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domingo, 24 de mayo de 2020

El juicio de Dios en la historia (Roberto de Mattei)




(Rome Life Forum, 20 de mayo de 2020) Terra infecta est ab habitatoribus suis, propter hoc maledictio vastabit terram
Isaías 24, 6

En tiempos de coronavirus se puede hablar de todo, pero hay ciertos temas que siguen estando vedados, sobre todo en el mundo católico. El principal de ellos tal vez sea el de los castigos y retribuciones de Dios en la historia. La existencia de dicha censura es un buen motivo para afrontar el tema.

El Reino de Dios y su justicia

No parto del Antiguo Testamento, donde son innumerables las referencias a los castigos divinos, sino de las propias palabras de Nuestro Señor, que dice: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura» (Mt. 6,31-33).

Estas palabras del Evangelio son un programa de vida para cada uno y nos recuerdan a una de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los que tienen hambre y se dde justicia, porque ellos serán hartos» (Mt.5,6).

La noción de la justicia es una de las primeras nociones morales de nuestra razón: los filósofos la definen como inclinación de la voluntad a dar a cada uno lo que le corresponde. El anhelo de justicia reside en el corazón del hombre. No sólo aspiramos a lo verdadero, lo bueno y lo bello, sino también a lo justo. Todo el mundo ama la justicia y detesta la injusticia. Y como el mundo rebosa de injusticia, y la justicia humana –la administrada por los tribunales– es imperfecta, aspiramos a una justicia perfecta, que no existe en la Tierra y solamente podemos encontrar en Dios.

El proceso más célebre de la historia, aquel al que fue sometido Nuestro Señor Jesucristo,   sancionó   la más clamorosa injusticia de todos los tiempos. Pero Dios es infinitamente justo, porque da sin falta a cada uno lo suyo. En su orden entra la belleza del universo, y el orden es el reino de la justicia, pues el orden consiste en poner cada cosa en su lugar y la justicia en dar a cada uno lo suyo: uniquoque suum, como establecía el derecho romano.

La justicia infinita de Dios

La justicia infinita de Dios encuentra su máxima expresión en dos juicios diversos que aguardan al hombre al final de su vida: el juicio particular, al que se somete toda alma en el momento de la muerte, y el juicio universal, al que habrán de someterse todos los hombres en cuerpo y alma después del fin del mundo.

En la Iglesia es de fe: al término de su vida cada uno comparece ante Dios, Señor y Juez Supremo, para recibir su premio o su castigo. Por eso dice el   Eclesiástico: «Memor est judicii mei, sic enim erit et tuum» (Eclo. 38): Acuérdate de mi juicio si quieres aprender a juzgar rectamente también.
Según explica el P. Garrigou-Lagrange, en el juicio particular el alma percibe espiritualmente que es juzgada por Dios, e iluminada por la luz divina su conciencia pronuncia el mismo juicio divino. « Esto acontece inmediatamente, apenas el alma se separa del cuerpo, de modo que es lo mismo decir de una persona que está muerta, como decir que está juzgada»1. La sentencia es inapelable y se ejecuta de modo inmediato.

El juicio de Dios es diferente del de los hombres. Es conocido el caso de Raymond Diacres, célebre profesor de La Sorbona que falleció en 1082. Entre los asistentes que concurrieron multitudinariamente a su funeral, que tuvo lugar en Notre Dame de París, se encontraba san Bruno de Colonia. Mientras se celebraba la ceremonia sucedió un hecho sobrecogedor que los estudiosos bolandistas estudiaron en detalle.

En medio de la nave principal estaba colocado el cadáver, cubierto, según la costumbre de la época, por un sencillo velo. Iniciadas las exequias, el sacerdote dijo las palabras rituales:

«Responde: ¿cuántas iniquidades y pecados has…» Entonces resonó una voz sepulcral bajo el velo fúnebre que decía: «¡Por justo juicio de Dios he sido acusado!»

Apresuráronse a retirar el velo mortuorio, pero el cadáver estaba rígido y frío. La función repentinamente interrumpida se reinició al punto en medio de la turbación general. Se repitió la pregunta, y el difunto gritó con voz más sonora que antes: «¡Por justo juicio de Dios he sido juzgado!»

El espanto de los presentes fue inenarrable.  Unos médicos se acercaron al cadáver y constataron que estaba efectivamente muerto. Entre el terror y el desconcierto general, las autoridades eclesiásticas decidieron posponer el funeral hasta el día siguiente.

Al otro día se repitió el oficio fúnebre, y al llegar a la frase prevista en el rito, «Responde: ¿cuántas iniquidades y pecados has…», el cadáver se incorporó bajo el velo mortuorio y exclamó: «¡Por justo juicio de Dios he sido condenado para siempre al Infierno!»2

En vista de tan terrible testimonio, se puso fin al funeral y se tomó la decisión de no sepultar al cadáver en el cementerio común. Sobre el féretro del condenado se inscribieron las palabras que pronunciará en el momento de la resurrección: «Justo Dei judicio accusatus sum; Justo Dei judicio judicatus sum: Justo Dei judicio condemnatus sum». La acusación, la condena, la sentencia;  eso es lo que espera a los réprobos el día del Juicio Universal.

Por eso dice San Agustín en La Ciudad de Dios: «Quienes necesariamente han de morir no deben preocuparse mucho por cómo les vendrá la muerte, sino por el lugar adonde se verán obligados a ir después de muertos»3. Ese lugar, añadimos, será el Infierno o el Paraíso.

El mensaje de Fátima principia con la terrorífica visión del Infierno, y nos recuerda que nuestra vida terrena es un asunto muy serio, porque nos plantea una alternativa estremecedora: elegir entre el Paraíso y el Infierno; la felicidad eterna o la condenación eterna. Se nos juzgará con arreglo a nuestra elección, y una vez pronunciada la sentencia será inapelable.

El juicio universal

Pero después de la muerte nos espera un segundo juicio: el universal.

La existencia del juicio universal, que seguirá al particular, es de fe. San Agustín sintetiza las enseñanzas de la Iglesia con estas palabras: «Nadie pone en duda ni niega que Jesucristo emitirá el veredicto final, como anuncian las Sagradas Escrituras»4. Será el juicio definitivo al que nadie podrá sustraerse.

En el momento del Juicio Universal, Jesucristo, Dios-hombre, aparecerá en lo alto del Cielo precedido de la Cruz y circundado por una formación de ángeles y de santos(Mt.24,30-31) y sentado en un trono de majestad (Mt.25,30). La misión de juez se la ha encomendado el Padre, como el propio Jesús nos revela en el Evangelio: «Yo no puedo hacer por Mí mismo nada; según le oigo, juzgo, y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió» (Jn.5,30).

