doctrina herética que pone al Dios del Antiguo Testamento en oposición al Dios del Nuevo Testamento, como si pudiera existir contradicción entre las Divinas Personas de la Santísima Trinidad. Evidentemente esta oposición, que es casi gnóstica o cabalística, es funcional para la legitimación de un sujeto nuevo, que se quiere diferente y opuesto a la Iglesia católica. Los errores doctrinales casi siempre revelan algún tipo de herejía trinitaria, y por tanto es mediante el regreso a la proclamación del dogma trinitario que las doctrinas que se le oponen pueden ser derrotadas: ut in confessione veræ sempiternæque deitatis, et in Personis proprietas, et in essentia unitas, et in majestate adoretur æqualitas: confesando una verdadera y eterna Divinidad, adoramos la propiedad en las Personas, la unidad en la esencia y la igualdad en la Majestad. 


Juan Pablo II en el encuentro ecuménico de Asís de 1986 (Foto: Asianews)

Mons. Schneider cita varios cánones de los Concilios Ecuménicos que proponen lo que, en su opinión, son doctrinas difíciles de aceptar hoy, como, por ejemplo, la obligación de diferenciar a los judíos por las ropas, o la prohibición de que los cristianos sirvan a patrones mahometanos o judíos. Entre esos ejemplos existe también la exigencia de la traditio instrumentorum proclamada por el Concilio de Florencia, que fue posteriormente corregida por la Constitución Apostólica Sacramentum Ordinis de Pío XII.

Mons. Schneider comenta: “Se puede rectamente esperar y creer que un futuro Papa o Concilio Ecuménico corrija las declaraciones erróneas hechas” por el Concilio Vaticano II.

Esto me parece ser un argumento que, aunque hecho con la mejor de las intenciones, debilita el edificio católico desde sus mismos fundamentos. Si de hecho admitimos que puede haber actos magisteriales que, por el cambio en la sensibilidad, son susceptibles de abrogación, modificación o diferente interpretación por el paso del tiempo, caemos inevitablemente en la condenación del Decreto Lamentabili, y terminamos concediendo justificaciones a quienes, recientemente, y precisamente sobre la base de aquel erróneo supuesto, han declarado que la pena de muerte “no es conforme al Evangelio”, enmendando así el Catecismo de la Iglesia Católica. De acuerdo con el mismo principio, podríamos sostener que las palabras del Beato Pío IX en Quanta Cura fueron en cierta forma corregidas por el Concilio Vaticano II, tal como Su Excelencia espera que ocurra con Dignitatis Humanae.

Ninguno de los ejemplos que ofrece Su Excelencia es, en sí mismo, gravemente erróneo o herético: el hecho de que el Concilio de Florencia declarara que la traditio instrumentorum era necesaria para la validez de las órdenes no comprometió de ningún modo el ministerio sacerdotal en la Iglesia, haciendo que se confirieran órdenes inválidas. No me parece tampoco que se pueda afirmar que este aspecto, a pesar de su importancia, haya conducido a errores doctrinales por parte de los fieles, algo que sí ha ocurrido, por el contrario, sólo en el último Concilio. Y cuando en el curso de la historia se han difundido diversas herejías, la Iglesia siempre ha intervenido prontamente para condenarlas, como ocurrió en el tiempo del Sínodo de Pistoya de 1786, que fue en cierto modo un anticipo del Concilio Vaticano II, especialmente en su abolición de la comunión fuera de la Misa, la introducción de la lengua vernácula, y la abolición de las oraciones del Canon dichas en voz baja, pero especialmente en la teorización sobre el fundamento de la colegialidad episcopal, reduciendo la primacía del Papa a una función meramente ministerial. El releer las actas de aquel Sínodo causa estupor por la formulación literal de los mismos errores que encontramos posteriormente, aumentados, en el Concilio que presidieron Juan XXIII y Pablo VI. Por otra parte, tal como la Verdad procede de Dios, el error es alimentado por el Adversario y se alimenta de él, que odia a la Iglesia de Cristo y su corazón, la Santa Misa y la Santísima Eucaristía. 

Llega un momento en nuestras vidas en que, por disposición de la Providencia, nos enfrentamos a una opción decisiva para el futuro de la Iglesia y para nuestra salvación eterna. Me refiero a la opción entre comprender el error en que prácticamente todos hemos caído, casi siempre sin mala intención, y seguir mirando para el otro lado o justificándonos a nosotros mismos. 

