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sábado, 11 de julio de 2020

La Iglesia de Santa Sofía vuelve a ser una mezquita (Carlos Esteban)



La justicia turca ha fallado hoy que Santa Sofía, hasta ahora museo y antigua catedral, vuelva a ser una mezquita, es decir un lugar de culto musulmán.

Fue durante siglos la mayor iglesia de la Cristiandad, orgullo de la Nueva Roma, Constantinopla, sede del Imperio Romano de Oriente. Al caer la ciudad -y, por tanto, el imperio- en poder otomano en 1453, el sultán Mehmet la convirtió en mezquita. Y como mezquita se mantuvo durante todos los siglos de poder de la Sublime Puerta. Fue con la caída del califato a manos de los llamados Jóvenes Turcos y con la llegada del régimen occidentalizante de Mustafá Kemal Atatürk cuando, en 1935, fue declarada museo.

Pero el primer ministro turco Tayyip Erdogan parece decidido a poner fin al Estado laico creado por Atatürk y reislamizar la sociedad turca, y este muy simbólico gesto de recuperar para el culto musulmán la vieja catedral bizantina no podría ser más significativo.

El caso había acabado en los tribunales, que hoy mismo han fallado que la conversión en museo de Santa Sofía en 1935 fue ilegal.

Según informa el diario El Periódico, Erdogan anunciará la decisión durante la tarde del viernes 10 de julio y se espera que el primer gran rezo multitudinario en Santa Sofía tenga lugar el próximo día 15 de julio. El portavoz presidencial Ibrahim Kalin aseguró que se preservará la simbología cristiana, que actualmente se combina en el interior con cuatro grandes medallones que representan los cuatro primeros califas del islam suní y que seguirá abierta al turismo en las horas que no son de rezo.

El hecho de que Erdogan, en el poder en Turquía desde 2003, haya decidido precisamente ahora presionar para la conversión de Santa Sofía en mezquita está motivado en una voluntad de “impulsar su imagen de liderazgo y popularidad entre los sectores de población más islamistas y ultranacionalistas” tras la pérdida de apoyos por la crisis económica y su gestión deficiente de la pandemia de COVID-19. Aunque es oficialmente neutral desde 1934, el pasado 23 de marzo sus minaretes fueron utilizados para llamar a la oración islámica. Algo que ya ocurrió el 3 de julio de 2016, la primera vez en 85 años.

Carlos Esteban

viernes, 10 de julio de 2020

Actualidad comentada: El futuro es el pasado. Padre Santiago Martín


Duración 7:29 minutos

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NOTICIAS VARIAS 10 de julio de 2020



INFOVATICANA

Altos funcionarios católicos, ‘alarmados’ por el acercamiento de Trump al sector ‘tradiocionalista’ (Carlos Esteban)

Notre Dame será reconstruida respetando la forma original

Casi un tercio de los católicos alemanes se plantea apostatar (Carlos Esteban)

ADELANTE LA FE

El desplazamiento del Mysterium Fidei y la aclamación inventada del Memorial (Peter Kwasnievski)

¿Si aprueban esta ley sobre la homofobia investigarán también al Papa y censurarán la Biblia? (Corrispondenza Romana)

INFOCATÓLICA


Selección por José Martí

El cardenal Pell relata su estancia en prisión: “Nunca me he sentido abandonado”



“La vida de prisión me quitó cualquier excusa de estar demasiado ocupado para rezar, y mi vida diaria de oración me sostuvo. He tenido un breviario desde la primera noche y he comulgado cada semana”.


(First Things)- Hay mucha bondad en las cárceles. Y estoy seguro que, en ocasiones, pueden ser el infierno en la tierra. Yo he tenido la suerte de ser mantenido a salvo y de que me trataran bien. Me ha impresionado la profesionalidad de los guardias, la fe de los prisioneros y la existencia de un sentido moral en el más oscuro de los lugares.

He pasado trece meses en aislamiento: diez en una cárcel de Melbourne y tres en la de Barwon. En Melbourne, el color del uniforme de preso es verde, pero en Barwon es rojo cardenalicio. En diciembre de 2018 me condenaron por antiguos abusos sexuales contra niños, a pesar de mi inocencia y de la incoherencia del caso presentado por la Fiscalía de la Corona contra mí. Pero en abril de este año, el Tribunal Supremo de Australia ha anulado mi condena por unanimidad. Mientras esto sucedía, yo había empezado a cumplir mi condena de seis años.

En Melbourne vivía en la celda número 11, unidad 8, quinto piso. Mi celda medía unos siete-ocho metros de largo por unos dos de ancho, lo suficiente para la cama, que tenía una base firme, un colchón no demasiado grueso y dos mantas. Entrando a la izquierda había unas estanterías bajas con una tetera, una televisión y un espacio para poder comer. Al otro lado del angosto espacio había un lavabo con agua fría y caliente y un hueco para la ducha, con agradable agua caliente. A diferencia de muchos hoteles pijos, había una lámpara de lectura eficiente en el muro, encima de la cama. Al haber sido operado de ambas rodillas un par de meses antes de entrar en prisión, al principio utilizaba un bastón para caminar. Sin embargo, luego me dieron una silla alta de hospital, lo que fue una bendición. Las normas sanitarias exigían que cada prisionero pasara una hora diaria al aire libre, y a mí me permitieron dividir esa hora en dos ratos de media hora cada uno. En ningún lugar de la unidad 8 había cristales transparentes, por lo que desde mi celda lo único que podía distinguir era la noche del día, nada más. Nunca vi a los otros once prisioneros.

Pero sí que los oía. La unidad 8 estaba formada por doce pequeñas celdas a lo largo de un muro exterior, y los prisioneros “ruidosos” estaban en un extremo. Mi celda estaba en el extremo “Toorak”, llamado así por un suburbio rico de Melbourne, pero que era exactamente igual que el extremo ruidoso, aunque generalmente sin el estruendo y los gritos de esos prisioneros angustiados y enfadados, a menudo destrozados por las drogas, sobre todo cristal. Solía asombrarme del tiempo que podían pasar dando puñetazos, y un guardia me explicó que pateaban como caballos. Algunos inundaban sus celdas, o las ensuciaban. De vez en cuando tenían que llamar a la unidad canina, o tenían que controlarlos con gas. La primera noche me pareció oír a una mujer llorando; otro prisionero llamaba a su madre.

Estuve aislado por protección, porque los condenados por abusos sexuales contra niños, sobre todo si son sacerdotes, son objeto de ataques físicos y violencia. Sólo me amenazaron en una ocasión, cuando estaba en una de las dos zonas adyacentes de ejercicio separados por un muro alto, con una apertura a la altura de la cabeza. Mientras caminaba a lo largo del perímetro, alguien me escupió a través de la red que cubría el espacio abierto, y empezó a lanzarme improperios. Me cogió de sorpresa y me giré furioso para enfrentarme a mi asaltante y reprenderle. Salió huyendo de mi vista, pero siguió insultándome, llamándome “araña negra” y otros epítetos nada halagadores. Tras mi reprimenda inicial, permanecí en silencio, aunque después me quejé y dije que no saldría a hacer ejercicio si ese tipo seguía estando al otro lado del muro. Un día o dos más tarde, el supervisor de la unidad me dijo que ese joven criminal había sido trasladado porque había hecho “algo peor” a otro prisionero.

Hubo otras ocasiones, pocas, en que el resto de prisioneros de la unidad 8 me criticaron e insultaron durante las largas horas de confinamiento -desde las 16:30 hasta las 7:15 de la mañana siguiente. Una tarde, oí un fuerte debate sobre mi culpabilidad. Uno de los prisioneros me defendió anunciando que estaba dispuesto a apoyar al hombre que había sido defendido públicamente por dos primeros ministros. La opinión entre los prisioneros sobre mi inocencia o culpabilidad estaba dividida, como en muchos sectores de la sociedad australiana; en cambio, los medios de comunicación, con alguna honrada excepción, era abiertamente hostiles. Una persona que ha pasado décadas en la cárcel me escribió para decirme que era el primer sacerdote condenado del que había oído que tenía algo de apoyo entre los prisioneros. De mis tres compañeros prisioneros en la unidad 3 de Barwon no recibí más que amabilidad y amistad. La mayoría de los guardias de ambas cárceles reconocieron que yo era inocente.

La antipatía entre los prisioneros por quienes son acusados de abusar sexualmente contra niños y jóvenes es universal en el mundo anglófono, un ejemplo interesante de la ley natural abriéndose paso a través de la oscuridad. Todos nosotros sentimos la tentación de despreciar a quienes definimos peor que nosotros mismos. Incluso los asesinos comparten el desprecio por quienes violan a los jóvenes. Por muy irónico que sea, este desprecio no es malo del todo, porque expresa una creencia en la existencia del bien y el mal, una creencia que a veces surge en las cárceles por vías sorprendentes.