Ahora bien, ¿por qué es necesario un juicio universal si Dios juzga a toda alma inmediatamente después de la muerte y en el Juicio Universal se confirmará la sentencia que se pronunció en el particular? ¿No bastaría con un solo juicio?
Santo Tomás responde: «Todo el mundo es una persona y al mismo tiempo es parte del género humano; por eso es preciso un juicio doble: uno particular después de morir, en el que se recibirá conforme a lo que se hizo durante la vida, si bien no enteramente, porque no lo recibirá con respecto al cuerpo sino al alma. Y también tendrá que haber otro juicio dado que formamos parte del género humano: el juicio universal de toda la humanidad que separará para siempre a los buenos de los malos.»5

El mismo Doctor Angélico explica en otro pasaje que aunque la vida temporal del hombre termina con la muerte, se prolonga de algún modo en el futuro, ya que sigue viviendo en el recuerdo de los hombres, empezando por sus hijos. Es más, la vida del hombre permanece en los efectos de sus obras. Por ejemplo, dice Santo Tomás que «por la impostura de Arrio y otros embaucadores, la incredulidad abundará hasta el fin del mundo; y hasta la misma fecha se dilatará la fe en la predicación de los apóstoles».6

Por tanto, el juicio de Dios no termina con la muerte sino que se extiende hasta al final de los tiempos, porque hasta el fin de los tiempos se prolongarán la influencia buena de los santos y la mala de los réprobos. San Benito, San Francisco y Santo Domingo merecerán ser premiados por el mucho bien que sus obras han seguido haciendo hasta el fin del mundo, en tanto que Lutero, Voltaire y Marx deberán ser castigados hasta el fin del mundo por el mucho mal que hicieron. Por eso tiene que haber un Juicio Final en el que se juzgue de modo perfecto y palmario cuanto tenga que ver en manera alguna con toda persona. Mientras que en el juicio particular se juzgará a cada individuo ante todo por lo que se refiere a la rectitud de intención con que actuó, en el universal se juzgarán sus obras objetivas, sobre todo por los efectos que tuvieron en la sociedad.

Después del juicio inmediato ante Dios en la hora de la muerte es necesario que haya un juicio público ante no sólo Dios sino todos los hombres, los ángeles, los santos y la bienaventurada Virgen María porque, como dice el Evangelio, «nada hay oculto que no haya de descubrirse, y nada escondido que no llegue a saberse» (Lc.12,2). Justo es que quienes se hayan ganado el Cielo por medio de sufrimientos y persecuciones sean glorificados y que tantos impíos y perversos que llevaron ante los hombres una vida dichosa sean objeto de pública deshonra. Dice el padre Schmaus que en el Juicio Final se revelarán la verdad y la mentira de las obras culturales, científicas y artísticas de los hombres y la mentira de las orientaciones filosóficas, las instituciones políticas y las fuerzas religiosas y morales que impulsaron la historia; el significado de las sectas y las herejías, de las guerras y las revoluciones7. Los cuerpos de Arrio, Lutero, Robespierre y Marx son ya polvo, pero en el Día del Juicio sus libros, estatuas y nombres serán públicamente execrados.

Añadamos que el hombre nace y vive en el seno de una nación y que sus acciones contribuyen, para bien o para mal, a transformar las naciones y pueblos en que viven. También esos pueblos y naciones habrán de ser juzgados en su cultura, sus instituciones y sus leyes. Por eso dice el Evangelio que cuando venga el Hijo del Hombre en su gloria a la Tierra «se reunirán en su presencia todas las gentes, y separará a unos de otros como el pastor separa a las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda» (Mt. 25,31-46).

Así pues, el juicio no se pronunciará sólo sobre las personas, hombres y ángeles individualmente. También las naciones están llamadas a cumplir los designios de la Divina Providencia y tienen por tanto que ajustarse a la voluntad divina que rige y dirige el universo. En el Juicio Universal se pondrá de manifiesto si cada pueblo cumplió la misión que Dios le encomendó y en qué medida8.

«Razones de sabiduría mantienen los secretos a lo largo de los tiempos –escribe monseñor Antonio Piolanti–, pero al final el tiempo habrá de vaciar su tesoro ante los ojos de la asamblea universal. Toda las máscaras caerán, y los fariseísmos alegres portarán la marca de una infamia imborrable»9.

El juicio abarcará toda la historia humana, que se revelará públicamente para mayor gloria de Dios. Será el triunfo de la Divina Providencia que a lo largo de la historia guía de manera invisible e impenetrable los destinos de los hombres y de los pueblos.

Todos en el valle de Josafat, ante la sentencia inapelable, proclamarán la gran palabra: «Iustus es Domine, et rectum iudicium tuum» (Sal. 117, 137): justo eres, Señor, y tus juicios están llenos de equidad.

El juicio particular y el universal son dos momentos supremos en los que se manifiesta la sentencia de Dios sobre los hombres y sobre las naciones. A este juicio divino sigue un premio o un castigo. En el caso de los hombres, el premio o el castigo se aplica, ya sea durante la vida, ya sea por la eternidad, después de la muerte. En cambio, para las naciones, que carecen de vida eterna, el premio o el castigo sólo se aplican en la historia. Y dado que el Juicio Universal pone fin a la historia, en ese momento Jesucristo no condenará a las naciones a la pena eterna, sino que revelará a los ojos de la humanidad congregada en su totalidad cómo fueron premiadas o castigadas las naciones a lo largo de los siglos con arreglo a sus virtudes y pecados.

Es importante comprender que, ya sea para los hombres individualmente o para las naciones, el Juicio Universal es el momento culminante del juicio divino, pero Dios no se limita a juzgar en ese momento. Se puede decir que juzga desde la creación del universo. En el origen de la historia universal hubo un juicio: el de Dios contra Lucifer y los ángeles rebeldes, del mismo modo que en el origen de la creación del hombre hubo el juicio contra Adán y Eva. Desde entonces hasta el final de los tiempos, no dejará de aplicarse el juicio de Dios a sus criaturas porque la Divina Providencia mantiene en el ser y encamina a sus fines el universo creado. Todo los movimientos del mundo físico, del moral y del sobrenatural son voluntad de Dios excepto el pecado, que tiene por única causa la criatura libre.

Dice Jesús que todos los cabellos de nuestra cabeza están contados (Lc.12, 8). Con mayor razón cada uno de nuestros actos, por mínimo que sea, es juzgado por Dios. Pero Dios no es solo infinitamente justo, sino también infinitamente misericordioso10, y ningún juicio divino está exento de misericordia, como ninguna expresión de la divina misericordia está falta de hondísima justicia. Quizás el ejemplo más bello de este abrazo entre justicia y misericordia lo encontremos en el inmenso regalo del sacramento de la Penitencia. En este sacramento, en el que el pecador es juzgado y absuelto, el sacerdote, actuando in persona Christi, ejerce el poder judicial de la Iglesia, pero también la misericordia de Dios al absolver nuestros pecados. La justicia de Dios interviene para restablecer el orden natural por medio de las penas que merecen las culpas, y la divina misericordia se manifiesta en el perdón de nuestros pecados gracias al cual Dios nos libera de las penas eternas.

El castigo de las naciones

Esto vale para los hombres, pero también para las naciones. Dios no está ausente de la historia, al contrario, siempre está presente en ella con su inmensidad y no hay punto ni momento del tiempo creado en que no se manifiesten la justicia y la misericordia divina sobre los pueblos. Todas las desgracias que afligen a las naciones en su historia tienen su significado. A veces se nos escapan sus causas, pero es cierto que el origen del mal permitido por Dios está en el pecado de los hombres. San Próspero de Aquitania, discípulo de San Agustín, afirma que «en los actos de Dios es frecuente que las causas permanezcan ocultas y sólo se perciban los efectos»11. Una cosa es cierta: sean cuales sean las causas segundas, Dios siempre es la causa primera; todo depende de Él. En este momento hay que preguntarse de qué manera juzga y castiga Dios el comportamiento de los hombres en la historia. La Sagrada Escritura, los teólogos y los santos responden al unísono: «Tria sunt flagella quibus dominus castiga: por la guerra, la peste y el hambre. Con estos tres azotes, explica San Bernardino de Siena12, «castiga Dios los tres vicios principales de los hombres: la soberbia, la lujuria y la avaricia. La soberbia, cuando el alma se rebela contra Dios (Ap.12,7-9), la lujuria, cuando el cuerpo se rebela contra el alma (Gn.6,5-7), y la avaricia cuando las cosas se rebelan contra el hombre (Sal. 96,3). La guerra es el castigo contra la soberbia de los pueblos, las epidemias contra su lujuria y el hambre contra su avaricia.