También hemos cometido, entre otros, el error de considerar a nuestros interlocutores como personas que, a pesar de la diferencia de ideas y de fe, se han movido siempre por buenas intenciones y que estarían dispuestas a corregir sus errores si pudieran convertirse a nuestra Fe. Junto con numerosos Padres Conciliares, concebimos el ecumenismo como un proceso, como una invitación que llama a los disidentes a la única Iglesia de Cristo, a los idólatras y paganos al único Dios verdadero, al pueblo judío al Mesías prometido. Pero desde el instante en que fue teorizado en las comisiones conciliares, el ecumenismo fue entendido de un modo que está en directa oposición con la doctrina previamente sostenida por el Magisterio.

Hemos pensado que ciertos excesos eran sólo exageraciones de los que se dejaron arrastrar por el entusiasmo de novedades, y creímos sinceramente que ver a Juan Pablo II rodeado por brujos sanadores, monjes budistas, imanes, rabíes, pastores protestantes y otros herejes era prueba de la capacidad de la Iglesia de convocar a todos los pueblos para pedir a Dios la paz, cuando el autorizado ejemplo de esta acción iniciaba una desviada sucesión de panteones más o menos oficiales, hasta el punto de ver a algunos obispos portar el sucio ídolo de la pachamama sobre sus hombros, escondido sacrílegamente con el pretexto de ser una representación de la sagrada maternidad.



Juan Pablo II recibe una bendición ritual de parte un chaman durante una de sus visitas a Estados Unidos (Foto: Burbuja)

Pero si la imagen de una divinidad infernal pudo ingresar en San Pedro, fue parte de un crescendo que algunos previeron como un comienzo. Hoy hay muchos católicos practicantes, y quizá la mayor parte del clero católico, que están convencidos de que la Fe católica ya no es necesaria para la salvación eterna: creen que el Dios Uno y Trino revelado a nuestros padres es igual que el dios de Mahoma. Hace veinte años oímos esto repetido desde los púlpitos y las cátedras episcopales, pero recientemente lo hemos oído, afirmado con énfasis, incluso desde el más alto Trono.

Sabemos muy bien que, invocando la palabra de la Escritura Littera enim occidit, spiritus autem vivificat [“La letra mata, el espíritu da vida” (2 Cor 3, 6)], los progresistas y modernistas astutamente encontraron cómo esconder expresiones equívocas en los textos conciliares, que en su tiempo parecieron inofensivos pero que, hoy, revelan su valor subversivo. Es el método usado en la frase subsistit in: decir una semi-verdad como para no ofender al interlocutor (suponiendo que es lícito silenciar la verdad de Dios por respeto a sus criaturas), pero con la intención de poder usar un semi-error que sería instantáneamente refutado si se proclamara la verdad entera. Así, “Ecclesia Christi subsistit in Ecclesia Catholica” no especifica la identidad de ambas, pero sí la subsistencia de una en la otra y, en pro de la coherencia, también en otras iglesias: he aquí la apertura a celebraciones interconfesionales, a oraciones ecuménicas, y al inevitable fin de la necesidad de la Iglesia para la salvación, en su unicidad y en su naturaleza misionera.

Puede que algunos recuerden que los primeros encuentros ecuménicos tuvieron lugar con los cismáticos del Oriente, y muy prudentemente con otras sectas protestantes. Fuera de Alemania, Holanda y Suiza, al comienzo los países de tradición católica no vieron con buenos ojos las celebraciones mixtas en que había juntos pastores protestantes y sacerdotes católicos. Recuerdo que en aquellos años se habló de eliminar la penúltima doxología del Veni Creator para no ofender a los ortodoxos, que no aceptan el Filioque. Hoy escuchamos los surahs del Corán leídos desde el púlpito de nuestras iglesias, vemos un ídolo de madera adorado por hermanas y hermanos religiosos, oímos a los obispos desautorizar lo que hasta ayer nos parecía ser las excusas más plausibles de tantos extremismos. Lo que el mundo quiere, por instigación de la masonería y sus infernales tentáculos, es crear una religión universal que sea humanitaria y ecuménica, de la cual es expulsado el celoso Dios que adoramos. Y si esto es lo que el mundo quiere, todo paso en esa dirección que dé la Iglesia es una desafortunada elección que se volverá en contra de quienes creen que pueden burlarse de Dios. No se puede dar de nuevo vida a las esperanzas de la Torre de Babel, con un plan globalizante que tiene como meta la neutralización de la Iglesia católica a fin de reemplazarla por una confederación de idólatras y herejes unidos por el ambientalismo y la fraternidad universal. No puede haber hermandad sino en Cristo, y sólo en Cristo: qui non est mecum, contra me est. 