Muchas mañanas, en la unidad 8, podía oír el canto de los musulmanes llamando a la oración; en cambio, otras se sentían vagos y no llamaban, pero tal vez rezaban en silencio. El lenguaje, en la cárcel, es grosero y repetitivo, pero raramente se oyen maldiciones o blasfemias. El prisionero al que le pregunté sobre este hecho me respondió que pensaba que era un signo de fe en Dios, no una señal de su ausencia. Sospecho que tampoco los prisioneros musulmanes toleraban la blasfemia.

Me escribieron prisioneros de muchas cárceles; algunos de ellos lo hacían con regularidad. Uno de los que me escribió fue el hombre que preparó el altar en el que celebré la última Misa de Navidad en la cárcel de Pentridge en 1996, antes de que la cerraran. Otro me escribió que se sentía perdido en la oscuridad, y me preguntaba si le podía sugerir algún libro. Le aconsejé que leyera el Evangelio de Lucas y empezara la Primera Epístola de Juan. Otro era un hombre de fe profunda y devoto del Padre Pío de Pietrelcina. Había soñado que me liberarían. Su sueño se demostró prematuro. Otro me escribió que los criminales de carrera estaban de acuerdo en que yo era inocente y me habían colgado el marrón; añadió que era extraño que los criminales pudieran ver la verdad, y no los jueces.

Como a la mayoría de los sacerdotes, mi trabajo me había hecho entrar en contacto con una gran variedad de personas, por lo que los prisioneros no me sorprendieron demasiado. Pero sí lo hicieron los guardias, y fue una sorpresa placentera. Algunos eran amables, uno o dos eran inclines a la hostilidad, pero todos eran profesionales. Si hubieran permanecido resueltamente en silencio, como hicieron durante meses los guardias del cardenal Van Thuận cuando este estaba en aislamiento total en Vietnam, la vida hubiera sido mucho más difícil. La hermana Mary O’Shannassy, la religiosa responsable de la capellanía penitenciaria de Melbourne, con veinticinco años de experiencia, que lleva a cabo un trabajo increíble -un hombre condenado por asesinato me dijo ¡que le tenía miedo!-, hablaba bien del personal de la unidad 8. Después de perder mi apelación ante el Tribunal Supremo de Victoria, pensé en no apelar al Tribunal Supremo de Australia, puesto que si los jueces iban a cerrar filas entre ellos, no quería colaborar en esa costosa farsa. El alcaide de la prisión de Melbourne, un hombre más corpulento que yo y muy directo, me instó a perseverar. Me animó y le estoy muy agradecido por ello.

La mañana del 7 de abril, una cadena de televisión nacional anunció el veredicto del Tribunal Supremo sobre mi caso. Desde mi celda vi a un asombrado y joven reportero del Canal 7 informando al país que había sido exonerado; y lo que le dejó aún más perplejo es la unanimidad de los siete jueces. Los otros tres prisioneros de mi unidad me felicitaron y pronto me vi libre en un mundo confinado por el coronavirus. Mi viaje fue extraño. Dos helicópteros de la prensa me siguieron desde Barwon al convento carmelita, en Melbourne; al día siguiente, dos coches de prensa me acompañaron durante los 880 kilómetros que duró mi viaje a Sydney.

Para muchos, el tiempo en la cárcel es una oportunidad para reflexionar y enfrentarse a las verdades fundamentales. La vida de prisión me quitó cualquier excusa de estar demasiado ocupado para rezar, y mi vida diaria de oración me sostuvo. He tenido un breviario desde la primera noche y he comulgado cada semana. En cinco ocasiones he ido a misa, aunque no he podido celebrarla, un hecho que me entristeció particularmente en Navidad y Pascua.

Mi fe católica me ha sostenido, especialmente porque me ha hecho comprender que mi sufrimiento no tenía por qué ser inútil, sino que podía unirse al de Cristo Nuestro Señor. Nunca me he sentido abandonado, sabiendo que el Señor estaba conmigo, a pesar de que no comprendía que hacía Él durante la mayor parte de esos trece meses. Durante muchos años he hablado del sufrimiento e insistido que el Hijo de Dios también había tenido pruebas en esta tierra, y ese hecho me ha consolado en este tiempo. Así que he rezado por mis amigos y enemigos, por mis defensores y mi familia, por las víctimas de abuso sexual y por mis compañeros de cárcel y los guardias.

Publicado por el cardenal George Pell en First Things.

Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana.

jueves, 9 de julio de 2020

Exhumación de Franco y relación con la Iglesia



Las noticias de España, en general de fuera de Italia, no suelen tener mucho eco en los medios italianos. En el Corriere de ayer hay una larga entrevista de Aldo Cazzullo con el jefe del gobierno español Pedro Sánchez, quien se reunirá hoy con nuestro Giuseppe Conte. La entrevista no dice nada realmente significativo, excepto dos pasajes que se refieren indirectamente y directamente al Papa Francisco. 

La primera pregunta es la siguiente: 

«También será recordado como el presidente que exhumó el cuerpo de Franco del Valle de los Caídos. Es el momento en que se derriban las estatuas». ¿Era realmente necesario? 
La respuesta de Sánchez: "Sí. Un dictador no merece un mausoleo y sus víctimas no pueden descansar a su lado. Actué de manera legal, aplicando la ley de memoria histórica de Zapatero y con un amplio consenso popular". 
La segunda pregunta es la siguiente: 

"¿Cómo son las relaciones entre el PSOE y la Iglesia hoy, después de tantas tensiones? ¿Ha cambiado algo con el papa Francisco?" . 
La respuesta de Sánchez: "Las relaciones son pacíficas. Francisco es un papa carismático, espero poder conocerlo. Te diré una cosa: en el asunto del cuerpo de Franco me ayudó. En el Valle de los Caídos había una comunidad de benedictinos, muy opuestos a la exhumación. Pedí la intervención del Vaticano. Y todo funcionó"
(...)  La frivolidad del presidente español hablando de cosas tan serias y el confesado apoyo del Papa Francisco ante hechos tan delicados no deja de sorprender. Los comunistas nunca se niegan a sí mismos, odian a los muertos, derriban estatuas, mienten sobre todo y reescriben la historia. Triste imagen de a quién tanto le preocupa cuidarla.

Specola

«El espíritu del mundo ha penetrado en la Iglesia y la ha corrompido» (Roberto de Mattei)



Dies Irae tiene el honor de presentar una entrevista en exclusiva que hemos hecho al reconocido historiador italiano Roberto de Mattei, que entre otros temas se ha dedicado a estudiar en profundidad el Concilio Vaticano II en todas sus vertientes. A lo largo de la entrevista, De Mattei hace una excelente exposición de la situación que vivimos y nos presenta algunos de sus antecedentes. Agradecemos su disponibilidad de nuestro ilustre amigo y seguidor, y confiamos las siguientes líneas a la protección maternal de Nuestra Señora del Buen Consejo.

Profesor, en este momento tiene lugar un debate sobre el Concilio, entablado por las intervenciones del arzobispo Carlo Maria Viganò y el obispo Athanasius Schneider. ¿Cuál es su opinión al respecto? ¿Qué piensa de la hermenéutica de la continuidad de la que hablan algunos?

La llamada hermenéutica de la continuidad fue teorizada por Benedicto XVI en su célebre discurso a los cardenales del 22 de diciembre de 2005, en contraposición a la hermenéutica de la discontinuidad de la escuela ultraprogresista de Bolonia. Pero el propio Benedicto XVI, al cabo de siete años de pontificado, afirmó en un discurso pronunciado el el 27 de enero de 2012 ante la Congregación para la Doctrina de la Fe que «en vastas zonas de la tierra la fe corre peligro de apagarse como una llama que ya no encuentra alimento. Estamos ante una profunda crisis de fe, ante una pérdida del sentido religioso, que constituye el mayor desafío para la Iglesia de hoy». Un año después, Benedicto renunció al pontificado. Entiendo su abdicación como el reconocimiento de un fracaso. La causa del desastre está en que el gravísimo problema de la pérdida de fe no es de carácter hermenéutico, sino histórico, teológico y pastoral. Independientemente de la valoración que se dé a los documentos conciliares, el problema de fondo no es su interpretación, sino entender la naturaleza de una fractura histórica que se verificó en la Iglesia entre 1962 y 1965. Está claro que muchos problemas ya existían antes del Concilio y que muchos otros surgieron a continuación. Pero para el observador objetivo, es igual de evidente que el Concilio constituyó una catástrofe sin precedentes en la historia de la Iglesia. El debate entablado por monseñor Carlo Maria Viganó y monseñor Athanasius Schneider es más que oportuno, y los intentos de neutralizarlos en nombre de la hermenéutica de la continuidad me parecen condenados al fracaso.