Señales que nos permiten conocer la proximidad del juicio de Dios

En sus sermones, San Bernardino analiza el salmo que dice «Tempus faciendi dissipaverunt legem tuam(Sal. 118,26): es hora de que intervengas, Señor, porque han desbaratado tu ley. En esta expresión el salmista distingue tres momentos: Tempus: el que la misericordia de Dios concede a los pueblos para que se enmienden. En este espacio de tiempo, Dios ofrece a los pecadores la oportunidad de suspender la sentencia, revocar la pena, perdonar las ofensas y obtener la gracia. Dios espera porque desea la conversión del pecador. El tiempo de espera puede ser largo, pero tiene su plazo. Si durante ese tiempo no hay arrepentimiento, es castigo es lógico y necesario.

En el segundo momento Dios prepara el castigo para los pecadores impenitentes. Este tiempo está expresado por las palabras faciendi Domine, que según San Benardino sintetizan «la amarga venganza y el riguroso castigo divino» si el pueblo no quiere enmendarse13. Ahora bien, el castigo es una acción misericordiosa del Padre, que no quiere la muerte eterna de los pecadores, sino que vivan, y los castigos que les inflige tienen por objeto que se conviertan. Es el tiempo en que se pone el hacha a la raíz del árbol: securis ad radicem arboris posita est» (Mt 3, 10).

El tercer momento es el de la   ofensa consumada : dissipaverunt legem tuam. Es la hora de echar mano a la hoz y segar la mies, como dice el ángel del Apocalipsis: «Arroja la hoz y siega, porque es llegada la hora de la siega, porque está seca la mies de la Tierra» (Apoc.14,15). ¿Cuáles son las señales de que la mies está madura? 

San Bernardino enumera siete:

-La comisión de numerosos y horrendos pecados, como en Sodoma y Gomorra.
-Que el pecado se cometa con plena advertencia y consentimiento deliberado.
-Que los pecados los cometa un pueblo entero.
-Que esto suceda de forma pública y descarada.
-Que los pecadores los cometan de todo corazón.
-Que los pecados se cometan con atención y diligencia.
-Que todo ello se haga de manera continua y persistente14.

Ése es el momento en que Dios castiga los pecados de la soberbia, la lujuria y la avaricia con los azotes de la peste, la guerra y el hambre. Tempus faciendi Domine, dissipaverunt legem tuam

Es hora de actuar, Señor, han vulnerado tu ley. Otro gran santo de voz profética, San Luir María Griñón de Monfort, en su Prière embrasée, se hace eco de las palabras de San Bernardino y exclama: «Es hora de que intervengáis, Señor, según vuestra promesa. La ley divina es conculcada, vuestro Evangelio abandonado, torrentes de iniquidad inundan la Tierra y atropellan a vuestros siervos. Toda la Tierra está en un estado deplorable, la impiedad reina soberana, vuestro santuario es profanado y la abominación ha llegado a contaminar el lugar sagrado. Señor justo, Dios de las venganzas, ¿dejaréis en vuestro celo que todo caiga en ruinas? ¿Todo lugar terminará como Sodoma y Gomorra? ¿Continuaréis callando por la eternidad, tolerando esta situación por siempre?»

San Luis escribió estas palabras a principios del siglo XVIII. Dos siglos después, la Virgen de Fátima anunció que si el mundo seguía ofendiendo a Dios sería castigado por medio de la guerra, el hambre y persecuciones a la Iglesia y al Santo Padre, y «diversas naciones serían exterminadas».

Pero hoy, cien años después de las apariciones de Fátima, trescientos después de la muerte de San Luis María, ¿ha dejado el mundo de ofender a Dios? ¿Acaso la ley divina es objeto de menos transgresiones, el Evangelio menos abandonado, el santuario menos profanado? ¿No vemos pecados que claman a Dios pidiendo venganza, como el aborto y la sodomía, justificados, exaltados y protegidos por las leyes de los estados? ¿No hemos visto al ídolo de la Pachamama acogido y venerado en el mismísimo recinto sagrado del Vaticano? ¿Acaso todo esto no está pidiendo justicia a Dios ahora? ¿Acaso quien ama a Dios no debe amar y desear la hora de su justicia para repetir como en el día del Juicio Final «Iustus es Domine, et rectum iudicium tuum» (Sal.117,137): justo eres, Señor, y tus juicios están llenos de equidad?

Por qué no se dan cuenta los pueblos de los castigos que se ciernen sobre ellos

Cuando se abate la desgracia sobre un pueblo, hay católicos que afirman que no saben si se trata de un castigo o de una prueba. Pero a diferencia de lo que pasa con los hombres, los males que aquejan a las naciones son siempre castigos. Puede de hecho suceder que un hombre virtuoso deba sufrir mucho para probar su paciencia, como le pasó a Job. Los sufrimientos que padecen individualmente las personas no son siempre castigos, sino con más frecuencia pruebas que las preparan para ganarse una eternidad más feliz. Pero en el caso de las naciones, los padecimientos causados por guerras, epidemias y terremotos son siempre castigos, precisamente porque no son eternas. Afirmar que una calamidad pueda ser una prueba para una nación es absurdo. Puede ser una prueba para personas individuales de ese país, pero no para el conjunto de la nación, porque las naciones no reciben sus castigos en la eternidad sino en el tiempo.

Los castigos de las naciones aumentan en proporción a sus pecados. Y en proporción a los pecados aumenta, por parte de los malvados, el rechazo a la idea del castigo, como hizo Voltaire en su blasfemo Poema sobre el desastre de Lisboa, escrito a raíz del terrible maremoto que destruyó la capital portuguesa en 1755. La Iglesia siempre ha refutado las blasfemias de los ateos recordando que cuanto sucede depende de Dios y tiene un significado. Pero cuando los propios eclesiásticos niegan la idea de castigo, eso quiere decir que el castigo ya está en camino y es irremediable. En tiempos de coronavirus, monseñor Mario Delpini, arzobispo de Milán, ha llegado al extremo de afirmar que «pensar que Dios manda castigos es de paganos». En realidad es, no de paganos sino de ateos, pensar en un Dios que no castiga. Que haya tantos obispos que piensen así en el mundo quiere decir que a nivel mundial el episcopado está inmerso en el ateísmo. Y eso es señal de que los castigos divinos están en camino.

San Bernardino explica que cuanto más cerca está el castigo, menos se dan cuenta los pueblos que lo merecen.15  La causa de esta ceguera mental es la soberbia, initium omnis peccati (Eclo.10,15). La soberbia entenebrece el intelecto e impide ver lo cerca que está la destrucción divina; y con ese entenebrecimiento Dios quiere humillar a los soberbios.

Con la ayuda de San Bernardino podemos interpretar también una frase de los Salmos que tomó prestada León XIII en su Exorcismo contra los ángeles rebeldes: «Veniat illi laqueus quem ignorat, et captio quam abscondit, apprehendat eum et laqueum cadat in ipsum» (Sal.34,8). Se podría traducir libremente de la siguiente manera: venga el lazo, la trampa en la que no piensa y la maniobra que esconde lo atrape, y caiga en su propia trampa mortal.