Es desconcertante que tan poca gente se dé cuenta de esta carrera hacia el precipicio, y que pocos adviertan la responsabilidad de los niveles más altos de la Iglesia que apoyan estas ideologías anti cristianas, como si los líderes de la Iglesia quisieran la garantía de que tendrán un lugar y un papel en el carro del pensamiento correcto. Y es sorprendente que haya gente que persista en la negativa a investigar las causas de fondo de la presente crisis, limitándose a deplorar los excesos actuales como si no fueran la consecuencia inevitable de un plan orquestado hace ya décadas

- El que la pachamama haya sido adorada en una iglesia, se lo debemos a Dignitatis Humanae. 
- El que tengamos una liturgia protestantizada y a veces incluso paganizada, se lo debemos a la revolucionaria acción de monseñor Annibale Bugnini y a las reformas postconciliares. 
- La firma de la Declaración de Abu Dabhi, se la debemos a Nostra Aetate. 

Y si hemos llegado hasta delegar decisiones en las Conferencias Episcopales -incluso con grave violación del Concordato, como es el caso en Italia-, se lo debemos a la colegialidad y a su versión puesta al día, la sinodalidad.

-Gracias a la sinodalidad nos encontramos con Amoris Laetitia y teniendo que ver el modo de impedir que aparezca lo que era obvio para todos: este documento, preparado por una impresionante máquina organizacional, pretendió legitimar la comunión a los divorciados y convivientes, tal como Querida Amazonia va a ser usada para legitimar a la mujeres sacerdotes (como en el caso reciente de una “vicaria episcopal” en Friburgo de Brisgovia) y la abolición del Sagrado Celibato. 

Los prelados que enviaron las Dubia a Francisco, a mi juicio, evidenciaron la misma piadosa ingenuidad: pensar que Bergoglio, confrontado con una contestación razonablemente argumentada de su error, iba a comprender, a corregir los puntos heterodoxos y a pedir perdón.

Juan Pablo II besa el Corán

El Concilio fue usado para legitimar las más aberrantes desviaciones doctrinales, las más osadas innovaciones litúrgicas y los más inescrupulosos abusos, todo ello mientras la Autoridad guardaba silencio. 

Se exaltó de tal modo a este Concilio que se lo presentó como la única referencia legítima para los católicos, para el clero, para los obispos, oscureciendo y connotando con una nota de desprecio la doctrina que la Iglesia había siempre enseñado autorizadamente, y prohibiendo la liturgia perenne que había, durante milenios, alimentado la fe de una línea ininterrumpida de fieles, mártires y santos. Entre otras cosas, este Concilio ha demostrado ser el único que ha causado tantos problemas interpretativos y tantas contradicciones respecto del Magisterio precedente, en tanto que no existe ni un solo Concilio -desde el Concilio de Jerusalén hasta el Vaticano I- que no haya armonizado perfectamente con todo el Magisterio o que haya necesitado tanta interpretación.

Confieso con serenidad y sin controversia: fui una de las muchas personas que, a pesar de tantas perplejidades y temores como hoy se ha demostrado ser legítimos, confié en la autoridad de la Jerarquía con incondicional obediencia. En realidad, creo que mucha gente, incluido yo mismo, no consideró en un comienzo la posibilidad de que pudiera haber un conflicto entre la obediencia a una orden de la Jerarquía y la fidelidad a la Iglesia. Lo que hizo tangible esta separación no natural, diría incluso perversa, entre la Jerarquía y la Iglesia, entre la obediencia y la fidelidad, fue ciertamente el presente pontificado.

En la Sala de Lágrimas, adyacente a la Capilla Sixtina, mientras monseñor Guido Marini preparaba el roquete, la muceta y la estola para la primera aparición del Papa “recién elegido”, Bergoglio exclamó: “Sono finite le carnevalate!” [“Se acabó el carnaval”], rehusando desdeñosamente las insignias que todos los Papas hasta ahora habían aceptado, humildemente, como el atuendo del Vicario de Cristo. Pero esas palabras contenían una verdad, aunque dicha involuntariamente: el 23 de marzo de 2013, los conspiradores dejaron caer la máscara, libres ya de la inconveniente presencia de Benedicto XVI y osadamente orgullosos de haber finalmente promovido a un Cardenal que representaba sus ideas, su modo de revolucionar la Iglesia, de hacer maleable la doctrina, adaptable la moral, adulterable la liturgia y desechable la disciplina. Todo esto se consideró, por los mismos protagonistas de la conspiración, como lógica consecuencia y obvia aplicación del Concilio Vaticano II que, según ellos, había sido debilitado por las críticas hechas por Benedicto XVI. La mayor osadía de ese Pontificado fue el permiso para celebrar libremente la venerada liturgia tridentina, cuya legitimidad fue finalmente reconocida, refutando cincuenta años de ilegítimo ostracismo. No es un accidente el que los partidarios de Bergoglio sean los mismos que vieron el Concilio como el primer paso de una nueva Iglesia, antes de la cual había existido una vieja religión con una vieja liturgia. 