Actualmente presenciamos las desastrosas consecuencias que se dieron en el postconcilio: iglesias y seminarios vaciados, propagación de herejías, destrucción de la familia, aborto masivo, sacerdotes que simpatizan con la causa LGTB, etc. Con todo, no basta con atacar las consecuencias. Es necesario apuntar a las causas. ¿Cuáles serían, en su opinión, esas causas?

Para mí, la causa última está en la pérdida del espíritu combativo que hasta el Concilio impulsaba al católico a apartarse del mundo y combatirlo. Pongamos el ejemplo del abandono de la sotana, que fue sustituida por el clergyman y más tarde por la ropa normal de calle. La sotana creaba, por así decirlo, una barrera psicológica entre el sacerdote y el mundo y una aureola sagrada alrededor del sacerdote. El abandono del hábito religioso significa la secularización de la vida sacerdotal, la penetración del espíritu del mundo en la vida espiritual del sacerdote. El espíritu del mundo penetró en la Iglesia y la corrompió. Hoy en día sería necesario combatir esa corrupción por medio de una profunda reforma moral, análoga a los de los siglos XI o XVI. Tenemos que rezar para que la Divina Providencia suscite a un San Gregorio VII o un San Pío V.

Parece claro que el mundo postpandémico no será igual al prepandémico. Desde el privilegiado punto de vista del historiador, ¿nos puede decir qué clase de mundo emergerá?

En mi opinión, la pandemia ha sido una saludable llamada de alerta para la humanidad a fin de recordarnos que somos mortales, que cuanto nos rodea es precario, que la solución a nuestros problemas no está ni en la política ni en la ciencia. Para muchos, la época del coronavirus ha sido una época de reflexión, de profundizar en los valores espirituales y morales y perfeccionarse en la propia vida espiritual. En cambio, para muchos otros los mismos días les han brindado una ocasión de apartarse de los sacramentos de la Iglesia y sumergirse en la indiferencia. Creo que la irrupción del coronavirus en el mundo debemos situarla dentro de un amplio panorama teológico de la historia en el que los castigos divinos son siempre actos de misericordia, porque Dios es al mismo tiempo infinitamente justo e infinitamente misericordioso. Por la misma razón, no es posible hablar de misericordia sin recordar que ésta presupone siempre la justicia. Así se expresa la Iglesia.

El pasado 25 de marzo, día de la Anunciación, el cardenal Marto, obispo de Leiria-Fátima, consagró Portugal y España al Sagrado Corazón de Jesús y el Inmaculado Corazón de María. En comparación con consagraciones anteriores, la fórmula empleada en esta ocasión resultó muy sentimental; poco menos que afirmaba que Dios no castiga y que por tanto no debemos pedirle perdón por las muchas ofensas que le hacemos a diario. ¿Qué nos puede decir a este respecto?

Observo una profunda contradicción en la consagración del cardenal Marto. No se entiende cómo el obispo de Leiria-Fátima pudo querer realizar en el Santuario de Fátima un acto de consagración para conseguir el fin de la pandemia sin tomar en ningún momento la iniciativa de pedir al Santo Padre que cumpla la consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María, que precisamente había pedido Nuestra Señora en persona en su diócesis de Fátima. La incumplida consagración de Rusia es uno de los mayores escándalos de un siglo para acá. Con su carta apostólica Sacro vergente anno del 7 de julio de 1952, Pío XII consagró Rusia al Inmaculado Corazón de María. Esa consagración fue, indudablemente, agradable a Dios, pero resultó incompleta porque no la hizo en unión con todos los obispos del mundo. Podría haber sido el modelo de la tan esperada consagración que ni Juan Pablo II cumplió según las condiciones exigidas por Nuestra Señora. Sabemos que un día se realizará esa consagración, pero ya será tarde para impedir el castigo. Nuestra Señora lo avisó.

En plena Semana Santa, el Papa decidió restablecer la comisión para debatir el diaconado femenino. ¿Es una afrenta premeditada al Señor Jesús? ¿Qué se entiende con todo esto?

En mi opinión, el papa Francisco no cree en el diaconado femenino y creó una comisión, no para alcanzar ese objetivo, sino para perder tiempo fingiendo satisfacer al sector progresista de la Iglesia. Nombró para integrar la comisión al profesor P. Mandred Hauke, excelente teólogo y desde luego contrario al diaconado femenino. Esto me hace pensar que por el momento no hay lugar en la Iglesia para el sacerdocio femenino. Naturalmente, lo que todos deseamos es un no claro y rotundo a algo que afecta la divina constitución de la Iglesia, pero no será Francisco quien diga ese no.

El profesor Plinio Corrêa de Oliveira, ilustre dirigente católico brasileño, hablaba con frecuencia del Reino de María. Observamos que el papa Francisco evita en la medida de lo posible honrar adecuadamente a Nuestra Señora y la trata como una mujer más. ¿Hasta qué punto es importante la venida del Reino de María, y más en una época tan compleja como la que vivimos?

La necesidad de un reinado social de Jesús y María antes del fin del mundo fue anunciada por muchos santos y aclarada por numerosos teólogos. Nuestra Señora lo confirmó en Fátima con la promesa: «Al fin, mi Corazón Inmaculado triunfará». El profesor Plinio Correia de Oliveira fue un auténtico profeta del Reino de María en el siglo XX, como traté de explicar en el libro que le dediqué con ese título. Ese libro está prologado por Su Excelencia Reverendísima monseñor Athanasius Schneider, y me gustaría citar un trecho de ese prólogo: «Regnum Christi per Mariam. Uno de los medios espirituales más eficaces para promover el reinado de Cristo por medio de María es la plena consagración a Nuestra Señora según el método de la santa esclavitud enseñado por San Luis María Griñón de Monfort (…) Plinico Corrêa de Oliveira no sólo vivió fielmente esa santa esclavitud, sino que se hizo un verdadero apóstol de su difusión. Es imposible entender la acción pública y social del profesor Plinio sin partir de su fundamento espiritual. La consagración a María vivida con plena coherencia como él la vivía, lleva a María a reinar en el alma de sus devotos. El reinado de María en las almas es, por tanto, el comienzo del establecimiento del Reino de Cristo en la sociedad. Plinio Corrêa de Oliveira previó una época de esplendor espiritual y visible para la Iglesia coincidiendo con el triunfo del Inmaculado Corazón de María anunciado por Nuestra Señora en Fátima en 1917, y combatió por ese triunfo hasta su último suspiro».

(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)

martes, 7 de julio de 2020

NOTICIAS VARIAS 7 de Julio de 2020





ADELANTE LA FE

Monseñor Viganò: «No creo que el Concilio fuera inválido, pero fue gravemente manipulado»

SPECOLA

Las pobres leyes humanas, información decadente del Vaticano, el homófobo Papa Francisco, la belleza nos lleva a Dios.

INFOVATICANA

Cardenal Zen: “Parolin está manipulando al Santo Padre”

THE WANDERER



IL SETTIMO CIELO

Padre patrón. El fundador del Movimiento Apostólico de Schönstatt abusaba de sus religiosas

Selección por José Martí

Algunas reflexiones sobre el Concilio Vaticano II y la crisis actual de la Iglesia (Monseñor Schneider)



S. E. Mons. Athanasius Schneider publicó hoy un documento titulado “Algunas reflexiones sobre el Concilio Vaticano II y la crisis actual de la Iglesia” a fin de esclarecer su posición sobre el Concilio y disipar toda confusión entre los fieles. En algunos temas, Mons. Schneider profundiza algunas de las reflexiones ya presentadas en su libro-entrevista Christus Vincit: Christ’s Triumph Over the Darkness of the Age.

Mons. Schneider dio la versión oficial del documento en exclusividad a Corrispondenza Romana en italiano, a Correspondencia Romana en español, a The Remnant en inglés y al Blog de Jeanne Smits en francés. Todos los derechos reservados.

En las últimas décadas no únicamente algunos modernistas declarados sino también teólogos y fieles que aman a la Iglesia han tenido una actitud que se parecía a una suerte de defensa ciega de todo aquello que había sido dicho en el Concilio Vaticano II. Tal actitud a veces parece requerir verdaderas acrobacias mentales y una “cuadratura del círculo”. También hoy la mentalidad de los buenos católicos lleva a considerar como totalmente infalible cada palabra del Concilio Vaticano II y cada palabra y gesto del Pontífice. Este género de malsano centralismo papal estaba ya presente en varias generaciones de católicos de los últimos dos siglos. Una crítica respetuosa y un debate teológico sereno, sin embargo, estuvieron siempre presentes y permitidos en el interior de la Iglesia, en conformidad con su gran tradición, ya que es la Verdad y la fidelidad a la revelación divina como también la tradición constante de la Iglesia lo que se debe buscar, lo que de suyo implica el uso de la razón y de la racionalidad evitando acrobacias mentales. Algunas explicaciones de ciertas expresiones obviamente ambiguas que inducen al error, contenidas en textos del Concilio, parecen artificiales y poco convincentes, especialmente cuando se reflexiona sobre los mismos, de un modo intelectualmente más honesto, a la luz de la doctrina ininterrumpida y constante de la Iglesia.