De acuerdo con San Bernardino, este pasaje de los Salmos se puede interpretar según tres aspectos:

Por parte de Dios: Veniat illi laqueus quem ignorat. La causa primera de esta ignorancia viene de Dios, que para ocultar sus planes se sirve de las epidemias y carestías. «Laqueus est pestis vel fames et consimilia»16, dice San Bernardino. Primero Dios retira a los pueblos su guía. No sólo la política y la espiritual, sino también a los ángeles que presiden sobre las naciones. Luego Dios retira el lumen veritatis, que es una gracia, como todos los dones que vienen de Dios. Y por último, permite que los pueblos pecadores caigan en manos de sus vicios, de los demonios que sustituyen a los ángeles y  de los malvados que los conducen al abismo.

Et captio quam abscondit, apprehendat eum. Una vez retirada toda orientación y luz de verdad a los pueblos impenitentes, cuando Dios anuncia el castigo, no sólo no se enmiendan, sino que aumentan sus pecados. A su vez, el aumento de los pecados incrementa la ceguera de los pueblos.

Et laqueum cadat in ipsum. Los pueblos pecadores ignoran la hora del castigo, que llega de improviso, cuando menos se lo espera. Las maniobras que intentan para destruir el bien se revuelven contra ellos. No son solamente castigados sino humillados, cumpliéndose así la profecía de Isaías: «Va a caer sobre ti un mal que no sabrás conjurar, y caerá sobre ti una ruina que no podrás borrar; vendrá de repente sobre ti una devastación sin que lo sepas» (Is.47,11).

Temor de Dios y terror humano

Cuando llega el castigo, el demonio, que ve frustrados sus planes, difunde entre los pueblos la sensación de miedo, antesala de la desesperación. Los malvados niegan la existencia de la catástrofe, los buenos comprenden por qué ha llegado, pero en vez de aprovechar el castigo como una oportunidad de regenerarse son tentados a ver en él su propia ruina. Esto les pasa cuando dejan de ver por detrás de los acontecimientos la mano de Dios y van en pos de las maniobras de los hombres. Un autor del agrado de San Luis María de Monfort, el archidiácono Henri-Marie Boudon, escribe: «Dieu ne frappe que pour être regardé; et l’on n’arrête les yeux que sur les créatures»17. Dios golpea para que lo tengamos en cuenta, pero en vez de volver los ojos a Él los fijamos en las criaturas.

Eso no quiere decir que no se deban vigilar, analizar y combatir las maniobras de las fuerzas revolucionarias, pero sin olvidar jamás que la Revolución siempre es derrotada a lo largo de la historia a causa de su intrínseco carácter autodestructivo del mal, y que la Contrarrevolución siempre vence por la fecundidad del bien que lleva en sí.

El ateísmo consiste en expulsar a Dios de todos los ámbitos de la actividad humana. La gran victoria de los enemigos de Dios no consiste en eliminar nuestra vida o restringir nuestras libertades físicas, sino en alejar de nuestra mente y nuestro corazón la idea de Dios. Todos los razonamientos y las especulaciones filosóficas, históricas y políticas en que Dios no ocupa el primer lugar son falsas e ilusorias.

Dice Bossuet: «Toutes nos pensées qui n’ont pas Dieu pour objet sont du domaine de la mort»18. Es cierto, y podríamos decir que todos los pensamientos que se centran en Dios pertenecen al campo de la vida, porque Jesucristo, Juez y Salvador de la humanidad, es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn.14,6). Hablar del juicio de Dios en la historia y sobre la historia no es por tanto hablar de muerte sino de vida, y quién habla de ello no es profeta de desgracias sino heraldo de esperanza.

Quienes hoy rechazan enérgicamente el concepto de un Dios que castiga son los eclesiásticos, y rechazan el castigo porque rechazan el juicio de Dios, el cual sustituyen por el del mundo. Pero el temor de Dios nace de la humildad, mientras que el miedo del mundo nace del orgullo.

La más alta sabiduría consiste en temer a Dios: «Timor Domini initium Sapientiae», dice el Eclesiastés, y concluye con estas palabras: «Deum time, et mandata ejus serva: hoc est enim omnis homo» (Ecl. 12, 13): teme a Dios y observa sus mandamientos, porque eso es todo para el hombre». Quien no teme a Dios reemplaza los mandamientos divinos por los del mundo por miedo a ser aislado, censurado y perseguido por el mundo. El miedo al mundo, que es consecuencia del pecado, incita a la huida, mientras que el temor de Dios motiva para luchar.

Un gran autor francés, Ernest Hello, dice: «Temer el nombre de Dios quiere decir no tener miedo a nada».19 El mismo Hello nos recuerda unas palabras de las Sagradas Escrituras cuya profundidad nunca entenderemos totalmente: laetetur cor meum ut timeat nomen tuum (Ps 85, 11): que mi corazón se alegre para temer tu nombre».

Sólo hay alegría en presencia de Dios, y Dios no puede estar presente donde no se lo teme. Dice el Espíritu Santo que no hay nada mejor que el temor de Dios: «Nihil melius est quam timor Domini» (Ecl 23, 37). Lo llama fuente de vida: «Timor Domini fons vitae» (Pr.14,27). De júbilo y alegría: «Timor Domini gloria, gloriatio et laetitia et corona exultationis!» (Ecl.1,11).

Este temor de Dios es lo que nos hace reconocer su mano en los trágicos sucesos de nuestro tiempo y nos motiva a disponernos con serenidad y valor a la lucha.

El caballero, la muerte y el diablo

El caballero, la muerte y el diablo es un grabado en cobre de Alberto Durero realizado en 1513. En la obra aparece un caballero cubierto con un yelmo que porta espada y lanza cabalgando sobre un   majestuoso corcel y desafiando a la muerte, que le muestra un reloj de arena en el que se esfuma el tiempo de la vida, mientras el Diablo, representado como un animal cornudo, empuña una alabarda.

Plinio Corrêa de Oliveira, en un artículo publicado hace casi setenta años (febrero de 1961) en la revista Catolicismo, evocaba esta escena para representar el enfrentamiento entre la Revolución, que no puede retroceder, y la Iglesia, que a pesar de todo no ha conseguido vencer.

Escribió: «La guerra, la muerte y el pecado se disponen a devastar nuevamente el mundo, esta vez en un enfrentamiento de proporciones inéditas. En 1513, el talento insuperable de Durero lo representó como un caballero que marcha a la guerra cubierto de la cabeza a los pies con una armadura y acompañado de la muerte y el pecado, este último simbolizado por un unicornio. La Europa de entonces, inmersa ya en los sucesos que precedieron a la falsa Reforma, se encaminaba a la trágica época de las guerras religiosas, políticas y sociales que desencadenó el protestantismo.

»La próxima contienda, sin ser explícita y directamente una guerra de religión, afectará en tal medida a los más sagrados intereses de la Iglesia que un verdadero católico no podrá menos que verla en su aspecto religioso. La tragedia que se desatará será ciertamente más devastadora que las de los siglos anteriores.

»¿Quién vencerá? ¿La Iglesia? »Las nubes que tenemos ante nosotros no son sonrosadas. Pero nos anima la certeza invencible de que no sólo la Iglesia –lo cual es evidente, dada la promesa divina– no desaparecerá, sino que logrará en nuestros tiempos un triunfo mayor que el de Lepanto.

»¿Cómo? ¿Cuándo? El futuro está en manos de Dios. Numerosos motivos de tristeza y aprensión se alzan ante nosotros, e incluso los vemos en algunos de nuestros hermanos en la fe. Al calor de la lucha es posible y hasta probable que nos esperen terribles deserciones. Pero es indiscutible que el Espíritu Santo sigue suscitando en la Iglesia admirables e invencibles energías espirituales de fe, pureza, obediencia y dedicación que en el momento oportuno volverán a cubrir de gloria el nombre cristiano.»