El Papa Francisco junto a una machi mapuche durante su visita a Chile en 2018 (Foto: El País)

No es accidente: lo que estos hombres afirman impunemente, escandalizando a los moderados, es lo mismo que creen los católicos, vale decir, que a pesar de todos los esfuerzos de la hermenéutica de la continuidad, que naufragó miserablemente con la primera confrontación con la realidad de la presente crisis, es innegable que, desde el Concilio Vaticano II en adelante, se construyó una nueva iglesia, superimpuesta a la Iglesia de Cristo y diametralmente opuesta a ella. 

Esta Iglesia paralela oscureció progresivamente la institución divina fundada por el Señor, reemplazándola por una entidad espuria, que corresponde a la deseada religión universal, teorizada primeramente por la masonería. Expresiones como nuevo humanismo, fraternidad universal, dignidad del hombre, son muletillas del humanitarismo filantrópico que niega al verdadero Dios, de una solidaridad horizontal de inspiración vagamente espiritualista y de un irenismo ecuménico, condenado inequívocamente por la Iglesia. “Nam et loquela tua manifestum te facit [“Tus palabras te ponen en evidencia”]” (Mt 26, 73): este recurrir frecuente, incluso obsesivo, al mismo vocabulario de los enemigos revela la adhesión a la ideología inspirada por ellos. 

Por otra parte, la renuncia sistemática al lenguaje claro, inequívoco y cristalino de la Iglesia confirma el deseo de separarse no sólo de las formas católicas, sino incluso de su sustancia misma. 

Lo que durante años hemos oído proclamar vagamente, sin connotaciones claras, desde el más alto de los Tronos, lo encontramos ahora, elaborado en un verdadero manifiesto propiamente tal, entre los partidarios del presente pontificado: la democratización de la Iglesia, ya no mediante la colegialidad inventada por el Concilio Vaticano II, sino por la vía sinodal inaugurada por el Sínodo de la Familia; la demolición del sacerdocio ministerial mediante su debilitamiento por las excepciones al celibato eclesiástico y la introducción de figuras femeninas con responsabilidades cuasi-sacerdotales; el silencioso tránsito desde un ecumenismo dirigido a los hermanos separados hacia una forma de pan-ecumenismo que reduce la Verdad del Dios Uno y Trino al nivel de las idolatrías y de las más infernales supersticiones; la aceptación de un diálogo interreligioso que presupone un relativismo religioso y excluye la proclamación misionera; la desmitologización del Papado, emprendida por Bergoglio como tema de su pontificado; la progresiva legitimación de todo lo que es políticamente correcto: la teoría de género, la sodomía, el matrimonio homosexual, las doctrinas maltusianas, el ecologismo, el inmigracionismo…

Si no reconocemos que las raíces de estas desviaciones se encuentran en los principios establecidos por el último Concilio, será imposible encontrar una cura: si persiste de nuestra parte un diagnóstico que, contra todas las demostraciones, excluye la patología inicial, no podemos prescribir una terapia adecuada. 

Esta operación de honestidad intelectual exige una gran humildad, primero que nada, para reconocer que, durante décadas, hemos sido conducidos al error, de buena fe, por personas que, constituidas en autoridad, no han sabido vigilar y cuidar al rebaño de Cristo: algunas de ellas, para poder llevar una vida tranquila, otras debido a que tienen demasiados compromisos, otras por conveniencia y, finalmente, otras de mala fe o incluso con un malicioso propósito. Estas últimas, que han traicionado a la Iglesia, deben ser identificadas, llevadas a un costado e invitadas a corregirse y, si no se arrepienten, deben ser expulsadas de los recintos sagrados. Así es como actúa el Pastor, que tiene en su corazón el bien de las ovejas y que da su vida por ellas. Hemos tenido y todavía tenemos demasiados mercenarios, para quienes la aprobación por parte de los enemigos de Cristo es más importante que la fidelidad a su Esposa.

Tal como, hace sesenta años, honesta y serenamente obedecí cuestionables órdenes, creyendo que representaban la amable voz de la Iglesia, hoy, con la misma serenidad y honestidad, reconozco que he sido engañado. Ser coherente hoy, perseverando en el error, constituiría una desgraciada elección y me convertiría en un cómplice de este fraude. Proclamar que existió claridad de juicio desde el principio no sería honesto: todos supimos que el Concilio iba a ser, más o menos, una revolución, pero no podíamos imaginar que iba a serlo de un modo tan devastador, incluso respecto a la obra de quienes deberían haberla evitado. 