Instintivamente, se ha reprimido todo argumento razonable que pudiera, incluso mínimamente, colocar en discusión cualquier expresión o palabra en los textos del Concilio. Sin embargo, un comportamiento semejante no es sano y contradice la gran tradición de la Iglesia, como se observa en los Padres de la Iglesia y en los grandes teólogos de la Iglesia a lo largo de dos mil años. Una opinión diferente de la que ha enseñado el Concilio de Florencia sobre la materia del sacramento del Orden, es decir de la traditio instrumentorum, se permitió en los siglos posteriores a este Concilio y dio lugar al pronunciamiento del Papa Pío XII en el año 1947 en la Constitución Apostólica Sacramentum Ordinis, con la cual corrigió la enseñanza no infalible del Concilio de Florencia, estableciendo que la única materia estrictamente necesaria par la validez del sacramento del Orden es la imposición de las manos del Obispo. Con este acto, Pío XII hizo no un acto de hermenéutica de la continuidad sino, precisamente, una corrección, porque esta doctrina del Concilio de Florencia no reflejaba la doctrina constante y la praxis litúrgica de la Iglesia universal. Ya en el año 1914 el Cardenal G.M. van Rossum había escrito respecto a la afirmación del Concilio de Florencia sobre la materia del sacramento del Orden, que aquella doctrina del Concilio es reformable y que incluso hay que abandonarla (cfr. De essentia sacramenti ordinis, Freiburg 1914, p. 186). Entonces,, en este caso concreto no había margen para una hermenéutica de la continuidad en este caso concreto.

Cuando el Magisterio Pontificio o un Concilio Ecuménico han corregido alguna doctrina no infalible de Concilios Ecuménicos precedentes– aunque esto ha ocurrido raramente–, con ese acto no han minado los fundamentos de la fe católica ni tampoco opusieron el magisterio de mañana al de hoy, como lo demuestra la historia. Con una Bula del año 1425 Martín V aprobó los decretos del Concilio de Constanza e incluso el decreto “Frequens” de la 39a sesión (del 1417), un decreto que afirma el error del conciliarismo, es decir, de la superioridad del Concilio sobre el Papa. Sin embargo, su sucesor, el Papa Eugenio IV, declaró en el año 1446 que aceptaba los decretos del Concilio Ecuménico de Constanza excepto aquellos (de las sesiones 3, 5 y 39) que perjudican los derechos y el primado de la Sede Apostólica” (absque tamen praeiudicio iuris, dignitatis et praeeminentiae Sedis Apostolicae). El dogma del Concilio Vaticano I sobre el primado del Papa rechazó definitivamente el error conciliarista del Concilio Ecuménico de Constanza. El Papa Pío XII, como ya fue mencionado, corrigió el error del Concilio de Florencia respecto a la materia del sacramento del Orden. Con estos no frecuentes actos de corrección de precedentes afirmaciones del Magisterio no infalible no fueron minados los fundamentos de la fe católica, no se han minado los fundamentos de la fe católica, precisamente porque dichas afirmaciones concretas (como por ejemplo las del Concilio de Constanza y de Florencia) no habían tenido carácter infalible.

Algunas expresiones del Concilio no pueden ser tan fácilmente reconciliables con la constante tradición doctrinal de la Iglesia, como por ejemplo las expresiones del Concilio sobre el tema de la libertad religiosa (en el sentido de un derecho natural y por lo tanto positivamente querido por Dios, de practicar y difundir una religión falsa, que puede abarcar también idolatrías o cosas peores), sobre una distinción entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia Católica (el problema del “subsistit in” da la impresión de la existencia de dos realidades: por una parte la Iglesia de Cristo y por otra la Iglesia Católica), de la conducta ante la confrontación de las religiones no cristianas y de la conducta frente a las confrontaciones del mundo contemporáneo.

Aunque la Respuesta la Congregación para la Doctrina de la Fe a estos aspectos acerca de la doctrina sobre la Iglesia (29 de junio de 2007) dio una explicación del “subsistit in”, lamentablemente ha evitado decir con toda claridad que la Iglesia de Cristo es verdaderamente la Iglesia Católica, o sea, ha evitado declarar explícitamente la identidad entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia Católica. Permanece, de hecho, un tono de indeterminación.

También se observa una actitud que rechaza a priori todas las posibles objeciones a las discutibles afirmaciones de los textos conciliares. Se presenta, en cambio, como única solución el método llamado “hermenéutica de la continuidad”. Desafortunadamente no se toman en serio las dudas con respecto a los problemas teológicos inherentes a aquellas afirmaciones conciliares. Debemos de tener siempre presente el hecho de que la principal finalidad del Concilio era de carácter pastoral y que el Concilio no tenía la intención de proponer sus propias enseñanzas de un modo definitivo.

Las declaraciones de los Papas antes del Concilio, también aquellos del siglo XIX y del siglo XX, reflejan fielmente a sus predecesores y a la constante tradición de la Iglesia de un modo ininterrumpido. Los Papas de dos siglos, decimonoveno y veinte, es decir después de la Revolución Francesa, no representan un período “exótico” con relación a la tradición bimilenaria de la Iglesia. No se puede reivindicar ninguna ruptura en las enseñanzas de aquellos Papas respecto al Magisterio anterior. En lo que dice respecto a la realeza social de Nuestro Señor Jesucristo y a la objetiva falsedad de las religiones no cristianas, por ejemplo, no se puede encontrar una significativa ruptura entre las enseñanzas de los Papas desde Gregorio XVI a Pío XII por un lado y las enseñanzas del Papa Gregorio el Grande (siglo VI) y sus predecesores y sucesores por el otro.

Verdaderamente se puede ver una línea continua sin ninguna ruptura desde la época de los Padres de la Iglesia hasta Pío XII, especialmente en temas como la realeza también social de Cristo, la libertad religiosa y el ecumenismo en el sentido de que existe un derecho natural positivamente deseado por Dios de practicar exclusivamente la única verdadera religión que es la fe católica. Antes del Concilio Vaticano II no existía la necesidad de hacer un esfuerzo colosal para presentar voluminosos estudios a fin de demostrar la perfecta continuidad de la doctrina entre un Concilio y otro, entre un Papa y sus predecesores, pues la continuidad era evidente. El hecho en sí de la necesidad, por ejemplo, de la “Nota explicativa previa” al documento Lumen Gentium demuestra que el mismo texto de la Lumen Gentium en el nº 22 es ambiguo respecto al tema de las relaciones entre el primado y la colegialidad episcopal. Los Documentos esclarecedores del Magisterio en la época post-conciliar, como por ejemplo las encíclicas Mysterium Fidei, Humanae Vitae, il Credo del Popolo di Dio de Paulo VI fueron de gran valor y ayuda, pero los mismos no aclararon las afirmaciones ambiguas del Concilio Vaticano II antes mencionadas.

Frente a la crisis que surgió con Amoris Laetitia y con el documento de Abu Dhabi estamos obligados a profundizar estas consideraciones sobre el necesario esclarecimiento o rectificaciones de algunas de las afirmaciones conciliares anteriormente mencionadas. En la Suma Teológica Santo Tomás presentaba siempre objeciones (“videtur quod”) y contra-argumentaciones (“sed contra”). Santo Tomás era intelectualmente muy honesto; las objeciones deben ser permitidas y tomadas en serio. Deberíamos utilizar su método respecto a algunos puntos controvertidos de los textos del Concilio Vaticano II que fueron discutidos durante casi sesenta años. La mayor parte de los textos del Concilio está en continuidad orgánica con el Magisterio anterior. En última instancia, el Magisterio Pontificio debe esclarecer de modo convincente algunas expresiones específicas de los textos del Concilio, lo que hasta ahora no siempre fue hecho de una manera intelectualmente honesta y convincente. Si fuera necesario, un Papa o un futuro Concilio Ecuménico deberían agregar explicaciones (algo así como notas explicativas posteriores) o presentar incluso modificaciones de esas expresiones controvertidas dado que no fueron presentadas por el Concilio como una enseñanza infalible y definitiva, como lo declaró también Paulo VI diciendo que el Concilio “evitó dar definiciones dogmáticas solemnes, empeñando la infalibilidad del magisterio eclesiástico” (Audiencia General, 12 de enero de 1966).