Plinio Corrêa de Oliveira concluía su artículo con la esperanza de que el siglo XX no sólo sería «el del gran combate, sino también el del inmenso triunfo». Hagámonos eco de esta esperanza que extendemos al siglo XXI, el nuestro, época de coronavirus y de nuevas tragedias, pero tiempo también de una renovada confianza en las promesas de Fátima. Confianza que queremos expresar con las palabras que dirigió Pío XII a los jóvenes de Acción Católica en 1948:

«Ya conocéis, amados hijos, los misteriosos jinetes de los que habla el Apocalipsis. El segundo, el tercero y el cuarto son la guerra, el hambre y la muerte. ¿Quién es el primer jinete, que monta un corcel blanco? El que montaba sobre él tenía un arco, y le fue dada una corona y salió vencedor, y para vencer aún» (Apoc.6,2). Es Jesucristo. El evangelista vidente no vio sólo las ruinas originadas por el pecado, la guerra, el hambre y la muerte; vio en primer lugar la victoria de Cristo. Y aunque ciertamente el camino de la Iglesia a lo largo de los siglos sea un vía crucis, también es en todo los tiempos una marcha hacia la victoria. La Iglesia de Cristo, los hombres de la fe y el amor cristiano, son siempre los que llevan la luz, la redención y la paz a la humanidad sin esperanza.  Iesus Christus heri et hodie, ipse et in saecula (Heb. 13, 8). Cristo es quien os guía de victoria en Victoria. Seguidlo.20

Roberto De Mattei

1  Réginald Garrigou-Lagrange, La vida eterna y la profundidad del alma, RIALP, Madrid 1950, p. 106.
2  Vita del gran patriarca s. Bruno Cartusiano. Dal Surio, & altri …, Alessandro Zannetti, Roma 1622, vol. 2, p. 125
3  S. Agustín, De Civitate Dei, I, 10, 11.
4  S. Agustín, De Civitate Dei, 20, 30.
5  Santo Tomás de Aquino, In IV Sent. 47, 1, 1, ad 1.
6  Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, q. 59, art. 5.
7  Michael Schmaus, Le ultime realtà, tr. it. Edizioni Paoline, Roma, 1960 p. 247.
8  Ivi, p. 248.
9  Antonio Piolanti, Giudizio divino, en Enciclopedia Cattolica, vol. VI (951), col. 731 (731-732).
10  Réginald Garrigou-Lagrange, Dieu, son existence et son nature, Beauchesne, París 1950, vol. I, pp. 440-443.
11  Prospero d’Aquitania, De vocatione omnium gentium (La vocazione dei popoli, Città Nuova, Roma 1998, p. 74).
12  San Bernardino, Opera omnia, Sermo 46, Feria quinta post dominicam de Passione, en Opera omnia, Ad Claras Aquas, Florentiae 1950, vol. II, pp. 84-8,
13 Ivi, Sermo XIX, Feria secunda post II dominicam in quadragesima, vol. III, p. 333.
14  Ivi, pp. 337-338.
15  Ivi, pp. 340-350.
16  Ivi, p. 341.
17  Henri-Marie Boudon, La dévotion aux saints Anges, Clovis, Cobdé-sur-Noireau 1985, p. 265.
18  Jacques-Bénigne Bossuet, Oraison funèbre de Henriette-Anne d’Angleterre (1670), en Œuvres complètes, Outhenin-Chalandre fils, París 1836, t. II, p. 576.
19  Ernst Hello, L’homme, Librairie Académique Perrin, París 1911, p. 102.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

Monseñor Schneider & Dr Marshall - Teología y Liturgia - Parte 5



Duración 21:48 minutos

Tremendo alegato por la Libertad Religiosa en Italia


Duración 4:57 minutos

sábado, 23 de mayo de 2020

Monseñor Schneider, la comunión en la mano, los cambios en la santa Misa y la reprimenda divina


Por primera vez en la historia de la Iglesia se prohibieron las Misas públicas en todo el mundo, advirtió monseñor Athanasius Schneider durante el desarrollo del Foro Romano por la Vida, transmitido electrónicamente el 22 de mayo.

Él llama al coronavirus solamente un “pretexto” para infringir los derechos de los cristianos. Esto creó una “atmósfera de las catacumbas” con sacerdotes celebrando en secreto para sus fieles.

Para Schneider es “increíble” cómo hay obispos que se han convertido en “funcionarios públicos rígidos” al prohibir el culto público, incluso antes que lo hicieran sus gobiernos.

La situación actual podría comprenderse como una “reprimenda divina por los últimos cincuenta años de desacralización y trivialización de la Eucaristía” a través de la Comunión en la mano (1969) y de la reforma radical del rito de la Misa (1969/1970), analiza Schneider.

Él ofrece muchos argumentos contra la Comunión en la mano:

• Partículas de las hostias consagradas son pisoteadas por el clero y los laicos

• Se roban hostias consagradas

• La Comunión en la mano es como tomar la comida habitual

• Para muchos fieles la Comunión en la mano convirtió el Cuerpo de Cristo en “pan sagrado” o en algún “símbolo”.

Es por eso que “ahora el Señor intervino y privó a casi todos los fieles de asistir a la Santa Misa”.

Actualidad Comentada | Adaptarse es sucumbir | 22.05.2020 | P. Santiago Martín FM


Duración 8:55 minutos

jueves, 21 de mayo de 2020

Jesús según Josefo: respuesta a objeciones comunes (Flavio Josefo -2)




En un artículo anterior, observamos el testimonio del historiador judío, Josefo, sobre Jesús.

Hoy, vamos a ver en mayor detalle algunas de las objeciones y las respuestas posibles. Antigüedades de Josefo cuenta la historia de los principales sucesos desde el comienzo de la creación hasta la caída del templo de Jerusalén. Cerca del final, Josefo nos cuenta que él lo escribió en el año 93 D.C., a la edad de 56 años.

Algunos académicos modernos sostienen que Josefo se relaciona con el Evangelio según San Lucas en sus trabajos históricos. Algunos dicen que (1) Josefo utilizó a San Lucas, cosa que es probable. (2) Otros afirman que San Lucas utilizó a Josefo, cosa que es casi imposible. (3) Otros dicen que ambos utilizaron una fuente en común. Observamos que el hecho de que Josefo utilizara ya sea a (1) San Lucas directamente, o (2) basándose en una fuente en común ya desaparecida, tal como hizo el evangelista, aumenta la credibilidad histórica de este último.

Sobre Josefo, hay un acuerdo generalizado en tres puntos: (1) Josefo describe la vida, predicación y martirio de San Juan Bautista (alrededor del 32 D.C., un año antes que el de Cristo, como los Evangelios también relatan) bajo el rey Herodes (véase Ant. libro XVIII, cap. 5). (2) Josefo describe a Santiago el apóstol sentenciado a muerte unos 30 años más tarde (cerca del 61 D.C.) (Ant. libro XX. cap. 9) (3) Josefo también describe a Santiago como “el hermano de Jesús, que era llamado Cristo” (ibid.). Varios académicos sostienen que esta breve descripción en el libro 20 presupone una referencia previa a Jesús.

Frente la hipótesis de interpolación en una fecha posterior, (1) tenemos el texto de Josefo citado y con referencia cruzada en cinco autores independientes en tan solo los primeros 500 años después de Nuestro Señor. (2) Contamos con al menos 15 otros autores en los siguientes 1,000 años — es decir, hasta el 1500 D.C. (su autenticidad fue cuestionada primero por Joseph Scaliger, un protestante del siglo XVI, criticado por su enfoque hacia la crítica histórica). (3) La propia tradición del manuscrito hace que todo intento de interpolación resulte fácilmente descubierto (en comparación con otros manuscritos) o virtualmente imposible (porque entonces todos deben ser modificados).