Y si, hasta Benedicto XVI podíamos todavía pensar que el golpe de estado del Concilio Vaticano II (que el Cardenal Suenens llamó “el 1789 de la Iglesia”) estaba experimentando una desaceleración, en estos últimos años hasta el más ingenuo de entre nosotros ha comprendido que el silencio por temor a causar un cisma, el esfuerzo por remendar los documentos papales en sentido católico para remediar su intencionada ambigüedad, los llamados y dubia dirigidos a Francisco que han quedado elocuentemente sin respuesta, son formas de confirmación de la existencia de la más grave de las apostasías a que están expuestos los más altos niveles de la Jerarquía, en tanto que los fieles cristianos y el clero se sienten desesperadamente abandonados y son vistos por los obispos casi con enfado.

La Declaración de Abu Dhabi es la proclama ideológica de una idea de paz y cooperación entre las religiones que podría posiblemente ser tolerada si proviniera de paganos privados de la luz de la Fe y del fuego de la Caridad. Pero todo el que haya recibido la gracia de ser Hijo de Dios en virtud del Santo Bautismo debería horrorizarse con la idea de construir una versión, moderna y blasfema, de la Torre de Babel, buscando aunar a la única Iglesia de Cristo, heredera de las promesas hechas al Pueblo Elegido, con aquellos que niegan al Mesías y con quienes consideran que la idea misma de un Dios Trino y Uno es una blasfemia. 

El amor de Dios no tiene límites y no tolera compromisos, porque de otro modo no es, simplemente, Caridad, sin la cual no se puede permanecer en Él: qui manet in caritate, in Deo manet, et Deus in eo [quien permanece en el amor, permanece en Dios, y Dios en él] (1 Jn 4, 16). Importa poco que se trate de una declaración o de un documento magisterial: sabemos bien que la mens subversiva de los innovadores juguetea con estas especies de puzzles a fin de difundir el error. Y sabemos bien que la finalidad de estas iniciativas ecuménicas e interreligiosas no es convertir a quienes están lejos de la única Iglesia de Cristo, sino desviar y corromper a quienes todavía creen en la Fe católica, llevándolos a pensar que es deseable tener una gran religión universal que reúna a las tres grandes religiones abrahámicas “en una sola casa”: ¡esto sería el triunfo del plan masónico de preparación del reino del Anticristo! 

No importa mucho que ello se materialice mediante una bula dogmática, una declaración, o una entrevista con Scalfari en La Repubblica, porque los partidarios de Bergoglio esperan la señal de su palabra, a la cual responderán con una serie de iniciativas que están preparadas y organizadas desde hace ya algún tiempo. Y si Bergoglio no cumple las instrucciones que ha recibido, hay cantidad de teólogos y de clérigos que están preparados para lamentarse de la “soledad del papa Francisco”, a fin de usar esto como premisa para su renuncia (pienso, por ejemplo, en Massimo Faggioli en uno de sus recientes ensayos). Por otra parte, no sería la primera vez que usan al Papa cuando éste actúa según el plan de ellos, y que se deshacen de él o lo atacan tan pronto como no lo hace. 

El domingo pasado la Iglesia celebró a la Santísima Trinidad, y en el Breviario se recita el Symbolum Athanasianum, hoy puesto fuera de la ley por la liturgia conciliar, y ya reducido a sólo dos ocasiones en la reforma litúrgica de 1962. Las primeras palabras de ese suprimido Symbolum merecen estar escritas con letras de oro: “Quicumque vult salvus esse, ante omnia opus est ut teneat Catholicam fidem; quam nisi quisque integram inviolatamque servaverit, absque dubio in aeternum peribit [Quien quiera ser salvado, es necesario, antes que nada, que crea en la Fe católica, porque a menos que mantenga esta fe íntegra e inviolada, sin duda perecerá eternamente]”. 

+ Carlo Maria Viganò

(Traducido y publicado por Asociación Litúrgica Magnificat, Una Voce Chile. Reproducido con su permiso)

Pandemia, cuarentena, funcionarios, pastores. Una reflexión incómoda (Monseñor Aguer)




La palabra pandemia, como tantas otras de nuestra lengua, procede del griego. Platón y Aristóteles utilizan pandēmía, con el significado de «el pueblo entero»; el adjetivo pandēmios designa lo que es común a todo el pueblo, lo mismo que pándēmos. El Diccionario de la Real Academia Española define el sustantivo: enfermedad epidémica que se extiende a muchos países o que ataca a casi todos los individuos de una localidad o región. En este lejano sur estamos sufriendo lo mismo que padecen otros países de diferentes latitudes, pero la limitativa cuarentena, que cercena libertades y derechos, es impuesta diversamente en ellas. Los argentinos tenemos que hacer valer nuestra originalidad, ¡faltaría más!. ¡Somos los mejores...!.