La historia nos lo dirá a distancia. Estamos a solo cincuenta años del Concilio. Seguramente lo veremos más claramente después de otros cincuenta años. Sin embargo, desde el punto de vista de los hechos, de las pruebas, desde un punto de vista global, el Vaticano II no ha traído un verdadero florecimiento espiritual en la vida de la Iglesia. Y aun cuando antes del Concilio ya existían problemas en el Clero, sin embargo, honestamente y por amor a la justicia, se debe reconocer que los problemas morales, espirituales y doctrinales del Clero antes del Concilio no estaban difundidos en una escala tan vasta y con una intensidad tan grave como lo fue en el período postconciliar hasta los días de hoy. Tomando en cuenta que ya antes del Concilio existían algunos problemas, la primera finalidad del Concilio Vaticano II debería haber sido, precisamente, establecer normas y doctrinas lo más claras posibles e incluso privadas de toda ambigüedad, como lo hicieron en el pasado todos los Concilios empeñados en reformas. El plan y las intenciones del Concilio eran principalmente pastorales, sin embargo, a pesar de su propósito pastoral, le siguieron consecuencias desastrosas que aún hoy estamos viendo. Ciertamente, el Concilio tiene varios textos hermosos. Pero las consecuencias negativas y los abusos cometidos en nombre del Concilio fueron tan significativos que obscurecieron los elementos positivos que se encuentran en él.

He aquí los elementos positivos que aportó el Vaticano II: es la primera vez que un Concilio Ecuménico hizo un solemne llamamiento a los laicos a tomar en serio sus votos bautismales para aspirar a la santidad. El capítulo de Lumen Gentium sobre los laicos es bello y profundo. Los fieles son llamados a vivir su bautismo y su confirmación como valientes testigos de la fe en la sociedad secular. Este llamamiento fue profético. Sin embargo, después del Concilio, este llamamiento a los laicos fue utilizado de un modo abusivo por el establishment progresista en la Iglesia y también por muchos funcionarios y burócratas eclesiásticos. Frecuentemente los nuevos burócratas laicos (en determinados países europeos) no eran ellos mismos testigos sino que ayudaban a destruir la fe en los consejos parroquiales y diocesanos y en otros consejos oficiales. Desafortunadamente estos burócratas laicos eran a menudo engañados por el Clero y los Obispos.

El período después del Concilio nos dio la impresión de que uno de los principales frutos del mismo fuera la burocratización. Esta burocratización mundana en las décadas posteriores al Concilio a menudo paralizó el fervor espiritual y sobrenatural en una considerable medida y, en lugar de la primavera anunciada, llegó un momento de invierno espiritual. Bien conocidas e inolvidables permanecen las palabras con las cuales Paulo VI diagnosticó honestamente el estado de la salud espiritual de la Iglesia después del Concilio: “Se creía que, después del Concilio, el sol habría brillado sobre la historia de la Iglesia. Pero en lugar del sol, han aparecido las nubes, la tempestad, las tinieblas, la incertidumbre. Predicamos el ecumenismo y nos distanciamos cada vez más de los otros. Buscamos cavar abismos en vez de colmarlos.” (Homilía del 29 de junio de 1972).

En este contexto, el Arzobispo Marcel Lefebvre, en particular, fue quien a una escala más amplia y con una franqueza comenzó (si bien no fue el único que lo hizo) en un ámbito más vasto y con una franqueza similar a la de algunos de los grandes Padres de la Iglesia, a protestar contra el debilitamiento y la dilución de la Fe católica, particularmente en lo que dice respecto al carácter sacrificial y sublime del rito de la Santa Misa, que se estaba difundiendo en la Iglesia, sustentado, o al menos tolerado, también por las autoridades de alto rango de la Santa Sede. En una carta dirigida al Papa Juan Pablo II al comienzo de su Pontificado, el Arzobispo Lefebvre describe de manera realista y apropiada en una breve síntesis la verdadera magnitud de la crisis de la Iglesia. Impresiona la perspicacia y el carácter profético de la siguiente afirmación: “El diluvio de novedades en la Iglesia, aceptado y alentado por el Episcopado, un diluvio que devasta todo en su camino: la fe, la moral, la Iglesia institución: no podían tolerar la presencia de un obstáculo, de una resistencia. Tuvimos entonces la oportunidad de dejarnos llevar por la corriente devastadora y de unirnos al desastre, o de resistir al viento y a las olas para salvaguardar nuestra fe católica y el sacerdocio católico. No podemos dudar. No podíamos dudar. Las ruinas de la Iglesia están aumentando: el ateísmo, el abandono de las iglesias, la desaparición de las vocaciones religiosas y sacerdotales son de tal magnitud que los Obispos están comenzando a despertarse” (Carta del 24 diciembre de 1978). Estamos ahora asistiendo a la culminación del desastre espiritual en la vida de la Iglesia que el Arzobispo Lefebvre ya señaló tan vigorosamente hace cuarenta años.

Al acercarnos a cuestiones relativas al Concilio Vaticano II y a sus documentos se deben evitar interpretaciones forzadas o el método de la “cuadratura del círculo”, manteniendo naturalmente todo el respeto y el sentir eclesiástico (sentire cum ecclesia). El principio de la hermenéutica de la continuidad no puede ser utilizado ciegamente a los efectos de eliminar a priori eventuales problemas evidentemente existentes o para crear una imagen de armonía, mientras persisten en la hermenéutica de la continuidad matices de incertidumbre. En efecto, tal enfoque transmitiría de manera artificial y no convincente el mensaje de que cada palabra del Concilio Vaticano II es inspirada por Dios, infalible y a priori en perfecta continuidad con el Magisterio precedente. Dicho método infringiría la razón, la evidencia y la honestidad y no rendiría honor a la Iglesia.

Tarde o temprano – tal vez después de cien años – la verdad será declarada tal como es. Existen libros con fuentes documentadas y demostrables que suministran profundizaciones históricamente más realísticas y reales sobre los hechos y las consecuencias respecto al evento del mismo Concilio Vaticano II, a la redacción de sus documentos y al proceso de interpretación y aplicación de sus reformas en las últimas cinco décadas. Son por ejemplo recomendables los siguientes libros que pueden ser leídos con provecho: Romano Amerio, Iota Unum: un estudio sobre los cambios en la iglesia católica en el siglo XX (1996); Roberto de Mattei, El Concilio Vaticano II: una historia nunca escrita (2010); Alfonso Gálvez, El invierno Eclesial (2011).
Los temas siguientes: el llamado universal a la santidad, el papel de los laicos en la defensa y el testimonio de la fe, la familia, como iglesia doméstica y la enseñanza sobre María Santísima– son los que se pueden considerar contribuciones verdaderamente positivas y duraderas del Concilio Vaticano II.
En los últimos 150 años la vida de la Iglesia fue sobrecargada con una insana papolatría a tal punto que ha surgido una atmósfera en la cual se atribuye un papel de centralidad a los hombres de la Iglesia en lugar de a Cristo y a Su Cuerpo Místico, y esto representa a su vez un antropocentrismo escondido. De acuerdo con la visión de los Padres de la Iglesia, la Iglesia es únicamente la luna (mysterium lunae), y Cristo es el sol. El Concilio fue una demostración de un rarísimo “Magisterio-centrismo”, pues con el volumen de sus prolijos documentos superó de lejos a todos los otros Concilios. Sin embargo, el Concilio Vaticano II también suministró una bellísima descripción de lo que es el Magisterio, que nunca antes había sido dada en la historia de la Iglesia. Está en el documento Dei Verbum, n. 10, donde está escrito: “Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve”

Por “Magisterio-centrismo” se entiende a los elementos humanos y administrativos, especialmente la producción excesiva y continua de documentos y frecuentes forums de discusión (con la consigna de la “sinodalidad”) que fueron colocados en el centro de la vida de la Iglesia. Si bien los Pastores de la Iglesia deben siempre ejercitar con celo el munus docendi, la inflación de los documentos y con frecuencia de los documentos prolijos, se reveló sofocante. Documentos menos numerosos, más breves y concisos habrían tenido un mejor efecto.

Un ejemplo clarísimo del malsano “Magisterio-centrismo”, donde representantes del Magisterio no se comportan como siervos sino como dueños de la tradición, es la reforma litúrgica de Paulo VI. En cierto sentido, Paulo VI se colocó por encima de la Tradición -no de la Tradición dogmática (lex credendi), sino de la gran Tradición litúrgica (lex orandi). Paulo VI se atrevió a iniciar una verdadera revolución en la lex orandi. Y en cierta medida, actuó en desacuerdo con la afirmación del Concilio Vaticano II, el cual, en Dei Verbum, n. 10, afirma que el Magisterio sólo es el servidor de la Tradición. Debemos colocar a Cristo en el centro, Él es el sol: lo sobrenatural, la consistencia de la doctrina y de la liturgia y toda la verdad del Evangelio que Cristo nos ha enseñado.