Aquí hay otro santo, Isidoro de Pelucio. San Isidoro, discípulo de Crisóstomo, Lib. IV, Ep. 325:
“Había un Josefo, judío de gran reputación y celoso de la ley; que también parafraseaba el Viejo Testamento con verdad, y actuaba valientemente en favor de los judíos, y había mostrado que su asentamiento era más noble que el que puede describirse con palabras. Ahora, dado que su interés dio lugar a la verdad, porque él no apoyaba la opinión de hombres impíos, considero que es necesario asentar sus palabras. Entonces, ¿qué es lo que él dice? “Por aquel tiempo existió un hombre sabio, llamado Jesús, si es lícito llamarlo hombre, porque realizó grandes milagros y fue maestro de aquellos hombres que aceptan con placer la verdad. Atrajo a muchos judíos y a muchos gentiles: era el Cristo. Delatado por los principales de los judíos, Pilato lo condenó a la crucifixión. Aquellos que antes lo habían amado no dejaron de hacerlo, porque se les apareció al tercer día resucitado; los profetas habían anunciado éste y mil otros hechos maravillosos acerca de él. Desde entonces hasta la actualidad existe la agrupación de los cristianos”. No puedo dejar de asombrarme enormemente ante el amor de este hombre por la verdad en muchas cosas pero especialmente cuando dice, Jesús “fue maestro de aquellos hombres que aceptan con placer la verdad.”
También contamos con el testimonio del historiador eclesiástico Sozomeno: Historia de la Iglesia, libro I, capítulo 1 (alrededor del 440 D.C.):
“Pero si alguien ignora estos hechos, no es difícil conocerlos leyendo los libros sagrados. Josefo, hijo de Matías, quien también fue sacerdote y muy distinguido entre judíos y romanos, puede ser considerado un notable testigo de la verdad concerniente a Cristo; porque titubea al llamarlo hombre dado que realizó hechos maravillosos, y fue un maestro de doctrinas verdaderas, pero lo llama abiertamente Cristo; que fue condenado a muerte en la cruz, y apareció vivo de nuevo al tercer día. Ni tampoco ignoraba Josefo las otras numerosas predicciones sobre el Cristo realizadas con anterioridad por los santos profetas. Asevera además que Cristo atrajo a muchos griegos y judíos que no dejaron de amarlo, y que las personas que llevaban su nombre no desaparecieron. Me parece que al narrar estas cosas, solo le faltó proclamar que Cristo, comparando sus obras, es Dios. Como afectado por el milagro, corrió y se quedó a mitad de camino, sin embestir contra quienes creían en Jesús sino antes bien, coincidiendo con ellos.”
Es extremadamente significativo, como lo señalan San Isidoro y Sozomen, que Josefo no calumniara a los cristianos, cosa que podría haber hecho fácilmente de haberlo querido. Habiendo descrito con tanto detalle a (1) San Juan Bautista, (2) el rey Herodes, (3) Poncio Pilato, y (4) Santiago de Jerusalén, era solo de esperar que dijera algo sobre Nuestro Señor Jesús y los cristianos del primer siglo, dado que describe tan bien los sucesos del primer siglo en Jerusalén. Por eso es muy llamativo que Josefo no dijera nada, como “su líder no realizó los milagros que decían que había hecho,” sino que admite con recelo que los hechos realizados por Cristo y reportados por los cristianos sí tuvieron lugar.

Recapitulando, hemos visto cinco autoridades en los primeros 500 años D.C.: los santos, concretamente (1) San Ambrosio, (2) San Jerónimo, (3) San Isidoro y los historiadores eclesiásticos, (4) el obispo Eusebio, y (5) Sozomen. Una revisión de las obras referenciadas mostrarán 15 más en los primeros 1.500 años.

Hay tres posibilidades: (1) una completa interpolación, (2) una interpolación parcial, (3) ninguna interpolación. Consideremos seriamente qué posibilidad es la mejor respaldada por la evidencia.

Cuestión/Objeción I: ¿No es probable que la referencia a Jesús haya sido completamente interpolada?

No. ¿Resulta creíble que un hipotético interpolador posterior, suponiendo que tuviese motivos para interpolar (en un tiempo en que nadie cuestionaba la historicidad de Jesús), habría podido hacerlo?

Consideremos la enorme tarea ante esta hipótesis individual: en primer lugar, hubiera tenido que buscar e interpolar en forma idéntica cada uno de los Padres en que la cita de Josefo fue utilizada y, luego, buscar e interpolar cada uno de los textos de Josefo en todos los manuscritos existentes.

Y eso es solo el comienzo. Hubiera tenido que dominar el estilo de Josefo y utilizar expresiones como “sabio”, “tribu de cristianos”, etc. que los eruditos de hoy reconocen como de Josefo, y luego hubiera tenido que dominar el estilo de aquellos Padres, y luego astutamente interpolarlos en todas las citas que hacen de Josefo, y de alguna manera adaptar los argumentos circundantes.

Supongamos que hay un 10% de probabilidad de que un texto de los antiguos Padres haya sido interpolado exitosamente en todas las copias existentes. P(Int)=0,1. ¿Cuál sería entonces la probabilidad de que más de cinco santos e historiadores de la Iglesia hubieran visto sus escritos alterados? Sería del 0,00001.

Cuestión/Objeción II: ¿Es probable que la referencia a Jesús se encuentre solo parcialmente interpolada?

Es menos improbable, pero aún improbable. En este caso tampoco se haya superada la dificultad antes mencionada.

Si decimos que la interpolación pudo no haber tenido lugar durante los primeros 500 años, pero tuvo lugar entre el 500 y 1500 D.C., y que había un 20% de probabilidad de que un único escritor haya visto sus escritos alterados, la probabilidad de semejante alteración sería de 0.2^10 = 0,0000001024.

Entonces, tenemos Prob (interp. antes de los 500 años) = 1/100.000; Prob (interp. entre el 500 y el 1500) = 1,024/10^7.

Eso ya torna extremadamente improbable la hipótesis de la interpolación, dado el testimonio del texto de Josefo en múltiples fuentes tempranas independientes. La probabilidad de que no haya habido interpolación es de casi 1.

Los manuscritos de Josefo pueden ser comparados al de Tácito (un historiador romano del primer siglo, quien también mencionó que Cristo, el líder de los cristianos, había sido crucificado bajo Pilato pero no mencionó Su resurrección).

Casi nadie duda de la autenticidad de los pasajes de Tácito. Y los manuscritos de Josefo son anteriores. En verdad ni siquiera necesitamos los manuscritos para completar el caso, por las citas independientes de Josefo en otros autores antiguos. Pero si alguno quiere compararlos, (1) los manuscritos de Josefo son superiores en calidad que los de Tácito, (2) casi nadie duda de los manuscritos de Tácito, y por lo tanto (3) los manuscritos de Josefo no debieran ponerse en duda sobre esa base. Hay manuscritos de Josefo en griego y latín, árabe, sirio y eslavo.

En cuanto a si Josefo fue un discípulo de Jesús o no — vemos en el Evangelio que algunos dudan de confesar abiertamente a Cristo, haciéndolo en secreto. Por ejemplo, está el fariseo Nicodemo y, entre otros, hasta José de Arimatea (véase Jn. 3:1–2; 7:13; 19:38; etc).