En otras oportunidades he dicho y escrito que el Estado Argentino se caracteriza por una genética inclinación al autoritarismo, que con facilidad puede encaminarse al totalitarismo. El partido gobernante puede exhibir antecedentes históricos que apenas se recata en disimular.

En los días que corren, según aseguran expertos indiscutibles, estamos viviendo al margen de la Constitución Nacional, que consagra un régimen republicano basado en la división de los poderes del Estado. Somos gobernados autoritativamente por el Ejecutivo mediante «Decretos de necesidad y urgencia» (DNU), ni el Congreso de la Nación ni la Justicia funcionan normalmente; están en cuarentena.

Un detalle sintomático de la falta elemental de circunspección y cautela: los documentos y comunicaciones oficiales han reemplazado el título República Argentina, por Argentina Presidencia. ¿Continuará todo así cuando la temible pandemia sea un terror felizmente pasado, o se impondrán los métodos expeditivos de la «justicia revolucionaria», el Terror, con mayúscula?. La distracción democrática de nuestro pueblo puede hacernos caer nuevamente en la trampa. Pisar el palito, se dice en nuestro argot. El académico José Gobello apunta en su Nuevo Diccionario Lunfardo, que la expresión alude a cierta técnica de los ladrones de gallinas que, detenidos a alguna distancia del gallinero, tocan suavemente con un palo al animal dormido, al par que silban de un modo especial: la gallina, al despertar, se posa sobre el palo con que ha sido tocada, y el ladrón se retira. Con la presa, claro está. ¡Técnica de ladrones de gallinas!.

En los comentarios que anteceden no he hecho más que recoger la opinión de muchísima gente; yo carezco de autoridad en estos temas, lo expongo en mi condición de simple ciudadano. En cambio, en cuanto sigue, me permito hablar como obispo, aunque emérito (o, más bien, demérito), para lamentar las limitaciones que se han impuesto a la libertad de culto. ¿Con qué autoridad el Estado coarta la vida religiosa del pueblo, y decide si se pueden abrir o no los templos, celebrar o no el culto divino?. Ya me he dedicado a la cuestión en mi artículo Cuarentena eclesial.

Debo referirme, también, a algunos disparates que he oído, pronunciados impunemente por pastores de la Iglesia. Son expresiones que le dejan a uno helado; que puedan difundirse ponen de manifiesto el grado de decadencia al que hemos llegado, para confusión y desgracia del pueblo de Dios. Lo afirmo con dolor, con pena.

1. Un obispo argentino ha dicho que no se puede recibir la Sagrada Comunión fuera de la Misa, ya que la hostia consagrada «no es una pastilla de Redoxón, que se toma cuando uno quiere» («Redoxón» es una marca de vitamina C, tradicional entre nosotros). Detrás de esta aventurada declaración se encuentra el error de que el valor de la celebración eucarística reside más en el hecho de la reunión y congregación de los fieles, que en la representación sacramental, objetiva, del misterio pascual, la muerte y resurrección del Señor. Si no me equivoco en esta interpretación, tampoco podría el sacerdote celebrar en privado el Santo Sacrificio; sin pueblo, el «pueblo populista», no habría Misa. No sería exagerado pensar que el autor de la sentencia que critico no ha entendido la doctrina católica sobre la Eucaristía. Quizá cursó ligeramente el tratado siendo seminarista, y aunque haya aprobado el examen, durante su ministerio como presbítero olvidó lo aprendido. Digo esto con respeto y amor hacia un hermano en el episcopado, pero... magis amica veritas. Otra carencia de conocimiento elemental: el Ritual de los Sacramentos, vigente en la Iglesia universal, incluye un formulario para la celebración de la Comunión fuera de la Misa, y allí se indica que ha de emplearse ese rito para la distribución de la Santísima Eucaristía a los enfermos, todos los días si es posible.