A través del Concilio Vaticano II, y ya con el Papa Juan XXIII, la Iglesia comenzó a presentarse al mundo, a coquetear con el mundo y a manifestar un complejo de inferioridad con relación a él. Sin embargo, los clérigos, en particular los Obispos y la Santa Sede, tienen el deber de mostrar a Cristo al mundo, no a sí mismos. El Vaticano II dio la impresión de que la Iglesia Católica había comenzado a mendigar simpatía al mundo. Esto ha continuado en los pontificados postconciliares. La Iglesia pide la simpatía y el reconocimiento del mundo; eso no es digno de ella y no ganará el respeto postconciliar. La Iglesia pide la simpatía de quienes verdaderamente buscan a Dios. Debemos pedir simpatía a Cristo, a Dios y al cielo.
Algunos que critican al Concilio Vaticano II afirman que, si bien tiene aspectos buenos, es como una torta con un poco de veneno, y entonces todo el pastel tiene que ser desechado. Pienso que no podemos seguir ese método y ni siquiera el método de «tirar al bebé con el agua sucia». Con relación a un Concilio Ecuménico legítimo, aunque existían puntos negativos, debemos mantener una actitud global de respeto. Debemos valorar y estimar todo aquello que es verdadero y verdaderamente bueno en los textos del Concilio, sin cerrar irracionalmente y deshonestamente los ojos de la razón a aquello que es objetiva y evidentemente ambiguo en algunos de los textos y a aquello que puede inducir al error. Es necesario recordar siempre que los textos del Concilio Vaticano II no son la inspirada Palabra de Dios, ni son juicios dogmáticos definitivos o declaraciones infalibles del Magisterio, porque el mismo Concilio no tenía esa intención.
Otro ejemplo es Amoris Laetitia. Ciertamente existen muchos puntos que deben criticarse doctrinalmente. Pero existen algunas secciones que son muy útiles, verdaderamente buenas para la vida familiar, como por ejemplo sobre los ancianos en la familia: de suyo son muy buenos. No se debe rechazar todo el documento sino recibir aquello que es bueno. Lo mismo vale para los textos del Concilio.

Aunque antes del Concilio todos tenían que hacer el juramento anti-modernista, promulgado por el Papa Pío X, algunos teólogos, sacerdotes, obispos e incluso cardenales lo hicieron con reservas mentales, tal como lo demostraron los hechos históricos posteriores. Con el pontificado de Benedicto XV, comenzó una lenta y cauta infiltración de eclesiásticos, con un espíritu mundano y parcialmente modernista, a altos cargos en la Iglesia. Esta infiltración creció, sobre todo entre los teólogos, a tal punto que después el Papa Pío XII debió intervenir condenando algunas ambigüedades y errores de importantes teólogos de la llamada “nouvelle théologie” (Chenu, Congar, De Lubac, etc.), publicando en 1950 la encíclica Humani generis. Sin embargo, del pontificado de Benedicto XV en adelante, el movimiento modernista estaba latente y en continuo crecimiento. Y así, en la vigilia del Concilio Vaticano II, una parte considerable del episcopado y de los profesores en la facultad teológica y de los seminarios estaba embebida de una mentalidad modernista, que es esencialmente relativismo doctrinal y moral, como así también mundanismo, amor por el mundo. En la vigilia del Concilio, estos cardenales, obispos y teólogos adoptaron la “forma” – el modelo de pensamiento– del mundo (cfr. Rm. 12, 2), queriendo complacer al mundo (cfr. GAL. 1, 10). Demostraron un claro complejo de inferioridad con relación al mundo.

También el Papa Juan XXIII demostró una suerte de complejo de inferioridad con relación al mundo. No tenía una mentalidad modernista, pero tenía un estilo político de ver al mundo y extrañamente mendigaba simpatía al mundo. Tenía seguramente buenas intenciones. Convocó el Concilio que después abrió un enorme portón hacia el interior de la Iglesia al movimiento modernista, protestantizante y mundano. Muy significativa es la aguda observación hecha por Charles de Gaulle, Presidente de Francia desde 1959 a 1969, respecto al Papa Juan XXIII y al proceso de reformas iniciado con el Concilio Vaticano II: “Juan XXIII abrió las puertas y aún no ha podido cerrarlas. Era como si un dique se hubiera derribado. Juan XXIII fue superado por aquello que desencadenó.” (ver Alain Peyrefitte, C’était de Gaulle, París, 1997, 2, 19).

El discurso de “abrir las ventanas” antes y durante el Concilio era una suerte de ilusión y una causa de confusión. Estas palabras causaron en mucha gente la impresión de que el espíritu de un mundo no creyente y materialista, ya evidente en aquel tiempo, podía transmitir algunos valores positivos para la vida de la Iglesia. Por el contrario, la autoridad de la Iglesia en aquellos tiempos habría debido declarar expresamente el verdadero significado de la expresión “abrir las ventanas”, que consiste en abrir la vida de la Iglesia al aire fresco de la belleza y de la claridad inequívoca de la verdad divina, a los tesoros de la santidad siempre joven, a la luz sobrenatural del Espíritu Santo y de los Santos, a una liturgia celebrada y vivida con un sentido siempre más sobrenatural, sacro y reverente. A lo largo del tiempo, durante la era post-conciliar, los portones parcialmente abiertos dejaron espacio para un desastre que provocó daños enormes a la doctrina, a la moral y a la liturgia. Hoy, el agua de la inundación que entró está alcanzando niveles peligrosos. Estamos viviendo el auge del desastre.

Hoy el velo fue levantado y el modernismo reveló su verdadero rostro, que consiste en la traición a Cristo y en el volverse amigo del mundo, adoptando al mismo tiempo su modo de pensar. Una vez terminada la crisis en la Iglesia, el Magisterio tendrá el deber de rechazar formalmente todos los fenómenos negativos de las últimas décadas en la vida de la Iglesia. La Iglesia lo hará porque es divina. Lo hará con precisión y corregirá los errores que se han acumulado, comenzando con algunas expresiones ambiguas en los textos del mismo Concilio Vaticano II.

El modernismo es como un virus escondido, escondido en parte también en algunas afirmaciones del Concilio, pero que ahora se ha manifestado plenamente. Después de la crisis, después de esta grave infección espiritual, la claridad y la precisión de la doctrina, la sacralidad de la liturgia y la santidad de la vida del Clero resplandecerán más intensamente. La Iglesia lo hará de un modo inequívoco, como lo ha hecho en épocas de grave crisis doctrinal y moral en los últimos dos mil años. Enseñar claramente la verdad del depósito divino de la fe, defender a los fieles del veneno del error y conducirlos de un modo seguro a la vida eterna pertenece a la misma esencia de la misión divinamente confiada al Papa y a los Obispos.

El documento Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II nos ha recordado la genuina naturaleza de la verdadera Iglesia, “de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos. ” (n. 2).

S. E. Mons. Athanasius Schneider

Obispo Auxiliar de Astana

Viganò insiste: los conspiradores utilizaron el Vaticano II para demoler la Iglesia



El arzobispo Carlo Maria Viganò respondió el 6 de julio en el sitio web MarcoTosatti.com a Sandro Magister, quien afirmó que la crítica del prelado al Vaticano II está “al borde del cisma”.

Viganó lamenta que a él no se le habla, sino que “se le endilgan epítetos”, y advierte que en la Iglesia la etiqueta utilizada para poner al adversario en una posición de inferioridad, no merecedora de atención o respuesta, es “lefebvriano”, mientras que en el frente social y político es “fascista”.

Viganò reafirma que todos fuimos “engañados” por los que utilizaron el Vaticano II como un “contenedor equipado con su propia autoridad implícita”, si bien “distorsionando sus propósitos”.

Los engañados no imaginaron – explica Viganò – que en el Vaticano una minoría de conspiradores bien organizados utilizaron un Concilio “para demoler la Iglesia desde adentro”.

Viganò dice que la “ambigüedad intencional” en los textos tenía como objetivo mantener juntas visiones opuestas e irreconciliables, “en el nombre de una evaluación de la utilidad y en detrimento de la Verdad revelada”. Por eso él sugiere nuevamente “olvidar” en bloque el Vaticano II.

Él observa que los partidarios del Vaticano II sabían cómo practicar una damnatio memoriae, no simplemente con un Concilio, sino “con todo”, al punto de afirmar que “su concilio fue el primero de la nueva Iglesia” y que al comenzar con eso “se terminaron la vieja religión y la Misa antigua”.

Pero interpretaciones contradictorias del Vaticano II muestran para Viganò cuánto daño se hizo mediante la deliberada adopción de un lenguaje “que fue tan turbio que legitimó interpretaciones opuestas y contrarias, sobre la base de las cuales ocurrió después la famosa primavera conciliar”.

Viganò: “No creo que haya nada censurable en sugerir que hay que olvidar el Vaticano II”



Carlo María Viganò fue objetivo de un reciente artículo del veterano vaticanista Sandro Magister. Este artículo no sentó bien a algunos seguidores del ex nuncio de Estados Unidos ya que el propio Magister lo tituló: Viganò al borde del cisma”, por su posición acerca del Concilio, y donde le contraponía a Benedicto XVI. Viganò ha contestado a Magister en un escrito –publicado en Settimo Cielo– que a continuación les ofrecemos:

Estimado Sandro:

Permítame replicar a su artículo titulado: “El arzobispo Viganò al borde del cisma”, publicado en Settimo Cielo el 29 de junio.

