De
 China nos han llegado en los últimos tiempos no solamente las 
acostumbradas baratijas sino también el coronavirus y los pactos con el 
Vaticano. Y sobre este tema quiero decir dos palabras, esperando que 
algún lector que sepa más que yo sobre el tema pueda completar la 
reflexión.
Es 
innegable que el tratado secreto firmado entre el gobierno chino y la 
Santa Sede significó la entrega de la iglesia católica china al partido 
comunista y la puesta en ridículo de cientos de miles de fieles 
católicos que, durante décadas, resistieron en la clandestinidad. En 
pocas palabras, una traición, como bien lo ha afirmado el cardenal Zen, 
que se está convirtiendo en una de las nuevas caras de la resistencia al
 Papa Francisco.
Aclarado el punto anterior —los pactos constituyen una traición a
 los católicos chinos—, vale la pena tener en cuenta lo siguiente a fin 
de no caer en un fanatismo inútil que desdibuje la realidad:
 
1. Las
 conversaciones para llegar a estos acuerdos comenzaron con Juan Pablo 
II, continuaron con Benedicto XVI y terminaron con Francisco. Difícil es
 decir qué tenían en mente los dos previos sumos pontífices, pero lo 
cierto es que fue voluntad también de ellos llegar a una solución de la 
cuestión china. Quien conozca mínimamente los secretos de la sinología, 
sabrá que cualquier arreglo con los chinos lleva años y mucha paciencia.
 Las conversaciones se extendieron durante dos décadas. Por tanto, no me
 parece justo achacar la completa responsabilidad de la traición al 
actual pontífice. Tal responsabilidad es compartida, al menos en parte, 
por los anteriores.
 
2. 
Resulta curioso que los medios que se escandalizan con razón, de la 
firma del tratado no recuerden que algo muy parecido sucedió en los ’60 y
 en los ’70 con varios países que se encontraban tras la Cortina de 
Hierro. Los artículos de Stefan Glejdura, que pueden conseguirse 
fácilmente en la web (aquí pueden bajar uno), son un testimonio muy interesante a tener en cuenta acerca de lo que fue la Ostpolitik
 vaticana, inaugurada por Pablo VI y comandada por el cardenal Agostino 
Casaroli, Secretario de Estado de Juan Pablo II durante once años. Esa 
política hacia los estados comunistas significó sacrificar en menor o 
mayor medida, a los fieles, sacerdotes y obispos perseguidos a fin de 
conseguir algunas simpatías en los regímenes de izquierda y, por cierto,
 para cumplir con el mandato de apertura al mundo del Concilio Vaticano 
II, como el mismo Casaroli no dejaba de afirmar. 
 
Podemos
 recordar aquí la traición a la iglesia checoslovaca, pero quizás el 
símbolo más claro fue la ignominiosa conducta vaticana con respecto al 
cardenal Mindszenty, arzobispo de Budapest, el cual fue desposeído de su
 sede por Pablo VI, obligado a dejar Hungría y amordazado a fin de que 
no criticara al régimen comunista de su país. Él, que se había 
constituido en la defensa más importante e internacionalmente relevante 
de los fieles católicos húngaros, fue desautorizado y humillado por el 
mismísimo Vaticano. Y de esto hace más de cuarenta años.
 
El actual caso de China no es más que una escena vintage: ospolitik 2.0, realizada por aficionados, como son Francisco y Parolín y con resultados muy similares a los conseguidos en los ’70. 
Los 
pactos chinos no son un invento de Francisco. Francisco es un invento 
del Vaticano II. Y no es justo cargar las tintas en la manzana podrida y
 olvidarnos de quienes pudrieron el manzanar. 
 
The Wanderer