2. Otra afirmación episcopal inaceptable: en estos tiempos de pandemia y cuarentena, la piedad cristiana, la devoción, no es la Misa, sino el servicio social. Plena coherencia con los abusos del Estado autoritario; de hecho, aquí los templos no pueden abrirse para el culto de Dios, para la adoración, pero sí para repartir alimentos y vacunar. Algunas iglesias se abren algún rato del día, para que, si quieren, los fieles recen desde la puerta. Considero que en este caso el error consiste en oponer culto divino y servicio social, cuando en verdad el segundo debe hallar en el primero inspiración y fuerza, la de la caridad, bebida en su fuente. El Cardenal Robert Sarah, Prefecto de la Congregación del Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, en su libro Le soir approche et déjà le jour baisse (Se acerca la tarde y el día casi ha terminado), realizado en colaboración con Nicolas Diat, formula una hipótesis explicativa de casos como el que señalo: Centrados sobre ellos mismos, y sus actividades, preocupados por los resultados humanos de su ministerio, no es raro que obispos y sacerdotes descuiden la adoración. No encuentran tiempo para Dios porque han perdido el sentido de Dios. Dios ya no tiene mucho lugar en su vida. Unos párrafos más adelante, apunta: Muy a menudo, trabajamos al servicio exclusivo del bienestar humano. En estas palabras se alude a una falla teológica, es el archiconocido y funesto desliz del progresismo cristiano. La crisis de la Iglesia está instalada en su interior; desde hace varias décadas, el «mundo» -en el sentido reprobado por el Evangelio- ha penetrado en ella, y se enseñorea sobre las mentes y los corazones. Cristo ya no es el centro, el antropocentrismo lo ha desplazado, el hombre se siente cómodo usurpando el lugar de Dios. En esto consiste la esencia del «mundo moderno», de una cultura digitada por el Padre de la mentira (cf. Jn 8, 44). Pecados ha habido siempre, pero el que he señalado es el peor.

3. Un tercer error en labios episcopales: la desvalorización del precepto de la Misa dominical, que sería algo secundario. No se advierte que es la forma indicada desde siempre por la Iglesia para cumplir con el culto debido a Dios. El mandamiento de la Torá hebrea: Observa el día sábado para santificarlo (Dt 5, 12) ha pasado a ser en la Nueva Alianza la celebración del Domingo, el día del Señor, el de su Pascua semanal. Sin el Domingo no podemos vivir, reza la fórmula de la antigüedad cristiana. No se puede dispensar arbitrariamente y por principio. En nuestro país se verifica en términos agravados lo que también afecta a otros: es ínfimo el porcentaje de católicos fieles al culto dominical. Yo suelo decir que la Argentina es un país donde los católicos no van a Misa. El problema tiene raíces históricas: diócesis y parroquias de enormes dimensiones geográficas; crónica escasez de sacerdotes, y falta de una tradición religiosa que se transmita en la familia. En la actualidad, los niños que concluyen su catequesis para completar la iniciación cristiana se dan por bien cumplidos con su única Comunión; los colegios católicos son elegidos por la mayoría de las familias no porque desean para sus hijos una educación católica, sino porque nuestras instituciones aseguran una calidad de la que carecen las oficiales; que son un verdadero desastre. Los frutos religiosos son mínimos en los jóvenes alumnos. En el contexto que he descrito brevemente, resulta una desubicación pastoral desvalorizar como algo secundario el precepto dominical. Aunque arrecien todas las pandemias posibles.

Como complemento de los casos reseñados sumo otro, también de antología. Hace unos días, recibí el llamado telefónico de un joven que, según me dijo, sigue todos los sábados una breve columna que desde hace 22 años conservo en un canal de televisión abierta; yo no lo conocía. Me contó que en su barrio -vive en una localidad del Gran Buenos Aires-, la iglesia estuvo cerrada el comienzo de la cuarentena; recientemente comenzó a abrir un rato cada día, aunque sin celebración alguna. Consiguió encontrar al sacerdote, y le pidió confesarse, pero el presbítero no quiso atenderlo, porque estamos en cuarentena... El muchacho, azorado, se preguntaba si tal sacerdote tendría fe. Le sugerí que escribiera al obispo diocesano para referirle el penoso hecho, y solicitarle le indicara dónde podría recibir el sacramento. Cosas veredes, Sancho... Todo esto ocurre en un país de cierta mayoría católica (¿qué significará este título?).

Algo muy diferente se vive en un país de mayoría protestante. El presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, con ocasión del Día de la oración, que allí se celebra, hizo una exhortación pública muy sentida y teológicamente impecable: hay que rezar, y mucho, pidiéndole a Dios que nos salve del flagelo que estamos sufriendo. Esta circunstancia me hizo recordar el castigo que recibió David por la presunción que lo llevó a decidir el censo del pueblo de Israel: el Ángel exterminaba al pueblo mediante la peste; murieron 70 mil hombres. Pero Dios detuvo el exterminio; dijo al Ángel: ¡Basta ya!. ¡Retira tu mano! (2 Sam 24, 16; cf. 1 Cr 21, 15). Una expresión muy bella de la misericordia divina, independientemente de los hechos históricos. También nosotros debemos rogar que el Ángel detenga su espada. Que la fe y la esperanza inspiren la plegaria.