Soy consciente de que haber osado expresar una opinión tan contundentemente crítica sobre el Concilio basta para despertar el espíritu inquisitivo que, en otros casos, es objeto de execración por parte de los bienpensantes. No obstante, en una disputa respetuosa entre eclesiásticos y laicos competentes, no me parece inapropiado plantear problemas que siguen, hoy en día, sin solución. El primero de todos, la crisis que aflige a la Iglesia desde el Concilio Vaticano II, que la ha llevado a su devastación.

Hay quien habla de distorsión del Concilio; quien de la necesidad de volver a una interpretación en continuidad con la Tradición; quien de la oportunidad de corregir probables errores, o de interpretar en sentido católico los puntos equívocos. En el lado opuesto, están los que consideran al Vaticano II como un borrador a partir del cual continuar la revolución, cambiando y transformando la Iglesia en una entidad nueva, moderna, al paso con los tiempos. Esto forma parte de las dinámicas normales de un diálogo que se invoca demasiado a menudo, pero que raramente se pone en práctica: quien hasta ahora ha expresado su opinión contraria a lo que yo he afirmado nunca ha entrado en el mérito de la cuestión, y se ha limitado a colgarme etiquetas que ya merecieron algunos hermanos míos más ilustres y venerables.

Es curioso que, tanto en el campo doctrinal como en el político, los progresistas reivindican para sí un primado, un estado de elección que sitúa apodícticamente al adversario en una posición de inferioridad ontológica, como si fuera indigno de que se le preste atención y reciba una respuesta, fácil de liquidar al tacharlo, de manera simplista, de lefebvriano desde un punto de vista eclesial, o fascista desde el social. Sin embargo, la falta de argumentos no los legitima a dictar las reglas, ni a decidir quién tiene derecho a la palabra, sobre todo cuando la razón, antes que la fe, demuestra dónde está el engaño, quién es el artífice del mismo y cuál es su objetivo.

Inicialmente, me pareció que el contenido de su artículo había que considerarlo, más bien, como un tributo comprensible al Príncipe, ya sea que este se encuentre en la Tercera Logia o en los despachos de diseño del editor. Sin embargo, al leer todo lo que usted me atribuye, he observado una inexactitud -llamémosla así- que, espero, sea fruto de un equívoco. Le pido, por tanto, que me conceda espacio de réplica en Settimo Cielo.

Usted afirma que yo habría acusado a Benedicto XVI «de haber “engañado” a toda la Iglesia haciendo creer que el Concilio Vaticano II era inmune a herejías; es más, que había que interpretarlo en perfecta continuidad con la doctrina verdadera de siempre». 

Creo que nunca he escrito algo así sobre el Santo Padre, más bien al contrario: he dicho, y lo reitero, que todos -o casi todos- hemos sido engañados por quien ha utilizado el Concilio como un “contenedor” dotado de una autoridad implícita y de la autoridad de los Padres que en él tomaron parte, alterando sin embargo el final. Y quien ha caído en este engaño lo ha hecho porque, al amar a la Iglesia y al papado, no podía convencerse que, en el Vaticano II, una minoría de conspiradores organizadísimos pudieran utilizar un Concilio para demoler a la Iglesia desde dentro, y que al hacerlo pudieran contar con el silencio y la inacción de la Autoridad, o incluso su complicidad. Éstos son hechos históricos, sobre los que me tomo la libertad de dar una lectura personal, pero que puede ser compartida por otros.

Me permito recordarle que, si fuera el caso, las posturas de reinterpretación crítica moderada del Concilio en sentido tradicional por parte de Benedicto XVI forman parte de un loable pasado reciente, mientras que en los formidables años setenta la posición del entonces teólogo Joseph Ratzinger era muy distinta. Estudios autorizados sostienen las mismas afirmaciones del profesor de Tubinga, confirmando el arrepentimiento parcial del papa emérito. 

Tampoco veo la «temeraria acusación que Viganò ha lanzado contra Benedicto XVI por sus “intentos fracasados de corrección de los excesos conciliares invocando la hermenéutica de la continuidad”», puesto que esta es una opinión ampliamente compartida, no sólo en ambientes conservadores, sino también y sobre todo en los progresistas. Habría que decir que lo que los innovadores han obtenido mediante el engaño, la astucia y el chantaje es el resultado de una visón que hemos vuelto a encontrar, aplicada en grado máximo, en el “magisterio” bergogliano de Amoris laetitia. El propio Ratzinger admite la intención dolosa: «Aumentaba cada vez más la impresión de que no había nada que fuera estable, que todo podía ser objeto de revisión. El Concilio se parecía cada vez más a un enorme parlamento eclesial, que podía cambiarlo todo y revolucionarlo todo según él quisiera» (cfr. J. Ratzinger, La mia vita, traducción del alemán de Giuseppe Reguzzoni, Cinisello Balsamo, Edizioni San Paolo, 1997, pág. 99). Pero esto lo vemos aún más en las palabras del dominico Edward Schillebeecks: «Ahora lo decimos diplomáticamente, pero después del Concilio sacaremos las consecuencias implícitas» (“De Bazuin”, n. 16, 1965).

Tenemos la confirmación de que la voluntaria ambigüedad de los textos tenía como fin, precisamente, mantener juntos, en nombre de una utilidad y en detrimento de la Verdad revelada, puntos de vista opuestos e irreconciliables. Una Verdad que, cuando es proclamada enteramente, no puede no dividir, como divide Nuestro Señor: «¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división» (Lc 12, 51).

No creo que haya nada censurable en sugerir que hay que olvidar el Vaticano II: sus fautores supieron ejercer, con total desenvoltura, esa damnatio memoriae no sólo con un Concilio, sino con todos, llegando a afirmar que el suyo era el primero de una nueva iglesia, y que a partir de su concilio se acababa la vieja religión y la misa antigua. Usted me dirá que estas son las posiciones de los extremistas y que la virtud está en el centro, es decir, entre los que consideran que el Vaticano II es sólo el último de una serie ininterrumpida de eventos en los que habla el Espíritu Santo por boca del Magisterio único e infalible. Si así fuera, se debería explicar por qué la Iglesia conciliar se concedió a sí misma una nueva liturgia y un nuevo calendario y, en consecuencia, una nueva doctrina -“nova lex orandi, nova lex credendi“-, distanciándose con desdén de su pasado.

La idea de arrinconar el Concilio escandaliza también a los que, como usted, reconocen la crisis de los últimos años, pero se obstinan en no querer reconocer el vínculo de causalidad entre el Vaticano II y sus efectos lógicos e inevitables. Usted escribe: «Atención: no una mala interpretación del Concilio, sino el Concilio en cuanto tal, todo en bloque». Le pregunto: ¿cuál sería la interpretación correcta del Concilio? ¿La que da usted o la que daban -mientras escribían sus decretos y declaraciones- sus activísimos artífices? ¿O tal vez la que da el episcopado alemán? ¿O la de los teólogos que enseñan en las universidades pontificas y que vemos publicadas en los periódicos católicos de mayor difusión del mundo? ¿O la de Joseph Ratzinger? ¿O la de mons. Schneider? ¿O la de Bergoglio? Bastaría esto para comprender cuánto daño ha causado el hecho de haber adoptado deliberadamente un lenguaje tan confuso a fin de legitimar interpretaciones opuestas y contrarias, sobre cuya base ha surgido la famosa primavera conciliar

Ésta es la razón por la que no dudo en decir que habría que olvidarse de esta asamblea «en cuanto tal y en bloque», y reivindico mi derecho a afirmarlo sin, por este motivo, ser acusado del delito de cisma por haber atentado a la unidad de la Iglesia. La unidad de la Iglesia es inseparable de la Caridad y la Verdad; y donde reina, o incluso sólo serpentea, el error, no puede haber Caridad.

La hermosa fábula de la hermenéutica -aun cuando autorizada por su Autor-, sigue siendo sin embargo un intento de querer dar dignidad de Concilio a una verdadera emboscada contra la Iglesia, para no desacreditar a los pontífices que quisieron, impusieron y volvieron a proponer dicho Concilio. Tanto es así que estos mismos pontífices, uno tras otro, han sido elevados a los honores de los altares por haber sido los “papas del Concilio”.

Me permito citar una frase del artículo que doña Maria Guarini, en reacción a su artículo de Settimo Cielo, publicó el 29 de junio en Chiesa e postconcilio, titulado: “Mons. Viganò no está al borde del cisma. Todo está saliendo a la luz”: «Es precisamente de aquí, y por esto corre el riesgo de continuar -sin resultados (hasta ahora, salvo el debate lanzado por mons. Viganò)- el diálogo entre sordos, porque los interlocutores utilizan pautas de interpretación de la realidad distintas: el Vaticano II, al cambiar el lenguaje, también ha cambiado los parámetros de enfoque de la realidad. Y sucede que se habla de la misma cosa pero dando significados distintos.