En los Reconocimientos del papa San Clemente de Roma, él lega la tradición de que incluso el rabino Gamaliel era un discípulo de Jesús, pero en secreto — “Gamaliel, quien, como hemos dicho, era de los nuestros pero, por una dispensa, permaneció entre ellos” (Reconocimientos, capítulo 66). Ahora bien, si releemos Hechos 5:34–39 y la amenazante advertencia, “no sea que os halléis peleando contra Dios,” podríamos entender que en este pasaje se encuentra implícita una confesión de que Jesús era Dios.

Entonces, es posible que Josefo también fuera un discípulo de Jesús en secreto pero que no se uniera abiertamente a los cristianos. Algunos de los antiguos Padres y santos se contentan con decir que Josefo era un amante de la Verdad.

Nos despedimos de nuestros lectores y de este asunto con esta consideración final:
“Si bien aquí Josefo no planeó declararse abiertamente cristiano, él no podría haber creído todo lo que asevera sobre Jesucristo a menos que fuera cristiano como lo eran los judíos nazarenos, o ebionitas, quienes creían que Jesús el nazareno era el verdadero Mesías, sin creer que era más que un hombre, y que también creían en la necesidad de observar la ley ceremonial de Moisés para la salvación de todos los hombres; los dos puntos principales de la fe de esos judíos cristianos, si bien en oposición a los apóstoles de Jesucristo durante el primer siglo y en oposición a toda la Iglesia Católica de Cristo en los siglos subsiguientes. Pareciera entonces que Josefo era, en su propia mente y consciencia, tan solo un nazareno o un judío ebionita cristiano; y se puede observar que todo su testimonio y todo lo que dice de Juan el Bautista y de Santiago, así como su absoluto silencio acerca del resto de los apóstoles concuerdan con él bajo aquel personaje, y no otro. Todos sabemos que los miles de judíos que creían en Cristo (Hechos 21,20.) en el primer siglo eran celosos de la ley ceremonial; y en consecuencia, si existiera una razón para pensar que nuestro Josefo era, en cierto sentido, creyente o cristiano, en cuanto a esto hay grandes testimonios, todos estos y todas las demás razones no hacen más que conspirar para asegurarnos que no era más que un nazareno o cristiano ebionita.”

Nishant Xavier 

Traducido por Marilina Manteiga. 

La prueba histórica de la Resurrección que menos agrada a los secularistas (Flavio Josefo - 1)




Una de las pruebas irrefutables de la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, que incluso aun los no cristianos más serios se ven forzados a admitir, es el testimonio de Flavio Josefo, historiador judío del siglo primero y testigo ocular del extraordinario cumplimiento de las profecías de Nuestro Salvador referentes a la destrucción de Jerusalén en el año 70 A.C

El Arzobispo Eusebio encomia a Josefo por la exactitud de su informe que tan admirablemente concuerda con la Escritura. Para los santos y para nosotros, el testimonio de historiadores cristianos de la altura de San Mateo, San Marcos, San Juan, etc., es infinitamente superior al de cualquier historiador judío o pagano, antiguo o moderno, pero es importante saber que, para los secularistas contemporáneos, Josefo es casi como una biblia secular en lo que a la historia de los acontecimientos del siglo primero se refiere. Cabe imaginar, entonces, ¡cuán conmocionados deben estar al encontrarse frente a este testimonio claro y explícito acerca de la Resurrección de Jesús en las Antigüedades de Josefo!

Flavio Josefo, Antigüedades XVIII, Capítulo III, Párr.3:
“Ahora, había por aquel tiempo un hombre sabio, Jesús, si fuera apropiado llamarlo hombre. Por cuanto era un hacedor de obras extraordinarias; un maestro para aquellos hombres que acogen la verdad con complacencia. Él atrajo hacia sí muchos judíos y gentiles. Él era [el] Cristo. Y cuando Pilatos a sugerencia de las figuras más relevantes entre nosotros, lo condenó a la cruz; aquellos que lo habían amado desde el principio no lo abandonaron. Y él se les apareció vivo nuevamente, al tercer día: tal y como los divinos profetas habían anunciado sobre éstas y miles de otras cosas increíbles acerca de él. Y la tribu de los cristianos, así llamados en su nombre, perdura hasta hoy.”
1.- Este testimonio histórico da fe de todos los hechos más resaltantes de la vida de Nuestro Señor Jesucristo: su sabiduría divina, sus asombrosos milagros, su elevada doctrina, su poderosa predicación que atraía a hombres y mujeres de todas las razas y culturas, su crucifixión bajo Pilatos y su gloriosa resurrección conforme a lo que los grandes profetas de Israel habían escrito. Igualmente, muestra que todo esto era conocido de manera prácticamente universal entre los judíos de su tiempo, incluso entre aquellos que eran hostiles o indiferentes al Evangelio.

2.- El testimonio es tan evidentemente de Josefo, que coloca a todos los críticos seculares ante dificultades insuperables; no les queda más remedio que alegar desesperadamente que se trata de un engaño a los fines de poder mantener su secularismo. Pero esto resulta ser solo una pretensión absurda y ridícula. El pasaje en cuestión se ajusta perfectamente a todo lo que conocemos del estilo y vocabulario de Josefo que se caracteriza por expresiones únicas y propias tales como “tribu de cristianos” y el llamar a Jesús “un hombre sabio”, etc., cosa que no ocurre en ninguna otra parte. Más aun, como bien señala E.C., todos los códices o manuscritos de la obra de Josefo contienen el texto en referencia; para poder sostener el carácter espurio del texto habría que suponer que todas las copias de Josefo se encontraban en manos de los cristianos, y habían sido modificadas de la misma manera”

3. Su autenticidad se dio por universalmente descontada durante siglos. Tomado del mismo artículo de E.C., “Tercero, Eusebio (” Hist. Eccl “., I, xi; cf.” Dem. Ev. “, III, v) Sozomen (Historia de la Iglesia I.1), Niceph. (Hist. Eccl., I, 39), Isidoro del Pelusio (Ep. IV, 225), San Jerónimo (catal.script. Eccles. Xiii), Ambrosio, Casiodoro, apelan al testimonio de Josefo; no debe haber existido duda alguna acerca de su autenticidad en la época de estos ilustres escritores”.

Podemos notar que Josefo, al igual que Gamaliel y otros, probablemente se contentó con trabajar discretamente dentro de la sinagoga -entre otras posibles explicaciones de por que no se había bautizado. Sea lo que fuere, este claro testimonio proveniente de un historiador considerado universalmente como digno de credibilidad es una prueba convincente de que los judíos del tiempo de Jesús estaban bien familiarizados con el hecho de su Resurrección.

De manera análoga a lo que ocurre con la Sabana Santa de Turín, y los 500 testigos de la Resurrección, así como las vidas heroicas y martirios de los Santos Apóstoles quienes sellaron y confirmaron con su propia sangre, su testimonio en cuanto a Jesús y su Resurrección, ¡El Testimonio Flaviano como se le llama, aporta una prueba creíble, nada desdeñable de la Resurrección! Debe, por tanto, ser objeto de atención de todo investigador serio del cristianismo.

Algunos de los primeros cristianos sabían que Josefo creía en Cristo y, en tal sentido, este historiador era visto con mucho respeto. Su conversión, al igual que la del Rabino Gamaliel, debe ser otro claro llamado a los no cristianos a creer en Jesús y ser salvos. Debe igualmente confirmar a los que vacilan en la Fe. Y debe consolar a los fieles de que Dios, el Señor al que servimos, ha hecho y puede realizar cosas increíbles.