+ Mons. Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata

Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.

Académico Correspondiente de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.

Académico Honorario de la Pontificia Academia Santo Tomás de Aquino (Roma).

jueves, 11 de junio de 2020

NOTICIAS VARIAS 11 de junio de 2020

 
NEWS


INFOVATICANA

Trump se siente “muy honrado” por la carta que le dirigió Viganò

Pero, ¿quién es Viganò?

Obispo emérito critica la actitud de algunos prelados argentinos ante la pandemia

China reabre iglesias para predicar el patriotismo socialista

INFOCATÓLICA

Andrzej Duda: «Quiero que el Estado polaco apoye y proteja a la familia»

El PSOE se enfrenta a Podemos y asegura que el sexo es un hecho biológico

P. Augustine Nellary: «Vi a muchos fieles llorando mientras recibían la Eucaristía»

Mons. Aguer denuncia los «disparates pronunciados impunemente por pastores de la Iglesia»

IL SETTIMO CIELO 


Negocios vaticanos. La venganza del cardenal Pell sobre la Secretaría de Estado

ADELANTE LA FE
 

Carta abierta a los católicos a punto de regresar a Misa

SPECOLA
 

Viganò imparable: el eterno invierno post conciliar, Papa Francisco: ¡Se acabaron los carnavales!, la olla abierta en el Vaticano, Zanchetta vuelve.

Selección por José Martí

Viganò critica a monseñor Schneider y a los cardenales de los Dubia, con buenas razones


En una extensa declaración, el arzobispo Carlo Maria Viganò agradeció a monseñor Schneider por explicar el vínculo entre el [Concilio] Vaticano II y la declinación que vino después, según escribe el 10 de junio el sitio web LifeSiteNews.com.

“Si la Pachamama puede ser adorada en una iglesia, lo debemos a Dignitatis Humanae”, observa Viganó. Agrega que debemos las liturgias protestantizadas y paganizadas “a la acción revolucionaria de monseñor Annibale Bugnini y a las reformas postconciliares”. Similarmente, si la Declaración de Abu Dhabi fue firmada, “se la debemos a Nostra Aetate”.

Viganò llama al Vaticano II un “golpe de Estado” y lo compara al posteriormente condenado Sínodo de Pistoia (1786) que prohibió recibir la Comunión fuera de la Misa e introdujo el lenguaje vernáculo.

Declaración peligrosa de Schneider

Viganò critica [como hizo Gloria.tv] la teoría de Schneider de que algunas doctrinas de concilios anteriores se han vuelto obsoletas.

Viganò le dice que su afirmación “socava las bases del edificio católico” y da la iniciativa a Francisco, quien recientemente “cambió” el Catecismo basado en el alegato de que la pena de muerte “no es conforme al Evangelio”.

Contrario a ello, el Vaticano II puede ser condenado en cualquier momento, porque fue solamente un concilio pastoral sin autoridad dogmática.

“Buenas intenciones”

Viganò hace una advertencia respecto a considerar a los interlocutores que muestran diferencias en sus ideas y en su fe como personas que, pese a ello, están “motivadas por buenas intenciones”.

Él da un ejemplo: “Creímos sinceramente que ver a Juan Pablo II rodeado por sanadores encantadores, monjes budistas, imanes, rabino, pastores protestantes y otros herejes daba prueba de la capacidad de la Iglesia para reunir a las personas en orden a pedir a Dios por la paz”.

Según Viganò, los cuatro cardenales de las Dubia demostraron una ingenuidad piadosa similar, “pensando que Bergoglio, cuando se encontrara con la corrección del error, argumentada razonablemente, comprendería, corregiría los puntos heterodoxos y pediría perdón”.

Obispos engañados

Ahora, Viganò comprende que “durante décadas hemos sido llevados al error” por obispos y Papas.

Algunos obispos llevaron a sus pueblos al error “en aras de vivir tranquilamente, algunos a causa de tener demasiados compromisos, algunos por conveniencia, y algunos por mala fe o incluso por intenciones maliciosas”.

Viganò mismo “ha obedecido honesta y serenamente órdenes cuestionables hace sesenta años” y fue “engañado”.

Ahora él observa que hay un conflicto entre obedecer a la jerarquía y ser fiel a la Iglesia.

Para él fue [solamente] el pontificado de Francisco el que ha hecho tangible esta “separación perversa”.