Además, la característica principal de los jerarcas actuales es el uso de afirmaciones apodícticas, sin tomarse nunca la molestia de demostrarlas, o lo hacen con demostraciones incompletas y sofistas. Pero tampoco necesitan demostraciones, porque el nuevo enfoque y el nuevo lenguaje han subvertido todo ab origine. Y todo lo que no es demostrado en relación a la pastoralidad anómala carente de principios teológicos definidos es, precisamente, lo que elimina la materia prima del hecho de debatir. Es el avance del fluido cambiante e informe que todo lo disuelve, en lugar del constructo claro, inequívoco, definitorio y verdadero: la firmeza incandescente y perenne del dogma contra los líquidos pútridos y las arenas movedizas del neomagisterio transeúnte».

Es mi deseo que el tono de su artículo no haya estado dictado por el simple hecho de haberme atrevido a abrir de nuevo el debate sobre ese Concilio que muchos, demasiados en la plantilla eclesial, consideran un “unicum” en la historia de la Iglesia, casi un ídolo intocable.

Le aseguro que, a diferencia de muchos obispos, como los del “camino sinodal alemán”, que han ido mucho más allá del cisma -promoviendo y pretendiendo descaradamente imponer a la Iglesia universal ideologías y prácticas aberrantes-, no es mi intención en absoluto separarme de la Madre Iglesia, por la exaltación de la cual renuevo, cada día, la ofrenda de mi vida.


“Deus refugium nostrum et virtus,

populum ad Te clamantem propitius respice;

Et intercedente Gloriosa et Immaculata Virgine Dei Genitrice Maria,

cum Beato Ioseph, ejus Sponso,

ac Beatis Apostolis Tuis, Petro et Paulo, et omnibus Sanctis,

quas pro conversione peccatorum,

pro libertate et exaltatione Sanctae Matris Ecclesiae,

preces effundimus, misericors et benignus exaudi”.


Reciba, estimado Sandro, mi saludo y bendición con el deseo de todo bien, en Jesucristo.

Carlo Maria Viganò

3 de julio de 2020

San Ireneo, obispo y mártir

Publicado por Sandro Magister en Settimo Cielo.

Traducción de Verbum Caro para InfoVaticana

lunes, 6 de julio de 2020

In memoriam: Mons. Antonio Livi

(Corrispondenza Romana)


El 2 de abril ppdo. murió en Roma -después de una larga y dolorosa enfermedad- Mons. Antonio Livi, tal vez el último teólogo de la “escuela romana”, después de la muerte en el año 2017 de Mons. Brunero Gherardini. Orignario de Prato en el corazón de la Toscana, clase 1938, desde niño sintió la llamada del Señor a la vida sacerdotal, con la misión particular de defender el dogma. 

Mons. Livi fue miembro ordinario de la Academia Pontificia de Santo Tomás; decano y profesor emérito de la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Lateranense y colaboró con el Papa Juan Pablo II en la elaboración de la encíclica Fides et ratio (1998).

Quien lo conoció personalmente o tuvo con él una relación epistolar (impresa o electrónica), lo recuerda como el clásico toscano sanguíneo y gruñón, pero siempre disponible y afable.

Fundador de la editorial Leonardo da Vinci, en la cual aún es posible adquirir sus libros – habiendo sido un escritor incansable – entre los cuales recordamos el tratado Vera e falsa teologia. Come riconoscere la vera scienza della fede da un’ambigua “filosofia religiosa” -Verdadera y falsa teología. Como distinguir la verdadera ciencia de la fe de una ambigua “filosofía religiosa”- (Editorial Leonardo da Vinci, IV ed., disponible también in ebook,), que resume su lucha de los últimos cincuenta años.

En una video-entrevista a Corrispondenza Romana del 17 de septiembre del 2012 de hecho explicó que en la teología sagrada o revelada «el objeto no es tanto aquello que con sus propios recursos la razón pueda saber de Dios, sino más bien aquello que Dios dijo de Sí mismo en Jesucristo». Por lo tanto «la verdadera teología, para los cristianos, es la interpretación del Dogma». Mientras que no son sino ambiguas “filosofías religiosas” aquellas “teologías” que buscan «una nueva redacción del Dogma – o incluso una revolución respecto al contenido del Dogma», llegando incluso a refutarlo.

Su defensa del Dogma católico fue entonces decidida: no tuvo temor de enfrentar a aquellos que él con razón definió como malos maestros y falsos profetas, aunque fueran intocables en el establishment católico-progresista. Es sin duda emblemática su crítica a los escritos de Enzo Bianchi, el supuesto monje fundador de Bose, cuando estaba en el ápice de su “poder” dentro y fuera de la Iglesia. De su “hacha” no se salvaron ni siquiera los “gurú” de la nouvelle théologie, entre los cuales los jesuitas Pierre Teilhard de Chardin y Karl Rahner. Tampoco tuvo reparo en calificar como deficiente (y no solo) – al estar infectada por el protestantismo– la teología de Joseph Ratzinger.

Poco después del diagnóstico de la enfermedad, Mons. Livi comenzó a tomar notas sobre como prepararse para la muerte, que puso en orden antes del agravamiento de su salud y fueron publicadas póstumamente bajo el título Preparazione alla morte. Riflessioni teologiche a partire dall’esperienza -Preparación para la muerte. Reflexiones teológicas a partir de la experiencia (Editorial Leonardo da Vinci, €10, 122 pp.). 

Queremos transcribir algunas de sus reflexiones pues, además de teológicas, son el precioso testimonio de un bautizado y de un sacerdote consciente de que lo que importa en la vida -paradoja del Cristianismo– es la muerte, es decir ir al encuentro del Esposo, Cristo, que viene.
«Narro esto a los amigos que están en sintonía espiritual conmigo – escribe Mons. Livi – y publico estas reflexiones no para hablar en último análisis de mí ni de ellos, sino para hablar de Dios (Padre, Hijo y Espíritu Santo), exaltando su infinita Misericordia (tanto cuanto sea posible a mi insuficiente lenguaje) y agradeciéndole con todo el corazón, proponiéndome de continuar incesantemente a darle gracias mientras esté consciente».
La oración fue la fuerza y la consolación de Mons. Livi: 
«Paso despierto casi todas las noches rezando y dialogando con el Señor como nunca lo hice en mi vida. Y paso de un momento de pedido de alivio físico a momentos de plena aceptación del dolor con agradecimiento convencido por el modo como me está santificando. Y he comprendido finalmente qué es la santidad: es únicamente obra de Dios, que puede prescindir también de la correspondencia a la gracia por parte de la persona beneficiada (como los santos Inocentes)… ».
No podía faltar una sabia consideración: 
«Es necesario vivir el presente para velar por el futuro. Gran parte del sufrimiento que nos infligimos está relacionado con el hecho de que no queremos vivir el momento presente. Preferimos atormentarnos en el pasado o tener temor por el futuro, pero de este modo huimos del único verdadero momento que nos es dado vivir, relacionado con nuestro hoy, el aquí y ahora».
Mientras se preparaba para morir, Mons. Livi rezaba por la Iglesia, que está viviendo una de las crisis más dramáticas de su bimilenaria historia. Recomienda entonces 
«la salvación de los monasterios. El monje tiene dos misiones. La primera es la afirmación del primado de Dios, o sea, todas las formas de adoración. Por otra parte, como verdadero hijo de Dios dedicado a su alabanza y a su gloria, el monje es libre de actuar dejándose utilizar allí donde haya necesidades urgentes, porque no está comprometido en ninguna obra particular que lo distraigan de ello. Pero ocurre que el monje debe serlo verdaderamente, es decir, no rebajado a distintas formas de mundanismo o incluso actividades que desvirtúan su propia vocación».
Fiel sacerdote de la Santa Iglesia Católica, Apostólica, Romana, intentó siempre defender la autoridad de la Jerarquía, pero supo también reconocer que quienes están difundiendo errores y propagando herejías no forman parte de la misma. 

En el 2017 firmó la Correctio Filialis De Haeresibus Propagatis, la “Corrección Filial” entregada al Papa Francisco el 11 de julio del mismo año. 

Poco antes de morir, en el extremo de sus fuerzas, dijo al Prof. Enrico Maria Radaelli, amigo y colaborador suyo de muchos años: 
«Enrico Maria, dogma, dogma, dogma. Vaticano I sí. Vaticano II no. ¿Comprendió? Escribe: Dogma, sí. Vaticano I, sí. Vaticano II no, no, no. Escríbelo a todos. Escríbelo bien. Esta es la Iglesia. Sólo ésta.». 
Adios, Monseñor Antonio. Gracias.