San Jerónimo:
“Josefo, el hijo de Matías, sacerdote de Jerusalén fue hecho prisionero por Vespasiano y su hijo Tito, y desterrado. Al venir a Roma, presentó a los emperadores, padre e hijo, siete libros Sobre el cautiverio de los judíos, los cuales fueron depositados en el Biblioteca Pública y, en razón de su genio, se le consideró digno de una estatua en Roma. Adicionalmente, escribió veinte libros acerca de las Antigüedades, desde el inicio del mundo hasta el decimocuarto año de Domiciano César, y dos Antigüedades contra Appion, el filólogo de Alejandría quien bajo Calígula fue enviado como delegado por parte de los gentiles contra Filón; también escribió un libro que contiene una vituperación de la nación judía. Otro de sus libros titulado Sobre toda sabiduría dominante, en el que relata la muerte de los macabeos por martirio, es altamente apreciado. En el octavo libro de sus Antigüedades, reconoce abiertamente que Cristo fue asesinado por los fariseos a causa de la grandeza de sus milagros, que Juan el Bautista fue verdaderamente un profeta y que Jerusalén fue destruida debido al asesinato del Apóstol Santiago. Igualmente señala con relación al Señor lo siguiente: “En estos tiempos estaba Jesús, un hombre sabio, si en verdad fuera legítimo llamarlo hombre. Por cuanto era un hacedor de milagros maravillosos, y un maestro de aquellos que libremente acogen la verdad. Tenía además muchos seguidores, tanto judíos como gentiles y se creía era el Cristo, y cuando instigado por la envidia de nuestros principales Pilatos lo crucificó. Sin embargo, aquellos que desde el principio lo amaron continuaron así hasta el final, pues él se les apareció vivo al tercer día. Muchas cosas, éstas y otras extraordinarias, se hallan en los cánticos de los profetas quienes profetizaron acerca de él y la secta de los cristianos, así llamados en su nombre, la cual persiste hasta nuestros días”.
El gran doctor que nos dio nuestra Biblia Latina Vulgata explica que Josefo claramente testifica acerca de estas cosas como incontrovertibles.

Y San Ambrosio:
“Los propios judíos también dan testimonio de Jesús, como se ve en Josefo, el escritor de su historia, quien afirma lo siguiente: “Había en aquel tiempo un hombre sabio, si (al hablar de él) fuera correcto darle el nombre de hombre, pues era un hacedor de obras extraordinarias, quien se apareció a sus discípulos al tercer día de su muerte, vivo otra vez, conforme a los escritos de los profetas, quienes anunciaron estos e innumerables otros acontecimientos milagrosos acerca de él: gracias a los cuales comenzó la congregación de los cristianos, y sin embargo, él -Josefo- no era un creyente a causa de la dureza de su corazón y su intención prejuiciosa. Empero, no fue por sus prejuicios contra la verdad por lo que no era un creyente, lo que le añade mayor peso a su testimonio, pues a pesar de su reticencia y de no ser creyente, esto debe ser verdad, ya que nunca lo negó”.
Aquí el santo obispo de Milán pone de relieve que los hechos más importantes de la vida de Cristo, incluido su ministerio público y sus milagros, su vida y su Evangelio, su muerte y crucifixión, su entierro y su resurrección eran tan conocidos como para ser innegables incluso para aquellos que no confesaban abiertamente a Cristo. Si los no cristianos decían que Josefo no era cristiano, esto solo le agrega mayor peso a su testimonio. Si ellos aseveraban que él se había hecho cristiano, entonces, ellos debían haber hecho lo mismo.

En consecuencia, aquellos escépticos modernos, que conscientes de la gran credibilidad de la que goza Josefo encuentran, no obstante, que su testimonio es inexplicable a causa de su prejuicio a priori contra el cristianismo, merced a la ayuda de la gracia, deben llegar a la realización de que este testimonio es absolutamente cierto. Jesucristo es verdaderamente el Mesías prometido, y Él realmente murió bajo Poncio Pilatos en Nisan 14, 33 A.D. y resucitó al tercer día de entre los muertos.

Finalmente, dos santos doctores explican por qué el hecho de la Resurrección es tan incuestionable que, así como la existencia de Dios se puede conocer por sus efectos en la creación, de igual modo, la resurrección del Señor, que es la Nueva Creación, se puede conocer a través de sus efectos en la historia, en la vida de los apóstoles y en aquellos que se convirtieron.

San Crisostomo:
“Por esta razón, es decir, por los Milagros [hechos por los Apóstoles] Él pone de manifiesto la evidencia de Su Resurrección de manera inequívoca, para que no solo los hombres de aquellos tiempos -que es lo que resulta de las pruebas presenciales- sino también los hombres de la posteridad puedan tener la certeza del hecho de que ÉL resucitó. Partiendo de esta base podemos también discutir con los no creyentes. Pues si Él no resucitó, sino que continúa estando muerto, ¿cómo pudieron los Apóstoles llevar a cabo milagros en Su nombre? ¿Pero ellos no hicieron milagros, pueden alegar? ¿Como, entonces se instituyó nuestra religión? Por cuanto esto, ciertamente, no se puede negar o impugnar porque lo vemos con nuestros ojos: así, pues cuando dicen que no hubo milagros, se infligen a sí mismos una puñalada aún peor. ¡Qué mayor milagro que éste, que sin que mediase milagro alguno, el mundo entero haya caído con entusiasmo en las redes de doce pobres e ignorantes hombres!” 
Santo Tomás de Aquino, en la Summa Contra Gentiles, escribió:
La sabiduría divina que conoce todas las cosas en su plenitud se ha dignado revelar estos sus secretos a los hombres, y como prueba de ello ha mostrado obras que trascienden la competencia de todos los poderes naturales, en la cura maravillosa de enfermedades, en la resurrección de los muertos y, lo que es aún más extraordinario, en inspiraciones tales de la mente humana que personas simples e ignorantes, llenas del don del Espíritu Santo, han alcanzado en un instante cimas de sabiduría y elocuencia. Como resultado de lo anterior, sin que medie la violencia de las armas, sin promesa alguna de placeres y, lo que es más extraordinario, en medio de la violencia de los perseguidores, una incontable multitud de hombres, sin educación a la par que muy sabios, se han congregado en la Fe CRISTIANA, en donde se predican doctrinas que trascienden todo conocimiento humano, en la que se refrenan los placeres de los sentidos y en la que se enseña un desprecio por todas las posesiones mundanas. Que las mentes mortales den su consentimiento a tales enseñanzas es el mayor milagro de todos y una obra manifiesta de la inspiración divina que conduce a los hombres a despreciar lo visible y a desear únicamente los bienes invisibles. Esto no ha ocurrido de repente o por casualidad, sino gracias a una disposición divina plasmada en el hecho de que Dios predijo que pretendía hacer esto, a través de los oráculos de Sus Profetas. Los libros de esos profetas son aún venerados entre nosotros y dan testimonio de nuestra fe. Este argumento es abordado en el texto: “La salvación anunciada por el Señor, nos fue luego confirmada por quienes la oyeron, testificando también Dios con señales y prodigios, con toda suerte de milagros y dones del Espíritu Santo repartidos según su voluntad” (Heb. ii, 3, 4).
Esta conversión tan extraordinaria del mundo a la Fe Cristiana es indiscutiblemente un signo de milagros pasados, que no necesitan ser repetidos, dado que se hacen evidentes en sus efectos. Sería un portento mayor todavía que todos los otros milagros, si careciendo de estos signos extraordinarios el mundo hubiera sido inducido por hombres simples y de humilde cuna a creer en verdades tan arduas, a realizar obras muy difíciles, a esperar por una recompensa tan alta. Y sin embargo, aun en nuestros tiempos, Dios no cesa de obrar milagros a través de Sus santos para la confirmación de la Fe.

Nishant Xavier

(Traducido por María Calvani. Artículo original)